Capítulo 67

Era el último día de la primavera de 1859. Raimundo avanzaba decidido por el sendero que llevaba al inmenso caserón de los Casamunt. Allí la actividad se había iniciado ya, como indicaba el humo que salía de alguna de las chimeneas. Al llegar al patio interior, Raimundo moderó el paso.

—Quisiera ver al señor Casamunt —pidió el campesino.

—Es un poco pronto. Espera aquí, a ver si puede atenderte —ordenó Jacinto.

Los largos minutos avivaron los nervios de Raimundo. De pie, en la penumbra del zaguán de entrada, el miedo lo atenazaba.

—Ven. Te recibirá en el despacho. Y cálzate estos chanclos —dijo Jacinto señalando una especie de zuecos de madera que estaban en un extremo del portal.

Raimundo obedeció mudo, menguado como estaba su escaso valor. Al entrar en la pieza vio al señor Casamunt arrellanado en su butaca. Por entre las cortinas de una ventana se filtraba la luz que entibiaba el ambiente.

—Qué quieres —espetó en lo que era una orden certera.

—Le vengo a comunicar… mi renuncia al contrato.

Fernando miró fijamente a Raimundo. Ambos tenían la misma edad. Lo conocía desde pequeño. Valentín solía llevarlo a su casa en alguna de las esporádicas excursiones a caballo. Allí comían pichones preparados por la madre de Raimundo. Cuando ellos entraban, de inmediato salían afuera los hijos del matrimonio. Raimundo y sus hermanos lo miraban con miedo, a él, un niño de su misma edad. Entonces, sus padres se desvivían por servirles los exquisitos pichones escabechados y el vino de la cosecha. Entre la maraña de recuerdos, Fernando notaba crecer el odio en su interior. La persona que otrora se había mostrado medrosa y cauta ante él ahora abandonaba la tierra. Se levantó de improviso y percibió un ligero temblor reflejo en Raimundo.

—¿Por qué? —volvió a exigir inquisitivo—. Has nacido aquí y aquí han nacido tus hijos. No sabes hacer otra cosa.

—Mi hermano está en Terrassa y nos ha dicho que allí hay trabajo para todos. No es difícil aprender… —farfulló Raimundo, acobardado.

Fernando se frenó. Pensaba que alguno de los campesinos había debido de tener suerte cuando se marchó y que eso era lo que arrastraba a otros a probar fortuna en los centros industriales. Era el noveno arrendatario que se iba en poco tiempo y ahora comenzaba a desconfiar de que otros llegaran para ocupar sus puestos.

—Está bien, ¿algo más? —concluyó sentándose con parsimonia en su butaca para estudiar unos papeles de encima del escritorio.

—Nada más, señor Casamunt. Le agradezco todos estos años —dejó escapar el hombre, que se mantuvo todavía unos instantes inmóvil, sin saber si podía ya marcharse. Finalmente se empezó a mover en dirección a la salida, acompañado por Jacinto. Cuando estaba bajo el umbral de la puerta, la voz de Fernando Casamunt rasgó el aire como un zarpazo.

—Por cierto, Raimundo. Si alguna vez vuelvo a verte entrar en esta casa, soltaré a los perros.

—Rosendo, pasa. ¿Todo bien? No te esperábamos hasta mediodía. —Pantenus se levantó con cierta dificultad y se dirigió al recién llegado con los brazos abiertos.

—Ya sabes que prefiero madrugar —justificó Rosendo.

—Siéntate, siéntate. ¿Qué tal el viaje hasta Barcelona?

—Bien, siempre es agradable venir a verte.

—¿Cómo va todo? Cuéntame, ¿algún otro altercado en el poblado? —preguntó el abogado.

—Todo ha vuelto a la normalidad. Los guardas van desarmados en la aldea y pasan la mayor parte del tiempo fuera. Además, la idea de las hermandades de salud les agradó mucho y funciona. Pantenus, a veces creo que necesitan un padre más que un jefe. Volvemos a ser una gran familia.

—La gran familia Roca. No me extraña que se quedaran de piedra. —Sonrió el abogado de su ocurrencia y golpeó en un gesto amistoso la espalda de su cliente y amigo.

Arístides observaba sonriente la familiaridad con la que se trataban los dos hombres. Estaba de pie junto a la ventana. Los tres se sentaron dispuestos a abordar los asuntos pendientes, como tres amigos que se reúnen a charlar.

—¿Y lo de las tierras? Ya sabes que ese paso es fundamental para llegar a buen puerto —preguntó Pantenus ya más serio.

—No te preocupes. Todo avanza según lo previsto —declaró Rosendo.

—¿Y la vuelta de los chicos? —se interesó Pantenus.

