Habían pasado poco más de dos meses desde que Rosendo partiera de la aldea junto a Henry y sus hijos. Los habitantes ya sumaban casi dos centenares y las disputas internas exigían en ocasiones mano firme. A Héctor el cargo de director se le antojó excesivo en un principio pero después de unos días había conseguido sobrellevarlo con dignidad. Sin embargo, la naturaleza de los altercados personales requería de otro temple. ¿Cómo mediar sin juez y castigar sin verdugo? La posibilidad de que la legalidad estuviera temporalmente suspendida aguzó los ánimos de algunos y cuestionó la paz vigente.
Había sido aquélla una tarde aún calurosa de finales de octubre. Elvira volvía de la mina después de trabajar doce horas en el lavado de carbón. Dirigiéndose a su casa, la chica caminaba cansada bajo la debilitada luz del crepúsculo cuando de repente desde las sombras escuchó la voz de un hombre que la llamaba. Por su tono parecía estar borracho.
—¡Eh, morena! ¡Ven, que quiero enseñarte una cosa!
La joven no quiso mirar para ver de quién se trataba, pero notaba sus pisadas cada vez más cerca. Aceleró el paso de forma progresiva hasta que sus pequeños pies empezaron a correr. Se tropezaba con las piedras que salpicaban el camino, invisibles por la falta de luz. Ataviada con una pañoleta que sujetaba con ambas manos, sentía el pulso cada vez más rápido.
—Morena, que no te voy a hacer daño.
Elvira corría con todas las fuerzas que le quedaban después de la dura jornada. Su larga trenza oscura golpeaba su espalda en un vaivén frenético, hasta que la mano enemiga le alcanzó el hombro y tiró de ella.
—Ven aquí, guapa. ¿Adónde vas tan deprisa?
Elvira respiraba acelerada sin soltar su pañoleta, cubriéndose los hombros y el pecho. Estaba asustada y su asaltante la sujetaba con fuerza de los hombros. La sacudía rudamente, como para hacerle entender sus palabras.
—No pasa nada, morena —empezó a susurrarle al oído—. Sólo quiero que me des un besito.
Con el rostro desfigurado pegado al suyo y ese aliento a vino que le robaba el oxígeno, reconoció al fin de quién se trataba. Era Gumersindo el Rajas, uno de los guardas. Se había trasladado al poblado junto con Pedro el Barbas y otros soldados a raíz del conflicto con los Casamunt. Ya había intentado acercarse a ella en anteriores ocasiones, aunque nunca de manera tan procaz. Entre sollozos, Elvira empezó a suplicarle que la soltara:
—Gumersindo, suéltame. Deja que me marche.
—Me gusta cómo pronuncias mi nombre. Repítelo.
—Por favor… —volvió a suplicar Elvira.
—Sólo si me das un beso, morena.
El rajas insistió en su cometido y aproximó su cara a la de la joven, olisqueándola. Sus manos trataban de introducirse torpemente por debajo de la falda.
—Hueles bien… Tanto que podría comerte. —Su jadeo infecto obligaba a la chica a retirar su cara.
—Pórtate bien, morena… —advirtió al intentar apartar la pañoleta para llegar al escote.
En ese instante, Gumersindo el Rajas sintió que una mano lo cogía del brazo y tiraba de él hacia atrás con violencia. Sin tiempo para reaccionar, se vio tumbado en el suelo con la rodilla de Miguel Zenón presionándole la garganta.
—No vuelvas a tocarla, malnacido.
Miguel era minero, prácticamente había crecido allí. Su familia se trasladó a aquel lugar cuando sólo era un chiquillo. Ahora se había convertido en un hombre alto y fuerte que superaba en poco la edad de Elvira. La timidez lo había mantenido siempre alejado de ella. Aquella noche había observado a Elvira en la distancia y su curiosidad la había salvado.
El rajas permaneció medio inconsciente en el suelo durante unos minutos. Había querido deshacerse de Miguel y había encajado un certero puñetazo. Cuando se incorporó, vio cómo el joven se alejaba del lugar con Elvira envuelta en sus brazos.
