En la estación de Edimburgo, Henry bajó del tren de un salto y con los brazos en jarra aspiró hondo, mirando a un lado y a otro del andén. Rosendo y sus hijos se apearon más lentamente. El sueño hacía mella en sus rostros después de todo el día de viaje. La oscuridad de la noche y la fuerte humedad aumentaban el cansancio. Henry encargó a un mozo el transporte del equipaje y consiguió un carruaje para dirigirse a la posada.
—Venid, my friends, os voy a llevar a un lugar donde se come de maravilla.
Todos asintieron en silencio. Desde la cabina del carruaje Henry señaló un espacio oscuro casi invisible a la derecha:
—A ese lado hay unos jardines maravillosos, The Princess Street Gardens. Lo increíble es que hasta mil ochocientos dieciséis esos jardines eran en realidad un pantano. ¡La de ranas que cacé yo ahí de niño…!
Mecidos por el traqueteo suave del coche de caballos, el cansancio y el hambre sumían los comentarios de Henry en un murmullo distante. Roberto rompió el sopor, directo:
—Henry, ¿qué vamos a comer? Y por favor, ¡dime que no será nada hervido! —exclamó con tristeza.
Henry rió de buena gana.
—No te preocupes, joven, donde vamos podrás hincar el diente a la exquisita ternera de Aberdeen, a deliciosos ahumados, a apetitosas empanadas de carne…
Ante tal repertorio, el pequeño de los Roca no pudo evitar que su estómago se quejase ruidosamente. Rosendo y Rosendo Xic miraron a Roberto, que se aguantaba la barriga con los ojos cerrados mientras Henry continuaba con la enumeración.
—Aunque Roberto, yo te recomendaría que probases también el haggis, algo muy típico de Escocia.
Roberto abrió los ojos, esperando la explicación sobre ese plato. Al ver que no llegaba, hizo la pregunta. Henry, esbozando una media sonrisa, contestó:
—My friend, jamás se revela qué contiene exactamente el haggis hasta que está servido. ¡Ésa es la tradición!
Ya en la fonda los viajeros comieron con verdadera devoción. Henry porque volvía a probar platos de su tierra, a los que no paraba de dedicar elogios; el resto, por saciar un hambre feroz tras haberse alimentado principalmente de sándwiches desde que abandonaron Bilbao. Roberto fue el que más disfrutó con el haggis. Ante la mezcla de despojos cárnicos envueltos en tripa de oveja y puré de patata y boniato, Rosendo Xic comentó:
—Ni me quiero imaginar cómo vas a pasar la noche… —dijo con ironía mientras se tapaba la nariz.
Roberto, con los labios brillantes y la boca llena, contestó:
—¡Durmiendo felizmente!
Y coronó la frase con un eructo que provocó la risa de los cuatro.
A la mañana siguiente, Henry los despertó con sus gritos.
—¡Vamos, vamos, dormilones! Tienen que conocer Edimburgo, ¡arriba!
Rosendo y el hijo mayor se levantaron de un salto de la cama. Roberto suplicó que lo dejaran un poco más. Henry se le acercó y le dijo a la oreja:
—El desayuno está listo.
El hijo menor se incorporó de un brinco.
—¿Ya tienes hambre? —preguntó sorprendido Rosendo Xic—. ¡Pero si anoche casi terminas con las existencias!
—Hay que reponer fuerzas, que hoy tenemos mucho que aprender, ¿verdad, Henry?
Henry asintió satisfecho. Se le notaba relajado y feliz, contento de estar de vuelta en su tierra después de tantos años.
Tras varias horas recorriendo las calles de la ciudad, Henry condujo a sus amigos a la Royal Mile, un conjunto de calles consecutivas entre el castillo de Edimburgo y el palacio de Holyroodhouse, la residencia de la reina Victoria en sus visitas a Escocia.
—Es un lugar lleno de actividad, repleto de tiendas, de tabernas… Allí se encuentra el mejor sastre de la ciudad —acarició la solapa de su abrigo—, tenéis que apreciar la calidad de la lana escocesa.
Comenzaron su andadura en la Royal Mile por Castelhill street. Los jóvenes admiraban ávidos los escaparates, las entradas de los hoteles; achicaban los ojos para curiosear por los cristales de las tabernas y procuraban prestar atención a las conversaciones que se producían a su alrededor, sonriendo con satisfacción porque ya lograban entender el idioma. A la altura de Lawnmarket, Henry les indicó con el dedo la entrada de un local.
