Aunque los habitantes del poblado continuaron con su trabajo, su rutina se vio alterada de forma irremediable por la presencia de los soldados. Después de siete meses, éstos se habían afincado en la aldea como si aquello fuera definitivo. Mientras tanto, los campesinos de la zona debían llevarles alimentos y los habitantes del poblado se veían obligados a restar horas a su jornada para realizar las tareas de cocina y limpieza en la casona. Todos se mostraban enormemente molestos por la presencia de esos altaneros, jaraneros e irritantes soldados. Todos menos uno: Narcís Roca hijo.
En su entusiasmo Narcís llegó incluso a confraternizar con ellos. Por las noches la tropa no se andaba con remilgos a la hora de gastar su real diario en vino o licor, y en eso Narcís se mostró como un fiel aliado. Con frecuencia se apuntó a sus borracheras y pronto empezó a realizar prácticas de tiro, con las que se demostró que tenía una puntería envidiable.
Aquel caluroso día, la familia Roca y el capitán Salgot, obligados a convivir bajo el mismo techo hasta que aquella difícil situación terminara, estaban en casa sentados alrededor de la mesa a la espera del último comensal, Narcís hijo. El padre, impaciente, pidió a Rosendo que empezaran a comer.
—Tú mujer está embarazada y no tiene por qué pasar hambre —Ana lucía una hermosa barriga de seis meses—. Ese chico ha de tener consideración con los demás. Estamos muy ocupados como para estar esperándolo todo el día —dijo refunfuñando.
Ante ese permiso tácito, el capitán, con buen apetito, se lanzó a comer el entrante y la olla aranesa que Pepita, la cocinera recientemente contratada por los Roca, había preparado. Los demás lo siguieron en completo silencio. Cuando estaban terminando el cocido, apareció Narcís portando una boina roja y un fusil.
—Perdonad el retraso, tenía asuntos urgentes que solucionar… —y en tono grave añadió—: Familia, capitán, el nuevo soldado de la Tercera Compañía de la Brigada de Berga los saluda.
Se hizo un gélido silencio. El capitán se levantó entonces de la mesa y realizó el saludo marcial, llevándose la mano a la frente. Narcís, hinchando pecho, se lo devolvió.
—Bienvenido, hijo, España te estará siempre agradecida. ¡Qué orgullo para los tuyos! —Y se volvió para ver al resto de los comensales.
Todos miraban la escena atónitos. En el rostro de Narcís padre se había dibujado un rictus de rabia. Rosendo se mostraba apesadumbrado, igual que Angustias.
—¡Vamos, vamos! —terció el capitán—. Sé que la guerra provoca miedo en los familiares de los milicianos, pero les aseguro que alistarse es la mejor manera de hacerse un hombre y dar sentido a la vida.
Con buen humor, el capitán siguió comiendo. Narcís hijo, ufano, se sentó a la mesa y se abalanzó sobre su plato. Angustias no pudo más: conteniendo un sollozo, se levantó a la vez que se disculpaba. Y Ana, con dificultad por el volumen de su vientre, se marchó siguiendo sus pasos.
El capitán rió y exclamó:
—¡Ah, las mujeres! Hermosas pero de espíritu débil. Por eso suelen adorar a los soldados, porque les ofrecemos la fuerza y la protección que necesitan.
Rosendo, sin apartar la mirada de su hermano, preguntó:
—¿Y quién ayudará ahora a padre?
El hermano, con evidente gesto de fastidio, replicó:
—Pues si tú estás muy ocupado, ya contratarás a alguien. Tienes dinero para eso.
La comida continuó en silencio, tan sólo roto por los comentarios y las historias de batallas ganadas que el curtido militar relataba.
A la mañana siguiente, mientras el capitán Salgot desayunaba en el porche de los Roca, recibió la visita de un polvoriento jinete que le traía un sobre. Tras abrirlo se puso en pie, ordenó que le ensillaran su caballo y finalmente dijo para despedirse:
—Las obligaciones con la patria me reclaman.
Espoleó al caballo y se dirigió hacia la casona.
Al entrar en ella, el capitán reclamó la presencia del sargento y del alférez. Cuando ambos estuvieron ante él, les informó de que estaba previsto que pasara cerca de allí un convoy con armas del ejército partidario de la reina regente.
—Hay orden de interceptarlos y neutralizarlos.
—¿Cuántos hombres serán necesarios, señor? —preguntó el alférez.
Ernesto Salgot se atusó el bigote mientras pensaba. Después dijo:
—No debemos malgastar unidades. Según me informan, es un grupo de veinte soldados que custodian municiones. Como contamos con el factor sorpresa será suficiente con que empleemos diez como máximo.
