Capítulo 57

Pantenus se volvió para indicarles el camino:

—Es por esta calle, la calle Riereta, amigos míos. Ya estamos llegando a Can Seixanta.

Tras el abogado iban Rosendo y sus hijos, quienes miraban embobados el más mínimo detalle del barrio del Raval, donde se congregaba la vida marginal de Barcelona y una intensa actividad fabril. Poco después, Pantenus hizo un alto, se quitó el bombín y se abanicó con él.

—Es aquí —dijo tratando de recuperar el resuello—, hemos quedado exactamente dentro de cinco minutos. El dueño de esta factoría, un excelente cliente y amigo, debe estar esperándonos. Él nos guiará por las instalaciones. Se llama Amadeu Seixanta aunque, a decir verdad —sonrió divertido—, nunca he podido averiguar si ése es su verdadero apellido o es un apodo que ha hecho suyo. En cualquier caso, es un tipo entrañable, ya veréis.

Pantenus les explicó brevemente que Can Seixanta era un complejo que abarcaba mucho más que las instalaciones que se disponían a visitar.

—Me consta que la misma máquina de vapor a la que proveemos de carbón alimenta de energía por lo menos a una tejeduría de lana, una fundición y varios talleres mecánicos, además de la hilatura —informó el abogado.

Los hermanos se miraron entre sí intrigados. Rosendo, por su parte, se mostraba tranquilo y concentrado. Pantenus tiró de la cuerda del timbre varias veces hasta que un hombre bajito y tocado con gorra abrió la puerta. El abogado explicó que tenían cita con el señor Seixanta y el hombre les hizo pasar. Bajaron unos pocos escalones y entraron en lo que era una especie de vestíbulo delimitado por paredes de madera con ventanas de cristales esmerilados. Dentro de ese vestíbulo, el ruido de las máquinas era tal que se hacía difícil mantener una conversación. El hombre, por señas, les dijo que esperaran allí mientras iba a buscar al señor.

Al cabo de pocos minutos la puerta del vestíbulo se abrió y Amadeu Seixanta sonrió al ver a Pantenus. Entraron todos en el vestíbulo y cerraron tras de sí la puerta, aliviando de este modo el ensordecedor ruido que parecía inundar la fábrica. Los dos hombres se dieron tres abrazos, algo que sorprendió sobre todo a Roberto, quien los miró con curiosidad ante la indiferencia de su padre y su hermano mayor. El dueño saludó efusivamente a cada uno de los Roca estrechándoles la mano con decisión.

—Los amigos de mi hermano son mis amigos, ¡bienvenidos!

Amadeu Seixanta era un hombre de pelo blanco, barriga prominente y papada generosa. Los carrillos lustrosos y encendidos, junto a la sonrisa perenne y el mostacho engominado, le daban un aire de burgués satisfecho y alegre. Con voz estentórea los invitó a salir del vestíbulo.

—Tras este pasillo verán nuestra sala de hilado. Allí están nuestras máquinas selfactinas funcionando a toda velocidad —les dijo elevando la voz.

—Pero… ¿esos artilugios no los prohibieron tras la huelga? —preguntó Roberto.

Amadeu hizo un gesto negativo con la mano.

—Sólo temporalmente, para calmar los ánimos. Pero no, hijo, este invento es imprescindible si queremos que nuestra industria sea rentable. ¡Tardan en hacer el proceso la mitad que las máquinas de antes!

Entraron en una gran sala diáfana salpicada por delgadas columnas de hierro. Llenando el espacio, decenas y decenas de mecanismos funcionaban a pleno rendimiento, cada uno con su operario correspondiente. Roberto se fijó que eran en su mayoría mujeres, mientras que los hombres parecían hacer reparaciones.

—En esta nave nos dedicamos a realizar el hilado. El algodón nos llega en balas —explicaba alzando la voz—, y una vez limpiado y peinado se convierte en copos. Después, con esos copos se hace el hilado que se acaba enrollando en bobinas. El hilo, entonces, ya está listo para ser transformado en tejido.

Antes de acercarse a la producción, Amadeu les ofreció algodón limpio para que se protegieran los oídos. Pasearon por entre los empleados y se detuvieron ante uno de los aparatos para admirar la habilidad de la operaría y la rapidez con la que la selfactina estiraba y retorcía el algodón hasta que lo convertía en un fino y resistente hilo. Mientras Roberto miraba absorto el dispositivo, Rosendo Xic dio una ojeada a su alrededor para calcular mentalmente cuántas máquinas había en el taller, la superficie empleada y su disposición en el espacio. Tras unos minutos paseando, el dueño les propuso subir por una escalera que llevaba a un falso segundo piso donde se hallaban los despachos.

Superada la entrada de cristal traslúcido, Amadeu Seixanta saludó a los que se encontraban en la oficina —contables y administrativos, según les explicó— para conducirlos hacia una puerta de madera maciza en la que se hallaba una placa dorada con su nombre. La abrió, les dio paso y, antes de cruzar el umbral, se dirigió a una muchacha para pedirle que les trajera café.

El espacioso despacho estaba presidido por una mesa de roble rodeada de cómodas butacas. Un amplio ventanal dejaba entrar abundante luz tamizada por varias persianas. Pantenus suspiró aliviado y quitándose los algodones dijo:

—¡Es impresionante el ruido de la modernidad!

Mientras Amadeu se colocaba en su lugar, los invitados se fueron sentando en los sillones. Al momento entró la joven con una bandeja con café y unas delicadas tazas de fina porcelana.