—Primero, la obligación. Después, como os veo muy curiosos al respecto —dijo mirando a Roberto y Rosendo Xic— entraremos en uno de los pubs más antiguos del lugar. Come on.
Sobre la estrecha puerta, un cartel rezaba escueto: «Keith Morrison». El local era pequeño, y estaba mal iluminado e impregnado con el aroma omnipresente de la lana. Tras un mostrador repleto de ropa, había un hombre mayor, algo encorvado, con el escaso pelo canoso y las gafas apoyadas en la punta de la nariz. Levantó el rostro de la tela que estaba cosiendo y con un sonido débil saludó a los visitantes. De entre el grupo se adelantó la figura alta y delgada de Henry.
—Míster Morrison, ¿se acuerda de mí?
Los ojos del sastre bailaban entre la figura rotunda de Rosendo, sus hijos y ahora Henry, a quien empezó a mirar detenidamente. Parpadeó varias veces y, de repente, su rostro mostró una amplia sonrisa.
—¡Henry Gordon! ¡Dios mío! Me dijeron que estaba en España. Pensaba que nunca más lo volvería a ver, ¡qué alegría!
Con paso renqueante salió de detrás del mostrador. Ambos hombres se dieron la mano y Henry explicó brevemente de dónde provenía mientras señalaba a sus compañeros de viaje. El sastre saludó a la familia Roca y Rosendo siguió atento la conversación, tratando de entenderla por el contexto y el tono.
Concluidas las presentaciones, Morrison, cinta métrica en mano, los hizo pasar uno a uno a la sala contigua, donde comenzó a tomar medidas. Mientras esperaban a que terminara con su padre, Roberto se fijó en una curiosa prenda que tomó entre sus manos. Cuando la desplegó comentó con sorpresa a Henry:
—No sabía que tu sastre también trabajara con mujeres. ¡Menuda falda!
Henry se sonrojó. En tono apagado arrancó la prenda de las manos y le dijo:
—Eso no es una falda. Es un kilt, nuestra prenda tradicional. Hace ya unos años ha vuelto a usarse tras estar un tiempo desterrada. Se usa sobre todo en ceremonias y en celebraciones importantes. Es elegante, confortable y en manos de un buen sastre, una prenda magnífica.
Transcurrió un buen rato hasta que el sastre hubo tomado las medidas de los tres foráneos. Henry comentó la urgencia del pedido y Morrison asintió con la cabeza: tenía patrones de todo. A un muchacho muy eficiente que le ayudaba y, aunque nunca le habían gustado las prisas en el trabajo, haría una excepción por ser él. Para agradecer su trato, Henry pagó por adelantado y Morrison se despidió contento.
—Bien, amigos —dijo cuando salieron a la calle—, lo prometido es deuda: vamos al Ensign Ewart, donde saciaremos nuestra sed con una refrescante cerveza de barril.
Al entrar en el bar, el fuerte olor del tabaco mezclado con los aromas de las bebidas y comidas aturdió un tanto a los jóvenes. El ambiente era ruidoso y la luz escasa. Rosendo Xic comentó a su hermano que curiosamente nadie había reparado en ellos: allí parecían estar todos a su aire.
Encontraron un lugar cerca de la barra donde Henry pidió una pinta para cada uno. Tras brindar haciendo chocar las jarras, comenzaron a beber.
—Nada para la sed como una auténtica cerveza británica, ¿eh, Rosendo? Do you like it?
—Sí, no está mal…
—Ah, amigo mío, ya veo por dónde vas. —Y levantó la mano en el aire. El camarero llegó al poco con varios vasos y una botella. Henry continuó su explicación:
—Pero para disfrutar de veras tenemos siempre nuestro whisky, ¡la bebida nacional! Aquí encontraréis los sabores del país, el agua, los prados, las montañas, los cereales, la turba… Un solo sorbo de este whisky es capaz de transportarte al centro mismo de las Highlands.
Los hijos se sumaron también a los dos amigos y pronto los cuatro entablaron una conversación que aumentaba su volumen a medida que desaparecía el whisky.
Al salir, Roberto y Rosendo Xic caminaban abrazados, dirigiéndose efusivos elogios, como si hiciera años que no se veían. Henry, con las mejillas sonrosadas, reía de buena gana. Y Rosendo, por su parte, se mantenía firme, aunque con los ojos vidriosos. Continuaron su camino por la Royal Mile deteniéndose en un restaurante para comer algo. Una hora después, con el estómago lleno y un par de pintas de cerveza más, Henry decidió llevarlos por el río Forth. Era todavía temprano y necesitaban despejarse. Fueron bordeando el río al mismo tiempo que el día se oscurecía, nubes frondosas cubrieron de repente todo el cielo.
