Capítulo 66

El invierno había sido crudo ese año. Las nieves se habían presentado precoces y a menudo la niebla se había aferrado al curso tranquilo del Llobregat. A punto de acabar el frío, Rosendo Xic y Roberto llegaron de Escocia. Estaban exultantes. La estancia había sido provechosa. El viaje de regreso se les hizo corto, más por la impaciencia de llegar a la aldea que por su duración. Roberto, nada más bajarse del carro en Manresa, apabulló a su padre con lo aprendido y le mostró el voluminoso paquete de libros técnicos que había adquirido. Rosendo lo detuvo:

—Primero has de llegar a casa y saludar a tu madre y a tu hermana. —Y luego, dirigiéndose a los dos, dijo—: Hoy os toca estar en familia. Coged vuestro equipaje.

Roberto asintió con una sonrisa. Era consciente de que a veces el entusiasmo le podía. Los chicos trasladaron el equipaje al coche de caballos que los estaba esperando y en cuanto inició el avance, Rosendo Xic y Roberto se mantuvieron en silencio. El paisaje familiar, tras varios meses de ausencia, se les aparecía de nuevo teñido de cariño y de cierta melancolía.

Henry abrió tras oír que llamaban a la puerta del despacho. Los dos hijos Roca entraron llevando entre ambos la pizarra que usaban en sus clases. Mientras Roberto acababa de colocarla, Rosendo Xic buscó un lugar donde sentarse. Héctor, que debido a su nuevo cargo compartía ahora el despacho con Henry, enarcó las cejas mirando al hijo mayor de Rosendo. Rosendo Xic, en voz baja, le respondió:

—Va a explicarnos una idea para la mina.

Henry, que estaba al lado, escuchando, apuntó:

—Right. ¿Debo entender, pues, que habéis aprovechado vuestra estancia en New Lanark?

—Lo hemos intentado, al menos. —Rosendo Xic esbozó una sonrisa—. En cuanto sales de casa todo es nuevo y debes estar alerta. Hemos aprendido muchísimo. Gracias, Henry.

Henry mostró su satisfacción y señalando a Rosendo que, avisado por sus hijos, había entrado con ellos proveniente del despacho contiguo, añadió:

—No me lo agradezcáis a mí. La idea fue de vuestro padre.

Héctor se quedó pensando que él nunca había salido del Cerro Pelado. Vivía allí desde antes de que hubiera nada a lo que dar ese nombre. Un carraspeo lo sacó de sus pensamientos. Roberto, tiza en mano, los invitaba a seguirle:

—Sed tan amables de atenderme un instante y podré explicaros algo que mejorará nuestro rendimiento en la mina.

—¿De verdad no quieres que te acompañe, Agustín? —dijo la mujer, tomándole la mano—. Igual al vernos a los dos juntos modera su mal genio, ya conoces al señor Fernando.

Agustín palmeó la mano de su esposa.

—No te preocupes, Carmela. Llevo nuestros ahorros para pagar lo que nos queda pendiente. Le guste o no, no puede oponerse, por muy Casamunt que sea.

Carmela miraba cómo su marido se colocaba la barretina y la bufanda antes de salir. Volvió a hablar:

—Agustín, ¿crees que hacemos lo correcto?

Su marido también tenía sus dudas, pero por otro lado estaba convencido de que su situación podía mejorar. Ante la expresión de angustia de su esposa, la tranquilizó besándola y diciéndole con calma:

—Todo saldrá bien. Seguro, Carmela.

Roberto dibujó una especie de esquema sobre la pizarra. Soltó la tiza y, sacudiéndose las manos, continuó hablando:

—Como todos sabéis, una de las cosas que hacen más lenta la extracción del carbón es sacarlo de las galerías hacia el exterior. O bien los hombres han de detenerse para llevar el carbón hasta las vagonetas, o bien debemos tener operarios que en vez de picar y construir nuevas galerías, se dediquen a su transporte. Pues bien, he ideado un sistema mecánico que hará que de forma casi inmediata el carbón salga al exterior sin necesidad de esfuerzos extra.

