Capítulo 59

Ese mismo verano la familia Casamunt sufrió un duro revés que evidenció el malestar entre sus miembros. Unas fiebres de procedencia desconocida afectaron virulentamente a Valentín. Después de un largo mes postrado en cama, el patriarca acabó cediendo ante la muerte. El fatídico acontecimiento, en lugar de conjugar las visiones de los hermanos sobre el futuro de la familia, no hizo sino reforzar su separación.

Fernando recibió la cuantiosa herencia sin más presión que la que sus gustos le marcaran. Volcaba entretanto sobre su hijo el mismo desprecio que su padre se había encargado de depositar sobre él a lo largo de toda la vida. Helena, por su parte, sostenía en aquella partida una estrategia que sólo ella conocía. Con el recuerdo del entierro todavía reciente, la hija Casamunt mantuvo una conversación con su esposo que obligó al barón a abandonar las tierras de la familia. Durante la comida, sin levantar la voz, Helena sentenció a Baltasar de las Heras:

—Ahora que mi padre no está, olvídate de mí, de esta casa, de mi familia, y por supuesto, de disponer de nuestro dinero.

Ambos estaban cumpliendo con el protocolo correspondiente. Aparentaban una unión que jamás había existido, sentados a cada extremo de la larga mesa.

—¿A qué te refieres? —preguntó desconcertado el barón.

—A que se te han acabado tus visitas lúdicas a Barcelona —respondió Helena.

—¿Y me vas a decir cómo lo vas a impedir?

—Pregúntale a Fernando —concluyó ella con tono neutro.

El matrimonio siguió comiendo en un tenso silencio. Helena, con la mirada fija en un punto indefinido del espacio, continuó llevando la cuchara a su boca rítmicamente. Cuando acabaron el primer plato, el barón no aguantó más y se levantó furioso. Los pasos de sus botas sonaron secos en el suelo brillante.

Baltasar de las Heras encontró al heredero en las caballerizas. Junto a un animal que acababa de montar, daba las últimas indicaciones al mozo. Fernando ignoró deliberadamente a su cuñado. Al final el barón se cansó de esperar y los interrumpió:

—¿Puedo hablar contigo un momento?

—Ahora estoy ocupado —respondió Fernando sin mirarlo.

—Déjanos solos, Mauro —ordenó con hosquedad el barón al chico. Éste miró con el ceño fruncido a Fernando y al recibir la aprobación, se retiró.

—¿Qué quieres, Baltasar? —le preguntó Fernando, irritado.

—¿Tu hermana habla ahora en nombre de la familia? Se ha atrevido a decirme qué puedo y qué no puedo hacer —le soltó sin miramientos.

—Mi hermana no ha debido decirte eso… —respondió Fernando cabeceando negativamente.

El barón resopló tranquilo:

—Eso mismo pienso yo…

—No me has dejado acabar.

—Disculpa. Continúa, por favor. —Baltasar había cambiado su actitud beligerante por otra totalmente sumisa a la espera de un reconocimiento claro y explícito de sus derechos.

—Decía que mi hermana no tenía ningún derecho a decirte eso. —Hizo una breve pausa para incrementar a propósito la tensión que había inflado las venas de la frente del barón—. Pero padre ya no está —dijo inclinando la cabeza y con fingido abatimiento.

—Lo sé, Fernando, es una pena… ¡Una pena!

Fernando esperó a que el barón acabara de ponerse en evidencia y entonces sentenció tajante:

—Y yo no pienso pagarte tus vicios. —Continuó mirándolo fijamente, a la espera de una reacción—. Así que, a pesar de que Helena no debió decírtelo, tiene razón.

—¡Cómo te atreves! —respondió Baltasar cambiando de nuevo su pose. Aunque superaba con creces la edad de Fernando, éste no parecía respetarlo—. Creo que no soy querido en esta casa. Deberé tomar medidas… —Y cortó su lamento al ver que Fernando se había vuelto hacia el caballo y le susurraba palabras al oído.

Resignado, el barón fue al encuentro de Helena. Pensó que si con Fernando no podía tener la última palabra, al menos se daría el gusto con Helena. Cuando llegó al comedor, Álvaro y su tía hablaban animadamente. El barón se dejó de formalismos y le espetó:

—Tú y tu hermano sois unos despreciables. El único que siempre se ha preocupado por vuestro padre he sido yo.

—Tú sólo te preocupabas de su bolsillo. —Helena no se arredró pese a la presencia de Álvaro.

