El día de Nochebuena de 1848 estaba siendo especialmente frío, el ambiente era gélido desde mucho antes incluso de que oscureciera. Cerca de la puerta de acceso a la mina, Manuel él Zampas intentaba entrar en calor junto a una hoguera improvisada. Era éste un recurso muy habitual que libraba de la congelación a los trabajadores que limpiaban el carbón con sus cribas en el exterior de la mina.
El Zampas fumaba su cigarro entre toses mientras esperaba que los compañeros salieran del interior de la montaña. La buena noticia era que por ser Nochebuena, la jornada era más reducida. En vez de entrar a las seis de la tarde, como hacía a diario, el Zampas entraría a las dos y saldría justo para llegar a cenar. Todavía le quedaban unos minutos hasta que la sirena anunciara el inicio de su turno.
Manuel volvió a acariciarse la barba cada vez más blanca. Ya no era el joven de cuando llegó, de eso hacía ya diecisiete años. Entonces sólo tenía veintiocho y fue el primero en trabajar en ese yacimiento junto con su primo Toni Creus. Al principio tuvo muchas dudas. No sabía si sería capaz de pasarse todo el día bajo tierra sin ver el sol. Con el tiempo, sin embargo, había ido encontrándose más a gusto y su posición se había afianzado. Demostró ser el más rápido llenando a diario más vagonetas que nadie.
Sólo había una cosa que echaba de menos: las risas con su primo mientras esperaban el carbón. Toni había muerto con la primera epidemia de cólera y, a pesar de los años, todavía lo añoraba. Con frecuencia recordaba la faz risueña de su primo echándole en cara lo glotón que era. Una voz interrumpió sus pensamientos:
—Zampas, vaya banquete que te pegarás hoy, ¿eh? —dijo Héctor mientras le golpeaba la espalda con contundencia.
Manuel expulsó el humo de su cigarro y tosió una vez más.
—Esa tos…, tendrías que cuidarte más.
—No es nada —le quitó importancia y desvió la conversación—: A ver lo que me dais de cenar en esa casa vuestra a medio construir. Te esperamos esta noche. Ven bien limpio, que si no Sara se enfada —lo avisó Héctor con tono alegre.
Una sonrisa apareció en el rostro de ambos hombres. Héctor se acercó a la sirena y accionó la manivela. Poco después, un primer minero surgió de las oscuras profundidades de la tierra con el cuerpo teñido de su mismo color negruzco, como si se hubiera amalgamado con ella. Paulatinamente, otros trabajadores atravesaron la salida del yacimiento.
El Zampas recogió del suelo el pico, la picona y su lámpara de aceite, se cruzó la cantimplora al pecho e irguió su espalda, siempre dolorida, dispuesto a empezar su turno. A pesar de que jamás lo reconocería en público, su portentoso físico se había visto doblegado por el esfuerzo que realizaba en las entrañas de aquel macizo. Se aproximó a Héctor y le preguntó:
—La cena no la preparas tú, ¿verdad?
—No, no, ya sabes. Eso se lo dejo a Sara, que se le da mejor —continuó Héctor con tono bromista.
—Me quedo más tranquilo. Tienes una mujer que no te la mereces. —La tos castigó su voz y le provocó fatigosas convulsiones que le hicieron llevarse la mano al pecho y dejar de hablar.
A continuación, una sonrisa burlona adornó el rostro de Manuel el Zampas a modo de despedida. Se volvió y, junto a otros compañeros de turno, inició su marcha por el oscuro orificio que se adentraba hacia el corazón de la montaña. El sonido de aquellos pasos mojados por los charcos que se expandían por el suelo alcanzó los oídos de Héctor, que esperó a que los trabajadores desaparecieran entre las sombras para moverse.
