Capítulo 55

Sentados en el porche sobre unas cómodas sillas, Rosendo y Henry departían amistosamente ante unas tazas de té. Era una de esas raras tardes cálidas de otoño propicia para disfrutar de la madurez y de los años trabajados. Rosendo atisbaba la relajación y la dicha de una vida ociosa.

—Está delicioso este té. Nosotros ponemos la idea y el mundo la materia prima —dijo Henry levantando su taza y observando con deleite los reflejos dorados.

—Tienes razón, Henry —asintió Rosendo.

—Los británicos todo lo resolvemos calentando agua. Mira la máquina de vapor —se sonreía el escocés de su ocurrencia.

—Hablando de eso, quiero que me cuentes más cosas de… ¿«Niu Lana» se llamaba?

—New Lanark —lo corrigió Henry haciendo gala de su marcado acento escocés—. Creo que ya lo sabes todo. Era una fábrica textil que se creó en el siglo pasado, al lado de un pueblo llamado Lanark. Como la fábrica creció más que el pueblo, en la ampliación construyeron casas para los obreros siguiendo las directrices de Robert Owen, su auténtico impulsor. Al nuevo asentamiento lo llamaron «New Lanark». Ahora tiene unos dos mil habitantes entre los trabajadores y sus familias. Tienen escuela para todos, hay médicos que los atienden y jornadas de trabajo más reducidas.

—Casi como nosotros en la mina —argumentó Rosendo con satisfacción—. Aunque somos menos y no nos llamamos Nuevo Runera.

—Todavía le podemos poner nombre, aunque, que yo sepa, todos lo llaman Cerro Pelado. —Sonrió Henry—. ¿Sigues con la idea de crear una fábrica textil?

Rosendo se tocó la barbilla y soltó con seguridad su respuesta.

—Sí, pero antes necesito informarme bien. Lo he pensado mucho. La competencia del carbón foráneo es fuerte. ¿Cuánto hace que no firmamos nuevos contratos? Además, la mina es dura y de un modo u otro cada año se cobra sus víctimas.

—Es cierto, aunque hasta ahora no nos ha ido mal —apuntó Henry.

Rosendo asintió:

—Pero la fecha del último pago a los Casamunt se va acercando y a este paso no lo podremos hacer efectivo. Mis hijos se quedarán sin nada y esos señores se apropiarán de nuestro esfuerzo.

—¿Y qué propones? ¿Quieres conocer la fórmula escocesa para hacer lo mismo aquí? —inquirió Henry mientras enriquecía su té con unas gotas de whisky.

—¿Has investigado? ¿Conoces otra experiencia más cercana o mejor?

—Definitivamente no —indicó rotundo Henry.

—Yo todavía recuerdo la huelga de Barcelona. Eso no nos puede pasar aquí. Tal como lo cuentas, en esa fábrica parece que han conseguido las dos cosas, ser rentables y que los trabajadores estén contentos. Debemos ir a Escocia —concluyó Rosendo mientras apuraba su taza de té.

Ambos hombres se miraron con una sonrisa cómplice. Se sirvieron de nuevo y continuaron bebiendo en silencio. Se oyeron risas en la parte trasera de la casa, eran los chicos jugando, seguramente con su madre.

—Ana está pletórica, le sientan bien los años —comentó Henry tras soplar el té caliente.

—Se lo debo todo. Y los niños la adoran. Todo el mundo la quiere.

—¿Y si…? —Henry demoró un tanto la expresión de su idea, como si la estuviese articulando mientras la expresaba—. Se me acaba de ocurrir, Rosendo, pero ¿qué te parecería que los chicos viniesen también a Escocia? Les vendría muy bien conocer un país diferente, con otras costumbres.

—No creo que sea un viaje familiar… —dudó Rosendo.

—No me refiero a unas vacaciones —respondió Henry—. Tienen edad suficiente para saber qué quieren en la vida y tarde o temprano deberán decidirse. Cuantas más cosas conozcan, más posibilidades de elección tendrán y con más garantías afrontarán el futuro. Además, los dos saben inglés. ¿Quieres cederles la explotación y lo que pretendas construir en el futuro sin ni tan siquiera preguntarles? Ésta puede ser una buena ocasión para comprobar si valen para el negocio, si tienen interés y capacidades para tomar las riendas de nuestra empresa.

—Parece razonable…

Tras un silencio, el minero añadió:

—Aunque ya veo adónde vas, lo que quieres es deshacerte de mí, quieres que mis hijos sean los traductores de este minero en tierras lejanas —dijo Rosendo por encima de la taza a su interlocutor, dando enseguida un largo trago para ocultar la sonrisa de esa suposición más que dudosa.

Henry rió y continuó imaginando:

—Volviendo al viaje… si vamos con los chicos, quizá deberíamos esperar un poco.

—Bueno, así lo prepararemos mejor.

—Y todavía podríamos hacer más. Rosendo, creo que deberías empezar a contar con ellos para algo más que para hacer recados. Si vamos, por ejemplo, el verano que viene a Escocia, tienen todo un año para ver cómo se trabaja aquí y qué podemos adoptar de las maneras de allí. Sería muy adecuado que adquirieran una mínima experiencia que les haga conocer el terreno que pisan.

—No tenía previsto que trabajaran en la mina, aunque si lo crees necesario…

—No, no es eso, Rosendo. Pensaba, por ejemplo, que podrían acompañarme a mí en los encuentros con los clientes, a Jubal en sus labores de ampliación y construcción, y a Héctor en el día a día en la mina. Podrían ir contigo y ayudarte en la gestión, también cuando vayas a ver a Pantenus… Les falta poco para entrar en la edad adulta y están ansiosos por ser tratados como tales. —A medida que hablaba, Henry empezó a notar más calor: el whisky había comenzado a hacer efecto—. En definitiva, que creo que ya están preparados para la última fase de su educación, la de la vida laboral, y que nos corresponde a nosotros invitarlos a su ingreso.

—Estoy de acuerdo.

Perfect! ¿Otro té? —preguntó Henry mientras sostenía la botella de whisky y guiñaba un ojo.

—¿Podemos hablar un minuto, Héctor? —preguntó Rosendo, educado.

—Claro, Rosendo.

—¿Cuántos años llevas ya aquí, en la mina?

—Pues pronto hará veinticinco años que empecé. —Un gesto de preocupación empezó a tomar forma en la cara de Héctor, intrigado por las preguntas que le dirigía su jefe y amigo.

—Y has pasado por todas las fases —arguyó Rosendo.

—Sí. Empecé picando con Raúl, Toni y el Zampas y durante estos años he hecho de todo.

—De todo, en efecto, lo único que te falta es dirigirla, ¿no?

—Para eso espero a que os retiréis tú y Henry —dijo Héctor intentando quitar importancia a una conversación que lo intranquilizaba. Pero la sonrisa se le congeló en el rostro al ver a Rosendo imperturbable.

—En uno o dos veranos nos iremos por una larga temporada Henry y yo. Tú te quedarás a cargo de la explotación —soltó Rosendo de improviso.

—Pero… ¿cómo voy yo a…, cuándo tendré que…? No lo entiendo —balbuceó Héctor.

—Podrás hacerlo.

Y tras estas palabras, dio la vuelta sobre sus talones y se alejó dejando al encargado con la boca abierta en mitad de la explanada contigua a la mina.