—Está bien, señor.
—Recuerde… No pueden fallar. Para asegurarnos, usted irá con ellos. Insisto, deben neutralizarlos. Totalmente.
El sargento tragó saliva.
—Sí, señor, entendido.
El capitán se volvió y, al recordar algo, completó el giro mientras levantaba una mano con el dedo índice estirado, hasta que se encontró de nuevo frente al alférez:
—Se me olvidaba, llévese a Narcís Roca. Tiene que recibir su bautismo de fuego.
—¿Algo más, capitán? —se aseguró el alférez.
—No. Si me necesitan estaré en la finca de los señores Casamunt. Han solicitado mi presencia y no debo hacerlos esperar.
Con el calor pegado al cuerpo, Narcís seguía los pasos de sus compañeros aferrado a su fusil. Era su primera misión y quería ser el mejor. Trataba de disimular los nervios soltando bromas hasta que un compañero lo reprendió:
—Cállate ya. No estamos para tonterías. —Y, acercándose al oído, le dijo—. ¿Tú sabes lo que significa «neutralizar», muchacho?
Narcís notó el fuerte aliento impregnándole el rostro.
—Significa —prosiguió— que la misión no estará concluida hasta que matemos a todos los hombres. No podemos capturar prisioneros ni dejar heridos.
El soldado se alejó de Narcís dando un par de zancadas largas. Éste apretó la boca y con la mano derecha comprobó que su navaja, aquella que Rosendo le había regalado años atrás, estaba en su sitio. Intuía que le iba a hacer falta.
Llegaron a la ladera de la montaña que daba al camino por el que pasaría el convoy. Había otra carretera mucho más concurrida que atravesaba Runera, así que la única forma de pasar desapercibidos era avanzar por allí. El sargento, un individuo rollizo y despeinado, ordenó a los reclutas que se escondieran detrás de los árboles y matorrales. A Narcís le tocó situarse a escasa distancia de los demás, detrás de una roca por encima del camino.
—Tu misión será disparar al carretero. Espera a que esté por ahí —le dijo el sargento, y le señaló un recodo—, lo tendrás suficientemente cerca. En cuanto tú dispares, atacaremos todos. Es muy importante que no falles. Si todo sale bien y el carretero cae muerto, el convoy se parará. Entonces deberás cargar tu arma lo más rápido posible y subirte a ese peñasco. Desde ahí dispararás otra vez al que seguramente vaya a sustituir al conductor. Si fallas, tendrás que lanzarte sobre él. Tendrás a Paco —continuó, refiriéndose a un compañero ubicado a su derecha tras un árbol—, quien te dará apoyo por si hay algún problema. Y recuerda, tenemos que neutralizar la caravana. Vete encomendando a tu virgen favorita, porque la fiesta no tardará en empezar.
El sargento se alejó después de darle una palmada en el hombro y se dirigió hacia donde estaba el resto de la tropa caminando en cuclillas con dificultad mientras respiraba sonoramente. Luego se escondió entre la maleza y al poco se hizo el silencio. Sólo quedaba esperar.
Los minutos se hacían eternos. Paco le lanzó a Narcís una bota y le susurró que llevara cuidado, que era ratafía de la buena. Narcís dio un largo trago y notó cómo bajaba el licor con sabor a nueces hasta su estómago. Sintió un ligero mareo, pero se le pasó enseguida. Devolvió la bota a Paco y siguió pendiente del camino. No se oía nada, sólo el ulular del aire abrasador.
El corazón le latió con fuerza cuando escuchó el ruido de lo que debía ser el convoy. Vio cómo Paco se agachaba aún más detrás del árbol. Narcís se tapó la boca durante un momento: la respiración se le había agitado tanto que temía que se le pudiera oír por toda la quebrada. Después de varias inspiraciones profundas, se asomó cauto tras la roca; la carreta avanzaba pesadamente. Al frente, seis soldados iban con los fusiles preparados. Tres más por banda y seis atrás completaban la escolta. Sobre el pescante estaban el conductor y un ayudante. En ese momento, con manos temblorosas, Narcís cargó su arma maldiciéndose por no haberlo hecho antes. Echó de nuevo un rápido vistazo y vio que estaban a punto de llegar al lugar señalado. Paco lo miraba atento mientras Narcís buscaba la mejor postura de tiro sin revelar su situación. Cuando se hubo situado, volvió a respirar hondo varias veces. Cerró un ojo y apuntó, esperando a que pasara el carromato. En ese instante, se dio cuenta de que cuando fuera a disparar tendría muy cerca a los seis soldados que iban delante. Notó un escalofrío que le recorrió toda la columna hasta que, de pronto, se convirtió en calor. Enseguida tendría que descargar tanta tensión acumulada.