Sentía mucho aprecio por ese hombre y ya había decidido que por la noche se lo demostraría. El Zampas llevaba demasiado tiempo trabajando en las galerías y en los últimos meses lo había visto algo en baja forma, con esa tos con la que parecía tratar de expulsar el carbón que su cuerpo había ido asimilando a lo largo de los años. Por ello, Héctor le iba a proponer un trabajo fuera de la mina limpiando el carbón junto con las mujeres. Una de las empleadas se había quedado embarazada y había dejado de trabajar antes de lo previsto, así que él podría sustituirla sin problema. Era el momento de agradecerle el trabajo hecho y dejar paso a los más jóvenes. Ya lo había hablado con Rosendo y éste estaba de acuerdo. Se lo diría en el transcurso de esa cena de Nochebuena, cuando Sara sacase la especialidad que bordaba: pollo relleno con piñones y pasas.
Estirado en el suelo, la humedad atenazaba el cuerpo del Zampas como un demonio frío. Movía la picona con dificultad, hincando el codo en el fango, tratando de arrancar el carbón que se escondía en aquella estrecha veta. De vez en cuando se veía obligado a escupir como para quitarse esa terrible humedad que le recorría todo el cuerpo; desde sus precarias alpargatas, le subía por las piernas y la barriga y le llegaba al cerebro como un reptil resbaladizo. Y después de la primera hora, la situación no mejoraba: el paso del tiempo contribuía ásperamente a desgastar la moral del minero. Una moral reforzada, eso sí, por el sólido deseo de que los minutos corrieran lo más rápido posible.
Manuel dio media vuelta cuando el saco estuvo lleno y se incorporó un poco. Cargado con el carbón, se arrastró entre las rocas y luego gateó en dirección a la galería principal. En los túneles tan estrechos y bajos, el candil de aceite se convertía en una molestia, así que después de tantos años, se había acostumbrado a trabajar prácticamente a ciegas. Empujaba el saco un poco, apuntalaba las manos en la superficie rocosa y avanzaba con la pierna otro paso más.
Al llegar a la entrada del frente que había estado ocupando le dedicó unos silbidos a Pepe, el canario que gorjeaba en su jaula. Se incorporó ya totalmente, arqueó la espalda, que emitió un doloroso crujido y volcó el contenido del saco en la vagoneta que, estacionada sobre los raíles, lo esperaba un poco más adelante.
—¿Qué pasa, Manuel, hoy no se trabaja? —dijo Juan al salir del frente contiguo cargado con su propio saco.
—Hombre, que hoy es casi fiesta —repuso el Zampas—, también tenemos derecho a relajarnos un poco. Venga coge, echa un cigarro conmigo —añadió mientras le alargaba la petaca donde llevaba la picadura y el papel de liar.
De repente Juan agarró la mano de Manuel y exclamó:
—¡Espera! ¿No hueles nada raro?
Juan estiraba el cuello mientras olisqueaba el aire sonoramente.
—¡A qué va a oler! A mierda, como cada día. Parece mentira que no sepas que el grisú no huele.
Manuel se volvió a colocar el cigarrillo apagado entre los labios.
—Bueno, pero no sólo hay grisú en las vetas… —sugirió Juan.
—Acabo de hablar con Pepe y está como una rosa. Además, ¿qué importa una chispa más o menos, si toda la galería principal está llena de lámparas de aceite?
—Voy a ver a Pepe. Sólo para asegurarme…
—Eres un desconfiado, ¿no te he dicho que acabo de verlo?
Pero Juan no respondió sino que se dirigió a la jaula del canario. Cuando ya estaba próximo a ella, decidió desviarse primero hacia la vela que con su color señalaba la presencia del siniestro gas. Estaba apagada.
—Oye, ¿por qué no está encendida la maldita vela de seguridad? Nos vas a matar a todos un día de éstos —dijo Juan molesto y nervioso.
—Cómo te pones. Llevo más de una hora picando en una veta más pequeña que tu mango —dijo mientras señalaba el pico que llevaba Juan— y acabo de sacar el carbón. No me puedo multiplicar…
—A ver si la puedo prender con el chisquero. Con cuidado, que aquí casi no hay luz.
