Capítulo 35

Dos días después se celebró el entierro de Narcís. Él había sido la única víctima mortal en un suceso que todos creían accidental. Todos, menos Rosendo. El hecho de que la familia Casamunt estuviera detrás de aquella tragedia no le sorprendía. No era la primera vez que intentaban perjudicarlo. Pero en esta ocasión habían ido demasiado lejos, y aunque todavía no sabía cómo responder a ese ataque, tenía claro que no podía quedar impune.

La familia del difunto, acompañada de gran parte de los habitantes de la aldea, se disponía a transmitir un último y sentido adiós en unas tierras cercanas al poblado. Don Marcelo, el cura de Runera, se había encargado de bendecir, con el consentimiento del vicario capitular de la diócesis de Solsona, ese nuevo espacio cercado para convertirlo en camposanto.

Rosendo permanecía de pie frente al ataúd que contenía los restos de su padre. Estaba ausente y callado. Inmóvil no podía hablar ni llorar. Una mezcla de furia y desolación lo embargaba, y el sentimiento, que no podía brotar de él ni con palabras ni con llanto era tan intenso, que muy pocos podían soportar la mirada de sus ojos. Mientras tanto, dos hombres pasaban las cuerdas por debajo de la caja rectangular que descendería en unos instantes a la tierra donde Narcís Roca reposaría para la eternidad.

Junto a su hijo mayor y vestida de negro, con un sencillo velo que caía de un pequeño sombrero, Angustias mantenía la entereza.

A su lado, Amelia la acompañaba en silencio. Ana, al otro lado de Rosendo, se abrazaba a los pequeños Anita, Rosendo Xic y Roberto. Los niños miraban desconcertados todo lo que los rodeaba. No entendían nada. Pero su presencia se había hecho imprescindible para todos; su juventud suponía el contrapunto en esos momentos de flaqueza, la victoria de la vida frente a la derrota de la muerte.

Narcís hijo insistía en estar solo al pie de un árbol cercano al lugar donde estaban a punto de enterrar a su padre. Tras recibir la noticia en boca de Rosendo, el joven había desaparecido. Al día siguiente de aquella trágica noche, el minero pidió a Henry que fuera a buscarlo. El escocés lo encontró trabajando sin camisa, a pesar del frío, en el huerto de su padre. Henry permaneció observando largo rato cómo Narcís se aplicaba. Hasta que al final se acercó a él, le puso la camisa y la chaqueta y le pidió que lo dejara. Narcís, tiritando, le respondió con un abrazo. Entonces, empezó a llorar desconsolado. Henry sintió que un niño pequeño se deshacía entre sus brazos. Lo sujetó por las mejillas, le alzó la cara y se la agitó con fuerza diciendo:

Get up, Narcís! A tu padre no le gustaría verte así y tú lo sabes.

Ahora, el joven Roca permanecía con los ojos clavados en el ataúd. Tras las palabras de don Marcelo, el féretro había empezado a descender a la fosa.

Angustias, como ausente, ajena a todo ese dolor, recibió las condolencias y agradeció cada una de las palabras que le dijeron. Cuando todos hubieron desfilado frente a ella, la madre de Rosendo se acercó al cura y le habló con voz monótona y frágil, que por su tranquilidad, irreal en un momento como aquél, impresionaba más que si se hubiera quebrado en llanto:

—Don Marcelo, siento importunarlo.

—Por favor, Angustias, dígame.

—¿Cómo están los trámites para que podamos tener una iglesia y un párroco para la aldea?

Angustias hacía tiempo que había comentado a Rosendo la importancia de tener un templo en el mismo poblado, un lugar donde los feligreses pudieran ir a confesarse y a hablar con el párroco siempre que quisieran. Amelia, Ana y ella no daban abasto con las clases; necesitaban a alguien que les echara una mano y se encargase al menos de los niños mientras ellas continuaban formando como podían a las niñas. Angustias estaría un tiempo ausente tras lo sucedido, y su consuegra y su nuera iban a necesitar algo más que cooperación. Rosendo había comprendido la propuesta de su madre y se la había comunicado a don Marcelo.

—Ya está en marcha, Angustias. Nuestro vicario capitular va a seleccionar a uno y en cuanto lo tenga lo enviará aquí.

—Ésa es una gran noticia. ¿Y la ayuda para la iglesia?

—También está hablado. La diócesis de Solsona buscará la manera de hacerse cargo de una parte de los gastos.

—Gracias, don Marcelo. No sabe cuánto se lo agradezco.

Dicho esto, Angustias se separó del religioso y se unió a su familia. Había cumplido su objetivo. Ninguna viuda de la mina tendría que llorar por su marido en mitad de un terreno que todavía no podía llamarse cementerio. Ni le rezaría en un barracón. Ni se lamentaría por no poder ofrecer un funeral por su memoria por no tener una iglesia donde rezarle. Narcís y ella habían sufrido todo eso, pero ya no volvería a sucederle a nadie más. Ahora ya podía llorar. Ya podía dejarse llevar por el dolor constante que la atenazaba. Había aguantado con rectitud toda la ceremonia a la espera del momento de hablar con el sacerdote y, desde su dolor, intentar solucionar aquella situación injusta para los muertos de la mina. Pero al fin todo acabó, y ahora sentía con alivio cómo una opresión le comprimía el pecho y le dificultaba respirar. Las lágrimas volvieron a recorrer su rostro mientras las atenciones de sus seres amados la consolaban.

15 de noviembre de 1842

No podía soportar que el causante de la muerte de mi padre siguiera vivo. Así que hoy he hecho lo que debía. Ojo por ojo… lo dice la Biblia. Cuando he entrado en la finca de los señores era ya de noche y ha sido fácil El mozo de cuadra dormía en el establo. Los caballos, al verme, han relinchado y lo han despertado.

He visto cómo me miraba. Sabía a qué venía y ha intentado defenderse, pero yo no podía pensar en nada más que en vengarme. Ni siquiera he considerado que alguien pudiera oírnos o descubrirme. No, sólo quena matarlo. He corrido hacia él. Hemos forcejeado y al final lo he dejado inconsciente golpeándole en la cabeza con una pala, Lo he cogido, lo he puesto encima de mi caballo y me lo he llevado.

Quería que Fernando lo viera y entendiera. No puede, salirse con la suya, matar a mi padre y quedarse como si nada. He escogido ese árbol porque estaba cerca. He atado la cuerda a su cuello y, mientras sostenía el caballo, la he hecho pasar por encima de una rama. Cuando el animal ha avanzado y el cuerpo ha caído, el mozo ha abierto los ojos. Ha intentado deshacerse del nudo que oprimía su garganta. Se retorcía, agitaba frenético las piernas y las manos sin poder evitar que su rostro enrojeciera, con los ojos cada vez más abiertos, como a punto de estallar.

Me he quedado observando cómo moría. Su rostro ha ido volviéndose rojo hasta que ha dejado de respirar y se ha quedado inmóvil. La cuerda se tambaleaba, pero él ya no.

He hecho lo que debía, no podía soportar que él causante de la muerte de mi padre siguiera vivo y verlo morir ha sido como deshacerme de una carga muy pesada. Me pregunto si eso significa algo. Quizá los padres de aquel niño que pegué en Martinet tenían razón. ¿Soy una bestia? Probablemente sí. Hoy sí. He matado a un hombre desarmado y no me arrepiento.