Se agachó a recoger la ramita procurando que no se le cayera el manojo que tenía sujeto bajo el brazo. La niña resopló: a sus cinco años tenía que ayudar en casa tras las clases con sor Herminia. A ella le hubiera gustado más asomarse al río y ver cómo su hermano cazaba ranas. Pero ese año él había empezado a trabajar en la mina limpiando carbón y a ella le encargaban tareas como recoger ramitas para poder encender el fuego o ir a por medios cubos de agua o hacer recados para mamá.
Sus pequeños brazos apenas podían sujetar las ramas y, al intentar colocarlos bien para que no se le escaparan, se le desparramaron todas por el camino. No supo muy bien si gritar de rabia o ponerse a llorar, así que optó por dar una patada al aire mientras hacía pucheros. De repente, oyó una voz de mujer a su espalda:
—¿Qué te sucede, niñita?
La voz la sobresaltó y se dio la vuelta. Se trataba de una señora que venía caminando acompañada de un precioso caballo que sujetaba por la brida. La dama le sonreía con dulzura y se agachó cuando estuvo cerca. Con una mano enguantada le acarició el rostro y le limpió las lágrimas.
—Vamos, vamos, chiquita, no llores. Dime qué te ha pasado, que yo te ayudaré.
La niña, entre hipidos que se acentuaron por la presencia de la señora, señaló las ramitas esparcidas por el suelo mientras se frotaba un ojo con la mano, y le explicó que se le habían caído, que tenía que recoger más y que si tardaba mucho su madre se enfadaría porque pensaría que había perdido el tiempo jugando. La mujer le acarició el pelo y, sonriente, le dijo con voz cantarina:
—¿Sabes qué vamos a hacer? ¡Te voy a ayudar a coger ramitas!
La cría enseguida recuperó la sonrisa y con la ayuda de la señora pronto reunieron un buen montón. La mujer le dijo que esperara mientras iba un momento a su caballo. De una alforja la mujer sacó algo que resultó ser una cuerda. Con ella ató las ramas y le enseñó cómo coger el haz para que no le pesara ni se le cayera por el camino. La niña sonrió enseñando su boca mellada, y le dio las gracias por ser tan amable con ella. Ante las galantes palabras de la pequeña, la mujer comentó entre risas:
—¡Qué niña tan educada! Te mereces un premio: toma. —Sacó una moneda de un minúsculo bolso y se la puso en la manita—. Este real es para ti, preciosa. Pero, eso sí, en cuanto llegues a casa se lo dices a mamá, ¿eh? —añadió después de agacharse para ponerse a la altura de la chiquilla.
La niña no cabía en sí de gozo y tuvo ganas de darle un abrazo. Finalmente lo contuvo y optó por un tímido beso en la mejilla, beso que la señora devolvió con otro bien sonoro.
—Yo me llamo Lucía —dijo la cría—. ¿Y tú?
La señora, mirándola con ojos tiernos, le contestó:
—Lucía es un nombre muy bonito. Yo me llamo Helena, cielo, Helena Casamunt.
Roberto seguía insistiendo a su hermano mayor:
—Vamos, tienes que ver la cascada, ¡es fantástica! Después de unos días de abundante lluvia y del comienzo del deshielo típico de la primavera, el río bajaba mucho más crecido que de costumbre. Los hermanos Roca se dirigían a un lugar en el que unas piedras de gran tamaño interrumpían el curso del agua y se formaba una cascada de cerca de dos metros. Cualquiera podía cruzar el río a través de esas piedras, ya que eran anchas y la corriente pasaba mansa. En la caída, el agua se acumulaba gracias a que el cauce tenía una profundidad considerable. Así, era frecuente ver los domingos a jóvenes bañistas que desde las piedras se dejaban caer valientes en el remanso.
Pero aquel día era diferente. Cuando Rosendo Xic vio el panorama, no pudo evitar abrir la boca de asombro. La cuenca del río era mucho más ancha de lo habitual, cubría en su totalidad las orillas pedregosas; la corriente caía con fuerza, cabalgando sobre las piedras, ocultándolas bajo la corriente y la espuma; y en lo que se conocía como el remanso parecía imposible bañarse, tal era la fiereza con la que caía el agua, que formaba turbulentos remolinos.
