A la mañana siguiente, Rosendo se despertó sereno. Desde la terraza de su casa pudo ver a decenas de hombres afanarse en la recuperación del poblado. A pesar de que las labores se habían iniciado el mismo día del incendio bajo el mando de Jubal Fontana, quedaba todavía mucho por hacer. Inspiró profundamente y exhaló el aire poco a poco para coger fuerzas. Necesitaba ayudar a su gente y ellos necesitaban que él estuviese presente.
Al llegar a la zona afectada por el incendio, todos interrumpieron su trabajo sin saber muy bien cómo actuar o qué decir. Entre ellos también estaba Henry, que trataba de recuperar los papeles que se habían mantenido medio intactos tras la explosión del almacén. Cuando el escocés vio aparecer al minero, esbozó una sonrisa y continuó con su trabajo. Rosendo cogió una pala y, sin decir nada, se puso a recoger un montón de escombros, igual que hacían los demás. Una aclamación muda recorrió al grupo de trabajadores. Después, todos, con el ánimo casi recuperado, volvieron a sus tareas. Lo peor había pasado y, en breve, volverían a la mina.
Poco más tarde, apareció Llopis, lívido, subido a su tartana. Se apeó tembloroso del pescante y se dirigió a Henry mientras arrugaba con fuerza la gorra que se había quitado:
—Tengo que hablar con usted, señor escocés.
—Dígame, Octavi, dígame.
—No sé cómo empezar… acabo de ver algo horrible. Cuando regresaba de Navas, justo antes de entrar en Runera, he visto un grupo de gente que me cortaba el paso. Todos parecían alucinados por la escena. Yo todavía lo estoy.
—¿Qué quiere decir, Octavi?
Llopis no dejaba de temblar y Henry empezaba a asustarse.
—Bajé de mi tartana y a medida que me iba acercando al lugar del que aquellas personas no quitaban ojo, más difícil me resultaba avanzar. Nadie se movía. Al fondo había un árbol… —Llopis trató de coger aire para continuar—, el sol me deslumbraba y no podía ver qué era lo que había allí para que todos estuvieran de esa manera. Cuando conseguí acercarme lo suficiente… —Llopis titubeaba—, pude ver cómo dos hombres discutían desde sus caballos. Uno iba de uniforme, el otro era Fernando Casamunt. Tras ellos el mozo de cuadra de los Casamunt colgaba del árbol con una soga al cuello. El hombre estaba muerto y en su cara había algo espantoso, su expresión estaba completamente desencajada.
—My God. Pobre chico… ¿Por qué lo habrá hecho? —Henry se llevó las manos a la cabeza mientras negaba con ella.
—Ése es el problema. Mientras la autoridad sostenía que se trataba de un suicidio, lo mismo que comentaban los testigos que estaban allí observando como yo, Fernando Casamunt afirmaba que conocía bien a ese hombre y que no se había quitado la vida. No dejaba de nombrar al señor Rosendo Roca. Lo culpaba de todo. Entonces, la autoridad le preguntó por qué estaba tan seguro y si es que acaso lo había visto. Fernando Casamunt guardó silencio y agachó la cabeza, enfurecido. Ha sido horrible, señor escocés.
—Entiendo.
—¿Tanto odia ese hombre al señor Roca como para culparle de una cosa así?
Henry cabeceó y le posó la mano en el hombro.
—Alguien irritado es capaz de hacer cualquier cosa…
Con la ambigüedad de su respuesta, Henry se volvió y vio el corro de gente que se había formado alrededor de ellos. Todos murmuraban escandalizados sobre lo ocurrido. Cuando hubieron asimilado la noticia, el sonido de la pala que recogía los escombros se hizo de repente más sonoro. Rítmico, insistente. Poco a poco el grupo se fue volviendo y vio que Rosendo, impertérrito, continuaba con el trabajo. Admiraron la perseverancia del minero y se dispusieron a imitarlo. Injuriaron a Fernando Casamunt por culpar a ese hombre de su desgracia.
Transcurridas tres semanas, una tarde, dos siluetas negras contrastaron en el horizonte sobre el cerro pelado. Un sombrero de ala corta y un abrigo largo y negro daban indicios del oficio de uno de los extraños viajeros. Su mano bamboleante sujetaba una pequeña maleta de piel embetunada; en ella, apenas una muda y una Biblia de cantos dorados que guardaba como un tesoro. Su acompañante, una mujer también de negro, portaba una capucha que le cubría la cabeza y los hombros por igual. El carro que los había llevado esperaba a una distancia prudencial.
