Aquel viernes fue día de mercado. Los hombres que se hallaban en el interior de la cantina presenciaban atentos la discusión que se había desatado.
—¡Oye, listo, que tú no eres el amo! ¿Qué te has creído?
—Yo llegué primero. Vete a tomar aire por ahí.
—¿El primero de qué? —Una vena se marcaba palpitante en mitad de la frente de Llopis.
Octavi Llopis había entrado colérico en la taberna. En medio de ese ambiente distendido había preguntado por Gustavo López. Estaba sentado en la barra, bebiendo tranquilamente, cuando Llopis lo increpó.
—Venga, chicos, tranquilos, que aquí no quiero jaleo… —intervino Fidel, el cantinero, un individuo a quien su escasa corpulencia lo había llevado a convertirse en un hombre conciliador.
Sin embargo, los dos enzarzados parecían no escucharlo. Así que optó por callarse.
—Me voy un momento y al volver descubro que alguien intenta quitarme el sitio de mi puesto de carne —seguía diciendo Llopis, cada vez más enojado con Gustavo.
—¿Tu sitio? ¿Qué pasa, acaso lo has comprado? —declaró López, y soltó una carcajada mientras daba un trago a su vaso de vino—. ¡A mí me han dicho que me coloque en esa esquina y no hay quien me mueva!
—¡Ya verás tú si te muevo yo a mamporros! —lo provocó Llopis mientras se arremangaba la camisa.
López se puso en pie dispuesto a responder al ataque.
—Alto ahí, aquí no se mueve ni el gato. —La voz de Pasodoble irrumpió con fuerza. El guarda sostenía un trabuco con ambas manos.
—Por favor, no quiero problemas… —suplicó Fidel todavía con más angustia.
—¿Quién te ha dado vela en este entierro? —preguntó López al recién llegado.
Llopis no tardó en apoyarlo:
—Sí, a ver si vas a recibir tú también.
—No sé si os habrán informado pero soy responsable del orden en esta aldea.
—What’s… ¿Qué pasa aquí? —La voz meliflua de Henry silenció el lugar de golpe. Tras escuchar los gritos que surgían de la cantina, el escocés había entrado resuelto para averiguar qué estaba sucediendo.
—Gracias a Dios… —suspiró Fidel, ya tranquilo.
—Están causando alboroto por no sé qué sitio y parece que son un poco reacios a recibir ayuda. Si quiere que me haga entender… —dijo el Pasodoble mientras comenzaba a golpear el trabuco contra su mano izquierda.
—Tranquilo, lo arreglaremos hablando —intervino Henry.
—Vaya humos que guarda ése. ¡Ven aquí a ver si me callas! ¡Ven aquí si eres hombre! —gritó López mientras el Pasodoble se retiraba haciendo caso omiso a las increpaciones.
Henry puso la mano sobre el hombro de Gustavo López para intentar tranquilizarlo e insistió:
—¿Cuál es el problema?
—Mire, señor escocés —explicó Octavi Llopis—, yo he llegado y he empezado a colocar mi puesto en la plaza. Me he ido un momento y cuando he vuelto me he encontrado con que alguien, es decir, él —añadió mientras señalaba a su enemigo—, había empezado a plantar el suyo casi encima del mío.
—Hombre, si te metes en mi terreno… A ver si te crees que toda la plaza es tuya.
—Miren ahí fuera —los interrumpió Henry. Elevó el brazo y señaló la plaza que se extendía a las puertas de la cantina—. ¿Ven que hay más personas preparando sus puestos alrededor de la plaza?
Ésta se hallaba repleta de comerciantes que anunciaban a voz en grito sus ofertas y pregonaban la más alta calidad de sus productos.
—Sí —respondieron al unísono.
Henry continuó:
—¿Ven que alguno tenga problemas?
—No —respondieron ambos mirándose con saña.
—All right. Ahora mismo no está Rosendo Roca, el jefe de la explotación, y las decisiones están en mis manos. Como veo que no están muy dispuestos a ceder y yo tengo mucho trabajo, les propongo que compartan esa esquina. Quizá estando así de juntos acaben llevándose bien por necesidad.
Los comerciantes respondieron sin excesivas muestras de contento:
—Vale, vale…
Parecía que Henry había terminado su discurso, pero volvió a hablar:
—Shake your hands. Esas manos, por favor. Un trato sólo puede cerrarse con un apretón, gentlemen.
Cuando Rosendo volvió a casa aquella tarde después de pasar dos días en Barcelona no esperaba encontrar la agitación que halló.
—¡Madre! —gritó tras cruzar el umbral de su casa. Al no ver a nadie salió a la parte trasera. Encontró a Angustias en el corral rodeada de animales. Entró en el recinto y le dio un beso en la mejilla.
