Capítulo 33

El siguiente año pasó volando. El enfrentamiento entre carlistas y cristinos se mantuvo abierto y parte de las tropas asentadas en Runera fueron movilizadas. Narcís se marchó junto a su pelotón para continuar experimentando el adictivo sabor de la batalla.

En el otro conflicto, éste de un cariz más local, protagonizado por los Casamunt y Rosendo Roca, la tentativa que los señores habían llevado a cabo para recibir el cincuenta por ciento de los beneficios de la mina no había salido exactamente como ellos esperaban.

El primer pago, que Rosendo se había visto obligado a efectuar tan sólo unos días después del juicio, había sido muy elevado. Su mujer iba a dar a luz pronto, de manera que, resignado, optó por entregar hasta el último real. Sin embargo, no podía dejar de sentirse ultrajado por unos individuos que querían apropiarse de sus ganancias. Se trataba de un dinero que le costaba mucho esfuerzo ganar y cuyo destino debía ser la subsistencia de su gente y de su familia.

El segundo pago de ese nuevo convenio fue algo diferente. Cuando Fernando Casamunt accedió a los libros de cuentas para comprobar la cantidad que le correspondía, descubrió que los beneficios estaban muy por debajo de lo deseado. Rosendo había obrado siguiendo las sabias instrucciones de su abogado. El veintiuno de septiembre de 1838 la mayor parte de los beneficios se habían reinvertido en materiales y mejoras para la mina, de tal modo que el liquido resultante era tan ínfimo que había provocado el bochorno de los cobradores. Un bochorno que, ante la falta de alternativas, se resolvió con un incómodo silencio. Rosendo había conseguido una pequeña victoria y sus fuerzas se renovaron por completo.

Mientras tanto, la familia Roca continuaba creciendo casi tan rápido como la aldea. En ese día de principios de otoño, el matrimonio acababa de tener a su segundo hijo. A diferencia del primer parto, éste había sido muy rápido. El recién nacido, con su piel, cabello y ojos más oscuros que los de Anita, mostraba los rasgos característicos del padre.

En el dormitorio, Rosendo se hallaba en compañía de Ana, Angustias y Amelia. La primera, cansada pero emocionada, hacía lo imposible por mantenerse despierta mientras Rosendo, ya todo un experto padre, sostenía al recién nacido dormido entre sus brazos.

—Rosendo —lo llamó Angustias—, me gustaría comentarte algo. Creo que éste es el mejor momento para hacerlo. —Sonrió mirando al bebé.

—Dime, madre.

Amelia se aclaró la garganta como intentando llamar la atención. Angustias rectificó:

—Bueno, sí, Amelia también ha querido intervenir en algo que llevo pensando desde hace tiempo… ¡Ay! —gritó Angustias de repente.

Todos la miraron extrañados. Angustias giró levemente la cabeza y frunció la boca, Amelia la había pellizcado en el brazo.

En esos últimos años las dos mujeres pasaban mucho tiempo juntas tratando de colaborar en las distintas actividades que surgían en el poblado. Con personalidades tan distintas, se había establecido entre ellas una ajustada rivalidad.

—Si no dices bien las cosas, tendré que corregirte… —anunció la madre de Ana refunfuñando.

—Como te estaba diciendo, hijo, Amelia —habló con rotundidad— y yo creemos que, con todos los niños que hay correteando por aquí, sería una buena idea crear una escuela.

En cuanto Angustias calló, Amelia le tomó la palabra:

—Podríamos dividirlos en varios grupos según las edades.

Angustias le robó el turno de nuevo:

—Podríamos enseñarles a contar, a dibujar, a leer, a escribir…

—Y Ana nos ayudaría.

Era como si las dos mujeres formaran parte de un concurso para ver quién aportaba más información.

Rosendo escuchó atento la petición. Le pareció factible. Todas las mejoras que pudiera ofrecer a la aldea serían pocas, considerando el esfuerzo que sus habitantes se habían visto obligados a llevar a cabo desde la llegada de los carlistas.

