Capítulo 47

El estruendo de la sirena accionada a manivela anunció que el turno de noche había terminado. Los hombres salieron de la mina caminando pesadamente, dibujando con sus lámparas de aceite un sendero de puntos de luz entre la oscuridad del yacimiento.

Para Mario, acabar de trabajar a las seis de la mañana suponía un martirio. Agotado, se echaría sobre el camastro y se perdería la vida natural que animaba el día. Esa mañana, sin embargo, se presentaba más oscura de lo normal. Una ráfaga de viento apagó de repente su candil. Miró hacia el cielo y lo vio cubierto de nubes negras. «Mala cosa», pensó mientras sentía en su rostro la ventisca que ya había empezado a zarandearle.

Tras entregar su lámpara en el almacén, Mario bostezó largamente. Después de doce horas picando carbón se sentía exhausto. Estiró los brazos ennegrecidos e inició el regreso a casa. Estaba preocupado por las intensas tormentas que se preveían, llevaban un otoño muy lluvioso y ya habían tenido agua más que suficiente. Mario sabía que cuando llovía fuerte muchas galerías de la mina se inundaban, tenían que dejar de trabajar y había riesgo de corrimientos. A pesar de que se esforzaban para que los entibados fueran resistentes, incluso la madera más maciza acababa debilitándose tras un contacto prolongado con el agua.

No le hacía ninguna gracia tener que dedicar el día siguiente a extraer agua del interior del yacimiento. Era una tarea tan dura como picar pero mucho peor retribuida. Si la cosa seguía así, la siguiente paga sería reducida y volvería a tener dificultades para mantener a su mujer y sus cuatro hijos durante dos semanas más. Se resistía a verse obligado otra vez a abusar de la amabilidad de la familia Roca aceptando las viandas que, en épocas difíciles, ofrecían a los trabajadores. En ese último año, consciente de que la producción de la mina se había visto interrumpida con frecuencia, la señora Roca solía pasearse por la aldea, acompañada de su hija, para ofrecer productos básicos a los aldeanos. Éstos los aceptaban encantados: un saco de arroz un día, uno de patatas otro… Pero a Mario le resultaba bochornoso no ser capaz de mantener a los suyos. Esperaba tiempos mejores cuando los pequeños alcanzaran la edad suficiente para trabajar y pudieran contribuir a la frágil economía familiar.

—En fin —se dijo tratando de neutralizar todos esos pensamientos antes de cruzar el umbral de su casa.

Jordi Giner se levantaba todos los días antes de que amaneciera para ir preparando la fragua. Cuando su padre empezó a padecer fuertes dolores de espalda él asumió la responsabilidad en la herrería. Aunque el trabajo cotidiano, como la reparación y la fabricación de nuevas herramientas para los mineros lo desempeñaba tan bien como su progenitor, reconocía que todavía necesitaba de la fina habilidad del maestro artesano para elaborar según qué cosas.

Un ritual al que el joven se había acostumbrado era, una vez encendido el carbón de la forja, fumarse un cigarrillo de su tabaco de picadura favorito en la puerta del taller. Le encantaba asomarse al exterior a esas horas tan tempranas y saborear el frescor de la mañana mezclado con el fuerte olor que desprendía su cigarrillo. Ese día, sin embargo, apoyado en el marco de la puerta sintió que el aire de la mañana traía consigo algo más que viento. Una racha violenta encendió todavía más la frágil brasa del pitillo. Las hojas muertas de los árboles esparcidas por el suelo comenzaron a revolotear junto a sus pies. Parecían querer decir muchas cosas, pero no podían. Jordi miró al cielo y rogó mentalmente que no cayera un diluvio, porque eso era precisamente lo que parecía que iba a ocurrir.

Desnudo, Mario se frotaba con insistencia sentado en el barreño que su mujer, María Isabel, le había llenado con agua caliente. El vendaval que se había levantado en el exterior hacía golpear las contraventanas contra la pared. Mario pidió a María Isabel que las fijara mientras se daba toda la prisa que podía en quitarse algo de la carbonilla que se le había quedado impregnada en la piel, el pelo, las manos, la cara… Con todo, alcanzado cierto punto, su esmero resultaba inútil, la piel había adquirido de forma perenne el tono grisáceo con el que la mina lo había marcado.

