Como cada día a esa hora, el agudo sonido de la sirena avisó del descanso para el almuerzo. El pitido persistió en los oídos mientras se producía el relevo de unos operarios por otros con el fin de que las máquinas no parasen ni un instante.
—Venga, dejadlo ya. Vamos al comedor central —los invitó John Savage, el encargado del que dependían los dos hermanos Roca.
Éstos aceptaron complacidos la invitación; agradecían el descanso y la charla con los compañeros les ayudaba a conocer mejor aquel lugar.
Salieron al exterior en una procesión que conducía a todos los obreros al mismo lugar. En las naves se seguía oyendo el ruido de la actividad, cada vez más lejano. Cuando llegaron a la gran sala, vieron que unas cuantas personas estaban sentadas al fondo. Un hombre les hablaba en tono de arenga, de pie encima de una mesa. John les explicó:
—Es James Bogart, un seguidor un tanto fanático de Owen.
Los hermanos se acercaron al grupo a ver si podían sacar algo en claro.
—Recordad lo que hizo por nosotros y cómo por ello los patronos lo echaron de aquí con buenas palabras y un puntapié en el trasero. —El foro asintió tímidamente—. Esos buitres han intentado frenar los avances y ahora necesitamos estar juntos para conseguir nuestros derechos. Muchos se unirán a nosotros, incluso aquellos que comen despreocupados —dijo señalando a los que no lo escuchaban, que eran mayoría.
Rosendo Xic y Roberto, sentados a cierta distancia, pensaban en las condiciones de trabajo que habían visto en su tierra y notaban las diferencias en que vivían unos y otros. Ninguna de las factorías de Cataluña pensó jamás en hacer turnos para el descanso ni en construir casas a los obreros. Entonces uno de los oyentes formuló una objeción parecida:
—Pero Owen promovió todos los cambios que consideró oportunos. Según se dice por aquí, estamos mejor que en cualquiera de las fábricas de Glasgow o incluso de toda Inglaterra. No veo por qué debemos empezar una huelga si los que están peor que nosotros se contentan con lo que tienen.
—Precisamente porque somos los pioneros —respondió Bogart—. Conozco tu escepticismo, compañero Mark, pero debemos abanderar con fuerza unos cambios de los que hemos sido los primeros beneficiarios. No nos conformamos porque no somos insolidarios y egoístas, porque no nos vendemos como siervos sumisos. Si nos mantenemos fuertes y unidos, poco a poco toda Gran Bretaña nos seguirá en una oleada de justicia social imparable. Cual fruta madura, los patronos caerán de sus pedestales dorados y tendrán que escucharnos.
La sirena volvió a sonar con la misma estridencia con que había iniciado el descanso. Los trabajadores se levantaron resignados. Sólo Bogart se mantenía inmóvil sobre su improvisada peana. Tenía los labios finos, apretados bajo la nariz chata.
—La lucha nos llama, compañeros. Debemos ser honestos y seguir en nuestro empeño. Owen se enorgullecería de nosotros si nos viera caminar juntos por las calles de New Lanark exigiendo reivindicaciones con nuestras herramientas alzadas —concluyó. Después bajó de la mesa y con la cabeza bien alta se encaminó con parsimonia hacia la salida.
Los hermanos Roca observaron al hombre cuando pasó junto a ellos. Rosendo Xic pensó que para algunos las mejoras sólo significaban que debía haber más. Roberto, en cambio, consideraba lógicas las quejas por la ausencia de quien había iniciado los avances. En cualquier caso, ambos hermanos coincidían en reconocer las superiores condiciones en que trabajaban los obreros en New Lanark respecto de cualquier otro sitio.
Al volverse para reanudar la faena, se sorprendieron ante la presencia de su padre, Henry y Walker. Los tres miraban a Bogart con cara de preocupación, intrigados por su actitud beligerante. Mientras escuchaban, Walker les explicó que aquél era uno de los trabajadores procedentes de la Scottish Wools. Se cambió porque en New Lanark la situación era más favorable.
—Parece que no es suficiente para él —concluyó Walker, y lanzó una última mirada a Bogart, que desaparecía camino de su puesto.