—De acuerdo —dijo sin más.

Angustias sonrió entusiasmada. Los años habían dejado huellas perceptibles en sus oscuros ojos y en sus deslucidas manos, infatigables a pesar de su cuerpo generalmente enfermizo, pero no habían hecho mella alguna en su férrea voluntad.

Esa misma noche, Rosendo y su padre compartían en la amplia cocina impresiones sobre los últimos sucesos. El aroma del caldo que Pepita preparaba proporcionaba una cálida sensación a hogar. Un otoño más, la imponente cocina de leña combatía los primeros vientos helados.

—¿Cómo está mi nieto? —preguntó Narcís jovial.

El padre de Rosendo había dejado de trabajar en los campos de trigo para dedicarse únicamente al huerto. Desde entonces su humor había mejorado y sonreía con más frecuencia. Ahora era Rosendo el que mantenía a la familia y Narcís había aprendido a aceptarlo e incluso a disfrutarlo.

—Es muy fuerte.

—Como su padre —respondió y ofreció una mirada complaciente a su hijo mayor mientras se liaba un cigarrillo.

Éste la recibió encantado.

—¿Y ya habéis elegido un nombre?

—Sí, se llamará Rosendo, Rosendo Xic.

Narcís asintió satisfecho y dijo:

—Es un buen nombre.

—Sí, sí que lo es.

—A tu hermano mayor no pudimos ni siquiera ponerle nombre. Se nos fue antes de nacer…

La cabeza de Narcís se inclinó mirando al suelo y su semblante se tornó triste.

—No lo sabía —respondió un impresionado Rosendo.

—Es horrible que se muera un hijo. Aunque todavía no haya nacido.

Se hizo un silencio alterado sólo por las repetidas caladas que daba Narcís a su cigarro. Al minero le agradó la sinceridad con la que su padre le estaba hablando, no era algo usual en él, siempre ofuscado por las pequeñas cosas. Esa noche lo sintió un poco más cerca que de costumbre.

Montse apareció en la cocina con Anita y anunció con timidez:

—La niña pide jugar con su abuelo.

—¡Perfecto! —respondió Narcís después de sacudirse su pena y de respirar hondo—. ¿Dónde está mi princesa? —exclamó mientras cogía en brazos a la pequeña.

La colocó en sus rodillas y le hizo trotar a gran velocidad. A ella le encantaba reír con su abuelo convertido en un caballo que no cesaba de relinchar.

Rosendo permaneció en silencio observando la escena. Cayó en la cuenta de que su padre nunca había jugado así con él. Seguramente porque nunca jugaba, sólo trabajaba. Por lo menos ahora tenía ocasión de hacerlo con su nieta.

El 31 de agosto de 1839 el general liberal Baldomero Espartero y el general carlista Rafael Maroto se abrazaron simbólicamente en Vergara, ratificando así el documento que ponía fin a la Primera Guerra Carlista en el norte de España. Pese a que este acuerdo provocó la llegada a Cataluña de combatientes descontentos con ese convenio, el número de soldados sublevados se redujo en más de la mitad, por lo que perdieron casi toda su fuerza.

Instigadas por una derrota ahora probable, las tropas carlistas concentradas en Runera abandonaron al fin aquellas tierras. El capitán Salgot y sus subordinados se marcharon una silenciosa mañana de domingo antes de que saliera el sol. La espera que Pantenus había estado solicitando a Rosendo obtenía, después de dos años, su recompensa.

Para cuando llegó el día en que Rosendo debía acudir a su cita anual con los Casamunt, éste ya había decidido no cumplir con las obligaciones impuestas por el capitán carlista. Ana volvía a estar de nuevo embarazada y el inminente aumento de la familia, unido a la ausencia de los militares en la zona, lo habían decidido a poner fin a esa injusticia.