—Muy bien. Creo que han aprendido mucho en su estancia allí. Roberto ha traído una buena biblioteca. Nos presentó una idea para modernizar la mina y está acabando de darle forma. Cuando nos levantamos para ir a trabajar, ya tiene la mesa ocupada con sus libros y sus planos. Rosendo Xic y yo hemos decidido ir a almorzar a la cantina porque a veces ni nos saluda, de tan enfrascado como está. Durante el día, igual lo vemos pasar hablando con Jubal y con Héctor, suponemos que de la manera de poner en práctica su idea. Quiere retirar a todos los animales de la mina.

Pantenus observó que quizá aquélla fuera la parrafada más larga que le había oído pronunciar. Le agradó que fuera sobre sus hijos.

—Me alegro, son buenos chicos. Se ocuparán de la mina y de lo que tenemos entre manos… Has de saber que ya tengo preparado lo que me pediste. Faltan los permisos, pero yo creo que hacia septiembre estará todo listo. Contamos además con un inversor dispuesto a prestarnos el dinero, se trata de un influyente judío de Girona que ha oído hablar de ti.

—Siempre has estado bien relacionado. Esa fecha será el punto de arranque de una nueva etapa. —Rosendo inspiró profundamente y añadió—: Espero que Henry también participe.

—¿Qué le pasa a Henry? ¿No se encuentra bien? —preguntó Pantenus preocupado.

—No, no es eso. No sé qué le pasa. Desde la vuelta de Escocia a veces se le ve un tanto abatido, desmotivado. Ha abandonado su labor en manos de Rosendo Xic.

—Echará de menos su país —supuso Pantenus.

—Puede ser, pero después de tantos años… —dudó Rosendo.

—Nunca se sabe. Yo mismo me estoy haciendo mayor y tengo nuevas manías cada día. Pregúntale a Arístides. Y es que yo, amigo mío, ya he pasado de los sesenta.

Rosendo notó entonces cómo la edad de su abogado adquiría la impiedad de la cifra. Esperó a que continuara.

—No digo que en breve me vaya a retirar. Tengo cuerda para años, pero poco a poco hay que ir cediendo el paso a la juventud. Nuestra experiencia es útil, sin embargo son la ambición y el coraje los que mueven el mundo. Poco a poco, Arístides se irá convirtiendo en tu enlace legal, es ley de vida. Piénsalo. A ti te pasará lo mismo, ya verás. El relevo ha empezado —sentenció Pantenus.

Rosendo se dio cuenta de cómo el devenir transcurría ante sus ojos y la certeza de su propia madurez le golpeó el espíritu como un martillo. Sus vidas habían sido provechosas y Henry, Pantenus y él mismo, ahora se daba cuenta, pensaban en la cercanía del retiro. En cualquier caso, él era el más joven de los tres.

—Dejemos las cosas tristes y tejamos la trama de nuestro negocio —dijo Pantenus de forma enigmática—. Hemos estado pensando que debemos preparar el terreno por si las cosas fallan. Se nos ha ocurrido la figura del hombre de paja.

—¿Un hombre de paja? ¿Un espantapájaros? —preguntó Rosendo sin entender muy bien a qué se refería el abogado.

—Algo parecido. El espantapájaros simula ser una persona para sembrar el desconcierto entre las aves. El hombre de paja, en términos de negocio, es una persona que aparenta ser el jefe para sembrar el desconcierto entre los buitres, léase, los acreedores —rió Pantenus—. Arístides te lo puede explicar. De hecho, la idea es suya.

El sexagenario se levantó y, con las manos entrelazadas en la espalda, miró al exterior con sosiego. Arístides empezó su explicación:

—He observado que el acuerdo con los Casamunt dispone explícitamente que si al finalizar el contrato usted no paga la cláusula final, todo pasaría a formar parte de la propiedad de ellos. Creo que eso lo podríamos minimizar si la infraestructura no le perteneciera a usted sino al susodicho hombre de paja, una persona vinculada a su entorno pero que no tuviese ningún tipo de parentesco lejano o cercano con usted. Él le cedería el aprovechamiento en usufructo de la maquinaria y los equipamientos.

—Pero eso significaría perder la mina y algo así no va a pasar —dijo Rosendo, un poco perplejo ante el raudal de palabras técnicas.

Pantenus, sin dejar de mirar por la ventana, sugirió:

—Ahora, tradúceselo, Arístides.

—No es más que registrar la maquinaria y todas las inversiones a nombre de una tercera persona de su confianza pero no de su familia para que no le afecte el contrato. Por medio de un alquiler o una cesión, completamente independiente del trato que tiene vigente, que le permitiría a usted utilizar esas máquinas. En caso de que las Casamunt se quedaran con todo, no podrían reclamar esas posesiones o el pago equivalente por su valor. De este modo se minimiza la pérdida en un futuro hipotético, que nadie desea.