Héctor se rascó la barbilla, Rosendo y Rosendo Xic miraban concentrados y Henry expresó curiosidad. Roberto se volvió y procedió a explicar el esquema que había dibujado sobre la pizarra:

—Tenemos aquí un eje. Colocamos otro eje a varios pasos de distancia. Los unimos envolviéndolos mediante una banda ancha de cuero. Si uno de los ejes rota, el otro girará también. ¿Qué habremos conseguido? Una cinta que se mueve siguiendo una dirección. ¿Lo veis?

Todos asintieron.

—Pues bien —continuó Roberto—, si colocamos una carga sobre una punta de la cinta será transportada hacia la otra punta, ¿verdad? —Como todos permanecían en silencio, continuó—. La banda de cuero se puede jalonar con lo que llaman cangilones: son unos topes, unas maderas que dividen la cinta en espacios, como cajoncitos, ¿me explico? De esa manera empuja mejor la carga, sobre todo si se trata de un material como el carbón, compuesto de pequeños pedazos que podrían desparramarse por efecto del movimiento. Esos cangilones tienen además otro efecto, algo muy importante para nosotros en la mina.

Procedió a borrar con un trapo el esquema para dibujar de nuevo. Durante unos instantes sólo se escuchó el sonido de la tiza rascando sobre la superficie negra de la pizarra.

That’s it! —Henry se sobresaltó al escuchar una de sus muletillas en boca de Roberto—. Podríamos colocar la cinta casi vertical. ¿Veis a dónde quiero ir a parar? Da igual si la galería es profunda, con este sistema podemos hacer que el carbón suba sin necesidad de poleas ni cubetas.

Héctor levantó la mano como si estuviera en la escuela:

—¿Y cómo se moverán esos ejes? ¿Con fuerza animal?

Roberto negó con la cabeza.

—No, no será necesario. La idea me vino como un fogonazo, estando en New Lanark. No sé si recordáis que por los techos de la factoría había toda una serie de mecanismos en rotación perpetua. —Rosendo y Henry asintieron. Rosendo Xic sonreía: ya conocía la historia y la emoción de su hermano al explicar su descubrimiento—. Ese mecanismo transportaba la fuerza a toda la sala. Nosotros tenemos el Llobregat aquí al lado y extraemos el carbón que mueve máquinas de vapor. Y aun así seguimos dependiendo de la voluntad de unos animales caprichosos. La fuerza bruta es del pasado. Probaremos con una turbina que aproveche la fuerza del río. Sólo habrá que transportar esa rotación hasta donde queramos mediante un sistema de embarrado similar al de New Lanark. Tengo la idea pero todavía debo consultar los últimos detalles en mis libros. Si necesitaramos más potencia, podríamos instalar una máquina de vapor, pero eso sería más adelante.

—La idea es buena, pero no sé si acabo de verlo. ¿Será una única cinta la que recorra toda la mina? —preguntó extrañado Henry.

Roberto sonrió.

—No verás. La otra parte de la idea consiste en que las cintas serán módulos idénticos relativamente pequeños que se puedan enlazar. Eso nos permitirá colocarlas allá donde queramos. Pondríamos una cinta larga fija en el corredor central, elevada del suelo, y el embarrado principal paralelo a ella, para poder extraer perpendicularmente la fuerza motriz. El resto sería móvil; así, cuando un frente se agote, desmantelamos el sistema y lo llevamos a otro activo. En el exterior la cinta volcará su contenido en las vagonetas que circularán sobre raíles hasta el lavadero de carbón.

