Capítulo 42

Desde el día de su inauguración, en la iglesia de Santa Bárbara continuaba la actividad pastoral. Todos los domingos los feligreses acudían sin falta a la misa oficiada por el padre don Roque en busca de un refuerzo espiritual. Para una comunidad de mineros que ponían en riesgo su vida casi a diario, era importante recibir apoyo y consuelo, algo que don Roque sabía de sobras.

Cuando finalizó la ceremonia de aquel día, el cura atendió a la inesperada visita.

—Estimado señor Casamunt, ¿usted por aquí?

Fernando estaba sentado en uno de los bancos que se alineaban ante la figura mártir de Santa Bárbara.

—¿Cuál es la historia de esta santa? —preguntó éste.

Don Roque se sorprendió ante la curiosidad del señor. Se acercó a él y respondió:

—Fue una mártir. Su padre la decapitó porque creía en Dios.

Fernando asintió y respondió con fastidio:

—Los padres nunca saben lo que hacen.

Don Roque se mantuvo en silencio. Había sido testigo en numerosas ocasiones de los desacuerdos que enfrentaban al señor Casamunt y su hijo, y no deseaba tomar partido.

—Quería hablar con usted, ¿tiene un momento?

—Por supuesto, acompáñeme, por favor.

Ambos se dirigieron al interior de la sacristía. Don Roque se santiguó con el agua de la pila que había en la entrada del diminuto cuarto y Fernando lo siguió.

Don Roque, ya preparado, dio pie a la conversación:

—Dígame.

—¿Recuerda lo que hablamos cuando llegó a la aldea?

—¿A qué se refiere?

—A lo importante que es su papel en esta comunidad.

—Sí.

—Y a que ésta promueva los valores de mi familia.

—Por supuesto —respondió dócil el párroco.

—Pues creo que, hasta el momento, no ha sido todo lo elocuente que sería necesario.

—¿A qué se refiere exactamente?

—A que las personas de esta aldea no son demasiado inteligentes y sus insinuaciones no acaban de tener la recepción esperada. Deberá ser más claro con ellos, ¿me explico? —preguntó altivo.

—Por supuesto.

—Podría utilizar, por ejemplo, el contacto que usted tiene con los niños. Aprovéchelo.

Al día siguiente, don Roque se dispuso a dar comienzo a una de sus clases, En una pequeña aula, el párroco se hallaba sentado detrás de su mesa con la Biblia entre las manos. El número de alumnos que asistían había aumentado con el paso del tiempo. Quince niños entre ocho y doce años escuchaban atentos todo lo que él tenía que decir. Todos, menos uno:

—Octavi, haz el favor, venga, siéntate en tu silla si no voy a tener que castigarte, ¿me oyes?

Octavi era el hijo del carnicero, Octavi Llopis. El chico tenía diez años y lo que más le gustaba, al igual que a su padre, era el bullicio de los días de mercado, un ambiente totalmente distinto del que don Roque imprimía en sus eternas clases.

—Hoy vamos a hablar de lo que significa la bondad: «Lo que se desea en un hombre es la bondad, más vale un pobre que un mentiroso» —recitó el sacerdote leyendo el libro de los Proverbios—. ¿Qué significa esta frase?

—Que no hay que mentir —respondió Abelardo, el hijo del comerciante Gustavo López. Tenía la misma edad que Octavi, pero la relación entre ellos era tan mala como la que mantenía enfrentados a sus padres.

Octavi soltó un resoplido para incomodar a Abelardo. Enseguida, don Roque respondió:

—Octavi, vuelve a hacerlo y verás. —Volvió rápidamente a los demás—: Perfecto, Abelardo. Y, ¿por qué no hay que mentir?

—Porque si mentimos, cuando morimos vamos al infierno —respondió de nuevo el niño.

Octavi volvió a expresar su desinterés sonriendo. Don Roque cogió la Biblia que estaba sobre la mesa, se acercó a su pupitre y le ordenó:

—Ponte en pie.

El chiquillo no le hizo caso y permaneció sentado.

—Te he dicho que te levantes.

Don Roque cogió el brazo del niño y lo levantó. Se lo llevó al fondo de la clase y lo puso de rodillas y con los brazos en cruz. Después le advirtió:

—No bajes los brazos y no te muevas de ahí hasta que yo te lo diga —colocó entonces la Biblia encima de la cabeza de Octavi y añadió—: Que no se te caiga, ¿oyes?, porque entonces me enfadaré de verdad.