—No eres más que una amargada.

—Y tú ni siquiera eres un hombre… y mucho menos un Casamunt.

Baltasar dejó la estancia encolerizado, con sus pasos atronando todo el caserón. Esa misma tarde, Baltasar de las Heras, barón de la Masanía, abandonó las tierras de los Casamunt para no volver.

—¿Estás triste, tía Helena? —preguntó Álvaro.

—No te preocupes, estoy bien —respondió suspirando cariñosa—. Creo que voy a salir a dar un paseo a caballo.

—¿Quieres que te acompañe?

—Claro —manifestó ella—, pero sólo un rato, me conviene también pensar a solas.

Cuando todo estuvo preparado, tía y sobrino montaron en sus caballos y pasearon al trote por las tierras cercanas a Runera, alejados del Cerro Pelado y de los ojos de Fernando.

—Anita y su madre han recibido noticias de Rosendo —anunció Álvaro a su tía.

—¿Ah, sí? —preguntó ella curiosa—. ¿Y qué tal les va el viaje?

—Parece que bien. Fue largo pero llegaron a Inglaterra hace unos días.

—Entonces Anita y su madre estarán contentas —respondió Helena, correcta en todas sus intervenciones.

—Bueno, ya sabes que Anita no pasa por el mejor momento con su padre.

—No te preocupes, ya verás como al final se le pasa.

—Sí, como a padre —afirmó con un punto de sarcasmo.

—Álvaro, yo he intentado hablar con él miles de veces, pero no escucha a nadie —contestó Helena cómplice.

—Lo sé. Y te lo agradezco, tía.

—Tranquilo —dijo ella, y le sonrió para mostrarle su apoyo—. Algo habrá que podamos hacer.

Y espoleó su caballo, acelerando el paso.

Cuando Helena y Álvaro se despidieron, ella siguió río arriba, para después dar la vuelta por el Cerro Pelado. Reseguía tranquila la ribera cuando se encontró con cuatro aldeanas que lavaban la ropa en la orilla mientras charlaban vivamente. Debido al calor habitual de los meses de verano, se hacía insoportable la estancia en el interior de los lavaderos. Muchas veces aprovechaban y se llevaban a sus hijos para que jugaran en el río. Helena decidió detenerse e intercambiar unas palabras.

Mientras se aproximaba, observó cómo aquellas mujeres movían las manos en el agua con violencia. Sacudían los tejidos con sus palas, los frotaban con jabón y los aclaraban. Cuando estuvo cerca, amarró su caballo a uno de los troncos y después les pidió permiso para sentarse a su lado.

—¿Les importa? Hace tanto calor… —se dirigió formal a las mujeres.

—No, señora, claro que no —respondieron las lavanderas que, algo incómodas, habían cortado su conversación nada más verla aparecer.

La hija Casamunt se quitó los zapatos y se levantó el vestido para introducir los pies en el agua.

—Qué fresquita está… —dijo Helena con gesto simpático que intentaba romper el silencio. Se cogió las rodillas y se situó todavía más cerca de aquellas mujeres.

—¡Sí, señora, nosotras tenemos las manos a punto de perderlas! —dijo Marina, que, viuda, llevaba luto.

—No me extraña, cuánta ropa tienen ahí… ¡madre mía! Debe de ser un trabajo muy cansado.

—Es más duro en invierno. A veces tenemos que romper con la pala la capa de hielo que se forma en la pila del lavadero —respondió la viuda.

—Además, aquí podemos traer a nuestros chiquillos para que se bañen —subrayó otra señalando a los niños que ahora estaban subidos a un árbol; la mujer, extremadamente delgada, parecía la más enérgica de todas.

—¿Ésos son sus hijos?

—¡Sí! Bueno, no todos, claro. Esos tres del árbol —exclamó sin dejar de sacudir la ropa con su pala.

Helena sonrió simpática.

—Vaya, pues sí que se lo pasan bien.

Helena se dio cuenta del esfuerzo que estaba haciendo la muchacha que todavía no había hablado y de cuán gastadas estaban sus manos por el agua. Se miró las suyas, suaves y cuidadas, y se las acarició.

—Una mancha difícil de quitar, ¿verdad? —preguntó a la joven.

—Sí. Es la ropa del señor Roca. Dicen que a pesar de su tamaño es capaz de picar en los peores recovecos. Y así deja la ropa.

