Jubal Fontana era maestro de obras en Cardona y alrededores. A pesar de su juventud, su fama se había extendido con rapidez. Así, cuando Rosendo acudió a Henry para que buscara a alguien capaz de edificar su nueva casa, el escocés encontró la excusa perfecta para presentarlos.
El maestro de obras tenía unos hombros casi tan anchos como los de Rosendo. Sin embargo, su menor estatura, junto a unas facciones delicadas, enmarcadas por cuidadas patillas, y su manera poética de mirar y hablar de la construcción habían convertido a Jubal en todo un galán. Enfundado en unos calzones largos de pana, su camisa de mil rayas, el chaleco y la faja que rodeaba su cintura, se mostraba como un joven fuerte de alma lírica.
Aquel día, recién acabado el verano, Rosendo paseaba junto a Jubal por la aldea mientras le explicaba con todo lujo de detalles la casa que tenía en mente. La vivienda debía ser sobre todo grande ya que, además del espacio para el matrimonio y sus futuros retoños, había que contar también con el traslado de Narcís, Angustias y su hermano. El minero y el maestro de obras acababan de bajar del cerro pelado, donde le había mostrado el lugar exacto en el que quería construirla.
—Me la imagino de dos plantas —especificó Rosendo al recordar los altos edificios de Barcelona—. Vamos a vivir cinco personas. Más los hijos que podamos llegar a tener.
—De acuerdo.
—Además, me gustaría que tuviera unas escaleras —añadió al rememorar las que había visto en la finca de los Casamunt.
—Claro, para comunicar las dos plantas.
—No, me refiero a unas escaleras en el exterior, que den a la puerta.
—Pero unas escaleras en lo alto de un cerro no es cosa fácil —advirtió Jubal.
—Habrá que adecuar el terreno, sin duda —insistió Rosendo con expresión inmutable.
—Entendido, señor Roca —respondió mientras sus manos jugueteaban con la gorra de visera. Enseguida se dio cuenta de que aquel hombre sabía lo que quería.
De pronto, un tumulto de gente los interrumpió con sus gritos y movimientos:
—¡Sinvergüenza! ¡Bellaco!
Rosendo, extrañado por el revuelo, se dirigió hacia los alborotadores.
—Discúlpame, Jubal.
Se plantó sin mentar palabra delante de ellos. Señaló con la cabeza al hombre que Héctor llevaba cogido por los brazos esperando una respuesta inmediata.
—¡Es un ladrón! —gritó uno.
—Ha robado en la casa de Antonia —informó más serenamente Héctor.
—¡Qué susto, Dios mío! —gritó ésta—. Cuando lo vi ahí con las gallinas…
Numerosas voces siguieron a la de la víctima exigiendo justicia.
—Hay que entregarlo a la autoridad, que lo metan en la cárcel —vociferó una—, ¡que lo ahorquen!
Los ánimos se estaban caldeando demasiado. Rosendo se sintió obligado a tomar casi instantáneamente una decisión. Cuanto más tiempo transcurriera, más confusión habría. Al fin, anunció:
—Yo me hago cargo. —Y tras un breve silencio, continuó—: Seguidme a la alameda.
Rosendo buscó a Jubal con la mirada, se acercó a él y le dedicó unas últimas palabras:
—Vuelva mañana para empezar la obra.
—De acuerdo —respondió el joven sin dudarlo. Comprendió que no debía ni pensar en contradecir al minero.
Cuando Rosendo llegó a la alameda el número de personas congregadas había crecido. Todos querían ver cómo el joven Roca resolvería el conflicto. Entre el gentío estaba también Teresa, que observaba embelesada la influencia que ejercía Rosendo sobre el grupo. Los álamos junto al río formaban un sendero al final del cual había un tocón. El minero cruzó el corrillo que los aldeanos habían hecho y con aire solemne se colocó junto a los restos del tronco. Él sería el juez y aquellos frondosos árboles su jurado. La gente aglomerada calló de repente.
Rosendo inició entonces su interrogatorio:
—¿Qué ha hecho este hombre?
—Me robó —contestó Antonia—. Lo he pillado justo cuando se llevaba en un saco a cuatro de mis gallinas.
—¿Las ha devuelto?
—Ha tenido que hacerlo —respondió Héctor, que cogía con fuerza los brazos del acusado—. Yo estaba cerca de la casa, he oído los gritos de Antonia y al verlo salir del corral le he atrapado.
—¿Dónde está el saco?
—¡Aquí! —respondió la afectada levantando la prueba del delito.
La señora se acercó a Rosendo y se lo entregó. Éste lo abrió para comprobar su contenido y, asintiendo, continuó:
—¿Cómo se llama?
—¡Sinvergüenza! —exclamó la dueña de las aves.
—Señora, cálmese, por favor. ¿Cómo te llamas? —repitió delante del cuatrero.
—¿Y a ti qué te importa? —respondió éste despectivo mientras intentaba soltarse de las manos de Héctor.
—Tu nombre, vamos —insistió Rosendo impasible.
