La industrialización evolucionaba más rápido que la sociedad que la impulsaba. Cientos de campesinos abandonaron el ámbito rural y se trasladaron a los núcleos urbanos de mayor desarrollo industrial. La vida en Barcelona no era tampoco fácil, hacinamiento de familias, jornadas laborales larguísimas que superaban aveces las setenta horas semanales y sueldos que no servían ni para poder comer todos los días configuraban el panorama cotidiano de los trabajadores industriales. Nacieron entonces las hermandades y las sociedades obreras con el propósito de promover la ayuda mutua y mejorar las condiciones laborales de la nueva clase social: el proletariado.
El discurso que cuestionaba el orden establecido fue adquiriendo importancia en Europa de manera que, inquieta, la burguesía empezó a tomar medidas. Así, en julio de 1855 los intentos de prohibir las asociaciones obreras provocaron la primera huelga general en Barcelona. Las manifestaciones de protesta fueron secundadas por dos terceras partes de los setenta y cinco mil trabajadores industriales. Ante el éxito de la convocatoria, otras ciudades españolas se sumaron a las reivindicaciones. Y la respuesta de las autoridades en la capital catalana no se hizo esperar, se persiguió a los huelguistas y las calles se convirtieron en un campo de batalla.
Aquel 9 de julio de 1855 la espiral de violencia en Barcelona estaba ya fuera de control. Las angostas calles que fragmentaban el barrio del Raval habían sido el escenario de las primeras disputas. Los 74 fabricantes textiles, 2.443 telares y 657 máquinas de hilar que había en ese barrio, registrados en el Padrón de Fabricantes en 1829, dan una idea de la gran actividad del barrio. Ahora, los obreros reivindicaban el derecho de asociación y la jornada laboral de diez horas.
Rosendo, informado por Henry de la huelga, decidió ver por sí mismo lo que estaba pasando. En cuanto su amigo escocés lo puso al corriente, lo primero que pensó fue «tengo que evitar que algo así suceda en la mina», y decidió estudiar el tema sobre el terreno. A pesar de las protestas de Henry, quiso ir solo, le sería más fácil pasar desapercibido. Incluso se vistió con ropa vieja y poco llamativa.
Cuando el minero llegó a la calle Sant Pau empezó a escuchar lo que dedujo eran los gritos de un grupo de obreros en manifestación. Cerca estaba La España Industrial, una de las fábricas más importantes de la zona.
—¡Asociación o muerte! ¡Asociación o muerte! —gritaban al unísono.
Decenas de proletarios recorrían en masa las diminutas y oscuras calles del Raval arrasando con todo lo que se interponía en su camino. Pasaron al lado del minero sin prestarle atención y continuaron con sus reclamaciones:
—¡Pan y trabajo! —gritaba el cabecilla dando pie a que los demás lo secundaran.
Cuando se estaban alejando en la distancia, Rosendo escuchó la voz desgarrada del dirigente:
—¡Corred!
Y entonces, los hombres que hacía unos instantes marchaban solemnes cantando sus protestas volvieron a toda velocidad sobre sus propios pasos. Un grupo de militares a caballo había aparecido por una esquina y se estaba abalanzando sobre ellos. Rosendo notó cómo alguien le tiraba de la manga para meterlo en un portal. Al volverse vio en la penumbra a una anciana que le hacía gestos para que se mantuviera en silencio. Con cuidado, Rosendo se asomó a la calle y vio al líder obrero forcejear con algunos de los soldados. Lo tenían agarrado de pies y manos, pero él se revolvía tratando de escapar dando patadas y puñetazos al aire. El cuchicheo de la anciana llamó su atención:
—Otro que deportarán a La Habana, a Cuba —se atrevió a decir en voz baja—. Pobre familia… ¿de qué vivirán si se llevan al padre?
Rosendo no respondió. Sólo miró a la mujer con el gesto ceñudo.
—Ayer ya se llevaron a setenta… y los que les quedan.
Pasados unos momentos de tensión, Rosendo volvió a sacar la cabeza de su escondrijo. La multitud que hacía unos minutos lo había apartado del paso se esparció por los callejones hasta desaparecer. Rosendo miró a un lado y a otro y al ver la zona despejada continuó su camino.