A Héctor se le notaba impresionado. Henry palmeó la espalda de Rosendo Xic, como si él también fuera partícipe de la idea. Y Rosendo miró con orgullo a su hijo. Abrió la boca para decir algo pero éste lo interrumpió:

—Tengo planos y diseños de todo. El cuero de vacuno lo podemos comprar curtido en Igualada y nuestros artesanos no tendrán problema en construir todo el mecanismo de las bandas. Sólo necesitamos localizar lo antes posible una turbina en buen estado.

Las miradas se clavaron en el rostro de Rosendo.

Agustín se quitó la barretina y se secó con un pañuelo el sudor que coronaba su cabeza. Después sacudió el paño sobre el chaleco para limpiarse el polvo del camino. A escasa distancia del hogar de los Casamunt, vio cómo Fernando salía en dirección a la parte posterior y apretó el paso.

—¡Señor Casamunt! —se atrevió a gritar con ambas manos alzadas sin soltar la barretina.

Fernando se giró con gesto contrariado.

—¿Qué quieres?

—Tengo que hablar con usted —dijo, tratando de recuperar el aliento tras una breve carrera para alcanzarlo.

—Ahora tengo cosas que atender. Vuelve por la tarde. —Se dispuso a enfundarse los guantes mientras reanudaba el paso. Una mano le sujetó el brazo. Fernando miró la mano y el campesino la apartó como si le quemase.

—Perdón… —balbució—, pero esta tarde ya no estaré aquí.

Fernando resopló mirando al cielo.

—Rápido, ¿qué quieres? —masculló.

—Me voy.

Fernando se encogió de hombros en un gesto interrogativo. Agustín tragó saliva.

—Abandonamos las tierras, señor. Aquí traigo el dinero con la deuda pendiente. Si pudiera usted firmarme un recibo…

Fernando se mantuvo invariable. Preguntó curioso:

—¿Y adonde vais?

El campesino titubeó de forma notoria.

—Bueno… pues… nos ha salido un trabajo y, bueno, yo…

Fernando sintió una punzada de impaciencia.

—¡Qué más da! Me importa un pimiento donde vayas. Si así nos agradeces lo que nuestra familia ha hecho por ti, como si quieres pudrirte. Que mi secretario te cobre el adeudo. Mañana habrá otro que querrá cultivar las tierras que tú dejas. Adiós, desgraciado.

Y se dio la vuelta dejando al campesino con la palabra en la boca. En pocas zancadas furiosas Fernando ya se había alejado. Agustín tardó unos segundos en reaccionar. Cuando perdió de vista la espalda de Fernando, suspiró de alivio. Había dado el salto. Al contrario de lo que temía se sentía bien, liberado.

Rosendo abrió de nuevo la boca y otra vez lo interrumpieron antes de que pudiera decir nada. En esta ocasión fue Héctor.

—Yo sólo veo un problema, si se me permite. Si ese mecanismo funciona tan bien como parece, se necesitarán menos trabajadores… ¿No será eso fuente de conflictos?

Rosendo Xic contestó.

—Al contrario. Conseguiremos rentabilizar el esfuerzo de cada persona. Eso nos ayudará a recolocar a los trabajadores que se dedicaban al transporte: unos estarán picando en la mina y otros se dedicarán a seleccionar mejor el material final. Y no sólo estará la mina, ¿no, padre?

Antes de contestar la pregunta, Rosendo animó a los presentes con sus palabras:

—Henry me presentó un día a un francés apellidado Lesseps. Él me dio ánimos para que pensara a lo grande. Roberto, ¿cuándo podríamos tener este sistema en funcionamiento?

—En pocas semanas, en función de lo que tardemos en instalar la turbina hidráulica. Yo creo que entre seis y ocho semanas.

—Bien. Acaba de rematar esos detalles a estudiar y ponte en marcha. Y respecto a lo que comentabas, Héctor, tenemos que crecer. Por eso hay que acelerar al máximo la creación de la nueva fábrica. ¡Adelante!

Todos se levantaron, cada uno dispuesto a realizar su tarea. Antes de que salieran, Rosendo aún insistió:

—Recordad: pensad a lo grande. Sin miedo.