Al día siguiente después de comer, varios mineros descansaban antes de volver al trabajo. Una voz sorprendió al grupo bajo un árbol:
—¡Despierta, vago! —gritó tras propinar una violenta patada en las costillas de uno de los hombres.
Miguel distinguió una figura a contraluz. Se irguió con rapidez y trató de levantarse de un impulso. Pero el pie de Gumersindo el Rajas lo frenó en seco y le empujó de nuevo hacia el suelo.
—¡Quieto ahí! —increpó con violencia—. ¿Te suena esta postura? Parece que hoy se han vuelto las tornas…
Miguel resopló impotente.
—¿Crees que puedes enfrentarte conmigo y quedarte tan ancho? —gritó Gumersindo.
Miguel buscaba en silencio la manera de invertir la situación. Julián, Mario y otros que se encontraban por la zona observaban incrédulos la escena. Empezaron a increpar al Rajas.
—Déjale, el chico no ha hecho nada —exclamó uno de los mineros—. No nos gustan los matones.
Gumersindo se mantuvo en la misma posición, imponiéndose a los presentes. No podía dar marcha atrás sin parecer derrotado. Notó entonces un leve gesto del joven, como si quisiera romper a reír. Elevó el trabuco que llevaba colgado a la espalda, lo amartilló y lo apoyó en la mejilla del chico.
—¿Qué? ¿Ahora ya no te ríes? —Miguel prefirió no hacer ni un gesto, ni siquiera contestar. Los demás trabajadores también se callaron, pues el rajasparecía fuera de sí y no iba a entrar en razón con palabras amables—. ¿No tenéis nada que decir vosotros tampoco? —Se tambaleaba ligeramente y señalaba con la mano libre a los que miraban.
Entonces apareció otro de los guardianes, Rafael, extrañado de que los mineros no hubiesen vuelto a sus puestos. Al encontrarse con la escena se acercó enfadado.
—¡Rajas! ¿Qué coño estás haciendo? —le dijo con reprobación mientras intentaba quitarle el arma.
—Déjame, es algo entre éste y yo. —Gumersindo apretó el arma con más fuerza contra Miguel—. Este imbécil debe aprender a respetar a la autoridad.
Rafael cabeceó incrédulo y llamó a Pedro. Pronto el Barbas se presentó, acompañado por el resto de los guardas. Iras él, poco a poco, se fueron acercando otras personas.
Los ocho hombres responsables del orden hicieron un cerco alrededor del rajasy Miguel, que seguía inmóvil. Don Roque estaba un poco más atrás y vigilaba apartado del corrillo. Entonces Héctor se abrió paso entre el gentío hasta el pistolero y le dijo:
—Gumersindo, déjalo ya. Sabes que si apretaras el gatillo no saldrías entero de ésta.
El rajas no apartaba el arma del rostro de Miguel. El sol, todavía alto a esa hora, iluminaba la silueta del hombre y proyectaba su sombra sobre el gesto del minero. Las manos se aferraban al trabuco y vibraban ligeramente.
—Está completamente ido —le dijo Pedro a Héctor. Intentaba imponer su rango sobre el agresor, pues desde los tiempos de Narcís, el rajasestaba bajo su mando—. Rajas, venga, dame el trabuco. Ya ha durado bastante la broma. Por favor, acabemos con esto.
Gumersindo miró de reojo a la multitud que lo observaba. Tenía todas las de perder. Vio claro que, si disparaba, sería lo último que hiciera. Muy lentamente, empezó a subir el arma y a separarla del rostro de Miguel Zenón. Pedro aprovechó para quitarle el trabuco y dárselo a Héctor, que se dirigió a él con contundencia.
—Puedes irte ahora o quedarte. Si te quedas, estarás bajo permanente vigilancia y cuando vuelva Rosendo será él quien decida qué hacer contigo.
Gumersindo el rajasescuchó las palabras de Héctor y supo que su destino estaba fijado. Debía escoger entre abandonar su hogar o sufrir algún castigo. Aunque los últimos tiempos habían sido sedentarios, la mayor parte de su vida fue itinerante y decidió, forzado por las circunstancias, volver al camino.