Capítulo 40

Esa noche, densas nubes bajas llenaron el cielo en la aldea. Hacía tan sólo unos días que el altercado entre Narcís, el boticario y Angustias había separado a los miembros de la familia de forma bochornosa.

—¿Por qué has cambiado tanto? —preguntó el minero mientras se sentaba junto a su hermano.

Se encontraban en las escaleras exteriores de la casa del Cerro Pelado. La niebla otorgaba al entorno un halo gris y fantasmal, que ocultaba las tierras que se extendían bajo la colina. No había luna ni estrellas ni luces.

—Todos cambiamos —respondió acariciándose la cicatriz que atravesaba su rostro, y añadió—: Tú también, ¿no te has dado cuenta?

Narcís dirigió su mirada vacía hacia Rosendo. Después, con dedos temblorosos, dio una calada al cigarrillo que se estaba fumando.

El minero arrugó el ceño.

—¿Recuerdas la conversación que tuvimos cuando yo era todavía un niño? Cuando te dije que de mayor me iría a la guerra y que todo esto sería tuyo… —La mano de Narcís dibujó en el aire el terreno que se escondía a sus pies.

—Sí.

—Yo tenía razón. —Narcís soltó una bocanada de humo y tiró la colilla, que cayó dando trompicones por los escalones—. Y ahora también.

Se puso en pie y entró en la casa.

Rosendo permaneció sentado, observando cómo la brasa del pitillo desaparecía entre el velo de agua condensada. Se dio cuenta de que su hermano se hallaba muy lejos de esa montaña y recordó una vez más lo que significaba la soledad.

Cuando esa misma noche se fue a dormir al lado de Ana, hizo el amor con su mujer como si fuera la última vez. Sintió su humedad y su gozo, y la abrazó con fuerza bajo las mantas. Le dijo en un susurro:

—Te amo.

Ella le respondió al instante:

—Te amo.

Mientras recibía el calor que ese querido cuerpo desnudo emitía bajo el suyo, pensó que él jamás estaría solo.

Al amanecer Narcís había despejado su cabeza de vacilaciones y había tomado una decisión: se marcharía lejos. En esa mañana plomiza abandonaría definitivamente el Cerro Pelado, la aldea y Runera.

La posibilidad de permanecer en aquel lugar, viviendo un interminable combate de superación contra su hermano, se le antojaba imposible. Prefería batallar en cualquier otro sitio fuera de su propia familia. Al menos así su enemigo sería un extraño y podría atacarlo sin remordimientos ni recuerdos dolorosos o felices.

Tras dejar atrás el poblado, distinguió a lo lejos la silueta de sus sobrinos Rosendo Xic y Roberto. Estaban jugando a la orilla del río y se acercó para despedirse. Disfrutaba de su compañía, le recordaban mucho a su hermano y a él cuando eran niños.

—¡Mira lo que he hecho, tío Narcís! —anunció Roberto, corriendo al verlo llegar. Con tan sólo seis años se había convertido en todo un inventor.

Los niños comenzaron a tirarle de los pantalones y Narcís se arrodilló junto a ellos. Dejó el equipaje a su lado.

—¿Qué llevas ahí? —preguntó Rosendo Xic.

—Nada, sólo algunas cosas para hacer un viaje.

—Pues debe ser un viaje corto, porque esto no pesa nada —respondió el sobrino levantando el petate del suelo con ambas manos y soltándolo al momento.

Narcís le dedicó una sonrisa. Un gesto que, al torcerse por la cicatriz, era más aterrador que tierno.

—Déjame verlo.

Cogió el barquito de vela y lo elevó para observarlo mejor. Estaba hecho con diminutos bastones de madera y tela.

—¡Es muy bonito, Roberto! —exclamó mientras le alborotaba el pelo, igual de castaño que el suyo y el de Rosendo.

Narcís posó el barquito en el agua, cerca de la orilla, y lo soltó. El pequeño velero enseguida empezó a moverse rápido mientras su quilla saltaba los guijarros con los que iba tropezando.

—Adiós, tío, ¡buen viaje! —gritaron los niños, que salieron tras el barco, río abajo.