Los dos jóvenes miraron a Rosendo y agacharon la cabeza. Se despidieron con austeridad y abandonaron por fin el comedor. Henry, apremiado por la curiosidad, rompió el silencio que quedó tras la marcha del último de los trabajadores.
—Perdone la pregunta, pero ¿por qué lo mantiene activo si no es la primera vez que actúa así? —dijo.
—Tiene una situación complicada. Su hermana está tullida y él la ayuda en la casa, casi cada día la visita. Además, viene de la otra fábrica de la zona y por aquí, no hay más. Los núcleos están en Glasgow y Edimburgo y tendría que dejarlo todo para conseguir un nuevo trabajo —respondió Walker, serio.
—Entonces, lo hace por él. Pues no se lo paga muy bien que digamos… —dijo Henry, antes de traducir a Rosendo lo que había respondido Walker.
Cuando éste conoció la situación no pudo evitar intervenir.
—¿Tiene capacidad para organizar una huelga? —preguntó, recordando que ya había sido espectador de una en Barcelona.
—Ya ha visto cuántos vienen a escucharlo. Son pocos y algunos no están de acuerdo. La mayoría le consideran un resentido y lo rechazan. No me gusta, pero tampoco creo que haya peligro —concluyó Walker negando con la cabeza.
Con esta sensación agridulce los tres hombres abandonaron el comedor para continuar con sus quehaceres. A Rosendo le pareció interesante la manera de organizar los descansos para mejorar el rendimiento de los trabajadores. Intentaría resolver las dudas que se le planteaban: cómo reaccionaron los trabajadores, si eran muchos los que provenían de otras fábricas, cuánto había cambiado el sistema de trabajo o en qué había afectado esto a la producción. Decidió, sin embargo, que dosificaría sus preguntas. Todavía les quedaban unas semanas por delante para conocer exhaustivamente los procedimientos que habían llevado a New Lanark a ser el gigante que era y prefería no abusar de la amabilidad de su anfitrión con su interminable lista de preguntas.
Dos trabajadores se afanaban en la reparación de la máquina de cardado, cuya función era peinar las fibras y dejarlas paralelas. El tejido resultante seguía un proceso hasta que el hilo quedaba enrollado en enormes bobinas. Si no se completaba esta primera fase, se interrumpiría la actividad de las máquinas tejedoras. Era importante reparar sin demora la avería.
—Mira a ver si puedes ver algo por ese lado —dijo Stephen.
—¿No deberías desembragar primero para quitarle fuerza? —preguntó Jules, previsor—. Vas a quemar la correa.
—Espera un momento, si no se tensa el algodón no veo nada —respondió Stephen.
—Está bien pero ten cuidado, no vaya a girar el rodillo de repente y te atrape —respondió con cautela Jules—. Ya sabes que a esta máquina la carga el diablo…
—Desembraga un momento. Ya veo qué la impide avanzar. Pero… qué demonios… ¿Cómo ha ido a parar ahí una palanca de hierro? —Stephen introdujo medio cuerpo entre el rodillo y el bastidor—. ¡Mierda, cómo pincha esto! ¡La tengo!
Sacó el cuerpo de donde lo tenía y estiró de una de las cintas de algodón que estaba enrollada en la barra metálica.
—Dale, Jules —gritó con energía—. Ya puedes embragar.
Cuando el rodillo empezó a girar, una de las fibras que todavía quedaba enredada en la barra se tensó con fuerza. Stephen miró hacia sí y vio cómo ésta lo abrazaba por la cintura. Pasó con habilidad la mano por debajo y, de un ágil salto, evitó que la cinta atrapara su torso contra la máquina. Pero no había esquivado el peligro: al coger con su mano la cinta, ésta se le había enrollado en la muñeca y tiraba de ella hacia el interior de la cardadora. La tapa de protección estaba todavía abierta, por lo que los dientes de la máquina, que se movían frenéticos y voraces, como el masticar de una bestia, quedaban desprotegidos y a la vista, ante él, esperándole. Entre violentas sacudidas empezó a gritar con horror al ver que se acercaba peligrosamente a las púas del rodillo sin conseguir zafarse. Su compañero ni le veía ni podía oírle.