—Entiendo. Y esa persona podría ser alguien cercano a mí y sacar un rendimiento de esa cesión, digamos el pago de un alquiler.

—En efecto. Además, ese alquiler, al ser un gasto, reduciría los beneficios —agregó Arístides, que veía con agrado cómo su propuesta empezaba a calar en el ánimo de su cliente.

—O sea que, legalmente, podríamos reducir el porcentaje de pago.

—El porcentaje no, puesto que está fijado en el contrato —corrigió—, pero sí el montante anual. Además, aún hay otra ventaja. Esas posesiones se pueden utilizar para avalar un préstamo en época de vacas flacas o para realizar ampliaciones que de otra manera no sería posible abordar —remató Arístides.

Tenía razón Pantenus cuando decía que las nuevas generaciones los irían arrinconando. Rosendo Xic haría buenas migas con Arístides. Ya los veía a los dos en un palco del Liceo, como de vez en cuando hacían él y Pantenus. Allí hablarían de negocios y pensarían mejoras y soluciones a sus problemas. El desafío que le había prometido a Ana a su regreso de Escocia tenía, finalmente, forma definitiva.

La voz de Pantenus lo sacó de sus ensoñaciones:

—Un golpe genial, ¿verdad, Rosendo?

Cuando Helena desmontó de su caballo lo primero que vio fue a un campesino que se alejaba. Iba calzado con alpargatas a medio atar. Sobre ellas, unos pantalones de paño oscuro que clareaban a la altura de las rodillas y una faja alta. Completaban su atuendo una camisa y una raída chaqueta de pana. El pelo rubio, pajizo, y la barba espesa escondían sus facciones.

Helena entró en la casa y fue a ver a su hermano para que le aclarase el movimiento que últimamente había detectado, quería saber el porqué de tanta visita cuando todavía no era época de pago. En su estancia Fernando apuntaba con un catalejo el horizonte.

—¿Qué haces? —preguntó Helena con sorpresa.

Un sobresalto hizo a Fernando golpearse con el catalejo. Se volvió hacia su hermana con la mano tapando el ojo dañado y, desabrido, dejó la lente de alcance sobre la mesa.

—Me has asustado. ¿Qué quieres? —rezongó Fernando.

—¿Qué hacen tantos campesinos visitándote? ¿Estás tramando algo sin consultarme? —disparó Helena.

—No, más bien son ellos los que traman algo. El que acaba de salir era el último de nuestros arrendatarios por encima de Runera. Se marchan. Ya no tenemos a nadie cuidando de esas tierras.

—¿Todos? Pero si eran casi una docena —conjeturó Helena—. Supongo que al menos te habrán pagado…

—Eran nueve y me han pagado puntualmente. Incluso los más remolones.

—¿Y a qué fábrica han ido? —preguntó Helena, apostando por algún motivo.

—Todos me han dado razones más o menos difusas. Y he investigado. No se ha abierto ninguna factoría nueva desde Berga hasta Terrassa. Están las de siempre —contestó Fernando, exponiendo la falta de motivos—. Sus tierras eran las más fértiles. Tan cerca del río, nunca les faltaba el agua. Para el año que viene nos quedamos sin una buena fuente de ingresos.

—Bueno, ya vendrán otros —dijo Helena para tranquilizarlo.

—Eso pensé yo, que vendrían espoleados por la noticia, o que los mismos que ocupaban las tierras de al lado vendrían a pedir hacerse cargo de mayor superficie, pero hasta hoy no ha sido así —negó Fernando con la cabeza y chasqueó la lengua en un gesto de fastidio.

—¿Es grave entonces? —preguntó Helena al ver el gesto de preocupación de su hermano.

—Si el año que viene esas tierras no se ocupan y la cosecha no es buena, lo vamos a notar. —Fernando cogió su catalejo y se giró para volver a otear por la ventana.

Helena se tocó la barbilla mientras reflexionaba. Su hermano no parecía esperar su opinión pese a las innumerables ocasiones en las que lo había ayudado. Ajena a su desdén, Helena pensaba que algo no estaba del todo claro: antes de finalizar el ciclo del cereal los arrendatarios se iban sin motivo aparente y pagaban sus cánones sin haber vendido todavía la cosecha. Helena se mostró ante su hermano desconcertada por primera vez en su vida. Sólo una leve chispa de intuición que se destapó en su mente le hizo hablar en voz alta al salir de la habitación:

—Tiene que haber algo más. Algo que se nos escapa.