—Gracias, Mercedes, déjelo sobre mi mesa, aquí mismo.

La chica se mostró un tanto cohibida ante tanta presencia masculina. Roberto no dejó de mirarla hasta que recibió un codazo de su hermano. Mercedes dejó la bandeja y salió del despacho. Amadeu la siguió con ojos soñadores y una sonrisa feliz.

—¡Ah, si yo tuviera veinte años menos! —Y soltó un suspiro. Recuperando el gesto resuelto, comenzó a servir el café—. Bien, señor Roca, me ha comentado mi buen amigo Pantenus que, por lo visto, está pensando en ampliar su negocio hacia el mundo del textil, ¿no es cierto?

Rosendo Roca asintió.

—Pues considéreme a su disposición. Pregúnteme lo que quiera. Le debo agradecimiento porque su empresa me ha ayudado con condiciones de pago ventajosas cuando lo he necesitado. Eso me ha supuesto más apoyo de lo que pueda usted imaginar y yo no soy de los que olvidan.

Se hizo un breve silencio y antes de que Rosendo empezara a hablar intervino Roberto:

—Si me permite, señor Seixanta, nos gustaría saber muchas cosas sobre la maquinaria. Por ejemplo, ¿cuánto carbón es necesario para su funcionamiento? ¿Pueden estar en marcha las veinticuatro horas del día? ¿Qué tipo de mantenimiento requieren? ¿Se estropean con facilidad?

Amadeu abrió los ojos ante tanta pregunta.

—¡Vaya! Tiene usted, don Rosendo, un hijo bien curioso.

—Perdónelo, señor —intervino Rosendo Xic—, mi hermano es un apasionado de la mecánica. Me figuro, sin embargo, que usted nos podría aconsejar mejor sobre la manera de gestionar una fábrica de estas características: procedencia y costes de la materia prima, organización de los turnos, canales de distribución y venta…

Amadeu rompió a reír mientras se palmeaba la pierna.

—¡Caramba, caramba con estos chicos! Señor Roca, ya puede respirar aliviado, que tiene usted quien lo siga. Mirad, muchachos, os propongo algo: tenéis libertad para hablar con cualquiera de esta fábrica sobre lo que gustéis. Ahora llamaré a mi secretaria y ella os acompañará. A ti —señaló a Rosendo Xic— te vendrá bien hablar con mi administrador, que está aquí, en las oficinas, un hombre cabal y paciente que te podrá dar todos esos detalles que te interesan. Y a ti quizá te guste conversar con nuestro jefe de mecánicos: nadie mejor que él para indicarte todo lo relacionado con la maquinaria. ¡Creo que las conoce mejor que a sus propios hijos!

Tras soltar otra risotada, sacudió una campanilla para llamar a la secretaria. Amadeu le dio un par de instrucciones y los jóvenes, galantes y entusiastas, salieron con ella.

—¡Ah, el ímpetu de la juventud! —exclamó Amadeu—. Dejemos que se empapen bien de conocimientos mientras nosotros vamos a lo nuestro —dijo mientras se agachaba a su derecha para abrir un pequeño armario de su mesa del que extrajo una botella de coñac.

—Querido Pantenus, tenga a bien dirigirse a esa mesita que está a su lado y pasarnos tres copas para degustar este exquisito néctar que recientemente me han traído desde Francia, un licor que deshace cualquier atisbo de patriotismo para hacer clamar a quien lo prueba Vive la France!

Después de departir amistosamente toda la mañana, durante la cual Rosendo apenas probó su copa mientras Pantenus y Amadeu repitieron con gozo, el abogado recordó que debían marcharse puesto que los estaban esperando para comer. Invitó a Amadeu a unirse a ellos, pero éste se excusó porque tenía otro compromiso.

—De todos modos, apúntese en el «Debe» una comida pendiente conmigo, ¿eh, Pantenus? —dijo guiñándole un ojo—. Arreglaremos el mundo como solemos hacer.

Mientras se dirigían hacia la casa de Pantenus, Rosendo se sintió orgulloso. Tanto Roberto como Rosendo Xic no paraban de hablar de lo que habían aprendido, a veces interrumpiéndose para captar la atención de Pantenus y su padre. Aunque Rosendo trató de calmarlos haciendo que respetaran un orden, por dentro estaba más que satisfecho: verlos tan interesados le daba confianza. Ahora sabía que podrían encargarse en un futuro de la aventura que el negocio estaba a punto de emprender.

Ya en el domicilio de Pantenus, la conversación continuó durante la comida. A los datos que proporcionaban Roberto y Rosendo Xic, Pantenus añadía aspectos legales sobre el sector textil y Arístides aportaba puntualizaciones precisas basadas en noticias que se publicaban al respecto tanto en España como fuera de sus fronteras. Aunque escuchaba detenidamente, Rosendo Roca permaneció callado. Hasta tal punto fue llamativo su silencio que Pantenus le dijo finalmente:

—Todos sabemos que eres hombre de pocas palabras, Rosendo, pero estamos hablando de una idea tuya y sería bueno conocer tu punto de vista. Te conozco lo suficiente como para saber que algo te ronda ahora mismo por la cabeza.

Rosendo Roca estuvo unos segundos en silencio y a continuación elevó la mirada.

—Sí, estaba pensando en algo.

Todos permanecieron en silencio, expectantes.

—Hay que ponerse manos a la obra: emprenderemos sin demora ese viaje a Escocia.

Y mirando a sus hijos añadió:

—Hoy me habéis demostrado que lo merecéis: los dos me acompañaréis a New Lanark.