Desde el otro lado de la máquina, Jules observó instantes después cómo la cinta se trababa y el algodón comenzaba a salir teñido de un rojo intenso. Asustado, desembragó la máquina, que aún siguió girando unas vueltas a causa de la inercia. Una mano parcialmente despellejada y aplastada apareció enganchada a la cinta. Al ver la mezcla informe de carne, huesos y sangre en que se acababa de convertir Stephen, Jules comprendió horrorizado lo que acababa de suceder.
Los aullidos del desconsolado operario resonaban agudos en la sala, era lo único que se oía, y para los primeros en llegar, aquellos gritos escalofriantes resultaban tan aterradores como el silencio del resto de la sala, un silencio que nadie antes había oído nunca allí, pues ésta siempre habría estado llena de los ecos acompasados y monótonos de la cardadora. Cuando llegó el primer compañero hasta él, nadie sabía cuánto tiempo llevaba gritando. El ruido de las máquinas de la fábrica impedía oírlo. Estaba sentado en el suelo, de espaldas a la pared, con las rodillas plegadas y los brazos abrazados á ellas. Con la cabeza agachada, temblando por los sollozos, musitaba algo ininteligible. Poco a poco, la sala se fue llenando de obreros que rodearon a Jules respetando un espacio de respeto. Finalmente uno de los trabajadores se acercó a él y le pasó la mano por el cabello para hacerle notar su presencia. Jules se asustó, extrañado de que lo tocaran. Su compañero lo cogió por debajo de las axilas y lo levantó. Jules se dejó arrastrar al exterior. Con los ojos enrojecidos y mirando el suelo abatido, repetía el mismo lamento sin cesar:
—Yo lo maté. Yo estaba con él. Embragué la máquina y lo maté.
Una voz rotunda y conocida surgió de entre los presentes:
—Pobre Jules. ¡Y pobre Stephen! Todos sabemos de quién es la culpa y desde luego, no es suya. Siempre estamos trabajando bajo presión y así nos lo pagan. Las máquinas no pueden detenerse y con esas prisas ocurren estos accidentes. Y ahora qué, ¿no están paradas las máquinas? ¡Mejor hubiese sido hacer las cosas bien y no estar lamentando la pérdida del bueno de Stephen!
El silencio había dejado de ser signo de duelo para convertirse en desafío. Tras una breve pausa en que paladeó la atención del auditorio, Bogart siguió con su discurso cargado de odio.
—Yo os propongo, compañeros, que este parón nos sirva para reflexionar y nos demos cuenta de lo precario de nuestra situación. Para que esto no vuelva a ocurrir, deberíamos dejar de trabajar hasta que todas nuestras peticiones sean aceptadas. ¡Es el momento! ¡Que la muerte de Stephen Mills no sea en vano!
Un murmullo creciente avanzó entre la multitud de trabajadores que se agolpaban en la nave. El runrún se detuvo de golpe cuando de entre los trabajadores surgió Walker y se situó frente a Bogart.
Un círculo se formó alrededor de los dos hombres. Parecían dos duelistas a punto de desenvainar sus sables. Walker construyó entonces un discurso breve aunque voluntarioso y responsable:
—Veo que todos comprendéis la gravedad del suceso. Ya ha habido demasiados acontecimientos por hoy, así que podéis retiraros cada uno a vuestra casa. Mañana nos veremos en el entierro de Stephen. Quedan decretados dos días de duelo. ¿Hay aquí alguien que me pueda acompañar a su casa para comunicar el suceso a su familia? —solicitó Walker con resignación.
Los cuatro invitados del Cerro Pelado se encontraban entre la multitud. Roberto explicó a Rosendo lo que sabía del accidente y siguió con atención los pasos de Walker y de Bogart que, ante el director, se mantuvo discreto. En apenas unas horas parecía que la situación había cambiado y los pocos oyentes de la mañana se habían convertido por la tarde en una multitud. Ahora sí era peligroso el discurso incendiario de James Bogart.
