Capítulo 28

En la aldea la actividad aumentaba con cada día que pasaba. Mientras Rosendo llevaba a cabo su primera visita a Barcelona, Henry realizó un censo de todas las familias que habían ido llegando al poblado con la intención de quedarse. Sentado a una mesa improvisada en el almacén, el escocés apuntaba los nombres y las profesiones de varias decenas de personas.

Well, que pase el siguiente… —gritaba—: The next one, please!

—¿Nestuán, hay algún Nestuán por aquí? Bueno, pues me toca a mí —anunció un hombre que esperaba en la extensa cola que salía del cobertizo y llegaba hasta la aldea.

—Buenos días, dígame.

—Soy carnicero y experto matarife. Octavi Llopis, para servirle, señor inglés.

Una sonrisa de oreja a oreja enmarcaba su presentación. Con un único mechón de pelo atrincherado en mitad de la frente, su gran cabeza calva y su expresión relucían por igual.

—Antes que nada, míster Llopis, no soy inglés, sino escocés.

—Perdone, ¿esco…? —preguntó arrugando el ceño.

—Escocés —insistió Henry.

—Ah —respondió algo confuso, y repitió con dificultad—: Es-co-cés.

—Perfecto. ¿Se podrá garantizar la calidad de la carne que comemos?

—Por supuesto, los animales que pasan por mis manos quedan más secos que una ciruela pasa. También soy limpio, limpísimo. Con decirle que en mi último trabajo los compañeros preferían mis viandas a las que ellos mismos preparaban…

—Y, perdone la indiscreción, ¿qué pasó con ese empleo?

—El matadero se trasladó a Barcelona y yo y la ciudad somos como el aceite y el agua, usted sabe…

All right. ¿Tiene familia?

—Sí, están allí mismo.

—Muy bien, ya hemos terminado. Encantado, míster Llopis, de ahora en adelante nos veremos a menudo por aquí. —Y tras estrecharle la mano desvió la mirada hacia la fila que se encontraba frente a él—: El siguiente, please.

—Ahora voy yo —resonó una voz de tono grave desde el quicio de la puerta.

Henry levantó la cabeza de la libreta y se encontró con un individuo corpulento.

—Me llamo Gustavo López y soy extremeño. Salí de mi tierra porque quería ver mundo y, paso a paso, me he ido ganando el pan como comerciante. Toda la vida la he pasado de pueblo en pueblo, pero ahora, con la edad y esos «carlistos», como yo los llamo, busco un lugar tranquilo donde quedarme. Me han dicho que en su mina están formando un pequeño pueblo y me ha picado la curiosidad. La verdad es que…

—Sí, sí, gracias. Por favor, sea breve. ¿Tiene usted familia?

—Pues sí, están todos afuera. ¡María! —gritó en un tono tan fuerte que obligó a Henry y a los que estaban en el almacén a taparse los oídos.

—Bueno, déjelo, en otra ocasión conoceremos a María, no se preocupe. —Y, acariciándose la perilla, continuó preguntando—: ¿Qué es lo que dice que vende?

—De todo. Le puedo conseguir lo que quiera. Desde tabaco, alcohol, comida… Viajo a todas partes para satisfacer las demandas de mis clientes.

—Pero, a ver, un momento, ¿no me ha dicho usted que quiere quedarse en un lugar tranquilo?

—Ah, no. Yo sin el camino no puedo vivir. Lo que pasa es que mi María está un poco cansada de andar todo el día para arriba y para abajo con los chiquillos y…

Henry alzó la mano para hacerlo callar.

—¿Tiene muchos hijos?

—No muchos. Cuatro y uno en camino.

—Ah, no muchos. Oh, my God!

Personas de procedencias variadas se fueron sucediendo ante el mostrador de Henry a lo largo de toda esa jornada. Comerciantes, mineros, cantineros… todos habían oído hablar de una nueva aldea que crecía imparable y querían formar parte de ella.