En cuanto tuvo el objetivo en el punto de mira apretó el gatillo. Éste golpeó el cebo provocando una deflagración que hizo explotar la pólvora. Notó cómo el fusil reculaba más de lo previsto, había puesto más pólvora de la que debía. Sin embargo, no erró el tiro: la cabeza del carretero cayó hacia atrás mientras un chorro de sangre salía de ella como un surtidor. La bala había impactado en el blanco y reventó su resistencia.
Sin dar tiempo a que los enemigos reaccionaran, el resto de la tropa lo siguió y empezó a disparar. Sentado con la espalda apoyada en la roca, Narcís volvió a cargar el fusil, esta vez sin temblor en las manos pero con más prisa, más desesperado. Varias balas silbaron al pasar por encima de su cabeza. Una de ellas rebotó en una roca y cayó al lado, a punto de impactar contra su brazo. Resopló antes de volverse e incorporarse para una nueva descarga cuando, de pronto, vio que Paco disparaba hacia donde él estaba. Narcís abrió los ojos espantado y notó cómo un cuerpo le caía encima; Paco se había encargado de un soldado que había subido como el rayo la distancia que les separaba de la carretera. El soldado herido se retorcía sobre la tierra seca que iba volviéndose roja. Narcís miró a Paco para agradecerle que le hubiera salvado la vida y vio cómo éste le hacía gestos para que apuñalara al enemigo. La víctima continuaba pataleando y emitía sonidos guturales tratando de respirar. Narcís, sin tiempo para pensar, sacó la navaja, la abrió y, con ella en el aire, dudó un instante. El soldado lo miraba con ojos desorbitados, llenos de terror. Narcís, conteniendo unas náuseas atroces, dejó caer la navaja sobre el cuello del herido. Tras un par de gemidos, éste dejó de moverse. El joven Roca guardó el arma ensangrentada y volvió a asomarse hacia el camino para apuntar con el fusil.
Tal y como el sargento le había prevenido, otro soldado ya había tomado las riendas del carromato. No era el ayudante que había visto al principio, porque también ése yacía muerto. Narcís apuntó hacia el nuevo conductor con sangre fría. Tan absorto estaba en su acción que no se percató de que otro soldado subía por la pendiente directo a él con un puñal en la mano. Fue Paco quien, tras salir de su escondite, disparó sobre él. Un instante después, Narcís ya había acertado en la sien del nuevo conductor. Se giró hacia su compañero y le ofreció una rápida reverencia por haberle salvado la vida de nuevo. Paco le sonrió socarrón y, cuando se dispuso a levantar su mano para devolverle el saludo, se dobló bruscamente por la mitad, un disparo le había alcanzado el vientre.
Como movido por un resorte, Narcís se asomó sin prudencia por encima del peñasco. Vio, entonces, cómo el que había disparado a su amigo trataba de cargar su fusil otra vez. Sin pensárselo dos veces, sacó su navaja y se lanzó sobre el soldado emitiendo un grito salvaje. El cristino, sorprendido con las manos ocupadas, sólo tuvo tiempo de levantar la cabeza para ver cómo un carlista con la mirada inyectada en sangre se abalanzaba sobre él. Narcís le clavó la navaja en el cuello antes de que ambos perdieran el equilibrio y cayeran al suelo. Apuntalado sobre él, el joven Roca volvió a asestarle navajazos una y otra vez, mientras su boca formaba una mueca grotesca, retorcida por la fuerza y la furia. Su voz se había convertido en un extrañó sonido animal.
Horas más tarde los carlistas llegaron al poblado transportando el carromato en el que se veían varios balazos y manchas de sangre. En cuanto los vieron acercarse a la casona fueron recibidos con vítores. Los alegres saludos concluyeron cuando se supo la noticia de que habían sufrido la pérdida de tres soldados y que otro estaba herido muy grave.
Narcís, con la imagen de Paco agonizante entre sus brazos y la mirada hueca, ignoraba las aclamaciones recibidas. Tenía el cuerpo magullado y le dolía sólo con respirar. Sin embargo, poco a poco, una extraña sonrisa se le fue dibujando en el rostro… Había experimentado lo que era tener cerca la muerte, incluso había visto morir a un compañero, pero, ante todo, había conocido el sabor de la victoria, un sabor mezcla de pólvora, sangre, gritos y dolor. Y le gustaba.