El agitador fue el primero en abandonar el local. Tras él, todos los trabajadores empezaron a desfilar. Cuando llegaban a la puerta, se volvían a colocar la gorra en cabeza e iniciaban su pesado caminar hacia las viviendas. Todos se llevaban grabada en la memoria la visión del cuerpo desmembrado de Stephen.
Después de cenar, Rosendo Xic salió a dar un paseo por los alrededores de New Lanark. Le gustaba sorprender los últimos rayos de sol desde la parte alta de la quebrada del Clyde. En los días despejados como aquél dejaban un rastro anaranjado en el cielo. Esa noche había luna llena, así que siguió caminando pese a la ausencia de sol. No sabía decir por qué, pero sentía algo especial al pasear bajo la luz blanca de la luna. Parecía que el paisaje se aplanaba en un lienzo colgado del cielo y todo se reducía a la familiaridad de las dos dimensiones. Se sentía seguro como ante un papel lleno de cifras, y tras lo sucedido necesitaba envolverse de esa seguridad para imaginar cómo reaccionaría en caso de encontrarse en una situación similar a la vivida. No podía, en efecto, seguir considerando a los trabajadores como meros peones o cifras. Era importante considerar sus peticiones y promover su bienestar.
Sin embargo, las mejoras tenían un límite. No comprendía cómo su hermano estaba siempre defendiendo la necesidad de reformas. Aquel día habían comentado las peticiones de Bogart y, como era habitual, habían acabado discutiendo. Con su hermana las cosas eran más fáciles, no existía esa competitividad mal entendida que estaba abriendo entre Roberto y él una brecha cada vez mayor.
Siempre que en New Lanark se entregaba a esa costumbre del paseo, su mente viajaba hasta el poblado y su casa. Llegaba incluso a olvidarse del tiempo y de los problemas al recorrer las suaves colinas salpicadas por cercas. Los prados y los arroyos serpenteando por las vaguadas mostraban la fertilidad de aquella tierra, pero no dejaba de sorprenderle que pese a esa riqueza, casi todas las tierras se destinasen a pasto para apacentar al ganado. ¿Dónde cultivarían el grano y las verduras?
Él joven Roca caminaba despreocupado por entre la hierba cuando dio un paso en falso que lo hizo trastabillar. Perdió el equilibrio y fue a caer al encajonado lecho de un riachuelo. Intentó salir por el otro lado gateando, maldiciendo en silencio. Para alcanzar de nuevo el prado tuvo que agarrarse a las briznas de hierba que se desordenaban frente a él y al asomarse divisó en la cresta de la loma una empalizada que separaba los campos. Una figura vertical se escindió de uno de los postes. Alguien debía de estar allí discretamente apoyado. Rosendo Xic agachó la cabeza instintivamente y se mantuvo en silencio, escamoteando su presencia. De repente, el sonido de un galope se fue haciendo más nítido. Volvió a levantar la cabeza y viendo la figura de nuevo apoyada en la empalizada, reptó sigiloso para acercarse un poco más. El jinete se paró a la altura del hombre, que indudablemente le estaba esperando. A cierta distancia pudo identificar el perfil romo del hombre de a pie: James Bogart.
—¿El trabajo está hecho? He oído que ha muerto alguien —preguntó el hombre a caballo.
—Está empezado. Habrá un alto de varios días. Lo de la muerte ha sido necesario aunque inesperado —respondió Bogart en un gesto de fastidio.
—Poco importa. Toma, esto es para ti. Cuando consigas algo más definitivo, te daré lo que falta —dijo el hombre mientras alargaba una pequeña bolsa al obrero.
—Está bien, míster Dawson.
Rosendo Xic esperó estirado todavía unos instantes hasta que el caballo hubo desaparecido por completo tras una de las lomas. Bogart arrancó a andar en dirección contraria. Al joven Roca el frío le había subido por el espinazo y se le iba prendiendo en los pulmones. Volvió a maldecir el absurdo tropezón.
De repente, Bogart se dio la vuelta en su dirección y escrutó todo el espacio para ver si algo se movía. Rosendo apretó la cabeza contra la hierba para evitar hasta el sonido de la respiración. El escocés se volvió de nuevo y reanudó su andar, alejándose. Rosendo Xic, esta vez sobre aviso, esperó paciente hasta que Bogart desapareció y se levantó dispuesto a deshacer el camino que lo había llevado hasta allí.