Mario estaba deseando terminar de lavarse para dar buena cuenta del desayuno que María Isabel le estaba preparando. Olía el pan recién hecho, la malta humeante y la comida del día anterior calentándose, ese arroz caldoso con trozos de conejo que tanto le gustaba. Oyó cómo las tripas le rugían y se frotó el abdomen en un gesto inconsciente, como queriendo acallarlas.

Pero el siguiente ruido que oyó no provenía de sus tripas, sino del cielo. Un sonoro trueno le confirmó lo que temía: comenzaba a llover.

Los goterones eran tan gruesos que apagaron el cigarrillo que el hijo del herrero apuraba. Al notar el agua caer, Jordi se metió rápidamente en su taller. Los días de mucha lluvia solía hacer pocas ventas, pues la gente que no tenía que ir a la mina procuraba salir de sus casas sólo para lo imprescindible.

Cuando sus ojos se hubieron acostumbrado a la penumbra del interior, miró hacia el rincón donde se acumulaban los aparejos por reparar, ésa era la faena que le esperaba. Accionó el fuelle para reavivar las llamas de la fragua y cogió un pico deformado por el ímpetu de algún minero deseoso de ganar su buen dinero. Sacó el palo de la cabeza no sin esfuerzo, sujetó el hierro con unas tenazas y lo colocó sobre el carbón candente. Para poder trabajarlo debía esperar a que el metal adquiriera un color blanco anaranjado, sólo visible en la oscuridad en la que se hallaba el taller. Una vez conseguido su objetivo y tras secarse las primeras gotas de sudor de la frente, colocó el pico sobre el yunque y comenzó a golpearlo con un martillo. De pronto, tras un nuevo trueno, un relámpago iluminó el rostro de Jordi con un fogonazo que lo sobresaltó. En el exterior, la lluvia se hizo más intensa y la ventisca más agresiva.

Casto y Julián habían estado picando afanosamente en un frente nuevo de una de las galerías donde habían encontrado vetas con abundante carbón. Sobre sus pies había numerosos fragmentos del mineral entremezclados con la roca de la montaña. La piedra sangraba constantemente agua. Los dos hombres descansaron un momento, apoyándose sobre los picos en pie, y Casto, mirando de reojo la llama amarilla de la luz, sacó de su bolsillo uno de los cigarrillos que se había liado antes de comenzar a trabajar.

—¿Quieres? —dijo ofreciéndoselo a Julián mientras se quitaba el pañuelo de la cara.

—Venga —contestó a la vez que se secó el sudor de la frente con el antebrazo.

Tras encender el tabaco, Casto y Julián dieron varias caladas en silencio. De vez en cuando, el crujir de los entibados que sostenían el techo y las paredes de la mina los hacía elevar el rostro como respondiendo a una llamada que aún no se había formulado. El descanso duró poco.

—Antes de seguir picando, recogeremos este carbón —apuntó Julián señalando el mineral que empezaba a quedar sumergido bajo el agua.

—Qué charco… —dijo Casto.

—Esto no es nada.

Después, Casto caminó hacia donde estaban las palas y apremió a Julián para que cogiera uno de los sacos que tenía cerca. Ambos hombres se turnaban para ir rellenándolos con rápidas paletadas. Cuando el carbón se acababa, llevaban los sacos hasta la vagoneta que esperaba en la galería principal para transportarlos al exterior.

Casto sujetaba uno de los sacos cuando Julián, al levantar la pala llena, descubrió en su rostro una expresión de estupor. Siguió la mirada de Casto y vio a una rata que corría atropelladamente hacia el exterior. Al momento, otras muchas las siguieron.

Los dos entendieron: había que seguir sus pasos, había que salir de ahí con urgencia.

