Capítulo 27

Cuándo Rosendo llegó a la gran ciudad amurallada se sintió minúsculo. Barcelona era inmensa y bastaba un solo segundo para perderse y ser engullido por su infinidad de calles y viviendas regadas con el humo oscuro de las fábricas. Rosendo se sentía algo aturdido pero decidió visitar sin dilación al enigmático abogado Pantenus Miral.

El despacho de Pantenus se encontraba en la calle Sant Pere Mes Alt, en el barrio de la Ribera. Tal apelativo se debía a que la vida de aquella zona estuvo íntimamente ligada a una antigua acequia que traía agua del río Besos. Siguiendo las indicaciones de los transeúntes, Rosendo encontró finalmente el bufete del abogado entre la multitud de casas-palacio renacentistas.

El minero se quitó educadamente la gorra cuando una mujer le abrió la puerta. Dijo llamarse Claudia Batlle y, como el abogado, debía de rondar la treintena. Realizaba movimientos nerviosos y poseía un tono de voz agudo. A juzgar por la escoba que colgaba de su mano, cuidaba de aquella casa y de su inquilino.

—Está en la sala, pase, por favor —lo dirigió Claudia con un movimiento de la mano.

En esa primera visita, Rosendo sólo llegó a entrar en el primer piso, dividido en un recibidor, una pequeña sala y una cocina. Aun así, acostumbrado a las casas de su aldea, aquella vivienda le pareció grandiosa y no podía dejar de fijarse en cada rincón.

—Me alegra que haya decidido venir, señor Roca —lo saludó Pantenus.

La decoración de la estancia era sobria, hecho que resaltaba aún más la cantidad de libros que albergaba. Pesados volúmenes llenaban las estanterías y ocupaban desordenadamente gran parte de la mesa escritorio, el suelo y alguna de las sillas laterales. Rosendo tuvo tiempo de ver títulos que contenían palabras como legislación, derecho y jurisprudencia.

—¿Su socio no ha podido acompañarlo? —le preguntó Pantenus mientras le ofrecía asiento.

—No. Tenía otros asuntos que atender.

Y tras un breve silencio, añadió señalando los ejemplares:

—¿Los ha leído todos?

—Seguramente, aunque la mayoría son de consulta.

Rosendo asintió en silencio, tratando de disimular su asombro, él seguía empeñado en ilustrarse, y, aconsejado por su madre, había continuado adquiriendo libros que, cada vez con menos esfuerzo, leía por las noches, después del trabajo en la mina y de acompañar a Ana a su casa. Aun así, no llegaban ni a veinte las obras que habría leído en total. Inmóvil, continuó observándolo todo mientras sus manos se aferraban con fuerza a la gorra que llevaba.

—¿Es la primera vez que visita Barcelona?

—Sí.

—¿Y qué le parece? —insistió Pantenus mientras servía una copa de brandy para su invitado y otra para él.

—Es muy grande.

—Sí que es grande —exclamó en tono complaciente—. Aquí puede encontrar oportunidades muy interesantes para su negocio, ¿sabe? Dicen que somos el eje industrial de España —resolvió antes de dar un sorbo a su vaso.

—He visto el humo de las fábricas, ¿qué queman? —quiso saber Rosendo.

—Es usted un emprendedor nato. —Rosendo arrugó el ceño mientras tragaba el ardiente líquido—. Quiero decir que tenía yo razón…

El minero, sin entender su respuesta, pasó directo al asunto que le concernía:

—Explíqueme cómo podemos… sernos de mutua ayuda —repitió textualmente las palabras que Pantenus había pronunciado el día anterior en Terrassa.

—Buena memoria, señor Roca —inclinó la cabeza en señal de complicidad.

Viendo la imperturbabilidad de Rosendo, buscó una manera ilustrativa de demostrarle a qué se refería. Sacó su reloj de bolsillo, lo abrió y se lo entregó a Rosendo diciéndole:

—Lea.

Titubeante, Rosendo lo obedeció:

—Por lo general, los hombres creen fácilmente en lo que desean. Ce jota ce.

Pantenus sonrió al ver que aquel joven pronunciaba también las siglas y a continuación dijo:

—Qué verdad más grande…

El minero cerró el reloj y se lo entregó desconcertado a Pantenus.

—Lo que yo quiero decir, señor Roca, es que es fácil creer en lo que uno desea. Tal puede ser la intensidad de esta creencia que a veces el entendimiento no se da cuenta de que también puede darse lo contrario. Verá —cabeceó tratando de encontrar las palabras adecuadas—, por lo que pude ver ayer en su gesto, usted no esperaba lo que le ocurrió. ¿Me equivoco?

—No.

