A la tarde siguiente, el sol se escondió rápido tras el horizonte. Sus brazos enrojecidos garabateaban el inquietante silencio de la aldea del Cerro Pelado. Tan sólo las copas de los fresnos rompían la quietud, bamboleadas por una ardiente brisa veraniega, marcial presagio de lo que pronto ocurriría.
Javier Osorio, apodado el Osario por el gran número de muertos que contaba sobre sus espaldas, dominó el caballo y escupió al suelo para ordenar:
—¡Alto!
Tras de sí, un nutrido grupo de mercenarios se detuvo, todos ellos armados con fusiles, trabucos, espadas y navajas.
—Estamos cerca del poblacho, así que id cargando vuestras armas.
Uno de los hombres rió.
—¡Esto va a ser una carnicería!
Osorio descabalgó y se dirigió a la mula que transportaba los barriles de pólvora.
—¿Cómo va todo? —preguntó mientras palmeaba el hocico del animal.
El responsable de la pólvora se había bajado de su montura y estaba examinando la mercancía.
—Perfecto, todo parece estar correcto. ¿Voy preparando las cargas?
El Osario respondió:
—Sí, en cuanto lleguemos al pueblo iremos directos a la mina. Después, ya nos pasearemos por la aldea a ver qué encontramos… pero lo primero es la mina, el jefe lo dejó muy claro.
—Los mineros son gente dura, no se van a rendir así como así.
—Esos palurdos tienen picos y palas, nosotros fusiles y machetes.
Volvió a escupir sonoramente. Llevándose la mano a la entrepierna, soltó:
—Además, a nosotros nos sobran cojones.
Ambos hombres rieron entre bufidos.
Los ojos de Jordi Giner contemplaban la escena. Agazapado entre los matorrales, contó los individuos que había, las armas que llevaban y el número de caballos que los acompañaban. Arrastrándose hacia atrás, se alejó del lugar bajando una pendiente. Cuando estuvo a suficiente distancia, se incorporó y corrió a avisar a Rosendo y a Pedro el Barbas.
Los hombres de la aldea se hallaban preparando sus armas, muchas de ellas simples herramientas que utilizaban cada día en sus trabajos. Picos, piconas, hachas, ganchos y piedras se mezclaban con los trabucos, puñales, pistolas y navajas que los bandoleros habían traído consigo.
Enseguida comenzaron a organizarse. Pedro el Barbas los dirigió al lugar que había elegido: una zona donde el camino se ensanchaba antes de una curva y formaba una especie de planicie. Puesto que contaban con el factor sorpresa, la intención era cercarlos cuando llegaran a ese punto. Rosendo y los demás obedecieron al soldado sin dudar.
Los rostros de los aldeanos empezaron a ensombrecerse bajo el manto del miedo. Rosendo se percató de las dudas y, antes de que cada uno se colocara en su escondite, quiso transmitirles un poco de su fuerza:
—La energía con la que hemos levantado este poblado será la misma que nos hará vencer esta batalla.
Los hombres lo miraban expectantes, aferrados a sus armas y asintiendo titubeantes.
—Hoy va a ser un día que nuestros hijos recordarán.
Tras una pausa, insistió:
—Vamos a hacer que se arrepientan de haber venido.
Los rostros de los presentes dejaron de mirar al suelo. Los ánimos comenzaron a ensalzarse.
—¡Vamos a ganar esta batalla! —exclamó Rosendo.
Los demás elevaron los brazos y se unieron a su bravura:
—¡Eso es, vamos a ganar!
Entonces se organizaron: uno de los más jóvenes recibió la tarea de vigilar el camino y el resto tomó posiciones. Después la brisa paró y se hizo el silencio. El tiempo se detuvo.
No tardó mucho en volver el chico al escondite de Rosendo, Héctor, Henry y el Barbas. Sin apenas aliento les informó de que el enemigo ya estaba llegando. Lo mandaron aguardar más abajo, tras un árbol. El joven obedeció refunfuñando entre dientes. Aun así, sin que nadie lo viera, se palpó la pernera del pantalón: en ella portaba una daga corta.
El grupo de Rosendo se pegó al suelo conteniendo la respiración. Enseguida notaron el sonido de los cascos de los caballos, parecía como si la tierra palpitara. Muy lentamente, el Barbas se asomó para otear el camino. Después se agachó con celeridad y asintió ante las miradas inquisitivas de sus compañeros. Todos apretaron los dientes y se aferraron a sus armas. El único que parecía conservar la calma era Henry.
