Poco más tarde, alguien golpeaba fuerte las puertas de la iglesia. No era usual que el acceso al templo se hallara cerrado a esas horas. Rosendo Xic aporreaba la madera con sus pequeñas manos esperando que el cura le abriese. En su lugar, sólo oyó la voz de Paquita Armengol, la anciana que vivía en la casa adyacente a la del párroco.
—¿Qué quieres, hijo? Don Roque no está. Se ha ido a Solsona.
—Pero yo necesito entrar en la iglesia… el domingo me olvidé algo…
—Bueno, bueno, qué carácter —dijo Paquita riendo—. Has tenido suerte, chico, el párroco me dejó las llaves antes de marcharse. Aguarda, que ahora vuelvo.
Y desapareció tras la puerta.
Mientras el chiquillo esperaba, se volvió y vio a su padre en la plaza, que lo observaba con gesto tenso. Rosendo Xic señaló la puerta de Paquita Armengol y justo en ese momento apareció ella con la enorme llave en la mano.
—Ven, sígueme, yo te abro, que luego me la perdéis y la responsable soy yo —murmuró Paquita.
La anciana introdujo la llave en la cerradura de hierro y la puerta se abrió. Rosendo Xic entró corriendo y pasando por debajo del brazo de la señora.
—¡Rosendo, niño! ¡Espera, he de entrar contigo! ¡No toques nada, me oyes, que don Roque se va a enfadar! —lo increpaba Paquita mientras desaparecía absorbida por la oscuridad en la que se hallaba sumida la iglesia.
Instantes después, las campanas comenzaron a sonar. La misión de Rosendo Xic era convocar a todos los habitantes de la aldea a una cita inexcusable. En mitad de la plaza, Rosendo permanecía en pie a la espera. Entonces, poco a poco, hombres y mujeres, intrigados por esa llamada inesperada, se fueron acercando.
Cuando todos los vecinos hubieron llegado, el estrépito que surgía del campanario se interrumpió. Rosendo Xic atravesó la plaza corriendo bajo la mirada atenta de su padre. Paquita Armengol salió entonces de la iglesia, bufó aliviada y cerró la puerta dando dos vueltas a la llave.
Rosendo habló:
—Tengo algo importante que deciros.
Un murmullo confuso recorrió el numeroso grupo, extrañado ante tal anuncio.
—Mi hermano llegó este mediodía.
El cuchicheo se acentuó ante la mención de Narcís. Ninguno de ellos guardaba un buen recuerdo de él.
Rosendo lo interrumpió:
—Narcís me ha dicho que una tropa de unos treinta mercenarios viene hacia aquí. Alguien los ha mandado para arrasar la mina y la aldea.
La sorpresa fue general. Algunos de los presentes quedaron mudos, otros se miraban turbados y se preguntaban por la amenaza. Rosendo guardó silencio mientras repasaba sus rostros.
—Desconozco el origen y los motivos de este ataque. Pero lo que sí sé es que hay que hacerle frente y yo solo no puedo. Necesito hombres que quieran luchar conmigo.
Una voz surgió al fin de entre las demás haciéndose eco de las dudas de los presentes. Pertenecía a Octavi Llopis:
—Rosendo, usted sabe que aprecio este pueblo como el que más. Pero ¿cómo vamos a enfrentarnos a ellos? Si, como dice, esa gente viene con la intención de acabar con nuestra aldea, deben de ser profesionales y nosotros…, nosotros sólo somos campesinos, mineros, comerciantes…
Otro hombre lo interrumpió. Se trataba de su eterno adversario, Gustavo López:
—A mí lo que me parece es que tienes miedo. El señor Roca nos está hablando de luchar o abandonar un hogar en el que están creciendo nuestros hijos. No parece que tengamos elección, yo al menos no tengo dudas.
—Yo no he dicho que no quiera luchar —se justificó Llopis—. Sólo digo que no sabemos cómo hacerlo.
De repente, todos se quedaron en silencio y comenzaron a mirarse con inquietud. Por uno de los laterales de la plaza avanzaban Pedro el Barbas y su séquito.
Rosendo hizo enseguida las presentaciones:
—No tenemos experiencia pero contamos con estos hombres, compañeros de mi hermano en la guerra, que han venido a apoyar nuestra defensa.
Siete individuos con las caras cruzadas de cicatrices y oscurecidas por las correspondientes patillas y bigotes se colocaron a la espalda de Rosendo. Todos sostenían un trabuco en su brazo y portaban el cinto lleno de armas afiladas.
—Sin embargo, no son suficientes, os recuerdo que nuestros atacantes suman más de treinta. No puedo obligaros a luchar, pero si no es en el campo de batalla quizá debáis enfrentaros al enemigo aquí mismo, en la aldea.
Tras un silencio, añadió:
—No quiero engañaros. Mi hermanó luchó y ahora está muerto.
Las bocas de los presentes volvieron a proferir un murmullo impreciso.
El minero concluyó:
—Así que quien decida que es mejor abandonar, puede recoger sus cosas y marcharse.
Hombres y mujeres hablaban entre sí, dudosos. También se escuchó algún sollozo. Minutos después, una columna silenciosa encabezada por Héctor, Octavi Llopis, Gustavo López y Henry inició una marcha solemne. Poco a poco, mineros, artesanos, comerciantes y campesinos se sumaron a la marcha y fueron colocándose tras los mercenarios. La procesión aglutinó en una especie de acto de fe a todos los hombres de la aldea. Las mujeres y los niños se quedaron inmóviles, mirándolos con gravedad.