Al llegar a la casa que ocupaban en New Lanark, fue directo a la habitación de su padre. Éste le recibió ataviado con un pijama amarillento bajo la luz del candil que portaba en la mano. Así vestido parecía un tanto inseguro y frágil. Por primera vez en su vida, lo veía mayor. En la otra cama, Henry dormía a pierna suelta, como mostraban sus ronquidos.
—¿Qué quieres, hijo? —preguntó Rosendo preocupado. Sabía que si no fuera importante, no lo molestaría a esas horas.
—He visto algo mientras paseaba. Bogart estaba parado en un camino esperando a un jinete. Cuando ha llegado le ha dado una bolsa, supongo que con dinero y le ha dicho que la siguiente entrega se la daría cuando consiguiese «algo más definitivo» —explicó Rosendo Xic poniendo el acento en esta última parte—. Lo ha llamado Dawson.
Rosendo no movió un músculo de la cara, con sus grandes ojos clavados en el rostro de su hijo. Tras unos instantes que al joven le parecieron eternos, finalmente habló.
—¿Dawson, estás seguro? Es el amo de la Scottish Wools. —Rosendo mostraba su preocupación y esperó unos instantes antes de preguntar—: ¿Lo sabe alguien más?
—He venido a verte directamente —confirmó Rosendo Xic.
—No se lo digas a tu hermano ni a Henry. ¿Qué crees que debemos hacer? —preguntó Rosendo enigmático.
—Bueno, eso venía a consultarte. Han hablado de una muerte «necesaria» —contestó el hijo.
—Estamos en una tierra extraña, yo ni siquiera conozco el idioma. Tú los has visto, deberás encontrar tú la respuesta.
—No estoy seguro de que…
—Inténtalo. No tengas prisa y acabará por aparecer. Ahora vete a dormir. Mañana será un día duro.
Rosendo Xic salió con una extraña sensación de abandono y se fue a su habitación. No durmió en toda la noche.
En el entierro de Stephen el ambiente estaba dominado por un silencio pesado. Los obreros mantuvieron un mutismo ejemplar mientras los sollozos de la viuda lo llenaban todo. Rosendo, por primera vez, comprendía sin necesidad de traductor: los sentimientos son universales.
Rosendo Xic siguió con interés a Bogart que, como el resto de los trabajadores, se mostró duro y reconcentrado.
Cuando el funeral se hubo celebrado, el joven Roca interceptó a John, el contramaestre encargado de su formación. La conversación fue reservada y escueta. Rosendo Xic le anunció que el accidente podría deberse a un sabotaje. Lo demás fue saliendo forzado por las preguntas de John.
A la mañana siguiente el sol amaneció por entre las nubes tiñendo de escarlata el inicio de la jornada. Todavía se mantenía el día de duelo y nadie en las inmediaciones de New Lanark se había levantado. Todo parecía inmóvil, congelado, hasta que la llegada de un carro rompió la inactividad y sembró de espanto el pueblo. Los obreros se asomaron y al ver la repugnante presencia salieron desconcertados y furiosos a la calle.
Cuando el carro se paró frente a la oficina de Walker, ya se había congregado un ejército de obreros. Eran visibles dos postes de madera que se unían entre sí por medio de una alambrada de afiladas puntas. Los cables metálicos desaparecían entre la ropa y la sangre de un cuerpo hecho jirones. Todos reconocieron enseguida el cadáver de James Bogart. Estaba totalmente pálido, con los ojos abiertos como una muñeca de porcelana. En el cuello, un corte terrible lo recorría en oblicuo desde la clavícula hasta donde nacía la mandíbula. El cuerpo estaba completamente empapado de sangre.
Walker salió de la oficina al escuchar el ruido de la comitiva. Bajo el umbral de la puerta pudo ver el grotesco espectáculo. Allí parado recibió las explicaciones del conductor:
—No he podido separarlo del alambre. He tenido que arrancar la empalizada para poder traerlo. He pensado que antes de que lo vea su hermana, quizá deberíamos adecentarlo —dijo el hombre del carro con la voz apagada.