Al girar el eslabón metálico sobre la piedra de pedernal, unas chispas saltaron sobre la cuerda de algodón e iluminaron el cadáver del canario en el suelo de su jaula.
Los ojos de Juan se abrieron desmesuradamente y de súbito detonó una terrible explosión. Al instante la onda expansiva derrumbó las paredes y el techo de aquel frente mientras que el cuerpo de Manuel el Zampas voló hasta la vagoneta del corredor principal. Tras el impacto cayó al suelo.
El silencio que tensó entonces el aire sólo fue roto por las piedras que continuaban fragmentándose en todas direcciones.
Mientras el frente en el que Juan y Manuel se hallaban se había derrumbado casi por completo, los entibados de la galería principal parecían haber resistido bastante bien la fuerza de la explosión.
Manuel el Zampas comenzó a moverse. Primero un brazo, después el otro. Reposó su espalda contra las ruedas de la vagoneta ahora volcada. Se palpó inseguro el vientre y luego se tocó la cabeza e hizo una mueca de dolor. El golpe había sido fuerte pero parecía no tener secuelas graves. Una voz lo sacó de su ensimismamiento.
—¡Socorro… estoy atrapado…!
Dolorido, se puso en pie y, esquivando las piedras que obstaculizaban el camino, se dirigió al lugar de donde procedía la llamada de auxilio. En la entrada del corredor, Juan yacía de costado, rodeado de cascotes de roca y con la espalda llena de quemaduras. Un muro de piedra medio derribado se erguía ante Manuel. Éste apretó los dientes y cerró los puños disimulando su rabia.
—Ya estoy aquí, Juan. No te preocupes, saldremos de ésta —quiso animarlo mientras se acercaba a su compañero.
Cuando Manuel acarició el rostro de Juan se encontró con una piel resquebrajada por las ampollas. Una sustancia viscosa tiznó su mano como un reguero de sombra. Estaba caliente. Sin duda era un vómito de sangre.
—Mis piernas. Estoy atrapado. —La voz de Juan surgía entrecortada de su pecho—. Manuel, por favor… no quiero morir… Agnés, mis niños…
Juan emitía fragmentos de dolorosas oraciones mientras Manuel le acariciaba la nuca también ensangrentada y llena de polvo. Mientras, la montaña no cesaba de crujir, como si quisiera acompañarlos en sus lamentos.
Manuel intentó calmarlo:
—Pronto vendrán a sacarnos de aquí. Creo que la galería principal ha aguantado y…
Se hizo el silencio.
—¿Qué más?, ¿qué pasa?, ¿por qué no dices nada? —El terror se apoderó del ánimo de Juan.
—¡Ssst! Oigo voces. ¡Aquí, aquí! —gritó Manuel mientras se erguía—. Deben de estar avanzando entre los cascotes. ¿Te lo dije o no te lo dije? ¡Compañeros, aquí! —Su eco se esparció por la galería principal.
Pero entonces un nuevo temblor surgió de las entrañas del macizo, contundente y devastador. Las rocas se deslizaron rápidamente hacia donde se hallaban los dos mineros: los frentes que había a su alrededor se estaban desmoronando. Manuel se agachó hacia Juan y le tiró con fuerza de los brazos en un último intento desesperado por sacarlo de allí. Sin embargo, el cuerpo de su amigo quedó enterrado por completo.
Lleno de cólera, Manuel se levantó y trató de escapar. Un fuerte golpe en su espalda lo hizo caer de nuevo al suelo. Al quitarse de encima la roca que lo había derribado e intentar ponerse en pie descubrió que todo era inútil. Frente a él, una inmensa polvareda le reveló que también se estaban derrumbando el techo y las paredes de la galería principal. A la luz amarillenta de la última lámpara todavía centelleante, vio que las piedras habían cerrado el túnel, su única salida.
Y al instante un horrible y pesado velo negro lo cubrió todo.