Después se volvió hacia el resto de los alumnos dispuesto a continuar. Estaba acostumbrado a los desaires de ese chico:

—Muy bien. Pues igual que tenéis que decir siempre la verdad, también tenéis que contar a vuestros padres las veces que alguien no la dice.

Los niños observaron al cura con el rostro ceñudo.

—Pero no podemos saber siempre cuándo alguien está mintiendo —replicó uno.

—Eso es verdad. Sin embargo, otras veces sí que podéis. Por ejemplo —enarcó las cejas en un gesto pensativo—, Ana, la esposa de Rosendo Roca, la conocéis, ¿verdad?

—Sí.

—Claro, ella pasa tiempo con vosotros, a veces os da caramelos, os acompaña cuando os bañáis en el río…

—¡Sí! —exclamaron todos contentos a excepción de Octavi.

—¡Tiene un pelo muy brillante! —dijo uno de los más pequeños.

—Y os cuenta muchas historias. ¿Os gustan esos cuentos?

—¡Sí!

—¿Por qué os gustan?

—Porque son bonitos y alegres. Salen hadas, estrellas, plantas que hablan, flores que cantan…

—Sí que son bonitos, sí. —De repente el tono de su voz se ensombreció—: Pero ¿vosotros sabéis que todas esas historias son mentira?

Los niños volvieron a observarlo extrañados.

—A ver, ¿alguna vez habéis visto un hada? ¿O cogido una estrella caída del cielo?

Los niños cabecearon algo confundidos.

—No, no lo habéis hecho, y si no lo habéis hecho es sencillamente porque eso es imposible. Todos los cuentos que Ana os explica son falsos, son inventados. Y, ¿qué nos dice Jesús acerca de inventarse cosas?

—¿Que está mal? —preguntó Abelardo.

—Exacto.

El párroco hizo una pausa para que los alumnos asimilaran lo dicho.

—¿Ha hecho bien Ana contándoos esos cuentos? Dudosos, los alumnos respondieron: —No.

—¿Por qué?

—Porque podría ir al infierno.

Don Roque sonrió satisfecho y los felicitó. Habían aprendido la lección.

Aquella noche de primavera refrescó. Abelardo cenaba con su familia junto al calor del hogar cuando sus padres le preguntaron por lo que había estudiado ese día. El chico les contó las conclusiones:

—Don Roque nos ha dicho que la señora Roca es una mentirosa.

Gustavo lo miró con los ojos muy abiertos. Su esposa María también lo observó incrédula y los demás chiquillos siguieron comiendo sin interesarse por las palabras de su hermano hasta que el comerciante habló:

—No digas tonterías, ¿por qué habría dicho eso?

El padre de Abelardo estaba contento en la aldea. Las ventas le iban bien y, por primera vez en la vida, le agradaba la estabilidad que habían conseguido. No creía que la familia de Rosendo se mereciera ese desprecio.

—Porque dice que los cuentos que ella nos explica no son verdad y que nos intenta engañar.

Cuando Gustavo oyó la respuesta de su hijo no pudo evitar soltar una carcajada:

—Dile a ese cura que se busque una manera mejor de emplear su tiempo. Si te enseña estas tonterías no sé para qué demonios vas a la escuela… Gracias a la familia Roca vivimos aquí y eso es lo único que importa. Que los cuentos de la señora Roca sean fantasiosos no tiene nada de malo, todos los cuentos lo son.

—Pero don Roque no puede mentir…, pronuncia la palabra de Dios.

—Ése lo único que pronuncia es la palabra de los Casamunt —respondió Gustavo despectivo.

—No, papá, es un cura. Si él lo dice es porque la señora Roca es de verdad una mentirosa.

Gustavo, viendo que su hijo no cambiaba de opinión, lo miró con tono grave y le dijo:

—Si no dejas de decir esas cosas, esta noche dormirás con los caballos.

Abelardo lo observó con la boca prieta y los ojos muy abiertos. Gustavo, dándose cuenta de que su hijo no se daba por vencido, decidió hacerle una última advertencia:

—No vuelvas a insultar a la familia Roca, ¿entendido?

Abelardo no respondió. Agachó la cabeza y siguió comiendo. Su padre no quería escucharlo, pero eso no significaba que tuviera razón. Don Roque no podía equivocarse, «un hombre de Dios no miente», se dijo y pensó que, quizá, su padre sí lo hacía.