—Has hecho bien. Llamaremos a la policía para que se encarguen del caso. ¿Dónde lo has encontrado? —preguntó Walker, prudente.
—Estaba cerca de la granja Dawson, los propietarios de…
—Ya sé, ya sé —interrumpió Walker.
Rosendo Xic permanecía con la cabeza baja. No podía dejar de pensar en la parte de responsabilidad que le tocaba cuando su mirada se cruzó con la de John durante un segundo porque éste también apartó la suya rápidamente y miró al suelo. No parecía arrepentido; quizá triste porque otra muerte había ocurrido entre los trabajadores de la fábrica. Entonces notó una mano en su hombro que lo reconfortaba. La mano grande de su padre reposaba sobre su espalda y le devolvía la seguridad que le empezaba a fallar. Se sintió comprendido y apoyado de nuevo. Cerca de ellos, un trabajador empezó algo que pretendía ser una protesta. Enseguida el diálogo hizo aparecer la duda y la sospecha en New Lanark.
—No puede ser que alguien se enganche así en una alambrada.
—También es muy extraño que estuviese tan cerca de la granja de sus antiguos jefes —contestó otro—. Igual en sus bolsillos encontramos todavía la paga por sabotearnos. Y seguro que cerca de la alambrada está la botella de whisky que justifica la torpeza.
El tono de ambos era bajo pero mostraba una confrontación clara. Parecían estar en un campo magnético en el que en vez de repelerse los polos, se contrarrestaban. Ambas teorías parecían ir amplificándose y neutralizándose una a la otra. Al final, la multitud se retiró como había llegado, en silencio.
Hacia el mediodía, cuando todo quedó en calma, Walker salió de su despacho y colgó un comunicado escrito en letras de imprenta. En él se decretaban dos nuevos días de luto. Declaraba también que, pese a no serlo, consideraría como accidente laboral la muerte de Bogart y la empresa concedería un subsidio a la hermana del finado.
Dos semanas después, las aguas comenzaron a calmarse. La monótona actividad diaria parecía situar la tragedia en un pasado remoto. Ese día Rosendo se dirigió a sus dos hijos durante la comida. Estaba presente también Henry, que engullía taciturno la comida sin reparar en ella. Sabía lo que iba a decir Rosendo.
—El deber nos reclama. Llevamos aquí algo más de un mes y tenemos desatendido nuestro negocio. Es momento de iniciar la vuelta —declaró sin preámbulos.
—Pero no es justo —protestó Roberto—, todavía nos queda mucho por aprender. Aún no sabemos ni la mitad de cómo funciona esto. Hay mil detalles que…
—Quizá no me he explicado bien —interrumpió Rosendo—. Cuando digo nosotros, me refiero a Henry y a mí. Vosotros os quedaréis aquí tres meses más. Gentileza inesperada de míster Walker. Espero que sepáis corresponderla con esfuerzo, agradecimiento y educación.
Una exclamación de alegría interrumpió el discurso de Rosendo. Roberto se avergonzó de su reacción inmediatamente.
—Disculpa, no es que no quiera volver, pero es que no me gusta dejar el trabajo a medias —se justificó Roberto.
—Claro, sobre todo si se llama Shawn y es de Perth —espetó Henry, provocando el azoramiento del más pequeño de los Roca.
Henry sacudió el pelo de Roberto y empezó a reír, contagiando con su risa al joven.
Una sombra cruzó la mente de Rosendo Xic al mirar a su padre, ajenos ambos a la alegría de los otros dos. Rosendo notó su inquietud y dirigió a su hijo una sonrisa de indulgencia. Le pedía perdón por haberle mostrado la crudeza de la moral y la rectitud. Rosendo Xic sintió un extraño vínculo amargo que lo ligaba con su padre. Finalmente, se unió a la fiesta y en tono serio añadió, dirigiéndose a Henry:
—Quizá hoy sea un buen día para tomar un té de los tuyos.
Y levantándose, cogió una botella de whisky del comedor y cuatro vasos.