Mientras esperaba en el establo de la finca de los señores, Rosendo no pudo evitar preguntarse cómo estaría su hermano, pues llevaban ya varios meses sin noticias de él. Su preocupación, sin embargo, se trasformó en satisfacción al imaginar la cara de los que, de nuevo, iban a verse derrotados por un simple minero.

Entonces, el mozo de cuadra desapareció por la puerta con el paso desigual que le provocaba su cojera: los señores habían llegado.

—Hombre, Rosendo. Un año más… —dijo Valentín Casamunt con su usual entusiasmo en cuanto lo vio.

Rosendo se dio cuenta de que con cada pago que pasaba, ese hombre parecía estar más encogido, con el pelo más cano y el rostro más arrugado. Además, su boca expulsaba un olor desagradable con cada palabra que pronunciaba debido a la maceración del licor de la copa que siempre llevaba en la mano.

Helena y Fernando ni siquiera lo saludaron.

—Parece que al menos el campesino ha aprendido a vestirse mejor —comentó Fernando.

—Y a lavarse —concluyó Helena burlona.

Una vez el patriarca se hubo sentado y sus hijos se hubieron colocado a su espalda, el minero les hizo entrega de la bolsa de cuero con el dinero. La dejó encima de la mesa y esperó.

Al extraer las monedas, los tres señores fruncieron el ceño casi simultáneamente.

—Aquí falta dinero —demandó Fernando de inmediato—. ¿Dónde está el libro de cuentas?

Rosendo se lo entregó y Fernando lo abrió rápidamente. Valentín se lo quitó y se dispuso a observar las ganancias del último año. Tras unos minutos revisando las hojas repletas de números, preguntó:

—¿Dónde está el resto, Rosendo? Aquí sólo está nuestro acuerdo inicial.

—No hay nada más —respondió sin titubear.

—¿Cómo que no hay nada más, miserable? —gritó encolerizado Fernando.

—En el contrato que firmamos sólo se fijó el canon y el diezmo. Si queréis más que eso, id a reclamarlo legalmente.

—Serás… —Fernando se abalanzó sobre él.

—¡Quieto! —gritó Valentín, furioso, mientras se levantaba y cogía bruscamente el faldón de la chaqueta de su hijo.

Rosendo no se inmutó. Fernando se quedó parado frente a él con el puño cerrado y la cara enrojecida.

—Estás muerto —le dijo en un susurro.

El minero recuperó el libro de cuentas, dio media vuelta y se marchó del establo con paso tranquilo, dejando tras de sí a los tres señores, que ahora deberían asimilar su derrota.

—No vuelvas a desobedecerme o te dejo sin nada —amenazó Valentín a Fernando.

Dicho esto, el patriarca cogió el dinero y abandonó la cuadra tambaleándose. Cuando desapareció por la cuesta que llevaba al exterior, Fernando se revolvió y le dio tal puntapié a la mesa que le rompió una pata. A pesar de ello, el mueble no cayó. Aquella especie de premonición sulfuró aún más al futuro señor Casamunt, que no dudó en empujarlo hasta tumbarlo en el suelo.

Helena observaba la escena en silencio. Su condición de mujer la obligaba a mantenerse al margen en un asunto como aquél. Por lo menos de forma directa.

—Eres un cobarde —le dijo sin más.

Mientras caminaba hacia el patio central de la finca, se lamentó por la familia que tenía.

Cada vez que disponía de dinero suficiente en metálico, Valentín Casamunt viajaba con celeridad a Barcelona para invertir una cuantiosa porción en alguno de los placeres que la ciudad le ofrecía. Se trataba básicamente del juego y, sobre todo, de la prostitución.

El Raval estaba repleto de obreros e industrias, y en algunas de esas callejas transitadas por inmigrantes recién arribados en barcos procedentes de todo el mundo, los burgueses arrendaban sus propiedades a «hombres y mujeres de negocios» que quisieran establecer su propia «sede social pública». La Musa Despierta era el lugar más frecuentado por el respetable señor Casamunt; allí siempre visitaba a Elvira, una muchacha con un bonito pelo rubio que le llegaba hasta la cintura, unas piernas largas y unos pechos rotundos que provocaban más de una exclamación cada vez que se paseaba por el barrio.

