Henry entró en la biblioteca llevando en la mano una maleta. Los tres jóvenes, Anita, Rosendo Xic y Roberto, lo miraron expectantes. A pesar del madrugón que suponía, Henry insistía ahora en dar las clases de inglés a las siete y media de la mañana, el escocés sabía siempre cómo llamar su atención sorprendiéndolos con algo nuevo. Todas las miradas se dirigieron a la maleta tumbada sobre la mesa.
—Well, mis chicos —comenzó a abrir los cierres del maletín—, hoy estudiaremos una tragedia sobre cómo la codicia y la vanidad nos pueden conducir a la locura, ¡al desastre!
El tono grandilocuente de Henry hizo sonreír a los muchachos. Las risas llegaron cuando lo vieron vestirse con lo que escondía la maleta: una corona de rey y una pequeña capa que se anudó al cuello. Con la corona sobre la cabeza, Henry adoptó una actitud engreída al tiempo que callaba mediante gestos las risas de sus alumnos. Repartió unas hojas escritas a cada uno.
—Vamos a leer algo en inglés del mejor escritor del mundo, William Shakespeare. Pero como es teatro, ¡haremos teatro! Si se dan cuenta —dijo mientras señalaba las hojas que sujetaba en su mano—, verán que cada uno tiene un personaje distinto. Está subrayado, ¿ven? Yo soy el rey Lear.
Rosendo Xic se escandalizó:
—Pero… a mí me ha tocado «Goneril»… ¿eso no es un nombre de chica?
Roberto se mofó de su hermano. Henry, sonriente, le recriminó a Roberto:
—Mi querido amigo, no se burle usted tanto que su personaje, «Regan», también es chica.
Roberto lo miró con apuro. Henry continuó:
—Han de saber que en la época en que se representaban estas obras, los papeles de mujer los hacían hombres, sobre todo muchachos como ustedes, así que no se extrañen. El fragmento que vamos a leer corresponde al momento en qué el rey Lear reúne a sus tres hijas, Goneril, Regan y Cordelia, para explicarles que ha dividido su reino en tres partes. Les pregunta entonces cuál de ellas lo quiere más para ser justo con el amor que cada una le profesa.
—¡Qué barbaridad! —protestó Anita.
Henry, llevándose un dedo a los labios, la silenció.
—Está bien, damas y caballeros, no olviden pronunciar correctamente y que comience la función.
El escocés los hizo ponerse en pie mientras él, encorvando la espalda como si fuera viejo, caminaba entre ellos. Tras comenzar Henry recitando el texto de memoria con la voz de un anciano, le tocó el turno a Rosendo Xic, que leyó con un más que correcto acento aunque sin nada de entonación. Anita, en el papel de Cordelia, la hija menor, intervino poniéndole cuerpo y alma, con gestos incluso exagerados. Cuando se le dio entrada a Roberto, éste se entusiasmó tanto que se olvidó del papel que tenía en la mano y tuvo que parar una y otra vez para corregir sus errores. Enseguida llegaron al momento crucial: el rey Lear le pregunta a Cordelia cómo es su amor por él, henchido de vanidad tras las grandes lisonjas que le han dedicado las otras dos hijas. Cordelia se muestra humilde y sencilla, sin caer en desmedidos halagos. El rey toma esa respuesta como una falta de respeto a su persona y la rechaza y deshereda. La lectura de Henry en ese momento fue tan intensa que Anita, temblorosa, no pudo evitar que sus ojos se empañaran en lágrimas y que el ceño de los chicos se frunciera en señal de desaprobación.
—¡Oh! ¡Pero es terrible! —suspiró Anita—. ¡Es la única que lo quiere de verdad!
—Qué sincera… —dijo Roberto.
—Qué cruel… —añadió Rosendo Xic.
Henry se fue quitando la corona y la capa mientras decía:
—Con esta obra aprenderán los peligros de la codicia y de la vanidad. Ustedes son los hijos de un hombre que con el tiempo será muy poderoso en la zona, así que es mejor que se… —buscó la palabra exacta— ¿vacunen? All right, eso, que sean precavidos. Es por eso, my friends, por lo que su padre se preocupa tanto por ustedes. Precisamente me he cruzado con él cuando venía para aquí y me ha dejado recado de que les diga a ustedes dos —dijo señalando a los jóvenes— que tras la clase se dirijan al establo. Hay que limpiarlo y lavar también los caballos.
Las caras de ambos hermanos mostraron cierta decepción, aunque se limitaron a asentir.