Mario daba vueltas, inquieto bajo las mantas de su camastro. Se dormía a ratos, sin llegar a entrar de lleno en un sueño reparador. Al cansancio de la jornada se unía el constante repiqueteo de las gotas de lluvia y los azotes violentos que el aire propinaba sobre la ventana de la habitación. Cuando se colocó boca arriba, algo le cayó en la frente y le hizo abrir los ojos: era una gota de agua. «Estupendo —pensó—, ahora el techo tiene goteras». Se levantó, arrastró la cama y puso una palangana bajo la filtración. De nuevo entre las sábanas, resopló intentando conciliar el sueño.

Casto y Julián se encontraron con un auténtico diluvio en el exterior. Una ventisca rabiosa movía los hilos del agua sin un destino fijo. Los dos mineros atendieron rápidamente a la llamada de Héctor, que trataba de reunir á todos los trabajadores y asegurarse de que no quedara nadie en el interior del yacimiento. Una vez se hallaron todos fuera, taparon con tablones las entradas principales de la mina para evitar que entrara más agua en ella. No era una labor fácil, pues el barro dificultaba que se asentaran sobre el suelo. Cuando hubieron terminado, Héctor ordenó que se fueran todos a sus casas y que cerraran puertas y ventanas.

Mario, harto de no poder dormir, se levantó de la cama, se acercó al aguamanil que se encontraba en una esquina de la estancia y se mojó la cara para despejarse. A tientas, cogió la toalla y comenzó a secarse despacio.

De repente, tras él, una rasgadura y un estallido sordo le hicieron abrir los ojos desmesuradamente. Sin soltar la toalla, se volvió. El techo acababa de desplomarse sobre su cama, y la lluvia y el viento mojaban y sacudían con fiereza todo lo que se oponía a su paso.

Casto estaba mirando a través de la ventana de su casa cuando escuchó un ruido atronador que provenía de la vivienda de al lado. Era la de Mario. Salió a la calle para ver qué sucedía y notó cómo la incesante lluvia estaba convirtiendo el terreno en un lodazal. Miró hacia la casa de su vecino y contempló estupefacto el techo hundido. Abriéndose paso entre el fango acumulado, alcanzó la puerta de la casa de su compañero y la golpeó fuerte con los nudillos. A izquierda y derecha se hacían evidentes los efectos que esa borrasca estaba provocando. Las casas de los demás aldeanos estaban sufriendo las mismas consecuencias: los techos se hundían y las ventanas se rompían mientras la lluvia lo inundaba todo y convertía el poblado en una especie de pantanal.

Viendo que no recibía respuesta alguna del interior de la vivienda, Casto optó por abatir la puerta con sus hombros. Ante la posibilidad de que aquella familia hubiera sufrido algún daño sintió pánico. Cuando al fin consiguió abrir la puerta, la voz irritada de Mario lo calmó. Estaba dando resueltas instrucciones a su mujer y a sus hijos para salir de allí cuanto antes. Entre todos intentaban recoger lo poco de valor que tenían.

Ya en el exterior, descubrieron con asombro las fatales circunstancias en las que se hallaba la aldea: era como si hubiera nevado barro. Todos los vecinos, víctimas por igual de la tormenta, se iban agregando a un grupo dirigido por Héctor. Éste estaba haciendo un recuento de todas las personas que se habían congregado cuando Casto, impaciente, llamó su atención: el torrente se había desbordado y por la ladera de la montaña bajaba poderosa una riada que traía consigo hojas, ramas, barro y rocas.

Y venía directa hacia el poblado.

—¡Todos a la iglesia! —gritó Héctor.

Los aldeanos corrieron con todas sus fuerzas entre el lodo y el agua para escapar de la avalancha. Entre gritos desesperados, padres, madres y hermanos avanzaban después de ayudar a los niños y los ancianos, que se encallaban en el viscoso barro. Enseguida fueron llegando a la iglesia y pudieron esquivar la fuerza arrobadora del torrente. Habían tenido suerte, consiguieron dejar atrás la riada. Con ella, sin embargo, también habían dejado atrás sus hogares.

Ese día de noviembre de 1848 la lluvia no cesó hasta el atardecer. El viento tiró árboles y el agua entró en todas las casas, cubriéndolas de barro, rompiendo puertas y ventanas y hundiendo numerosos techos y tabiques. Mientras caía la tromba, los habitantes se mantuvieron en el interior de la iglesia, el único sitio seguro aparte de la casa de Rosendo Roca.

