Capítulo 26

El río Llobregat dibujaba la ruta comercial del carbón de Rosendo Roca. En cinco años, el número de clientes con los que contaba la unión Roca y Gordon se había incrementado cuantiosamente. Gracias a ello, los cánones anuales de los Casamunt se seguían pagando de forma puntual.

Henry continuaba expandiendo sus contactos mercantiles mientras Rosendo y sus mineros se encargaban de obtener la materia prima. Fue en uno de esos viajes a finales del verano de 1836 cuando el escocés descubrió una gran oportunidad de negocio, una oportunidad que se convertiría en el punto de inflexión de la futura actividad financiera e industrial de él y su socio.

—Tienes que acompañarme a Terrassa —anunció Henry excitado.

Rosendo bebió agua y se refrescó la cara. Después, sereno, preguntó al escocés:

—¿Por qué?

—Porque nos vamos a hacer ricos.

Rosendo apretó los labios y sonrió levemente.

—¿De qué se trata?

—Tenemos la posibilidad de vender nuestro carbón como combustible para una de esas máquinas modernas. Tragan como condenadas.

Rosendo arrugó el ceño desconcertado.

—La fábrica Textiles del Vallés de Terrassa ha comprado una máquina de vapor —aclaró Henry.

El minero continuaba esperando a que el escocés se expresara con más claridad. Por mucho que intentara ilustrarse, su amigo, por procedencia y experiencia le llevaba demasiada ventaja. Decidió esperar, a ver dónde quería ir a parar.

—Te hablé de ella hace tiempo. Este invento ha revolucionado Inglaterra.

Henry buscaba las palabras adecuadas. Se movía nervioso alrededor del minero a la vez que le daba vueltas a su bombín entre las manos.

—El progreso ha llegado por fin aquí y lo mejor, socio, es que… ¡el carbón es su energía! —añadió entusiasmado, mientras alzaba los brazos y elevaba la voz.

Rosendo permaneció unos segundos asimilando la información antes de afirmar:

—Salimos de inmediato.

En el camino, Henry se encargó de informar a su socio con tiempo suficiente:

Well, verás, después de numerosas tentativas, un británico, James Watt, mejoró la máquina de vapor en 1765. Y este simple hecho cambió la historia, amigo mío.

—No veo cómo —respondió Rosendo algo escéptico.

—¿Que no ves cómo? Oh, my God! —Henry movía la cabeza con incredulidad—. Pues porque por primera vez un artilugio era capaz de transformar la ebullición del agua en energía mecánica. ¿No lo ves? ¡El vapor hacía que las máquinas se movieran! Esto dio origen a una revolución industrial que nació en el Reino Unido primero y, poco después, llegó a la Europa continental.

—¿Y? —Rosendo se divertía a costa de su amigo. Intuía qué quería decirle, pero en ocasiones le gustaba hacerse un poco el tonto ante él para disfrutar de su elocuencia y su entusiasmo. Además, esas charlas eran como clases para él: Henry se explicaba mejor que ningún libro, y sólo conseguía eso si lograba que le contara toda la historia desde el principio.

—¡¿Eso es lo único que sabes decir?! —Henry perdía la paciencia por momentos—. ¿No comprendes que esa revolución llega ahora a España a través principalmente de Cataluña y el País Vasco? ¿No ves cómo eso puede beneficiarnos a nosotros? La aplicación del vapor en la industria textil ocasionará grandes cambios: las hilaturas y los telares disponen de una fuerza que los hace crecer a un ritmo elevado y eso nos permitirá competir con la industria de Inglaterra y de mi tierra. Los precios se modificarán; puede que incluso lleguemos a exportar nuestro carbón —explicó Henry muy sonriente, satisfecho porque Rosendo no le había interrumpido.

Era casi media tarde cuando llegaron a la fábrica Textiles del Vallés de Terrassa. El escocés, impecable con su traje tweed a cuadros blancos y negros, su lazada en el cuello y su bombín, avanzó con paso decidido hacia el interior de la factoría. Rosendo se quedó hipnotizado al descubrir que la nave estaba repleta de inmensas y atronadoras máquinas que no había visto en su vida. El ruido era ensordecedor.

Tras preguntar por el director a una de las trabajadoras, Henry se dirigió junto a Rosendo al despacho con paredes de cristal del segundo piso. En su interior había dos individuos. El escocés llamó a la puerta y tras una pausa la abrió educadamente:

—Siento interrumpirlos, señores. Nos gustaría hablar con el director de esta fábrica.