Pasó el resto del día transitando por las calles saturadas y ennegrecidas de Barcelona. Presenció numerosas manifestaciones frente a diversas fábricas y en una de ellas se introdujo furtivamente aprovechando las sombras de un patio de carga porticado. A Rosendo le violentó descubrir cómo los obreros se ensañaban a conciencia contra las máquinas destrozando sus piezas para evitar que continuaran siendo utilizadas.
La brutalidad que manifestaban aquellos hombres le impresionó. Eran la viva imagen de la desesperación. Sabía por Henry que el enojo se había ido fraguando a fuego lento bajo las duras condiciones de trabajo en las que todos ellos habían vivido largo tiempo. Durante ese lapso, probablemente habían permanecido sumisos, callados, mientras en su interior la injusticia incubaba esa ira que al final no había tenido otra salida que revelarse. Pensó en sus trabajadores de la mina y en las numerosas penalidades que habían vivido. Se dio cuenta de que el descontento alimenta la revolución y una chispa prende la mecha. La figura de don Roque se entreveró con ese pensamiento en una asociación de ideas inquietante que lo puso sobre aviso. Debía estar alerta en el futuro.
Al final de la tarde los rayos débiles del sol empezaron a ocultarse tras los sucios edificios. La silueta de fábricas y casas entorpecía la entrada de la ya de por sí poca luz que se filtraba en las constreñidas arterias del Raval. Rosendo se encontraba cavilando, caminando sin destino, cuando las voces que surgían del interior de un pequeño local de una callejuela secundaria lo hicieron acercarse. Un hombre que se hallaba en la puerta cortando el paso lo miró con desconfianza. Al percibir la impasibilidad del rostro de Rosendo y el tamaño de su cuerpo, se apartó para dejarlo entrar.
—Ahora el general Saravia nos ofrece un trato. ¿Qué creéis que debemos hacer con él?
Los allí presentes proferían los insultos más despectivos contra el personaje al que el vocal se estaba refiriendo.
—¡Nada de tratos! ¡Eso es que tienen miedo, todavía nos queda mucho por hacer!
—¡Asociación o muerte! —gritó uno mientras levantaba los brazos en gesto de aprobación. Los demás lo siguieron rápidamente y vocearon la consigna una y otra vez.
Aquel lugar clandestino se hallaba repleto de papeles y sillas descuidadas. El polvo flotaba en el ambiente y provocaba una densidad que dificultaba, incluso, la respiración. La débil luz que ofrecían los quinqués que se distribuían por la sala iluminaba tan sólo algunas de las facciones de los que se encontraban en su interior. Rosendo sólo podía ver ojos, narices, manos y bocas jadeantes, sin dueño ni nombre.
—¿Qué es lo que ha pasado? —se atrevió a preguntar Rosendo a un hombre diminuto que estaba a su lado. La cabeza calva y angulosa se volvió y el personaje, que mostraba una mirada triste y huidiza, respondió:
—El general Espartero, después de invadir la ciudad, ha enviado a su ayudante para proponernos un acuerdo.
—¿Qué clase de acuerdo?
—Volver a la normalidad a cambio de una nueva ley sobre relaciones entre patronos y obreros.
—Pero eso es bueno, ¿no? —preguntó Rosendo.
—Sí, si no fuera mentira.
—¿Cómo sabe que es mentira?
El hombre se encogió de hombros. Su gesto era de hastío.
—Porque siempre pasa lo mismo, porque las promesas sirven para calmar al pueblo pero no arreglan nada. ¿Qué se cree que pasará en las Cortes? Pues nada, así se lo digo, y mientras tanto seguiremos haciéndolos cada día más ricos. Todo es una patraña, una maldita pantomima.
Rosendo asintió, aunque no supo qué decir. Cuando estaba a punto de salir, el hombre lo tomó del brazo:
—Pero quiero decirle algo…
Por unos instantes los músculos de Rosendo se tensaron.
—Dígame.
El trabajador abrió más los ojos y sus labios se afinaron en un gesto de rabia.
—Que hoy han ganado, pero a la larga ganaremos nosotros. ¿Y sabe por qué?
Rosendo negó con la cabeza.
—Porque cuando nos demos cuenta de que no tenemos nada que perder, entonces, le aseguro que tomaremos lo que merecemos porque no habrá ejército que nos pare.