En los dos últimos años, Anita y Álvaro, enamorados desde el mismo instante en que se conocieron, robaban minutos al reloj para poder pasarlos juntos. Fueron en todo momento cautos y discretos, conscientes de la animadversión existente entre las dos familias. Tenían la certeza, de todos modos, de que no hacían nada malo y con el tiempo buscaron la aceptación de sus familiares. Fue Anita quien dio el primer paso: insistió tanto que al final consiguió que su padre cediera y aceptara invitar a cenar a Álvaro. El resultado fue desastroso. Sentados a la mesa, Rosendo se había mantenido en silencio desde que se sirvió la comida hasta que terminó. Después de los postres los comensales se fueron levantando uno a uno sin decir nada ante la tristeza de Anita, la evidente incomodidad del joven Casamunt y la cómplice pesadumbre de Ana, quien se sentía impotente ante sus vanos intentos de aparentar naturalidad.
Tras esa cena, la pareja llegó a plantearse incluso terminar con su relación. Les resultaba agotador tener que verse casi a escondidas y su futuro era más incierto que nunca. Álvaro pensaba que, dadas las circunstancias, no le hacía ningún bien a Anita: nunca podrían casarse y ella merecía a alguien que fuera aceptado por sus seres queridos. A pesar de que nada les favorecía, no pudieron evitar seguir viéndose, entregados como estaban al presente.
En ocasiones, sin embargo, como aquel día de septiembre de 1857, parecía que los ánimos y la paciencia se agotaban. Anita y su madre se encontraban cuidando del huerto que tenían junto a la casa del Cerro Pelado, una forma no sólo de conseguir alimentos, sino de recordar sus orígenes.
—No entiendo por qué papá odia a Álvaro.
—No lo odia, sólo se preocupa por ti.
—Siempre decís lo mismo. Si se preocupara de verdad por mí querría que yo fuera feliz. Y lo mismo digo de Rosendo Xic y Roberto.
—No es para tanto, son buenos chicos —justificaba Ana.
—¿No es para tanto? Pues el otro día estaba paseando por el mercado con Álvaro y al cruzarnos con tus «buenos chicos» —gesticuló la joven con sus manos— le negaron el saludo y susurraron comentarios despectivos.
Madre e hija recogían las verduras y hortalizas maduras, una de las muchas tareas que disfrutaban haciendo juntas, Ana lo había hecho durante muchos años para ayudar a su madre y le agradaba compartir ese hábito con su hija. No hacía más de dos años que Amelia y Esteve habían fallecido casi al mismo tiempo. Esteve se marchó de este mundo por un problema de corazón y al día siguiente del entierro, Amelia ya no despertó de su sueño. Parecía que había decidido reunirse con él. A Ana, que pasó un período desolada por la doble pérdida, le parecía una deliciosa historia de amor y no deseaba para ella más que lo que había visto en sus padres. En la casa del Cerro Pelado guardaba una multitud de cajitas y figuras de barro que Esteve Massip le había ido regalando a Amelia a lo largo de toda una vida como alfarero.
—¿Qué clase de comentarios? —preguntó Ana curiosa.
—Pues calificativos como «principucho» y otras cosas peores.
—No les hagas caso. A veces pueden ser un poco brutos.
—¿Y papá? ¿También es bruto? Porque él no llega ni a hablarle —exclamó resentida.
—No digas eso —contestó Ana—. Tu padre te adora, pero la familia Casamunt nunca se ha portado bien con él.
—Helena salvó a Roberto de ahogarse cuando sólo era un niño, ¿recuerdas?
Bajo el cálido sol de septiembre, la madre estaba recogiendo pimientos rojos agachada con su canasto y Anita la acompañaba de pie.
—Hoy le diremos a Paquita que prepare pimientos rellenos —susurró Ana mientras sostenía un precioso ejemplar entre sus manos.
—No cambies de tema, mamá —insistió la joven enfurruñada—. Helena ha demostrado que, después de todo, es buena. Y Álvaro tampoco tiene nada que ver con el resto de esa maldita casta. Es injusto que lo juzguéis sin conocerle.
—Ya lo sé, Anita, ya lo sé. Mira —continuó cogiéndola del brazo—, no te preocupes. Te prometo que intentaré hablar con tu padre a ver si le hago cambiar de opinión.
La hija había empezado a dibujar media sonrisa cuando su madre añadió de forma místeriosa:
—Aunque si conocieses toda la historia, te darías cuenta de que las razones del corazón son incomprensibles.
—Soy toda oídos —Anita miró fijamente a los ojos de su madre.
—No vale la pena ponerse ahora a recordar tragedias. Recoge ese pimiento, que nos vamos —dijo para escabullirse.
—¿Tragedias? —preguntó Ana sorprendida tras escuchar esa palabra.
—Sí, tragedias. Pero no insistas, no te las contaré. No quiero que tengas malos sueños.
Cuando Álvaro entró en la mansión de los Casamunt, Fernando se hallaba en la sala de estar, fumando un cigarrillo mientras leía Doña Urraca de Castilla, de Navarro Villoslada, un retrato histórico escrito por un carlista militante. Valentín no estaba, probablemente se había ido a Barcelona, como aún continuaba haciendo a pesar de su decrépita vejez.