Una vez llegaron a la casa de la familia Roca, se mantuvieron en silencio ante la puerta. Se trataba de retomar el pulso, centrarse de nuevo y presentarse así en las mejores condiciones. Pasado un momento, el hombre llamó decidido a la puerta. Al fin, ésta se abrió y el visitante habló:
—Buenos días. Mi nombre es don Roque y ella es la hermana Herminia. Nos envía el vicario capitular de la diócesis de Solsona.
—Sean ustedes bienvenidos. Pasen, por favor.
Ana hizo pasar a los dos religiosos al interior de la casa y los condujo hasta lo que la familia denominaba la sala de las butacas, una sala de estar compuesta por una chimenea y cinco sillones, que se había convertido en el lugar donde los Roca solían reunirse para hablar y ponerse al día.
La mujer de Rosendo vestía un traje negro, como el de Angustias, que estaba leyendo en la estancia. Ana les anunció:
—Les presento, mosén don Roque, hermana Herminia…
Angustias se levantó enseguida y se acercó a ellos con una sonrisa triste en los labios.
—Lo estábamos esperando —dijo al sacerdote—. Hermana —añadió saludando a la religiosa—, yo soy Angustias. Rosendo, mi hijo, es el responsable de la mina, pero ahora no está, y ella, Ana; es su mujer.
—Encantado, señoras.
Herminia seguía la conversación sólo con gestos. Bajo su hábito apenas podía verse una piel un tanto ajada por los años y una cara huesuda.
Angustias los invitó a tomar asiento. Don Roque se acarició el pelo negro algo aceitoso y entregó el sombrero a Ana. Ésta, tras dejarlo encima de una de las butacas, se sentó junto a Angustias.
—Perdonen mi torpeza, ¿quieren ustedes tomar algo? —preguntó Angustias, y se puso de pie de repente, como si acabara de recordar algo importante.
—No se preocupe, estamos bien —respondió de nuevo don Roque.
Angustias volvió a sentarse. El párroco tomó la palabra:
—Don Marcelo me habló de la necesidad de un maestro y me he tomado la libertad de traer conmigo a la hermana Herminia. Ha servido con demostrada competencia en las dominicas de Manresa. Su experiencia seguro que vendrá bien a este lugar.
Angustias y Ana asentían.
—Ella se hará cargo de la formación de las niñas, yo impartiré clase a los niños.
—Gracias, padre. Hasta ahora nos ocupábamos Ana, su madre y yo, y la verdad es que con tantos niños ya no podemos.
—Yo lo haré, no se preocupen —interrumpió Herminia.
Angustias se sintió incómoda. Ana, viendo la rectitud de la monja, intervino:
—Con el debido respeto, nosotras tenemos interés en continuar colaborando, aunque sea en menor medida.
Tras un breve silencio, la monja añadió:
—Está bien. Supongo que habrá algo en lo que puedan ayudarme.
—De acuerdo —confirmó el padre satisfecho—. La educación forma parte de nuestra labor evangelizadora y nada hay más agradecido que enseñar a los más jóvenes la bondad y los preceptos de nuestra santa madre Iglesia.
Los ojos del cura, que debía rondar los cuarenta años, se encendían como dos alfileres cuando hablaba y, excepto su piel cenicienta, todo lo demás relucía por igual: desde su pelo encerado hasta las cuidadas uñas de sus manos entrelazadas.
—Verán que los medios de nuestra escuela son muy humildes, pero los niños aprenden felices. La iglesia ha empezado a construirse hace poco. Mientras tanto podemos asistir a la misa que don Marcelo ofrece en Runera. Su casa, padre, ya está terminada junto a lo que será la iglesia de la aldea. La suya, hermana, como no la habíamos previsto, tardará algo más, pero no se preocupe.
Angustias interrumpió su parlamento y se cogió con las manos la cabeza. Se había quedado pálida.
—¿Se encuentra bien? —le preguntó Ana.
—Sí, sólo ha sido un pequeño mareo. Estoy bien.
La conversación siguió durante un rato. Cuando faltaba poco para que atardeciera, don Roque y Herminia salieron de la casa del cerro pelado. Tenían prevista una visita a la que no debían hacer esperar. Una vez subidos de nuevo al carro, don Roque ordenó:
—A la finca de los Casamunt.