—Y usted, mi estimada niña, deberá dirigirse a la cocina, donde la estarán esperando para una lección práctica.
Anita protestó:
—¡Pero yo quiero estudiar y no hacer esos trabajos!
—Querida, recuerde lo que siempre les digo: sé filósofo, pero, en medio de toda tu filosofía, sé hombre. En cualquier caso, eso será después de la clase, porque esto es una clase, les recuerdo, así que vamos a continuar hablando sobre la obra y el inglés utilizado en ella. Hagan el favor de tomar nota…
Y Henry reanudó sus explicaciones hablando en inglés mientras los chicos se afanaban por apuntar y entender todas las enseñanzas sin rechistar, a pesar del sueño y del espléndido sol que lucía a esa hora temprana de verano y que invitaba más a salir fuera que a estar encerrados en la biblioteca.
Tras terminar la clase, Anita preguntó extrañada:
—¿Entonces mañana no hay clase de inglés?
—En efecto, mañana me gustaría introducir a sus hermanos en el noble arte del boxeo. Hace días que tenemos pendiente esa asignatura. ¿Tienen inconveniente en que sea mañana, caballeros?
Los hermanos se miraron y encogieron los hombros.
—No —contestó Roberto—, no hay problema.
—Pues nos vemos a las seis.
—¿A las seis de la tarde, supongo? —preguntó Rosendo Xic.
Henry sonrió.
—Lamento decirles que no, a las seis de la mañana.
El escocés intentó apaciguar las esperadas protestas con una justificación:
—Ésa es la hora a la que se celebran los duelos entre caballeros. Recuerden, la cita es a las seis ante meridiem, vayan a dormir temprano y descansen, muchachos. Have a nice day!
Roberto se llevó las manos al rostro y se frotó los ojos.
—¡Buff! Pero si a esa hora no es ni de día… ¿Tenemos que boxear a oscuras? ¡Dichoso Henry y sus horarios de monje!
—Vamos, vamos —terció Rosendo Xic—, al fin y al cabo haremos algo divertido, ¿no?
Antes de que salieran de la biblioteca, Rosendo Xic preguntó a Anita:
—Oye, cuando acabemos del establo, nos iremos a dar un paseo con los caballos. ¿Quieres venir?
—¡Claro!
Más tarde, sobre el animal, Rosendo Xic le dijo a Anita:
—Vamos hacia el río, hacia el remanso, tenemos que quitarnos esta peste. Espero que no te moleste…
—Id tranquilos —contestó levantando la barbilla—, yo me quedaré en el bosque.
—Sabes que ni papá ni mamá quieren que vayas sola —le recordó Rosendo Xic.
—Me protegen demasiado… A esta hora no hay ningún peligro. De hecho es más peligroso ir con vosotros dos… No, no, vosotros id a bañaros y pelead, que es lo vuestro.
Partieron lentos, cada uno en su montura, mientras se alejaban del Cerro Pelado. En cuanto comenzó la zona boscosa, Roberto miró hacia atrás estirando el cuello.
—Ya no nos ve nadie… —Y volviéndose hacia su hermano soltó espoleando a su caballo—: A ver quién llega primero.
Rosendo Xic, como siempre, recogió el guante del desafío y arrancó rápido tras él. Anita, subida sobre su yegua, se puso las manos alrededor de la boca, a modo de bocina, para gritar:
—¿Veis lo que os decía? ¡Sois unos brutos!
Anita, sin prisas, se fue adentrando en la espesura de la arboleda. Respiró hondo, la brisa mecía las ramas y aliviaba el fuerte calor del verano. Se decidió a bajar de la yegua para llevarla mansamente de las riendas mientras se acercaba a su lugar favorito: la sombra de un enorme y viejo roble.
Cuando llegó, ató el caballo a un árbol cercano y con cautela se sentó apoyando su espalda sobre el robusto tronco. Le gustaban esos momentos de quietud, de silencio sólo roto por los sonidos de la naturaleza, cuando podía dejar sus pensamientos divagar y sumergirse en ensoñaciones.
Pero el ruido de unas pisadas de un caballo acercándose la alertó. Muy despacio, se puso en pie para observar el bosque y de repente alguien apareció tras el árbol:
—Buenos días, señorita —dijo una voz masculina.
Anita dio un respingo. Fue tal su expresión de espanto que el joven que la había saludado se mostró turbado y titubeante.
—Oh… Di… disculpe usted, señorita. No… no pretendía asustarla —dijo mientras se llevaba una mano al pecho.