—Buenas tardes, señor Casamunt —lo saludaba afectuosa en la recepción del prostíbulo madame Godard, una francesa cincuentona que había llegado de París hacía ya muchos años y que conservaba un marcado acento francés. Los pechos de aquella mujer eran los más grandes que Valentín había visto nunca, aunque también lo eran sus brazos y sus caderas.

—Buenas tardes, madame Godard. ¿Cómo va el negocio? —preguntó el señor Casamunt tratando de no dirigir su mirada al escote de aquella mujer.

—Bueno… Supongo que el trabajo en las fábricas deja a los hombres demasiado cansados como para querer después un poco de diversión —respondió con un bufido.

Al ver la mirada inquieta de su interlocutor, madame Godard añadió enseguida:

—Elvira se está preparando, no tardará.

Aquel vestíbulo estaba decorado con un gusto refinado. Si alguien no supiera a qué estaba dedicado el lugar, podría confundirlo con un hotel cualquiera. Una cómoda estilo fernandino, de inspiración clasicista y caoba pulida con coronas de laurel, servía de base a un espejo repujado en plata en el que Elvira se miraba siempre antes de salir a buscar a la clientela.

—Hola, Cariño —surgió del pasillo la dulce voz de Elvira.

—Hola —saludó secamente Valentín.

—Vamos.

La prostituta y su acompañante entraron en el cuarto, mucho más simple que el recibidor del prostíbulo.

—Desnúdate —ordenó Valentín mientras se sentaba en una silla que había frente a la cama—. Quiero mirar cómo lo haces.

Elvira se desprendió lentamente de todas las capas de ropa que llevaba y se quedó frente a él en silencio. Sabía que le gustaba.

—Ahora túmbate y abre las piernas.

Le encantaba dar órdenes. La muchacha se sentó sobre la cama, se tumbó y abrió las piernas, mostrándole sin pudor su sexo.

—Mastúrbate.

Elvira comenzó a tocarse mientras el potentado señor Casamunt la miraba fijamente desde su silla. En cuanto ella comenzó a suspirar, él se incorporó de la silla, se bajó los pantalones y empezó a acariciarse. La chica ya conocía el siguiente paso: gimiendo de placer empezó a pedirle a su cliente que la penetrara. El señor Casamunt seguía tocándose sin decir nada, a lo que la chica debía responder retorciéndose de deseo sobre el lecho. Elvira miró de reojo al señor Casamunt y cuando vio que su miembro ya estaba enhiesto, le suplicó con fingida desesperación que la tomara. Sofocado por la excitación, el señor Casamunt se colocó sobre ella, se agarró con fuerza a las sábanas para darse impulso y penetró a Elvira sin que ésta hiciera ningún gesto para tocarlo. Eso lo tenía prohibido. El estruendo de la cama chocando contra la pared aumentaba con cada empellón de su cadera. Los gemidos que Elvira dejaba escapar con simulada lujuria excitaron rápidamente a Valentín hasta llevarlo al orgasmo de inmediato. Irguió la espalda en un espasmo violento y se dejó caer justo al lado de Elvira. Se subió los pantalones mientras la prostituta dejaba escapar un suspiro de satisfacción con el que daba por finalizado el acto.

—¿Puedo hacerte una pregunta? —dijo Elvira.

—Dime.

—¿Por qué no me dejas tocarte? Te gustaría mucho lo que puedo hacer con estas manos —dijo mientras las levantaba y las giraba en el aire.

—No lo dudo. Pero aquí y en todas partes, el único que hace algo soy yo.

Y dicho esto, Valentín se levantó de la cama, soltó unas monedas que cayeron ruidosas al suelo y salió del cuarto. Elvira se despidió de su cliente sin ocultar un gesto de hastío.