Jordi Giner golpeaba con el martillo el fragmento de hierro candente sobre el yunque. Dirigía miradas de soslayo a su padre que, desafinado, canturreaba mientras limaba una pequeña pieza. Cuando el joven herrero vio que Matías dio por finalizado el trabajo al lanzar el objeto dentro del cesto de mimbre, se quitó los pesados guantes de cuero y se dirigió a él algo alterado.

—Padre, ¿puedo salir ya? Cuando vuelva prometo recoger el taller.

—¿Qué pasa, es que tienes una cita? —preguntó Matías, al tiempo que le daba un codazo.

—No, padre, es que he quedado con una amiga para dar un paseo, eso es todo. Sólo dispone de un rato libre.

—Bueno, bueno, tú sabrás… Yo a vuestra edad sí que…

—Padre, de verdad, no quisiera llegar tarde.

—Ah, sí, sí, perdona. Anda, vete.

Jordi Giner se retiró el delantal de cuero y lo colgó detrás de la puerta. Metió la rizada cabeza en un barril lleno de agua y se subió los tirantes que le aguantaban los pantalones. Cuando acabó de abotonarse la camisa, salió al exterior. Matías lo observaba alejarse con una sonrisa de satisfacción que coronaba sus duras facciones.

El joven llegó inquieto a la improvisada plaza. Las viviendas formaban un conjunto irregular, pues éstas se habían ido construyendo en función de la horizontalidad del terreno. Pese a todo, de manera espontánea, ese espacio vacío y rectangular había surgido por necesidad en el centro del poblado. Muchos de los mineros que habían acabado su turno a las seis se pasaban por la cantina de Fidel, una pequeña taberna a la que los aldeanos acudían para tomar tanto su vaso de vino como su plato de potaje. El jolgorio solía ser habitual, y más en verano, cuando a esas horas el calor dejaba de ser sofocante.

Entre el gentío que entraba y salía del local, una figura destacaba por encima de las demás. Ana Massip vestía un traje claro, entallado en la cintura y vaporoso a partir del talle. En su rostro destacaba la mirada despierta con que observaba todo lo que la rodeaba. Jordi la reconoció enseguida y se le acercó alegre. Tras el saludo los jóvenes decidieron dar un paseo. El herrero tenía una propuesta que hacerle a Ana.

El sendero serpenteaba tranquilo entre prados y árboles. En un recodo alejado se sentaron sobre la hierba para charlar tranquilamente. Al poco, ella, sorprendida, le preguntó:

—¿Y a qué se debe este repentino interés por aprender a leer y escribir?

—Pues no sé, me gustaría hacer algo más que trabajar el hierro.

—Creo que es una buena idea, Jordi, todos tenemos derecho a querer ser un poco mejores.

—Entonces, ¿podrías?

—No sé —respondió Ana insegura.

—No entiendo por qué. Serías como una profesora para mí. Mi profesora de lectura —concluyó y le guiñó un ojo.

Ana sonrió y continuó exponiendo sus dudas:

—Pero es que tampoco sé tanto. Creo que sería mejor que hablaras con Angustias.

—¿Angustias? ¿La madre de Rosendo? —Un gesto sombrío asomó en la cara de Jordi Giner.

—Sí, claro —respondió ella—. Podemos ir ahora mismo a preguntárselo. Seguro que lo hace encantada. Ella sí es una buena profesora —informó la joven mientras se levantaba agarrándose a la mano de Jordi.

En ese momento, apareció por el camino Teresa acompañada de sus dos amigas inseparables, Mari y Ramoneta, y saludaron a la pareja con sorna.

—¿Ya os vais? ¡Niña, qué prisas! —espetó Ramoneta dando un codazo a Mari mientras las tres soltaban una carcajada.

Jordi y Ana no respondieron. La joven no podía suponer las consecuencias de aquel inocente encuentro.