—Pues lo ha hecho… —replicó Anita un tanto molesta.
El joven de pelo rubio y piel pálida se bajó del caballo.
—Le ruego perdone mi inexcusable torpeza. No sabe cuánto lamento haberla importunado. Hace poco tiempo que estoy de regreso por estas tierras y este lugar es mi rincón favorito. No esperaba encontrar a nadie porque las veces que he venido he podido disfrutar de la soledad.
A la hija de Rosendo Roca le llamaron la atención los exquisitos modales del joven, sus gestos humildes y sus ojos verdes como el cristal. Pensó que quizá se trataba del mismo chico desconocido que se había acercado a su padre cuando los Casamunt aparecieron durante el sepelio de su abuela Angustias.
—Espero que no le moleste mi indiscreción —continuó—, ¿suele usted frecuentar este viejo roble?
Anita, ante la pregunta del chico, infló los mofletes, miró hacia otros lados y dijo:
—Mmm… creo oír una voz, como si alguien me preguntara…
El joven la observó perplejo.
—Pero deben ser imaginaciones mías… —Y mirándolo de reojo añadió—: Porque un caballero no querría iniciar una conversación con una dama sin haberse presentado antes, claro.
El joven se ruborizó a la par que sonreía con franqueza.
—Veo que hoy me levanté con el pie izquierdo. Debe usted pensar que soy un desconsiderado. Permítame enmendar mi error: mi nombre es Álvaro. —Tras una leve reverencia preguntó—: ¿Y el suyo?
—Anita —contestó ofreciéndole la mano, que Álvaro besó como mandaba la etiqueta, sin tan siquiera rozarla con los labios. Al verlo tan solícito, ella sonrió coqueta.
—¿Y decía usted que está de regreso?
—En efecto. Estos últimos años apenas he podido pasar por aquí puesto que he estado estudiando. Ahora he regresado después de obtener el bachiller en Salamanca.
Anita abrió los ojos, aunque moderó enseguida su muestra de curiosidad.
—He oído decir que es una ciudad hermosa, Salamanca.
Él asintió e hizo un gesto un tanto triste que emocionó a Anita y la indujo a preguntar:
—¿He dicho algo inoportuno?
El joven se recompuso enseguida y dijo con el rostro iluminado:
—¡Oh, no, no! Discúlpeme de nuevo, es sólo que… En fin, a mí me hubiera gustado seguir estudiando allí pero… las obligaciones familiares me reclaman.
Anita se descubrió mirándolo compasiva.
—La familia es lo primero, ¿verdad? —sostuvo en un tono que pretendía ser firme.
—Sí, claro… aunque… bueno, no quiero contradecirla y menos hoy, que he sido tan torpe con usted. —Sonrió mostrando una perfecta dentadura blanca.
Anita se lo quedó mirando durante un par de segundos. Sabía perfectamente lo que ocurriría a continuación; aun así buscó la reacción del joven:
—Pero… ¿por qué…? ¿Qué familia es la suya?
El joven tragó saliva.
—Mi apellido es Casamunt. Soy hijo de Fernando Casamunt.
A pesar de que simplemente confirmaba sus sospechas, un velo de tristeza nubló el rostro de Anita.
—Ah… un Casamunt…
—¿Y usted? —preguntó rápido Álvaro.
—Yo soy Anita Roca, hija de Rosendo Roca.
La sorpresa del joven sí fue mayúscula.
—¿Rosendo Ro…? ¿El minero? —Ante la respuesta afirmativa de Anita, prosiguió—: Vaya, siempre he creído que ese hombre es de admirar por lo que ha sido y es capaz de hacer. Y, desde hoy, más todavía, siendo como es padre de tan hermosa criatura.
Anita levantó las cejas, sus mejillas se tornaron del color de la fresa y se le escapó una sonrisa traviesa. No estaba acostumbrada a ese tipo de halagos y no pudo evitar que se le notara a pesar de los esfuerzos que hizo por disimularlo.
—No sea zalamero; sabrá usted que existe un conflicto familiar de por medio.
Álvaro la tomó de la mano ante la sorpresa de Anita, que lo miró desconcertada, como protestando por su descaro. Los ojos de Álvaro, posados sobre los de ella, la miraron intensamente. Con voz serena y franca, le dijo:
—Yo no soy como ellos, Anita. Créame.
Anita invirtió un largo instante en mirar el fondo de aquellos ojos brillantes. Finalmente, relajando el gesto y sonriendo con dulzura, respondió:
—Lo creo.