A medida que el rumor de las bestias se acrecentaba, el latido de los corazones de los hombres de Rosendo aumentaba de velocidad. El barbasvolvió a asomarse. Cuando bajó la cabeza, Rosendo vio en sus ojos un asomo de perplejidad. Quiso preguntarle qué sucedía pero éste lo interrumpió llevándose el dedo a los labios.
El barbas se quedó pensativo: había reconocido a un soldado, nada menos que el Osario, en primera fila, con el brazo levantado. Se preguntó el porqué de ese gesto y se obligó a pensar rápido. Pronto encontró la respuesta: estaban a punto de comenzar a galopar para entrar en el pueblo a toda velocidad. Si era así, no podían esperar a que llegaran a la curva, porque en cuanto arrancaran, la tropa se estiraría, y en lugar de acorralar a los mercenarios como pretendían, ellos quedarían cercados. Debían actuar deprisa.
Ya.
El barbas enseñó tres dedos de su mano a los hombres que lo rodeaban. Después, dejó caer el puño sobre la tierra una vez…
Dos…
Y tres.
Javier Osorio torció el cuello con el brazo en alto para dar la orden de comenzar el galope. Pero la expresión de su lugarteniente, que caminaba a su lado, lo detuvo. Éste abrió los ojos y se aferró a las riendas mientras levantaba el brazo con el que sostenía su fusil. Al instante, se oyó un estallido y su cabeza con un reguero de sangre en la frente se desplomó de forma violenta. Alguien había disparado. El Osario se volvió y disparó a su vez. No necesitó más para entender que los estaban esperando.
Un puñado de hombres descargaban desde el barranco en el que comenzaba la curva. Los mercenarios empezaron a hacer escupir también sus fusiles creando una nube de truenos. Estaban a punto de bajar de los caballos cuando un estruendo los sorprendió. Varias explosiones reventaron la montaña e hicieron caer rocas sobre la retaguardia. Algunos saltaron de sus monturas para usar a los animales como parapetos y siguieron disparando hacia el bosque. Uno de los mineros cayó y rodó sujetándose el cuello.
Mientras el Osario cargaba con rapidez su fusil, otro nuevo grupo surgió de entre la maleza vaciando sus armas y gritando como animales hambrientos de sangre.
—¡Ahora!
Empujaron a los mercenarios hacia el barranco a la izquierda del camino. Varios hombres optaron por esconderse ahí. El Osario supo al instante que se habían equivocado: los gritos desgarrados de sus hombres le dieron la razón. También ahí había enemigos apostados. Los caballos, en medio del griterío y de los disparos, se encabritaron. El Osario gritó con fiereza:
—¡Al ataque! ¡Somos tres veces más que ellos, joder! ¡Machacadlos!
En ese instante vio a un viejo conocido; Pedro el Barbas se abalanzaba sobre él apuntándole con un rifle.
—¡Hijo de puta! —maldijo el Osario al tiempo que apretaba el gatillo.
El barbas recibió un impacto en el hombro y perdió el arma. Al verlo herido, el Osario aprovechó para bajar del caballo y dirigirse a él empuñando su espada. Un balazo justo delante de sus pies lo hizo frenar en seco. A punto de perder pie, vio cómo por el costado alguien se lanzaba sobre él. En un rápido giro, su espada cortó el cuello del atacante, que cayó desplomado como un fardo entre gorgoteos. Tras él estaba López que, tembloroso, agitaba un pico para cubrir la posición de Llopis. Éste, desesperado, intentaba cargar una carabina.
—¡Yo te cubro, Llopis! ¡Tranquilo! —gritaba mientras daba golpes al aire.
El Osario esbozó una sonrisa socarrona y cruel. Se acercó en dos pasos y con la mano sujetó el pico de López cuando estaba en el aire. El comerciante se quedó sin saber qué hacer, horrorizado. El mercenario le hundió la espada entre las costillas y la sacó con celeridad para detener el golpe que otro enemigo le asestaba desde el costado contrario. Llopis, con el terror incrustado en el rostro, vio cómo López caía de rodillas con el pecho abierto y terminaba tendido en el suelo, muerto. Llopis saltó gritando y, lleno de rabia, agarró la carabina por el cañón y comenzó a asestar golpes sin control buscando al asesino de López.
Rosendo, que había visto la escena, corrió hacia el Osario con la intención de llegar antes que Llopis. No tenía tiempo de cargar la pistola y su puñal se había partido, así que recogió el pico de López y empezó a embestir enemigos como cuando golpeaba la roca en la mina. Se puso al lado de Llopis y, tocándole el hombro, lo apremió a que apartara el cuerpo de López del camino. Llopis reaccionó como despertando de un sueño y acabó obedeciendo los gritos de Rosendo. Después, el minero avanzó hasta situarse detrás del Osario, quien se volvió con la espada ensangrentada y se lanzó hacia él.