—De acuerdo. Ahora, si me permite, voy a mezclar el terreno profesional con el personal que, como en esta casa, se hallan el uno yuxtapuesto al otro. Lo que yo quiero —dijo al tiempo que se recolocaba los anteojos y se apoyaba en la mesa—, es decir, mi deseo, es creer en su proyecto tanto como usted, dejarme llevar un poco por esa pasión ciega. Lo que le ofrezco en contrapartida son mis conocimientos como ciudadano y abogado para mostrarle lo que su entusiasmo no le deja ver.

—¿Y cuánto tendría que pagarle? —le preguntó Rosendo con la boca fruncida, inseguro.

—Bueno, eso ya lo acordaríamos más adelante. Si quiere, podemos probar un tiempo para ver cómo nos entendemos usted, yo…

—Y Henry —lo interrumpió Rosendo.

—Por supuesto, y Henry Gordon —asintió Pantenus—. Si todos estamos conformes, llegado el momento buscaríamos una cantidad apropiada.

Rosendo suspiró sonoramente y tras unos segundos continuó con las preguntas:

—Y exactamente, ¿cómo va a enseñarme lo que yo no veo?

—Legislación mercantil.

El minero recuperó su expresión confusa. El letrado se explicó:

—Así de primeras suena extraño y complicado, pero no lo es en absoluto. Verá, yo me ocuparía de que las relaciones entre usted y sus clientes se adecuaran a los requisitos del derecho comercial. Eso haría, por ejemplo, que nadie pudiera robarle ni mentirle así como que nadie le acusará a usted de hacerlo.

—Yo no miento ni robo —rebatió raudo Rosendo.

—Amigo mío… eso es lo de menos. Créame. Lo-de-me-nos —recalcó.

Esa explicación pareció convencer más a Rosendo, que enseguida cambió su extraño gesto por uno más relajado.

—Así, si, pongamos, el señor Vilatasca de Textiles del Valles le compra su carbón, se asegurará el trato mediante un contrato de suministro. De esa manera quedará establecido que usted como suministrador deberá proporcionar una prestación al suministrado, en este caso el señor Vilatasca, a cambio de un precio.

—Pero eso ya lo hago con otros clientes.

—Sí, pero corre el riesgo de que sin un contrato detallado alguien no le pague y usted no pueda reclamar nada. O de que algún proveedor reviente su precio temporalmente y lo deje a usted al margen. Al margen y con una montaña de carbón sin vender.

—Entiendo.

—Pues éste es sólo uno de los puntos, pero hay muchos más que podrán serle favorables.

—Bien.

Pantenus enarcó las cejas:

—¿Eso significa que le interesa? ¿Tenemos acuerdo?

Rosendo asintió primero en silencio y después lo confirmó verbalmente:

—Sí. ¿También ahora debo firmar un contrato?

El abogado sonrió al entrever la naturalidad de aquel muchacho. Pensó que se trataba de una auténtica joya en bruto, sin corromper ni estropear. Todo lo contrario de lo que estaba acostumbrado a ver entre los burgueses que regían la actividad de esa ciudad en constante movimiento.

—Sí, lo rubricaremos la próxima vez que venga a verme. Ahora vamos a dar un paseo, le enseñaré algunos de los lugares más emblemáticos de Barcelona.

Rosendo decidió que sería también esa próxima vez cuando le detallara su compromiso con la familia Casamunt y el contrato que ya había firmado con ellos.

Pantenus y Rosendo salieron a pasear por la Ciudad Condal. Era el abogado el que, entusiasmado, con una mano posada sobre la parte trasera del faldón de su chaqueta y la otra señalando el objeto de su habla, explicaba a su nuevo cliente la tradición de aquello que le estaba mostrando. El joven minero escuchaba el testimonio de su nuevo amigo y observaba maravillado la historia que se escondía detrás de cada rincón.

—Este paseo se llama la Rambla y es relativamente nuevo. Viene de la voz árabe «ramla», que significa «arenal».

Rosendo dirigió su mirada hasta el final de aquel paseo y le asombró su extensión.

—Es la avenida que se dirige recta al mar.

—¿El mar es como un río grande? —preguntó Rosendo mirando al final de aquel paseo.

—¿Qué? —Pantenus miró asombrado a Rosendo—. ¿Nunca has visto el mar? —Era la primera vez que el abogado lo tuteaba.

—No.

—Pues dentro de unos minutos lo verás.

A lo largo y ancho de la vía se distribuían frondosos árboles que contrastaban con edificios de varias plantas. Rosendo no salía de su asombro.

—En un primer momento la antigua Barcino acababa aquí. Después, con el paso de los siglos, las murallas fueron paulatinamente retirándose. Las más recientes vuelven otra vez a aprisionar una ciudad que no para de crecer.