—¡Álvaro! —llamó Fernando—. ¿Dónde estabas? ¿Has visto la hora que es? —preguntó, altivo, mientras señalaba su reloj de bolsillo.
—Me he entretenido dando un paseo —respondió el joven sin levantar la mirada del suelo.
—¿Un paseo? ¿Con quién? No será con esa mosquita muerta de los Roca, ¿verdad? —preguntó, a la vez que le hacía un gesto de advertencia.
—Sí, con Anita —respondió Álvaro tratando de mostrar valentía al mantener la mirada de su padre.
—¿Qué? —Fernando se levantó de su asiento y se dirigió al chico mientras soltaba bocanadas de humo.
—Que he estado con Anita Roca —repitió el joven sin apartar la mirada.
—¿Cómo te atreves? No me repliques —se descargó contra él.
Álvaro bajó la mirada al suelo y se disculpó.
—Lo siento, padre. —Su tono era el mismo que dirige un soldado a su superior cuando éste le exige algo.
—No quiero que vuelvas a ver a esa chica —continuó Fernando cuando se dio cuenta de que su hijo empezaba a ceder—. ¿Me oyes?
Álvaro no respondía.
—Te he preguntado si me oyes —insistió Fernando entre humo.
—Le oigo, pero no haré lo que me pide. —Álvaro levantó la mirada y la enfrentó nuevamente a la de su padre.
La bofetada que le dio Fernando le giró la cabeza con violencia. Álvaro apretó la mandíbula y se mantuvo en silencio mientras su padre procedía de nuevo con sus amenazas.
—Sí que lo harás, claro que lo harás. —Y dicho esto, Fernando se dio media vuelta y volvió a sentarse en su butaca.
Álvaro aprovechó que su padre le daba la espalda para marcharse. Subió las escaleras y se encerró en su dormitorio. Sentado en la cama, profundamente apenado, rememoró la brutalidad con la que su padre acababa de tratarlo. Se tumbó para llorar desconsoladamente. La ira bañaba su cara y su corazón. Al poco, alguien llamó a la puerta y se incorporó de un impulso.
—Álvaro, ¿puedo entrar?
Era Helena.
—Pasa —contestó secándose la cara con la manga de su camisa.
Ella entró con sigilo para sentarse junto a su sobrino.
—¿Cómo estás?
—Odio a mi padre —habló al fin.
—Es normal que te sientas así. A veces puede ser muy testarudo.
—Me gustaría marcharme de aquí con Anita y abandonarlo todo —masculló el joven con la mirada ida—. Así podríamos estar juntos sin que nadie nos molestara.
El silencio duró pocos segundos. Enseguida, Helena aprovechó la confesión del joven para hacer también la suya.
—Entiendo por lo que estás pasando —le dijo mientras sacaba el pañuelo que nacía en el puño de su manga.
Álvaro giró su cabeza y la miró confuso.
—¿A qué te refieres?
—Al dolor que estás sintiendo. Al amor que sientes por Anita.
—¿Te pasó lo mismo con el barón de la Masanía? —preguntó el joven extrañado.
—¡No! —respondió Helena abriendo mucho los ojos, lo cual hizo sonreír levemente a Álvaro.
—Me lo imaginaba.
Helena le devolvió la sonrisa y después recuperó su tono solemne.
—Voy a confiar en ti, Álvaro. Sé que puedo hacerlo… Cuando yo era joven, estaba muy enamorada de Rosendo, ¿sabes? —dijo con voz afligida sin mirarlo a los ojos.
—No, no lo sabía.
—Pasaron muchos años en los que cada vez que nos veíamos… era como si saltaran chispas entre nosotros.
—Entiendo —condescendió Álvaro.
—Ni tan siquiera me planteé casarme con él, porque era un campesino y yo una señora de la nobleza. Creía que hacía lo correcto cuando me casé con el barón. Después apareció Ana, la hija de un artesano. Y se casó con ella. Fue entonces cuando me di cuenta de mi terrible error… —Su voz se quebró.
—Lo siento, tía Helena. No sabía nada.
Helena se volvió con los ojos llorosos para comprobar que mantenía la atención de Álvaro. El joven se dio cuenta de que el tiempo había hecho estragos también en la piel de su tía, cuyos pliegues ya cubrían gran parte de sus angulosas facciones. Su imagen, en aquel momento, se le antojó conmovedora. Ella le cogió la mano y, tras esbozar una temblorosa sonrisa, continuó:
—Por eso sé lo mal que lo estás pasando. Y por eso te voy a ayudar. Bueno, os voy a ayudar, a ti y a Anita. No quiero que te pase lo mismo que a mí.
Entonces, el joven giró la cabeza, sorprendido en dirección a su tía. Inspiró aire como si acabara de llevarse un susto, se abalanzó sobre ella y la abrazó con sincero agradecimiento.
—Gracias —repitió una y otra vez—: Gracias, tía Helena.
Ella le correspondió en el gesto y, sustituyendo las lágrimas de su rostro por una mueca de orgullo, concluyó:
—Pero de esto, ni una palabra a tu padre.