Rosendo recibió impresionado el apoyo. Decenas de valientes estaban dispuestos a jugarse la vida por defender lo que juntos habían construido. Se introdujo la mano en el bolsillo y tocó la bala de su hermano: estaba preparado.
Unos gritos retumbaron sonoros en la mansión de los Casamunt. En el interior de la biblioteca, padre e hijo discutían acalorados mientras Helena escuchaba.
Sentado en una butaca, Valentín mantenía el ceño fruncido a la vez que daba repetidos sorbos al vaso que sostenía. No parecía prestar demasiada atención a las palabras que Fernando, de pie, pronunciaba exaltado:
—Tenemos que hacerlo, padre. El ataque a las tierras de la mina es necesario. Hay que destrozar el yacimiento y también la aldea. Es la única manera de recuperarla. ¿Es que no lo entiendes?
Valentín respondió sin ni siquiera mirarlo:
—Claro que lo entiendo. Entiendo que tengo un hijo ciego que no sabe dar gracias por lo que posee. Todo lo que he hecho lo he hecho pensando en ti y en tus descendientes. Hice un trato con Rosendo Roca y cuando venzan los cincuenta años convenidos, lo que él haya construido pasará a tus manos. El dinero que utilice para hacer crecer su aldea de paletos nos beneficia a largo plazo. Pero la ignorancia te ciega y no escuchas a nadie…
—¡Deja de insultarme! Deberías estar consiguiendo mucho más que el diezmo que Rosendo te da… ¡Ese campesino se está enriqueciendo a nuestra costa! Padre, ese porcentaje es mísero, ¿es que no te arrepientes de lo que firmaste?
—¿Arrepentirme? ¿De qué me voy a arrepentir? ¿De que ese desgraciado reinvierta en algo que va a ser nuestro o de que tú seas mi heredero?
Valentín se levantó y se aproximó, dominante, a su hijo. Fernando apretó la mandíbula y cerró sus puños con fuerza. Al respirar el pesado aliento a coñac de su padre hizo una mueca de asco.
—No puedes hacerme esto.
—¿Ah, no? Puedo hacer lo que quiera. Todo lo que tú posees me pertenece. Incluso tu vida.
—Yo podría acabar con la tuya aquí y ahora —soltó Fernando.
Los ojos del patriarca se abrieron y, al momento, su boca lanzó una carcajada que inundó la sala. Sin dejar de reír, el señor desapareció tambaleante por la puerta.
Un ataque de violencia sobrevino a Fernando. Empujó con saña varios libros amontonados sobre la mesa y éstos cayeron al suelo con gran estrépito.
Cuando elevó su mirada impotente, se encontró con la de su hermana.
Helena se dirigió entonces a su hermano con su usual desazón.
—¿Cómo dejas que padre te hable así?
—Cállate, tú no lo entiendes —respondió y se sentó en una de las butacas.
—Por el amor de Dios, Fernando, ya no eres ningún niño. No tienes por qué hacer lo que él te diga —lo recriminó mientras tomaba asiento a su lado.
—Déjame en paz. Sólo sabes criticarme.
Pero tras una pausa, intrigado, preguntó:
—A ver, ¿qué crees tú que debo hacer?
—Seguir con tu plan y acabar de una vez con Rosendo.
—En realidad, el plan no es sólo mío. Si no recuerdo mal se te ocurrió a ti, como el incendio. Y ya ves para lo que sirvió.
—Ahora no pagues tu ineptitud conmigo… Ni siquiera tenías por qué habérselo dicho. Ni a él ni a don Roque. Nadie se hubiera enterado nunca. Pero no eres capaz de actuar sin buscar la aprobación del viejo león… ¿qué digo viejo? Es un fósil de una época antigua. No está preparado para los tiempos modernos.
Después se hizo el silencio.
Helena sabía que su hermano era la única vía para que ella pudiera intervenir en el porvenir de su familia, pero éste era una torpe marioneta que malograba las escenas y recibía los golpes del público disgustado. La titiritera tampoco estaba contenta con su actuación, sin embargo no le quedaba otra opción más que seguir insistiendo:
—Sabes que el ataque es necesario, no podemos permitir que el capital de ese grupo de campesinos crezca más que el de nuestra familia. ¡Eso es inmoral! —exclamó—. Y si sigue así, ten por seguro que al final liquidará el pago y se quedará con todo:
—Lo sé.
—Pues no lo permitas. Hay que destruir la mina, dejarlos sin nada. Así, cuando llegue el próximo canon, Rosendo no tendrá con qué pagarnos y las tierras volverán a ser nuestras. Disfrutaremos de toda su riqueza y no sólo de un ridículo diezmo.
—Eso es lo que le he dicho a padre, pero no me escucha.
—Pues no lo escuches tú a él. Hace tiempo que perdió las ganas de pelear, y recuerda, nuestro futuro depende de esta batalla.
Fernando no respondía, pero afirmaba levemente con la cabeza.
—Ese campesino nos ha deshonrado —Helena hablaba más por ella que por nadie—, y no podemos quedarnos de brazos cruzados.
Tras una breve pausa, Fernando respondió al fin de forma contundente:
—Lo haré. Te lo demostraré.
Helena se puso de pie y se ausentó satisfecha de la sala. Antes de marcharse, se volvió para comprobar el estado de Fernando: éste, con los puños cerrados, asentía convencido. Sonrió. Había conseguido lo que quería, ahora sólo cabía esperar.