—Estas gallinas ya casi no ponen huevos —se quejó ella.
—Barcelona es increíble, madre. Le encantaría.
Angustias posó al fin su mirada en la silueta de Rosendo y asintió diciendo:
—Vaya, qué guapo estás.
Rosendo vestía un elegante traje con levita y camisa blanca, y en su cabeza reposaba un sombrero de alas anchas.
—Me lo he comprado allí. Pantenus, mi abogado, cree que las formas también son importantes.
—Me alegro de que haya ido bien tu viaje, hijo —le respondió en una actitud más bien abatida.
—¿No se encuentra bien?
—Tengo que hablar contigo —le confesó mientras entraban dentro de la casa—. Siéntate, cariño.
Cuando los dos hubieron tomado asiento, Angustias pensó mucho en cómo anunciar lo que había descubierto. Tras unos segundos en silencio, sin más, dijo:
—Ha ocurrido algo mientras estabas fuera.
Rosendo se tensó de inmediato.
—¿Qué? ¿Ha pasado algo con padre o con Narcís? —preguntó inquieto.
—Con Ana. Ha pasado algo con Ana —respondió con la mirada gacha.
Rosendo frunció el ceño preocupado y esperó a oír más.
Angustias continuó titubeante:
—Dicen que Ana y el hijo del herrero han tenido… bueno, que han intimado mientras tú estabas fuera.
Rosendo apretó la mandíbula e irguió la espalda sin decir nada. Empezó a acariciar con una de sus manos la solapa algo abultada de la levita.
—También dicen que has ido a la ciudad para… para… tú ya me entiendes, Rosendo.
Angustias tomó aire antes de continuar:
—Ella está sufriendo mucho. No se atreve ni a salir de casa… Amelia dice que es culpa suya, por ser tan amable con todo el mundo. Yo no creo que haya hecho nada, hijo. Es que alguna gente puede llegar a ser muy mala…
Al ver que la mano de Rosendo se posaba inmutable en su solapa, a la altura del corazón, Angustias le preguntó inquieta:
—¿Qué tienes ahí hijo? ¿Te ha pasado algo?
—No es nada —respondió él, y sin decir más se levantó y se marchó. Quería que ella se lo dijera, escucharlo de su voz, verlo en su mirada.
Ana estaba en la cocina en compañía de Amelia.
—No debías haber aceptado pasear con ese Jordi. Tienes que aprender a ser más responsable —la reprendía su madre mientras pelaba las patatas para la cena.
Ana tenía los ojos llorosos y no decía nada.
—Lo siento —repitió otra vez—. Él sólo me pidió charlar un rato. No sabía que pasaría esto. Lo siento…
—No importa lo que tú creas. Importa lo que los demás crean —añadió Amelia que, como siempre, iba enfundada en su traje oscuro—. Para empezar, no deberías llevar ese pelo tan largo suelto, no es decente. Tendrías que hacerte una trenza o un moño, como debe guardarse ya en una chica de tu edad.
Ana no hacía más que secarse las lágrimas con un extremo del delantal de rayadillo que llevaba sobre la falda. En ese momento alguien llamó a la puerta y Amelia fue a abrir. La silueta de Rosendo mostraba su corpulencia bajo el dintel.
—Ven conmigo —ordenó con el semblante serio. Ana se quedó sin aliento. Rosendo respondió cogiéndole la mano con rapidez—. Volvemos enseguida —anunció antes de salir.
Rosendo emprendió la marcha sin pronunciar palabra. Caminaron durante un largo trecho, él con la mano en la solapa de su levita y ella con sus tristes ojos verdes, esperando afligida el temido momento del abandono. Subieron con paso ligero hasta la cima del cerro pelado próximo a la aldea.
Entonces Rosendo se detuvo en seco.
—¿Te gusta este sitio?
Desde aquel lugar se veían todas las casas que componían el poblado, la mina, los campos de trigo, los huertos…
—Sí —respondió ella en un tono apenas audible.
—¿Te gustaría vivir aquí? —preguntó, mirándola directamente a los ojos enrojecidos por el llanto.
—¿Cómo? —inquirió ella con expresión confusa.
—Si te gusta, podríamos vivir aquí. Los dos, juntos.
Ana abrió los párpados de forma exagerada.
—Me dan igual los rumores. Sólo te quiero a ti.
Rosendo extrajo del interior de su solapa la rosa blanca, algo magullada, pero no por ello menos bella, y se la entregó a Ana.
Después de un momento de desconcierto, ella lo abrazó agradecida y le respondió entre sollozos:
—¡Sí, sí que quiero! ¡Claro que quiero!
Y su abrazo estrechó con más fuerza el cuerpo de aquel hombre al que amaba con toda su alma.