Durante los días siguientes que el capitán les concedió de permiso, Narcís se dedicó a beber más que nunca, a acostarse con las prostitutas de Navas, a fanfarronear de su excelente puntería y a contar a todo aquel que quisiera escucharlo cómo había matado él solo a tres enemigos cristinos.
Recibió las felicitaciones del sargento y éste le dijo que informaría debidamente al mando. En cuanto lo llamaron para que se acercara al cerro pelado, donde lo recibiría el capitán Ernesto Salgot, se preparó para escuchar más albricias. Parecía que iba a recibir las congratulaciones del capitán ante su propia familia. Al fin llegaba lo que se merecía. Todos estaban a punto de ver cómo Narcís, el pequeño, el irresponsable, se había convertido en todo un héroe con tan sólo diecinueve años.
El joven Roca caminó con paso tranquilo, deleitándose con lo que sería su paseo triunfal. Cuando llegó a la casa y Montse, la joven criada, le abrió la puerta, Narcís la cortejó sirviéndose de su atractivo físico y de sus logros militares. Aquella muchacha no debía alcanzar los dieciséis años y miraba a ese joven moreno y confiado como si fuera el hombre más sabio del mundo. Enrojecida, Montse lo hizo pasar al salón. Allí, a un lado de la larga mesa, estaban sentados los oficiales de la compañía, el capitán, el sargento y el alférez. Al otro lado esperaban Rosendo y Pantenus.
Le sorprendió no ver allí a ningún otro miembro de la familia y que, en cambio, sí estuviera presente el abogado de Barcelona. Asimismo, Narcís se esperaba un recibimiento más ceremonioso, que estuvieran todos de pie para aplaudirle y entregarle una medalla o alguna otra condecoración similar. Sin embargo, nadie aplaudió al verlo entrar en la sala. Sólo le indicaron que se mantuviera de pie entre los oficiales y Rosendo.
—Soldado Narcís Roca: ha sido convocado aquí por el juicio que estamos realizando a Rosendo Roca, quien ha sido acusado de ser un liberal. Por la autoridad que me confiere el general Urbiztondo, estoy acreditado para celebrar este juicio y emitir la sentencia que corresponda.
El juicio empezó sin parte acusadora alguna. Ese rol lo ejerció el capitán leyendo un escrito que tenía en sus manos. Pantenus, entre otras mil objeciones, protestó por la irregularidad del proceso, la falta de pruebas y por no haber sido avisado siguiendo el procedimiento. Sus apelaciones a la recta jurisprudencia, empero, sólo consiguieron impacientar al capitán Salgot, que parecía estar ansioso por acabar con el proceso.
Mientras tanto, Narcís observaba aquella situación sin comprender muy bien cuál iba a ser su papel en ella.
—Bien, señor Roca. La acusación que pende sobre usted es muy grave, podría ser considerado un traidor a la patria —lo miró fijamente antes de añadir—: Pero tengo en cuenta la excelente acogida que me han prestado usted y su familia. Además, considero que la valentía demostrada por su hermano en nuestras tropas debería ser suficiente aval como para librarlo de toda acusación insidiosa. Pero… —esos «peros» exasperaban a Rosendo, quien por otro lado permanecía imperturbable sin abrir la boca— tengo aquí un documento avalado por el general en el que recoge la acusación de la familia Casamunt, grandes patriotas desde hace siglos. Y una acusación así no puede desecharse. Entre lo solicitado por los Casamunt está la invalidación del contrato que Rosendo Roca tiene firmado con Valentín Casamunt desde hace seis años. La explotación de la mina pasaría a ser, pues, propiedad íntegra de la familia. Pero… —ahí Rosendo no pudo evitar dejar escapar un bufido, reprimido con un gesto de Pantenus— debido a la situación bélica en la que nos encontramos, y debido también a la situación de irregularidad legal que nos acoge hasta que nuestras tropas victoriosas se hagan con la capital catalana, decido, a la espera de que eso suceda y de lo que dictamine un tribunal ordinario, lo siguiente: Señor Rosendo Roca, deberá compartir al cincuenta por ciento todas las ganancias anuales que obtenga del usufructo de la explotación minera, considerándose que una negativa o incumplimiento del pago le condenaría, por lo pronto, a perder todos los derechos de los que ahora provisionalmente disfruta. Asimismo, dispongo que la familia Casamunt pueda nombrar al personal necesario para que realice las comprobaciones que necesiten para controlar tan de cerca como deseen y estimen oportuno que está pagando ese cincuenta por ciento estipulado. Y declaro en vigor esta sentencia a partir del día de hoy.