—¿Has visto? ¡Es increíble!, —le dijo Roberto a la vez que le daba un codazo.
Rosendo Xic asintió entre sonriente y embobado. Estuvieron unos minutos mirando cómo caía el agua, hasta que Roberto dio unos pasos margen arriba mirando fijamente la corriente.
—¿Qué buscas? —le preguntó su hermano.
—A ver si puedo cruzar al otro lado, quiero ver la cascada desde allí.
—¿Estás loco? —clamó Rosendo Xic—, por aquí baja la corriente muy fuerte, no se puede cruzar, y menos a pie.
Roberto le hizo gestos con la mano.
—Tranquilo, sólo estoy mirando…
Pero a Rosendo Xic le ponía nervioso la osadía que mostraba su hermano pequeño. Roberto tenía diez años pero en ocasiones insistía en comportarse como si fuera mayor. Rosendo Xic se acercó al lugar donde se había detenido su hermano con cierta aprensión, parecía que en cualquier momento iba a meter el pie en esas aguas heladas y revueltas.
—¡Roberto! ¡Ni se te ocurra!
Este puso los brazos en jarra.
—¿Tú crees que soy tonto o qué? Anda, pásame esa rama —replicó mientras le señalaba un tallo caído a los pies de Rosendo Xic. Tras dárselo, Roberto lo lanzó al río. La rama, de forma inmediata, se vio arrastrada hacia la cascada y cayó por ella con violencia.
—¿Te has dado cuenta, hermanito? —dijo Roberto—. Fíjate a qué velocidad ha caído el palo… —abrió los ojos admirado de la corriente del río—, ¡tiene una fuerza brutal!
—Bueno, acuérdate de lo que nos explicó Henry sobre los molinos de agua, al fin y al cabo eso es lo que hacen, ¿no? Aprovechar la fuerza del agua.
Roberto permaneció en silencio, pensativo. Se agachó, se apoyó en las rodillas y dijo:
—Sí, pero creo que se podría hacer más, no sé, mover cosas muy grandes o… o hacerlo muy rápido. —Y diciendo esto se puso en cuclillas y estiró el brazo para notar el agua en su mano. Rosendo Xic, que apenas podía contener los nervios, dijo:
—Vamos, Roberto, levántate de ahí, te estás acercando demasiado. Vámonos.
Roberto suspiró.
—Está bien, está bien… —Se puso de pie—, ¿ves como no pasa nada?
Roberto dio un pequeño salto para evitar la parte más húmeda de la orilla y al caer pisó una piedra y perdió pie. Rosendo Xic estaba de espaldas porque había comenzado a desandar el camino. Se volvió al oír cómo el hermano exclamaba:
—¡Mierda, que me caig…!
Al tratar de mantener el equilibrio, Roberto caminó marcha atrás, trastabilló y cayó en el río.
—¡¡Roberto!!
Rosendo Xic corrió hacia, la orilla, pero no pudo hacer nada. Roberto estaba siendo arrastrado por la corriente hacia la cascada.
—¡Agárrate a esa roca! —chilló mientras señalaba un pequeño escollo que se veía en medio del río. Roberto se sujetó a duras penas. El agua casi lo cubría del todo.
—Rosendo… —consiguió decir atragantado por el agua—, busca una cuerda… esta roca resbala…
Rosendo Xic dio vueltas sobre sí mismo sin saber muy bien qué hacer. «¿Dónde encontrar una cuerda por aquí?», pensó asustado. Mientras buscaba algo lo suficientemente grande como para que pudiera usarlo como asidero, comenzó a gritar:
—¡Socorro! ¡Socorro! ¡Necesitamos ayuda! —Y dirigiéndose a su hermano—: ¡Aguanta, Roberto, por favor!