—Es algo típico del verano escocés, en un mismo día tenemos las cuatro estaciones —dijo Henry para añadir—: Creo que deberíamos resguardarnos.
Y entonces la lluvia empezó a caer con fuerza. Bajo un alero se refugiaron a la espera de que escampara. Al poco, comenzaron a sentir frío.
En cuanto el aguacero se detuvo, reiniciaron su ronda con paso vivo. La tormenta había bajado la temperatura y ahora soplaba un fuerte viento cargado de la humedad del mar. Encogido y con las manos bajo las axilas, fue Roberto quien señaló un bar en el camino.
—¿Por qué no hacemos un alto y nos calentamos ahí dentro?
Henry miró a Rosendo y al ver que éste asentía, entraron. Encontraron una mesa cerca de la chimenea. Allí los atendió el dueño y, al saber que venían de Barcelona, los agasajó con su mejor whisky.
—¿Y por qué está tan contento de vernos? —preguntó Rosendo, que se había percatado de la alegría del tabernero aunque no había entendido nada de su discurso.
—Parece que trabajó de marino y pasó por Barcelona en más de una ocasión. ¡Mejor para nosotros! —respondió Henry guiñando un ojo.
Un par de horas después, Henry convenció a sus compañeros de regresar a sus habitaciones.
—¡Vamos, Henry! No estés tan serio —dijo Roberto estirando las palabras.
A Rosendo Xic se le escapó la risa escuchando a su hermano.
—Hermanito —dijo apoyándose en su hombro—, no te lo tomes a mal, pero… ¡estás borracho!
—¡Ah!, gracias por la información. —Y soltó un bufido que se transformó en carcajada.
Henry sonreía divertido y miraba de reojo a Rosendo que, pese a mantener su habitual gesto serio, se tambaleaba un poco.
—¡Come on, boys, sigan caminando! —decía a los dos hermanos, que se daban codazos entre risas.
En uno de los empujones, Rosendo Xic tropezó con su padre. Rosendo salió rebotado y para evitar caerse dio grandes pasos con el cuerpo hacia adelante. Al salir del empedrado, empezó a bajar a toda velocidad por la resbaladiza pendiente que llevaba al río. Durante unos segundos estuvieron todos mirándolo mientras aguantaban la respiración. A escasa distancia del cauce frenó en seco. Como activado por un resorte, levantó el torso, aunque con tanta fuerza que tuvo que bracear para no caer hacia atrás. Tras un pequeño vaivén hacia adelante y hacia atrás, pudo detenerse. Estabilizado, se volvió hacia sus acompañantes y los saludó con voz pastosa:
—Ya, ya… Todo bien, todo bien…
Levantó un pie para emprender la subida y resbaló. Rosendo no pudo evitar caer al agua. Los hermanos y Henry se precipitaron por la pendiente con gesto preocupado. Al llegar al borde vieron que su padre estaba sentado en el río, que apenas tenía allí dos palmos de profundidad.
—¿Estás bien? —le preguntó Henry.
Rosendo se miró a sí mismo, contempló a sus compañeros y sin poder reprimirse más prorrumpió en sonoras carcajadas. Henry, Rosendo Xic y Roberto se sorprendieron: para ellos era la primera vez que lo veían reír así y su risotada era tan contagiosa que, empujados por el alcohol, lo imitaron. La escena acabó con los cuatro hombres dentro del agua, salpicándose y empujándose, riendo empapados.
Al día siguiente Henry bajó a la recepción, donde esperaba el paquete del sastre Morrison. Entregó sus trajes a los Roca, que sufrían fuertes dolores de cabeza y se quejaban a cada instante. Ahora todos iban vestidos de tweed.
—He alquilado un coche de caballos. Ya sé que el traqueteo no es lo mejor para la resaca, pero estamos a poco menos de cuarenta millas de nuestro destino final, así que llegaremos allí a primera hora de la tarde. ¡Ánimo, hoy alcanzaremos nuestra meta! —exclamó jubiloso Henry.
Roberto, dirigiéndose a su hermano, le preguntó:
—¿Pero cómo es posible que esté así? Yo tengo la sensación de haber sido pisoteado por un tiro de caballos.
—No eres el único…, mira también a padre.
Rosendo se hallaba más serio de lo acostumbrado, con profundas ojeras malva bajo sus ojos. Los dos hermanos se miraron y se rieron. Inmediatamente, se echaron la mano a la frente al notar unas terribles punzadas.