El ladrón aguantó en silencio todo lo que pudo, hasta que pareció darse cuenta de que esa decisión no le serviría de nada.
—Guillem Espronceda.
—Guillem Espronceda, ¿por qué has robado a Antonia?
—Yo no he robado nada.
—¿Por qué has robado y ahora me mientes? —dijo Rosendo inalterable.
—Ya te he dicho que yo no he robado nada.
Rosendo lo miró en silencio y al fin dijo:
—Traedlo aquí.
Cuando Héctor lo hubo llevado junto al tocón, Rosendo continuó:
—¿Qué brazo utilizas para trabajar?
—El derecho, ¿por qué? —preguntó Guillem extrañado.
—Poned su brazo derecho sobre el tocón —ordenó a Héctor y a otro de los hombres—. Conseguidme un mazo.
Al escuchar la decisión del minero, los allí presentes expresaron su sorpresa y en cierta manera, su temor.
—¡Yo no he hecho nada! ¡Soltadme, cabrones, soltadme! —gritaba trastornado.
—Estiradle bien el brazo —ordenó Rosendo con tono calmoso.
Fue Jordi Giner quien consiguió el mazo. Había estado escondido entre el gentío desde el principio. Rosendo cogió el objeto de las manos del hijo del herrero sin ni siquiera mirarlo.
El hombre que estaba a punto de recibir el golpe se retorcía arrodillado en el suelo mientras trataba de liberarse.
—¡Dejadme, dejadme! —gritaba una y otra vez.
Rosendo levantó el mazo con parsimonia, acumulando toda su fuerza en la mano derecha y, decidido, dio un solo golpe seco y certero sobre el antebrazo de Guillem Espronceda. El crujir de los huesos rompiéndose fue el detonador de un grito enajenado que parecía provenir de un animal. El ladrón aulló y sudó congestionado. Incapaz de pronunciar palabra, dedicó entonces una última mirada a Rosendo que denotaba una mezcla de dolor y desconcierto. Dolor por su extremidad quebrada y desconcierto por el poder que aquel hombre se había adjudicado a sí mismo.
—Lleváoslo. Entablilladle el brazo y echadlo de aquí. No quiero volver a verlo nunca más.
El gentío siguió conmovido a los hombres que se llevaron al maleante. Rosendo había demostrado ser capaz de imponer la justicia necesaria.
Cuando la causa hubo terminado y los presentes se dispersaron, Jordi Giner y Teresa se cruzaron entre la multitud.
Jordi fue el primero en hablar:
—Te dije que no serviría para nada. No sé por qué te hice caso.
—¿A qué te refieres? —preguntó sorprendida.
—¿Es que no sabes que Ana y él se van a casar?
La expresión de Teresa se tornó rabiosa al oírlo.
—Van a construir una casa en el cerro pelado. Será su nuevo hogar —seguía explicando con voz titubeante. Enseguida añadió señalando el tocón—: Ya has visto que no podemos hacer nada en su contra. El poblado lo adora.
Al descubrir la tristeza que ensombreció el rostro de Teresa, Jordi lo acarició con ternura. Fue un impulso, ni siquiera lo pensó.
Teresa observó abatida a su cómplice en ese enredo y sintió la calidez de su mano. Asumió al fin su derrota y decidió desviar su interés en otra dirección.
—Y Ana también lo adora —respondió mientras cogía la mano del joven sin dejar de mirarlo.
Jordi no la soltó.
Esa misma noche, Rosendo se encontraba en el almacén preparando algunas de las lámparas de aceite que los mineros del turno de día iban a necesitar. De pronto, la puerta se abrió y dio un golpe contra la pared.
—Tenemos que hablar —anunció Henry con tono grave al entrar.
—¿Qué pasa? —preguntó preocupado el minero entreviendo la llegada de nuevos problemas.
—No te lo vas a creer…
Henry cabeceaba con apariencia resignada, con las manos cruzadas a su espalda.
—¿Recuerdas al director de Textiles del Vallés?
—Sí.
—¿Recuerdas que le dije que le mandaría el listado de nuestros clientes?
—Sí.
—Pues hoy he vuelto a la fábrica. Quería saber si míster Vilatasca había tomado una decisión sobre nuestra oferta, si había valorado nuestros servicios. —Las explicaciones se sucedían sin pausa.
El minero movió las manos para pedirle que abreviara.
—Cuando he llegado y me ha saludado… —interpuso un breve silencio antes de continuar—, me dice: «Señor Gordon, creo que usted y yo tenemos que hablar de negocios».
Henry se quedó callado, conteniendo la respiración y esperando a que Rosendo dijera algo.
—¡Hemos cerrado un trato, Rosendo! —La expresión del escocés se tornó eufórica. Comenzó a saltar y a alzar los brazos al cielo—. Pantenus Miral ha hablado con él y no sé qué es lo que le habrá dicho, pero ha decidido comprar nuestro carbón. It’s great, wonderful!
Rosendo suspiró tranquilo. No gritó ni saltó junto a Henry. Habían superado un obstáculo, pero estaba seguro de que se encontrarían con más.