La corriente impedía que Roberto se pudiera sujetar firmemente a la roca, por lo que se hundía durante unos instantes para emerger de nuevo dando desesperadas bocanadas de aire. El frío comenzaba a atenazarle los miembros y sus manos resbalaban peligrosamente. Su hermano, desesperado, no encontraba nada con qué ayudarle. Unos críos que andaban por el bosque cazando pájaros se asomaron alertados por los gritos. Al ver a Roberto peleando en el agua, sus rostros se asustaron. Rosendo Xic cogió de los hombros a uno de ellos y le pidió que fuera corriendo a por ayuda, que estaba en peligro Roberto, el hijo de Rosendo Roca. Al oír el nombre del dueño de la mina, el chico se cuadró como si saludara a un militar. Salió corriendo disparado junto a sus amigos mientras voceaban pidiendo auxilio.
Tan sólo había transcurrido un momento cuando se escuchó el galopar de un caballo. Rosendo Xic casi solloza del alivio. Sin esperar a que se acercara, salió a su encuentro.
—¿Qué sucede, muchacho?
—Mi hermano… —Comenzó a balbucir con la voz entrecortada por los nervios—, ha caído al río… no puede salir, ¡la corriente lo arrastra! Por favor… —Y empezó a correr hacia la orilla.
Al ver al chico sujetándose a la roca, el jinete bajó del animal con una cuerda en la mano. Con habilidad, hizo un lazo que arrojó hacia el chico:
—¡Sujeta la cuerda!
Roberto la apresó con una mano.
—Ahora pásate el nudo por debajo del otro brazo —le indicó acompañando sus palabras de gestos para explicarle qué tenía que hacer. Después señaló a Rosendo Xic para que fuera a buscar al caballo.
Roberto se pasó el lazo bajo la axila. En la orilla, ataron la cuerda al pomo de la montura.
—Escúchame: ahora puedes soltar la piedra y agárrate con las dos manos a la cuerda. ¡Eso es!
Tras soltar la piedra, la corriente arrastró el cuerpo pero al mismo tiempo el caballo empezó a recular hacia el bosque, alejando a Roberto de la cascada y aproximándolo a la ribera. Impaciente por recuperar a su hermano, Rosendo Xic también tiró de la cuerda para tenerlo cerca cuanto antes. En cuestión de segundos, Roberto alcanzó tierra firme totalmente empapado y congelado de frío, mientras Rosendo Xic, lloroso, lo abrazaba. Soltó el abrazo cuando notó que le pasaban una cálida manta de viaje para cubrir a su hermano, quien ahora tiritaba de modo violento.
—Muchas gracias, de verdad. Acaba de salvar la vida a mi hermano —dijo Rosendo Xic.
—¡Oh! No es nada, en realidad ha sido mérito de mi caballo —contestó sonriendo y dando unas palmadas en el cuello del animal—. ¿Te encuentras mejor, pequeño? —preguntó. Roberto asintió tratando de esbozar una sonrisa, aunque todavía estaba aterido—. Vamos, os llevaré a vuestra casa. Un buen tazón de algo caliente te irá muy bien, ¡ya verás!
—Eso no será necesario —interrumpió Rosendo Roca. Tras él estaba Ana, quien se abalanzó sobre su hijo.
Rosendo Xic se dirigió a su padre atropelladamente:
—¡Ella lo ha salvado, papá! Ha hecho un lazo con la cuerda y ha tirado el lazo y entonces Roberto lo ha cogido y…
Rosendo lo interrumpió con un gesto.
—Señora, le estamos muy agradecidos —dijo y le tendió la mano.
Helena Casamunt, sonriente, le dio la suya.
—Ya les he dicho a los niños que el mérito ha sido del caballo. —Después de soltar la mano del minero continuó—: Debo irme, me están esperando en casa. Mucho gusto en conocerte. —Acarició el pelo de Rosendo Xic—. Y a ti espero que la próxima vez que nos veamos estés más seco —añadió dirigiéndose a Roberto y guiñándole un ojo.
Roberto sonrió a la par que le dio las gracias. Ana se incorporó y le dio también la mano. Helena, tras guardar la cuerda, se subió al caballo y se alejó del lugar al paso.
—Quién nos lo iba a decir —susurró Ana a su marido—, debemos la vida de nuestro hijo a Helena Casamunt.
Rosendo miraba con el ceño fruncido el rastro ya lejano de la señora cuando Ana, ayudando a su hijo a ponerse en pie, comentó:
—¿Quién sabe? Igual se ha cansado de atosigarnos. Dicen que a veces la gente cambia, ¿verdad?