Cuando, de repente, dejó de llover, todos salieron a las calles y deambularon por entre las casas como sonámbulos. Embadurnados en tierra mojada, sus ropas y pieles se acartonaron hasta dificultarles incluso el caminar. Observaron desconcertados la saña con la que la tormenta los había castigado y tras unos momentos de pesado silencio, empezaron a oírse sollozos. María Isabel, la mujer de Mario, fue la primera en romper a llorar al ver el estado lamentable en que había quedado su hogar. Muchos la imitaron. Nadie era capaz de consolarla porque todos habían sufrido pérdidas similares a la suya.

Don Roque se acercó a los afectados e intentó dedicarles palabras esperanzadoras, pese a que le resultaba imposible disimular su pesar por lo ocurrido:

—El pueblo entero está destrozado… Pero debemos dar gracias a Dios porque todos estamos bien.

El cura se dirigió a María Isabel y posó la mano sobre su hombro. Con tono calmo trató de consolarla recordándole que lo importante era estar vivo, que Dios les había dado a todos una nueva oportunidad. Los afectados, al escucharlo, asintieron con la cabeza, aunque no consiguieron detener el llanto. Poco a poco los vecinos se fueron acercando a don Roque, como si sus palabras fueran una hoguera en una noche fría.

Cuando el cura se vio rodeado de toda la aldea, preguntó en voz alta:

—Por cierto… ¿Dónde está Rosendo Roca?

Todos se volvieron para buscarlo, preguntándose entre ellos si alguien lo había visto. Mario fue quien contestó a don Roque:

—No está, yo no lo he visto.

El cura levantó las cejas mostrando escepticismo y dejó caer en voz baja:

—¡Ah…! Claro, supongo que debe estar en su casa, bien resguardado… —Y se apartó del grupo para mirar hacia la cima del cerro.

Algunos de los hombres se situaron detrás de don Roque y miraron hacia la colina frunciendo el ceño.

—Su casa se ve bien, a él seguro que la lluvia no le ha afectado nada —dijo denotando cierto enfado uno de los mineros.

—¿A ése? No, ése se construyó una buena casa, no como las nuestras… —añadió otro.

Un tercero le replicó:

—¿Y si tú te hubieras hecho una casa? ¿Qué? ¿Te habrías construido una porquería?

—No, pero esa casa… —dijo señalando al cerro—, esa casa está hecha con nuestro sudor, con nuestro trabajo. ¿Y qué tenemos nosotros? Casas que se han hundido bajo una tormenta. ¿Es eso justo?

Al momento, los habitantes de la aldea del Cerro Pelado comenzaron a discutir entre ellos. El ambiente se fue acalorando a medida que se añadían a la disputa más vecinos.

—¡Mira esto! —gritó una mujer mientras levantaba uno de sus pies incrustados en el fango—. ¿Tú crees que se puede vivir así? ¡Parece que vivamos en un pantano!

Mario agarró un palo que sobresalía de una casa a la que se le había caído parte de la fachada.

—¡Pues deberíamos ir a su casa, por lo menos para que sepa que nos hemos quedado sin techo donde dormir! —gritó y enarboló el palo.

El Pasodoble, que al igual que el resto del poblado se había resguardado en la iglesia, dio un paso al frente y mostró las palmas de las manos.

—Vamos a serenarnos un poquito, ¿eh? No nos desmadremos…

—Qué vas a decir tú, si te tiene de perro guardián… —le espetó otro vecino a su espalda. El Pasodoble se dio la vuelta con inusual ligereza.

—Eso de perro se lo dices a tu padre, desgraciado. Mi casa está igual de destrozada que la tuya.

Ambos hombres se disponían a defender su honor cuando otras voces surgieron de entre el gentío y los detuvieron:

—¡No os peleéis entre vosotros! ¡Vamos a ver a Rosendo! ¡Tiene que oír nuestras quejas!

