Capítulo 46

Eran las seis de la mañana de un día de otoño que iba a ser especial. Las expectativas de la familia Roca habían crecido sobremanera desde el momento en que Henry los había puesto en antecedentes. Los nervios y el frenesí de los hijos de Rosendo eran evidentes:

—Dicen que roban niños y les sacan aceite para ponérselo a esas máquinas —dijo Rosendo Xic.

—¡Anda ya! —respondió Anita.

Roberto, curioso, preguntó:

—¿Qué aceite?

—No lo sé, es lo que he oído —reconoció su hermano mayor.

—¡Ay! Estos chicos… —cabeceó Anita llevándose la mano a la frente.

Los niños esperaban a Ana, Rosendo y Henry en el interior del carruaje vestidos con sus mejores trajes. Perigot, ya preparado, iba a llevarlos a Barcelona. Ese mismo día tendría lugar la inauguración de lo que se había bautizado como el camino de hierro de Barcelona a Mataré. Se trataba del primer ferrocarril que se ponía en marcha en el territorio español.

El transporte de la familia Roca para aquel día era el mismo faetón que Rosendo solía utilizar para desplazarse a la Ciudad Condal. Tirado por un solo caballo, disponía de dos filas de asientos de costado y el pescante reservado al conductor. Perigot dio la señal y se pusieron en marcha.

Cuando dejaron atrás el Cerro Pelado, los primeros rayos de sol comenzaron a centellear en el horizonte. En una de las curvas del camino pudieron ver cómo el río Llobregat serpenteaba a sus pies. Entonces Roberto gritó:

—¡Mira, papá, cuánta agua lleva!

Desde el inicio del otoño las intensas lluvias habían aumentado el caudal del Llobregat. Puesto que el desnivel del río en aquella zona no era mucho, su lecho se ampliaba hasta alcanzar los bosques de ribera.

—Y si sigue lloviendo, ¿puede seguir creciendo el río? —preguntó Rosendo Xic.

Henry respondió:

—Sí, pequeño, entonces el agua podría llegar muy lejos.

—¿Hasta dónde? —preguntó Anita.

—Hasta donde quiera, my darling.

Tras algunas horas de viaje en las que los hermanos aprovecharon para echar una cabezadita, Ana fue la primera en quedarse perpleja al distinguir Barcelona. Sus dimensiones la enmudecieron. Traspasaron la muralla y se adentraron, entonces, en ese extraordinario universo abarrotado de altos edificios, de humo y de gente.

—¡Mirad, niños, ya estamos en Barcelona! —reaccionó Ana finalmente.

Éstos observaron excitados las murallas, las calles y el constante ir y venir de los carruajes. Sólo conocían la aldea del Cerro Pelado y aquello era muy diferente.

—Papá, ¿tú quieres convertir la aldea en un sitio como éste? —preguntó Rosendo Xic al llegar al final de la Rambla.

—Algo parecido —respondió Rosendo mientras se levantaba del carro y buscaba el mar en el horizonte—. Niños, mirad a vuestra derecha —anunció sin desviar la mirada.

En el carruaje se hizo el silencio. La visión del mar dejó a los pasajeros ensimismados un buen rato.

Habían atravesado gran parte de la ciudad cuando en la distancia Roberto vio algo que brillaba. Fijó la mirada pero no pudo distinguir de qué se trataba, tan sólo percibió que relucía a los pies de una sencilla construcción en medio de un descampado.

—¿Qué es eso? —preguntó intrigado.

—Deben de ser las vías por donde avanza el tren —respondió Rosendo con los ojos tan abiertos que parecían estar a punto de saltar de sus órbitas.

Henry le había hablado del ferrocarril en repetidas ocasiones y él se había hecho una completa imagen mental. Tales referencias aumentaron sus ganas de poder tocar ese invento con sus propias manos.

—¡Más deprisa, Perigot! —gritó impaciente—. Tenemos que estar allí antes de que se ponga en marcha.

Cuando llegaron a la estación y se adentraron en ella, la familia Roca se abrió paso entre el revuelo. Ahí estaba la imponente bestia de hierro. Observaron por primera vez la locomotora y los más de veinte vagones de los que tiraría. Se les antojó gigante.

Al acto inaugural del camino de hierro de Barcelona a Mataró asistieron multitud de personas deseosas de ser testigos de una innovación como aquélla. Entre ellos, los obispos de las provincias de Barcelona y Puerto Rico bendijeron la máquina y dedicaron una oración a aquel artefacto y al ingenio del hombre que lo había hecho posible.

Roberto comentó emocionado:

—Mira, papá, son como los raíles que tenemos en nuestra mina. Pero las vagonetas son distintas.

Cuando Tom Redson, el experto que había venido desde Inglaterra para conducir aquella máquina, puso en marcha el primer ferrocarril de España, los centenares de personas allí presentes vitorearon y gritaron exclamaciones de admiración. El tren estaba a punto de transportar a novecientos individuos desde Barcelona hasta Mataró a la vertiginosa velocidad de cuarenta kilómetros por hora. Se produjo un estruendo seguido de un coro de agudos silbidos. Todos se llevaron las manos a los oídos mientras observaban atónitos la rítmica marcha del aparato. Pese al entusiasmo que sentían, no se les ocurrió imaginar que a partir de aquel momento las distancias ya no volverían a ser como ellos las percibían.

Roberto, exaltado ante aquel fenómeno industrial, cruzó el gentío para inclinarse y, caminando a su lado, observar las enormes ruedas de la máquina en movimiento. Después volvió a por Henry y le tiró de la chaqueta:

—¿Dónde están escondidos los caballos?

—No hay ningún caballo, muchachito —respondió Henry—. La locomotora utiliza el vapor del agua que hierve en la caldera para mover los distintos pistones. Éstos, entonces, hacen girar las ruedas mediante bielas y articulaciones —le explicó gesticulando con las manos.

Roberto observaba el artefacto en silencio.

—Tú ya habías visto una así, ¿verdad, Henry? —le preguntó Roberto.

—Sí, ¿sabéis que sin los ingleses esto no sería posible?

—¿Por qué, Henry? —intervino Rosendo Xic.

—Porque el impulsor de este proyecto, Miquel Biada, no pudo encontrar al principio financiación suficiente en España. My god! Tuvo que viajar hasta Londres, donde inversores ingleses se comprometieron a adquirir cinco mil acciones. El ingeniero Joseph Locke dirigió las obras llevadas a cabo por la también inglesa compañía Mackenzie. Incluso la locomotora, amigos míos, se ha importado de allí.

Rosendo esperó a que Henry dejara de regodearse en sus orígenes y preguntó:

—¿No hay dinero catalán en este descubrimiento?

—Sí que lo hay. La iniciativa privada catalana y más tarde los ayuntamientos de Barcelona y Mataró aportaron la otra mitad del capital necesario.

—¿Y habrá más trenes? —preguntó Anita.

Yes. De hecho, ya están preparando otras líneas, como las de Madrid-Aranjuez o Langreo-Gijón —contestó pronunciando con dificultad la «j»—. Quizá veamos pronto una de estas vías pasar cerca de nuestra aldea…

—Eso espero —respondió Rosendo.

Los actos de celebración continuaron hasta la tarde. Fue un día alegre para todos los presentes. Poder realizar el trayecto Barcelona-Mataró en un tiempo inferior a una hora se les antojaba un sueño. Y ahora, ese sueño se estaba convirtiendo en realidad.