Continuaron bajando por aquel concurrido paseo. Muchas de las numerosas personas que también deambulaban por allí vestían indumentarias que en la memoria de Rosendo evocaron las que solía llevar la familia Casamunt. Con trajes impecables de todos los colores y portando sombreros y sombrillas, algunas de aquellas gentes se movían sobre elegantes carruajes tirados por bellos caballos. Los distinguidos caminantes dejaban a su paso el rastro de un olor dulzón y a la vez avinagrado al que Rosendo no estaba acostumbrado. Por su lado, sin embargo, también pasaron muchos individuos que vestían pantalones raídos y camisas sucias y que arrastraban vulgares carromatos cargados de pescado y de carne. El movimiento a su alrededor no cesaba y eso, en cierta medida, lo incomodaba.

—Aquí está el cuartel. El edificio data del siglo XV y originariamente era una universidad, como ves, preciosa. Sin embargo, siempre hay un monarca dispuesto a cortar alas…

Rosendo lo miró silencioso. No entendía a qué se refería.

—En este caso fue Felipe V, que se encargó de suprimirla.

—Cuántos cambios. Un mismo edificio ha servido para cosas tan distintas.

—Sí. Barcelona se transforma a la velocidad del rayo…

Esas primeras horas juntos marcarían la manera en que evolucionaría su relación, el abogado le informaría y él escucharía, algo a lo que ya estaba acostumbrado con Henry.

—Aquí estaba antes el convento de Sant Josep de los carmelitas descalzos, uno más de los conventos que se quemaron el año pasado.

—¿Por qué? —preguntó Rosendo con asombro.

—Hubo un conflicto a raíz de una corrida de toros. La mala calidad de las bestias desencadenó el enfado del pueblo y, ya se sabe, desatada la sinrazón, comenzaron a quemar conventos.

Ante el silencio del minero, Pantenus justificó el suceso:

—El conflicto real era la pobreza, no nos equivoquemos. La gente explotó, harta de su condición y de su incierto futuro. También incendiaron la fábrica Bonaplata, la primera en España en introducir la máquina de vapor.

—¿Por qué hicieron eso?

—A más máquinas, menos trabajadores, ¿entiendes? Piensa que dentro de estas murallas la presión va creciendo. Cada vez hay más hombres y mujeres que viven en casas diminutas, hacinados entre talleres, comercios y animales… —Tras un breve silencio añadió—: Mira, no todo en esta ciudad es tan malo, aquí tienes el único lugar en el que se venden flores.

Rosendo se acercó al puesto y tras inspirar el aroma que las flores desprendían, compró una espléndida rosa blanca pensando en que se la daría a Ana en cuanto la viera. Quizá había llegado el momento de dar un paso más en su relación. Sonriente, cogió la rosa y pensó que la cuidaría con esmero mientras continuaban descendiendo por aquel maravilloso paseo.

—Ésta es la estatua de Hércules, mítico fundador de Barcelona, y ahí está la calle Escudellers, lugar al que asisto con frecuencia para escuchar algunas tertulias interesantes de progresistas franceses.

Pantenus hablaba sin parar y era evidente que disfrutaba haciéndolo.

—Te gusta mucho esta ciudad, ¿verdad?

—Sí. Me encanta ver lo rápido que está creciendo. Pese a todos los conflictos que te he contado, tiene muchas posibilidades. Observa —volvió a las explicaciones—, ésa es la calle Arc del Teatre. Bajo este arco se reúnen comerciantes ambulantes, con sus cestos y carros, para vender sus productos.

Ya estaban alcanzando el final de la Rambla y los comentarios del abogado se sucedían sin apenas pausa:

—¿Ves donde están todas aquellas velas? —Señaló a lo lejos el barrio de la Barceloneta—. Son naves, la mayoría procedentes de América, con cargas de algodón. El lugar en el que atracan es el puerto. Antes había una pequeña isla de arena cerca de la costa, la isla de Maians, y la unieron a la playa para construir el dique. Justo al lado tienes el mar.

Rosendo se detuvo. Su mirada estaba más perdida que nunca. La profundidad y extensión en el horizonte del agua se le antojaron infinitas. En el mar punteado por aquellas telas blancas ondeando al viento, el minero vio una puerta al mundo. En ese instante, observando ese fenómeno maravilloso, inabarcable y fascinante, que le dejaba más que nunca sin palabras por su belleza y hasta, durante unos momentos, también sin respiración, se sintió embargado por una emoción muy intensa, que contadas ocasiones había sentido antes, tal vez al calor de una sonrisa. Se volvió hacia su nuevo camarada y, rompiendo su seriedad habitual, le regaló una de las suyas, que tan poco prodigaba. Le estaba enormemente agradecido por aquel regalo: ver el mar. En ese momento decidió que no se separaría jamás de ninguno de los dos.