Narcís observó cómo los dos chiquillos se alejaban. Se levantó, recuperó su equipaje y continuó el camino que ya había iniciado, justo en sentido opuesto.

—Narcís se ha ido —anunció Rosendo a su madre con la voz seca desde el umbral de la habitación.

Angustias se hallaba sentada en su mecedora con la mirada perdida a través de la ventana. Los insultos que Narcís le había dedicado habían despertado en ella un sentimiento de culpa que la estaba consumiendo. Él era su hijo y ella se sentía responsable de que fuera un joven totalmente perdido.

—Lo sé —respondió sin ni siquiera mirarlo. Su rostro permanecía paralizado mientras la mecedora crujía bajo su cuerpo—. Lo he visto bajar el cerro con su macuto cargado a la espalda.

—Se ha despedido de los niños, les ha dicho que se iba de viaje.

Angustias no respondió. Cuando Rosendo se disponía a salir del dormitorio, la madre anunció con voz quebrada:

—No se ha ido de viaje, se ha ido a la guerra.

Con el frío invernal calado en el cuerpo, Narcís aguardaba oculto entre los arbustos. Debía esperar para interceptar un carruaje que pasaría por aquel lugar. Serían funcionarios del Estado con algo de dinero que «aportar» a la causa carlista. El cabecilla de su partida guerrillera tenía que dar la orden de ataque: interceptar y matar. Pero llevaban horas escondidos y allí no aparecía nadie. Y, encima, había comenzado a nevar.

La carretera que circundaba el montículo se abría justo delante de la posición de Narcís. De esta manera, cuando él recibiera el aviso podría apuntar directamente y acertar con el tiro. A su lado se hallaba Adriá, tiritando igual que él. La nieve les estaba empapando las ropas. Éste, tratando de olvidar el frío, optó por darle conversación:

—Tú eres Narcís Roca, ¿verdad?

—Sí.

—¿Hermano de Rosendo Roca?

—Cierra la maldita boca.

Narcís respondió arisco con los labios algo azulados. Había pasado mucho tiempo desde que en su primera batalla él mismo había sentido ganas de hablar.

—Venga, no te pongas así… ¿eres o no su hermano?

—Sí.

El joven Roca soltó un bufido y dio la espalda a su compañero, pero éste no desistió:

—¿Cómo le van las cosas a Rosendo?

—¡Te quieres callar! No voy a oír el ruido del jodido carro.

—Bueno, bueno, hombre, yo sólo… —respondió Adriá con media sonrisa temblorosa.

—¡Silencio!

Narcís estaba empezando a ponerse nervioso. Un calor que nacía en su tripa comenzaba a sustituir el frío que sentía. Las palabras de aquel hombre aceleraban su respiración.

—¿Tú has trabajado en la mina?

Narcís no pudo más. Levantó su mirada del suelo y, sin dar tiempo a que su contrincante reaccionara, se abalanzó sobre él. Con un puñetazo en la cara lo tumbó en el suelo. Se sentó sobre el estómago del soldado que se revolvía para escabullirse, rodeó el cuerpo con sus piernas y presionó su mano contra la boca. Lo tenía inmovilizado. El rostro de Narcís, ya de por sí esperpéntico, se había convertido en la viva representación del caos: sus facciones mojadas por la nieve, partidas en dos por un interrogante, parecían estar descoordinadas. Aproximó la mano que le quedaba libre a sus labios e hizo un gesto que indicaba silencio. Después señaló el fusil que reposaba justo al lado.

—Ahora me vas a escuchar tú a mí. —El soldado permaneció tumbado sin oponer resistencia—. No vuelvas a mencionar a mi hermano nunca. —Y subrayó aproximando su grotesco rostro al de Adriá—. Nunca. ¿Me oyes? —El soldado asintió temblando. Había entendido la amenaza—. Ni a mi madre, ni a mi padre… —Enumeró a todos los miembros de su familia. Después concluyó—: Yo ya no tengo familia. —El olor a vino que desprendían sus palabras se colaba por la boca abierta del compañero, produciéndole náuseas que se veía obligado a reprimir—. ¿Entendido?

Adriá repitió su aprobación. Sólo entonces Narcís lo soltó; estaba todo dicho.

Había dejado de nevar.