Después de varias horas por caminos tortuosos pero bucólicos, llegaron por fin al pueblo de Lanark, que daba nombre a la colonia. Ésta estaba situada en un bello paraje junto al río Clyde. Lo primero que vieron al bajar del coche fueron las fábricas y, al lado, los edificios de los obreros. Pagado el chofer, los cuatro, impecablemente vestidos, permanecieron de pie en el centro del complejo de edificios que componían el lugar. Henry fue en busca de míster Walker, que había accedido a la dirección de New Lanark tras haberse marchado Robert Owen, su antecesor, a Estados Unidos. Mientras esperaban a Henry, los Roca, rodeados por sus maletas, eran observados por los habitantes del lugar, curiosos y divertidos al ver a aquellos tres extranjeros vestidos exactamente igual.
—Creo que llevar estas ropas —susurró Rosendo Xic a su hermano— no ha sido muy buena idea. Nos miran raro, ¿no crees?
Roberto afirmó moviendo la cabeza, y añadió a continuación:
—Deben pensar que somos del Ejército del Tweed.
Henry llegó acompañado de un hombre maduro de aspecto atlético, vestido con una elegante chaqueta negra de cuello alto, pantalones beige y botas marrones de caña. Se dirigió a ellos ofreciéndoles la mano y les soltó a modo de saludo:
—¡Vaya! Veo que son una familia… —empezó a decir Walker— muy conjuntada. Bien, permítanme acompañarles a sus habitaciones. Descansarán en nuestro hogar, en la casa original de Robert Owen, el impulsor del espíritu de New Lanark.
Cuando se hubieron ubicado —una habitación para Rosendo y Henry, otra para los chicos—, tomaron un té. Luego Walker les ofreció un paseo para familiarizarse con el lugar.
Walker les explicó que el origen de la fábrica se remontaba a 1785, cuando David Dale construyó una algodonera aprovechando la fuerza del agua como fuente de energía. En 1800, el yerno de Dale, Robert Owen, se hizo cargo de la empresa y empezó a poner en práctica sus ideas progresistas. Además de viviendas dignas para los obreros, estaba preocupado por la educación y la salud de los trabajadores.
—Este edificio de aquí —les indicó Walker— es el Instituto para la Formación del Carácter. Además de dar clases a los chicos, se dan clases nocturnas para los adultos y todas las semanas hay actividades culturales, como música, danza, teatro…
Walker dijo sentirse orgulloso de continuar el legado de Owen.
Les explicó también que los trabajadores tenían asistencia médica gratuita, así como un fondo para cubrir necesidades en caso de enfermedad.
—Owen demostró que la empresa puede generar beneficios si se reinvierte en los trabajadores. La partida para su bienestar no se considera un gasto sino una inversión.
Continuaron recorriendo la zona de la mano de Walker, un guía atento y paciente. Esperaba con tranquilidad que fueran traduciendo a Rosendo Roca lo que decía. Tras un buen rato caminando, Walker sacó su reloj de bolsillo y les indicó que debían volver a la casa. Cenaban temprano para levantarse de madrugada, con los trabajadores.
—Mañana tendré el gusto de mostrarles con detalle nuestras máquinas y el proceso que seguimos para tejer el algodón. Ahora creo que es el momento de tomar una deliciosa cena y de que aprovechen ustedes para descansar; han hecho un largo viaje hasta aquí.
Acostumbrados al ritmo del Cerro Pelado no tardaron en adaptarse a los horarios de New Lanark. Después de un primer contacto visitando todos los edificios y las zonas de alrededor, poco a poco fueron dividiéndose el trabajo. Asignaron a los chicos a un mecánico, que fue el encargado de mostrarles el funcionamiento de las máquinas. Trabajaban como el resto de los operarios para aprender todas las fases de la producción. Por su parte, Walker continuó acompañando a Henry y Rosendo siempre que sus ocupaciones se lo permitían. A ratos los transfería a algunos de sus responsables para que pudieran ahondar en cada aspecto de la gestión de la empresa.
Tras uno de esos encuentros, cuando los tres hombres estaban entrando en el comedor común, una voz que provenía del fondo de la sala se superpuso a las suyas y detuvieron su conversación. Rosendo se volvió y vio a un hombre que hablaba subido a una mesa. Walker, junto a él, se mostraba azorado. Encogiéndose de hombros, le preguntó a Henry qué estaba pasando. Henry, elevando las cejas, le explicó al oído:
—Ese hombre de ahí está… well, está animando a los trabajadores a que se declaren en huelga.