Cuando Helena escuchó el nombre sintió una punzada en el pechó que la hizo enderezarse. Instintivamente miró el cesto de aquella chica, que no debía tener más de quince años, y pudo ver un pañuelo con las iniciales «R. R.».

—Claro, es un gran hombre —continuó Helena—. Pero el señor Roca se fue hace ya días, ¿verdad? —preguntó.

—Sí, todavía quedaban algunas prendas suyas por lavar —respondió azorada la chica.

Helena se puso en pie, se aproximó a la joven lavandera y se arrodilló junto al cesto en el que reposaba el pañuelo. Cogió una de las manos de la chica con dulzura y le dijo:

—Deben de dolerle, parecen muy resecas.

La muchacha la miró extrañada y se apartó con la mano que le quedaba libre los mechones que le caían sobre la cara.

—Una se acostumbra a todo —concluyó resuelta.

Las mujeres observaban estupefactas la escena.

—La uva y la clara de huevo van muy bien para la sequedad, ¿sabes? —le aconsejó con delicadeza.

—Vaya, gracias, señora. Es usted muy amable.

—No hay de qué.

Uno de los chiquillos cayó en ese momento sobre sus posaderas encima de una roca y sus amigos exclamaron entre risas captando la atención de las mujeres. Helena aprovechó para tomar con rapidez el pañuelo y esconderlo en el interior de su puño.

—Bueno, señoras, me temo que he de irme. Ha sido un placer charlar con ustedes.

Las mujeres se despidieron sorprendidas y encantadas por haber estado hablando con una Casamunt. Nunca antes lo habían hecho.

Días después, el verano aún se hallaba en su plenitud y a esas horas de la tarde los rayos del sol apenas conseguían atravesar la densidad que formaban los árboles del bosque.

—Estoy preocupado por mi tía —le dijo Álvaro a Anita mientras paseaban.

—¿Por qué?

—Tiene cambios de humor muy extraños. De pronto se pasa una mañana entera mirando al infinito por la ventana y al momento la encuentro animosa, exaltada.

—Es normal. Ha muerto su padre y su marido se ha marchado.

—No creo que sea ésa la auténtica razón. Helena nunca se llevó demasiado bien con mi abuelo y aborrecía al barón. Yo esperaba que más bien se sintiera… liberada.

—Entonces, ¿qué crees que le ocurre?

Álvaro respondió con un silencio.

—¿Álvaro? —insistió Anita.

—No lo sé. Verás, el otro día tenía algo en la mano…

Anita notó la inquietud en la respuesta de Álvaro y se paró en seco.

—Qué, dime —le preguntó mirándolo con curiosidad a los ojos.

—Un pañuelo.

Anita reanudó el paso. Caminaban bajo una zona de árboles cada vez más frondosos.

—Qué tontería. Ella debe de tener cientos de pañuelos…

—Es que ese pañuelo tiene unas iniciales bordadas: R. R.

—¿R. R.? ¿Estás seguro? —preguntó Anita frunciendo el ceño.

—Sí.

—¿Y por qué tiene tu tía un pañuelo de mi padre? —Anita, poco a poco, y de manera inconsciente, fue aumentando el volumen de su voz.

Álvaro se encogió de hombros y prefirió callar.

—¿Insinúas que mi padre y tu tía…? —Anita soltó la mano de Álvaro violentamente. Estaba enfadada y empieza a gritar—: ¿Cómo te atreves? Mi padre sería incapaz de hacer algo así. ¡Mi padre odia a toda tu familia! ¡Tú incluido!

—No te enfades, yo sólo te cuento lo que he visto. No digo que sean amantes, quizá simplemente ella todavía le ame. Mi tía estaba enamorada de tu padre antes de casarse con tu madre. Me lo confesó un día.

Anita se llevó las manos a la cara y se acarició la frente en un gesto pensativo. No sabía cómo responder.

—No entiendo nada, pero si ahora se odian…

—Yo tampoco lo entiendo, ¿por qué iba a tener un pañuelo suyo si ni siquiera se hablan?

—De todas formas, eso no significa nada —se excusó ella, dejándose coger de nuevo la mano—. Puede ser que lo haya encontrado y se lo haya quedado, o que simplemente se lo diera él cuando eran jóvenes.

—Claro, tu padre adora a tu madre, como yo te adoro a ti —le dijo a Anita dándole un beso en la mejilla y tratando de hacerle olvidar esa incómoda conversación.

Sin embargo, Anita no podía apartar de su mente un pensamiento: «Ella lo ama…».