El capitán se levantó, saludó circunspecto a los presentes y se dirigió hacia su aposento, que irónicamente pertenecía a la misma persona a la que acababa de procesar.
Rosendo y Pantenus permanecieron un rato más sentados en el mismo lugar. El abogado se volvió y, apoyándole la mano en el brazo, trató de consolarle:
—Ya te dije Rosendo que no ganarán. Antes de que nos demos cuenta, dejarán esta comarca y podremos seguir como hasta ahora. Piénsalo. Sólo es cuestión de esperar. —A pesar de su esfuerzo, Pantenus no podía disimular su disgusto mientras removía en su bolsillo el reloj que siempre lo acompañaba.
Los ojos de Rosendo se perdieron en el vacío. Su rostro se mostraba inexpresivo y su figura desolada, como presa de un gran agotamiento. Narcís, quien estuvo firme todo el rato sin decir nada, se volvió hacia Rosendo y le dijo:
—Ya ves, hermanito, esta vez te he salvado el pellejo yo a ti. Parece que también tú me necesitas…
Rosendo lo miró con gesto serio. Era verdad. Si su hermano no se hubiera unido a las tropas carlistas, podía haberlo perdido todo. Así, sin más. Descubrir el poder que los Casamunt continuaban desplegando sobre él generó un ardor en su estómago que creció hasta propagarse por su garganta. Era lo más parecido a la ira pura. Una ira que debía doblegar como fuera. Apoyó su cabeza entre las manos, sujetándose las sienes. Sólo era capaz de pensar en esa condena, en ese cincuenta por ciento que debía entregar, y en ese riesgo de que, al final, lo perdiera todo.
No lo hizo, pero estuvo muy cerca de intentar abatir la pared a puñetazos.
5 de octubre de 1837
En medio del pesimismo por los últimos acontecimientos causados por los Casamunt, hoy he sido padre. El parto ha sido muy largo y Ana ha gritado mucho. Emilia Sobaler me ha dejado estar a su lado. Decía que la comodidad era muy importante para que él bebé naciera bien y Ana estaba más cómoda cuando yo le cogía la mano.
En cuanto ha empezado a dolerle el vientre, Ana ha sabido que el momento había llegado. No sabía porqué, pero así era. Entonces la he dejado con madre y padre, he cogido mi caballo y he cabalgado hasta la casa de la partera lo más rápido que he podido. Enseguida he vuelto con Emilia que, aunque ya tiene muchos años, se mueve como si no fuera así. La he llevado al dormitorio y se ha preparado para ayudar a nacer a mi hijo.
Ha pedido una palangana llena de agua caliente y unoscuantos paños.
Montse lo ha subido todo corriendo al dormitorio. Emilia ha recomendado a Ana que caminara durante un rato antes de volver a tumbarse. Ana no dejaba de gemir y de respirar cada vez más fuerte, y yo quería ayudarla. Su camisón y lasmantas estaban empapados en sudor. Parecía que con cada soplido conseguía deshacerse un poco de ese dolor que le había quitado el color de la piel.
De repente, Emilia ha anunciado que el bebé ya asomaba la cabeza y he apretado con fuerza la mano de Ana. Casi al instante, el resto del cuerpo de la criatura ha salido. Todo estaba manchado de sangre. Ha sido entonces cuando Emilia nos ha anunciado que era una niña. Ha cortado él cordón que unía a la pequeña a su madre y, después de un silencio, la niña ha empezado a llorar. Sonaba muy profundo. Entonces, la partera ha cogido uno de los paños y la ha limpiado. Yo no podía dejar de pensar que había mucha sangre a los pies de Ana y que podía ser peligroso, Ella me ha tranquilizado, me ha dicho que era normal, que no me preocupara. Me ha dado a la chiquilla y la he cogido.
Anita. Ése es el nombre de mi niña. No sé qué palabras escribir para explicar qué he sentido al cogerla y mirarla. Sus manos y sus pies son más pequeños que un dedo mío. Y casi no tiene nariz. Sí tiene bastante pelo, como su madre. Sólo quiero cuidar de ella y protegerla. No quiero que nadie haga nada que la perjudique.
Al entregarle la niña a Ana ya sabía cómo debía llamarse; es como ella, aunque más pequeña. Se la veía muy cansada, pero cuando ha visto a la pequeña se ha recuperado. Como si la necesitara para volver a sentirse bien. Le he pasado un paño mojado por la frente y él rostro y ha recuperado el color. Cuando la niña estaba en sus brazos ha buscado el pecho de su madre. Sabía perfectamente cómo encontrarlo. Ana me ha sonreído y me ha dicho: «Anita. Nuestra niña se llamará Anita».