Algo lejos de aquella posición estaba Henry pistola en mano. Con gesto hábil, la cargaba sin mirar, buscando a quién disparar entre la maraña de hombres en que se había convertido el combate. Apuntaba con pulso firme y apretaba el gatillo. Sin preocuparse del resultado del tiro, puesto que sabía de su puntería infalible, volvía a cargarla mientras elegía un nuevo objetivo. Avanzaba con pasos cortos y firmes, envuelto entre enemigos. Uno de ellos le lanzó un cuchillo al mismo tiempo que se acercaba a él con una imponente maza. Henry sorteó el puñal con elegante finta y disparó: el hombre cayó al suelo fulminado.
Tras disparar su arma, el escocés sacó la espada ante la embestida de otro enemigo. Detuvo el envite del mercenario y con un diestro golpe de muñeca dejó al soldado con las manos desnudas y un corte en el antebrazo. Henry permitió que su rival recuperara el hacha. Entonces se llevó el arma a la cara y estiró un poco el brazo adoptando una postura técnica. Al mercenario no le gustó lo que consideró una burla y se lanzó furioso sobre Henry. Éste, imperturbable, esquivó los fieros y torpes ataques del enemigo y, de un golpe seco, le sesgó el puño a la altura de la muñeca. El hombre vio su mano derecha en el suelo, todavía aferrada al mango. Con una delirante carga y un grito mezcla de dolor y odio quiso derribar a Henry. El escocés le asestó, ahora sí, un puyazo mortal mientras murmuraba: «Rest in peace».
Rosendo detuvo el mandoble del Osario con el pico, pero éste no se arredró. Siguió propinando espadazos sin darle tiempo para contraatacar, haciendo silbar la hoja al cortar el aire y acercándose cada vez más al cuerpo en tensión de Rosendo. En uno de esos golpes la espada impactó contra el hierro del pico y la hoja se partió. Con la boca torcida por la contrariedad, el Osario resopló furibundo. A su lado un minero luchaba cuerpo a cuerpo con otro soldado y le daba la espalda. Sin darle tiempo a reaccionar, el Osario clavó lo que quedaba de su espada en la nuca del hombre y se apoderó de su arma. Al caer el cuerpo boca arriba, Rosendo reconoció al muchacho que había enviado de espía y al que había ordenado no salir de su escondite. Notó cómo su sangre se encendía. Sus músculos se tensaron al máximo mientras apretaba el mango de la herramienta. Soltando un grito atroz, embistió al jefe de los soldados con toda su fuerza. Cualquier defensa hubiera sido insuficiente: el pico acabó incrustándose en el hombro del mercenario, hundido cerca de la clavícula. El Osario abrió los ojos de par en par. Rosendo, al separar el pico del cuerpo, se llevó huesos y carne. Después lo levantó de nuevo y, sin dar tiempo a que el mercenario cayera al suelo, asestó un brutal golpe que decapitó a su oponente. La cabeza de Javier Osorio cayó a los pies de un soldado cercano.
Sin ocultar su espanto, éste clamó:
—¡El Osario ha muerto!
La frase recorrió como la pólvora el campo de batalla. Varios mercenarios se retiraron al percatarse del panorama general y estas deserciones llevaron a otras más. Pronto los aldeanos se quedaron atónitos sin contrincantes. Los soldados huían en tropel por donde habían venido.
El fragor del combate fue sustituido por las respiraciones agitadas, los gritos de dolor de los heridos y la rabia por los compañeros muertos. Nadie se vio capaz de decir nada. Sólo Henry, con el rostro apesadumbrado, se acercó a Rosendo y apoyando su brazo en el hombro, le dijo:
—Ya terminó todo, Rosendo.
Rosendo no respondió. Observó silencioso el desastre y la huida del enemigo en la distancia. Volvió entonces la brisa del verano sobre su cara y sus heridas. Con ella, los fresnos empezaron a respirar y a mecerse.
A pesar de que nada ni nadie podía probar que ese ataque procedía de los Casamunt, Rosendo Roca estaba más que convencido. Aun así, no dijo nada. Los vecinos del Cerro Pelado enterraron a los muertos y volvieron a sus familias y a sus trabajos. El valor de esa amable rutina era el tributo que rendían a los héroes que habían peleado junto a ellos. Pedro el Barbas y algunos de sus hombres se quedaron para ofrecer seguridad a un poblado temeroso de nuevos ataques. En los meses siguientes, ningún Casamunt se acercó a la mina.