La muchedumbre se preparó para enfrentarse contra el que consideraban responsable de sus desgracias. Empujaron al Pasodoble hasta tirarlo al suelo y comenzaron a lanzar amenazas y reproches contra Rosendo Roca. Don Roque, mientras tanto, trataba de calmar los ánimos, aunque sin apenas levantar la voz, con una media sonrisa esbozada en su rostro.

Alertados por el griterío, aparecieron varios compañeros del Pasodoble. Los habitantes del poblado, doblemente irritados, se enfrentaron a ellos también, acusándolos de ser unos traidores. El grupo amotinado inició la marcha en dirección al cerro. Pero la advertencia de uno de sus integrantes lo detuvo:

—¡Eh! ¡Mirad allí!

Al darse la vuelta, los hombres vieron sobre los restos de un tejado hundido por la lluvia a Rosendo Roca trabajando afanosamente. Lo estaba reparando. Acercándose a él estaba Héctor, que transportaba material.

Los vecinos cruzaron en silencio miradas avergonzadas. Sin que nadie dijera nada, el grupo de sublevados se disolvió y se repartió por entre las casas dispuestos a trabajar y a colaborar para restaurar el pueblo lo antes posible.

Don Roque, por su parte, apretó los dientes con rabia contenida y clavó sus ojos en Rosendo, que continuaba subido a la techumbre y arrancaba con brío los elementos dañados. Luego soltó un bufido y se dirigió hacia la iglesia por los caminos cubiertos de lodo.

Pocos días después de la tormenta y tras una dura labor de reparación llevada a cabo por Rosendo y los hombres que rápidamente se añadieron a la tarea, la totalidad de las casas dañadas se habían reformado.

Ese domingo, el único día festivo de la semana, Rosendo había procurado que fuera diferente. Con la ayuda de Henry había organizado todo para que una feria ambulante que recorría las comarcas catalanas en aquella época del año se asentara durante ese día en la aldea del Cerro Pelado. Quizá así los últimos sucesos comenzaron a formar parte del pasado y abrieron la puerta a un futuro optimista.

Puestos de cerveza, peleas de gallos, pequeñas atracciones para los niños… La plaza en la que se solía ubicar el mercado se llenó de familias que dejaron de lado sus contrariedades para brindar por un día tan formidable. También estaba Rosendo Roca con su familia, agradeciendo en silencio la recuperación de la tranquilidad en la aldea.

—¡Mira, papá! —dijo Anita señalando una especie de minivagoneta que, posada sobre unos raíles en miniatura, debía ser impulsada para que ascendiera hasta el final de los mismos—. ¡Quiero que lo hagas!

Rosendo sonrió y accedió. Se arrodilló a los pies de los raíles y empujó la minivagoneta. Ésta llegó al otro extremo de la pista.

—¡Bien! —gritó la niña.

—Ten. —El dueño de ese puesto hizo entrega de un muñeco tallado en madera a la hija de Rosendo y Ana.

—Yo también quiero probar —exclamó Rosendo Xic mientras Roberto observaba las ruedecitas de la vagoneta, que le quedaban justo a la altura de los ojos.

—Toma, tienes que darle fuerte —le aconsejó su padre y le puso la mano justo encima de la vagoneta.

Rosendo Xic la empujó tratando de imitar a su padre, pero no fue suficiente.

—Casi. —Sonrió mientras lo despeinaba.

Un poco más adelante había un carrusel con caballos de madera colgados de postes. Cuando una mula los empujaba, giraban inclinándose hacia fuera, como si fueran a volar. Al verlos, Anita se entusiasmó y quiso montar en uno de ellos. Ante la atracción había, sin embargo, una larga cola de niños acompañados de sus padres y Anita se quejó:

—¡Cuánta gente! ¿No puedo subir yo primero? —preguntó la niña a su padre mientras cruzaba enfurruñada los brazos sobre su pecho.

—No, Anita. Tienes que esperar tu turno, como los demás.

Los aldeanos que esperaban en la fila del carrusel sonrieron a Rosendo. No había ningún rencor en sus expresiones.

La normalidad había vuelto a la aldea del Cerro Pelado.