En 1846 se desató una nueva guerra, la Segunda Guerra Carlista. Cada uno vivía la tragedia de manera diferente. Para Pantenus significaba el fin de la ilusión y para Henry, un rompecabezas que no podía acabar de armar porque le faltaban piezas. Rosendo estaba convencido de que el cambio no era posible y, si lo había, acabaría beneficiando a los de siempre. A él apenas le importaba si la reina Isabel II se casaba o no con su primo Francisco de Asís de Borbón y que aquello sirviera de excusa para levantarse en armas. La única verdad era que el campo estaba agonizando y la industria no acababa de nacer. Ese vacío suponía el caldo de cultivo ideal para cualquier conflicto. El redoble de los tambores anunciaba los sucesivos ataques. La tierra se manchaba de rojo y no del verde que le daba aliento.
La vida en la aldea del Cerro Pelado también pasaba por un momento de crispación. Narcís hijo continuaba en el poblado consumido por el dolor, la culpa y el rencor hacia Rosendo. De alguna manera, le hacía responsable de su penosa existencia, al fin y al cabo, él lo había iniciado todo. La muerte de su padre había acabado de hundirlo. Se culpaba por haberlo abandonado yéndose a la guerra y que éste falleciera sin haber podido despedirse de él, y pasaba sus días bebiendo para ahogar sus remordimientos. Había llegado la noticia de que una nueva guerra había empezado y no sabía qué hacer. Aunque guardaba un mal recuerdo del anterior conflicto bélico, tampoco se había amoldado a la vida en las tierras regidas por su hermano mayor.
Así fue como aquella tarde de octubre se levantó en la aldea un alboroto desconcertante. Los gritos desentonados de una voz familiar resonaban en la montaña y todo el mundo salió de sus casas para ver qué estaba ocurriendo. Era Narcís, completamente borracho y descontrolado. Sentado en la puerta de la botica, vociferaba mientras se amorraba a una botella de vino y desparramaba sobre sí mismo el líquido que ésta contenía.
—Eeeeehhhh, boticarioooooo, ¿te gusta mi madre? —gritaba a la vez que golpeaba con la mano la puerta de la tienda de Salvador Lluch—. Porque si te gusta vas a tener que hablar con mi padre.
Una mezcla de risa y llanto perturbado siguió a la advertencia que Narcís acababa de pronunciar.
—Pero mi padre, mi padre está muerto. Mueeertooo, mueeertooo, mueeertooo… Así que lo tienes difícil. ¿Me oyes, boticario? —continuó vociferando mientras se levantaba del suelo y daba una patada a la puerta del establecimiento.
Lejos de allí, Angustias, encerrada en su habitación, lloraba. Desde la muerte de su marido, permanecía muchas horas en casa sola y hacía ya algún tiempo que el boticario Salvador Lluch había tomado por costumbre ir a visitarla. Se hacían compañía a la vez que él vigilaba la salud de la viuda. En esos últimos cuatro años Angustias había sufrido varios mareos y todos, incluida ella, temían que pudiera pasarle algo malo. Aquella mañana, como tantas otras, Salvador Lluch se había acercado a la casa de la familia Roca para visitarla. Bajo los efluvios del humeante caldo que Pepita preparaba, Angustias y Salvador habían estado recordando el pasado y mirando juntos un futuro que parecía inexistente.
—Mis hijos ya no me necesitan y mi marido se ha ido. Tan sólo soy una anciana sin nada que hacer. ¿Qué va a ser de mí, Salvador, hasta que Dios me acoja en su regazo?
—Tienes mucho que hacer todavía, Angustias. Con toda una familia que te apoya y te quiere. Y no te olvides de la escuela. Yo, sin embargo, estoy completamente solo.
Angustias había cogido la mano de Salvador Lluch y la había estrechado entre las suyas.
—La escuela ya tiene suficiente ayuda con Herminia, Amelia y Ana. Y no estás solo. Quítate esa idea de la cabeza —le había respondido componiendo una tierna sonrisa.
En ese momento, Narcís entró en la cocina, descubriendo a los dos amigos en esa posición tan afectuosa. El hijo menor de Angustias, que llevaba como siempre la botella de vino en la mano, había echado con violencia al boticario de su casa a pesar de las súplicas y las lágrimas de Angustias.
—¿Qué hacía este hombre aquí? —preguntó tras expulsar a Salvador—. Todavía no está frío el cadáver de padre y tú ya pasas el tiempo con otro. ¿Acaso eres una furcia? —le recriminó antes de abandonar de nuevo la casa y a su madre descompuesta por el disgusto.
Ahora Narcís, descontrolado, intentaba echar abajo la puerta de la botica para zanjar el asunto.
—¡Ven aquí, boticario, tengamos unas palabras!
Los vecinos eran testigos perplejos del alboroto. Los hombres habían abandonado su trabajo, las mujeres sus tareas y los niños sus juegos para comprobar cuál era la razón de tanto griterío en un lugar que solía ser tranquilo.
—¿Qué haces, hermano?
Rosendo acudió al lugar en cuanto recibió el aviso. Estaba picando en uno de los frentes en el interior de la mina cuando uno de sus trabajadores corrió a contarle lo que ocurría.
—Deja a Salvador tranquilo y ven conmigo —le pidió mientras se acercaba a él y trataba de coger a Narcís de los hombros, como tantas veces había hecho en el pasado.
—¡Déjame en paz! Te has convertido en el amo de todos éstos, pero a mí nadie me manda. —Narcís despreció el gesto de su hermano y se apartó de él cayéndose torpemente al suelo.
—Vamos, acompáñame a casa —dijo Rosendo mientras le ofrecía la mano para que se levantara.
—¿Qué vas a hacer si no te obedezco? ¿Romperme el brazo? —le preguntó Narcís, quien rechazó de nuevo su mano y se levantó con dificultad. Después lo miró fijamente a los ojos esquivos y le preguntó a voz en grito:
—¿Qué pasa? ¿Es que no te gusta mirarme? ¿Es por la cicatriz?
El aliento envenenado de alcohol hizo que Rosendo apartara su cara con expresión de asco.
—¿Y a vosotros? ¿No os gusta mi cicatriz? —vociferó en dirección a las decenas de personas que, aturdidas, presenciaban la escena—. ¡Sois unos cobardes! ¡Y tú también! ¿Es que te gusta que madre fornique con otro? ¿Tanto odiabas a padre? —le preguntó inclinando la cabeza—. Es una guarra.
Rosendo reaccionó. Cogió a su hermano del brazo sin mentar palabra y empezó a arrastrarlo en dirección al Cerro Pelado. A pesar de la resistencia que opuso, la fuerza del mayor de los Roca lo superaba. Narcís sacudía los brazos y las piernas intentando soltarse mientras gritaba encolerizado:
—¡Suéltame, cabrón, suéltame!
—Primero pedirás perdón a madre. Y después te marcharás.
En cuanto esas palabras salieron de su boca, Rosendo se arrepintió. No quería que su hermano se marchara, quería que volviera a ser el de antes, el que de niño jugaba con él. Pero eso no estaba en sus manos, sólo Narcís podía enmendar el daño que había causado, si es que era posible.