El individuo de más edad inclinó la cabeza e hizo un gesto de extrañeza mientras respondía:

—Pasen, pasen. ¿De qué se trata?

—Somos Rosendo Roca —dijo Henry señalando a su compañero— y Henry Gordon. Verá, quisiéramos hablar con…

—Conmigo. Soy quien están buscando, Mateu Vilatasca.

Sure, señor Vilatasca. Sabemos que acaban de adquirir una máquina de vapor…

—Queremos venderle carbón —lo interrumpió Rosendo impaciente.

El director de la fábrica dirigió su mirada al silencioso personaje con el que había estado despachando minutos antes, le sonrió y se encogió de hombros.

—Tomen asiento, por favor —les dijo al tiempo que les ofrecía unas sillas y también él tomaba asiento detrás de su mesa.

El hombre que se hallaba junto a él permaneció de pie escuchando la conversación. Tenía un aspecto algo gris que suscitó la curiosidad del escocés: era calvo y tenía las cejas muy pobladas, y a pesar de que debía superar la edad de Rosendo en no más de diez años, su figura encorvada podía calificarse de barriguda y enjuta a la vez.

—¿Qué me ofrecen ustedes que los demás proveedores no puedan? —Vilatasca fue directo al asunto que le interesaba.

—Constancia, compromiso y un excelente precio —respondió Henry.

El señor Vilatasca se irguió en su asiento y esbozó una sonrisa:

—Eso dicen todos. ¿Por qué debería creerles?

—Porque le doy mi palabra —respondió Rosendo convencido.

—Bueno, bueno, eso está muy bien, pero las palabras se las lleva el viento… Hoy en día, la confianza está subestimada.

Rosendo no respondió.

—Tiene razón, míster Vilatasca —resolvió Henry tratando de salvar la situación—. Si quiere puedo proporcionarle un listado con las personas a las que proveemos combustible. Ellas podrían confirmarle las palabras de mi amigo mediante datos probados.

—Eso está mejor… —resolvió Vilatasca. Y, asintiendo, decidió continuar:

—¿Y qué precio tienen?

—Digamos que por veintidós quintales pactaríamos sesenta y cinco reales —respondió Henry mientras hacía rápidos cálculos en su cabeza.

—No está mal. No, no está mal.

Y tras suspirar sonoramente, se puso en pie en señal de despedida:

—Espero ese listado, señor Gordon. —Encajó su mano con la del escocés—. Señor Roca. —Repitió la acción con Rosendo, que no había vuelto a mentar palabra—. Ahora, si me disculpan, tengo otros asuntos que atender. Buenas tardes.

Los acompañó a la puerta y cerró tras ellos. Henry y Rosendo bajaron las escaleras y salieron de la fábrica con una leve sensación de fracaso.

—No va a ser fácil —trató de consolarle Henry.

Cuando cabizbajos se disponían a tomar la calle, alguien se paró frente a ellos para interceptarles el paso.

—Yo podría ayudarles a cerrar el trato con el señor Vilatasca —anunció la voz.

Era el extraño hombre que instantes antes habían dejado en el despacho con el director de la fábrica. Enfundado en un traje gris oscuro, por debajo de la chaqueta abierta se descubría un chaleco del mismo color. En su bolsillo lateral se perdía la cadena dorada de un reloj. Henry dirigió su mirada perpleja hacia la mancha que aquel personaje tenía junto al cuello de su camisa blanca. Era tinta.

—¿Quién es usted? —le preguntó el escocés acariciándose la perilla.

—Me llamo Pantenus Miral y soy abogado. —Estrechó la mano de los dos hombres mientras los observaba con seriedad por encima de sus anteojos, situados casi en el extremo de su prominente nariz.

—¿Y cómo podría usted ayudarnos, míster Miral?

—Primero deberían preguntarme por qué. De hecho, yo también debería hacerlo. —Desvió la mirada ceñuda a un costado. Sacó el reloj del bolsillo, lo abrió y lo miró, como si éste contuviera todas las respuestas.

Rosendo lo observaba con el gesto fruncido, sin comprender.

—¿Qué es lo que quiere? —dijo al fin.

Pantenus elevó la mirada, dejó el reloj en su sitio y observó al minero que esperaba tenso su respuesta.

—Creo que podríamos sernos de mutua ayuda —anunció—. Sí, eso es exactamente lo que deseo.

—Soy todo oídos —dijo Henry siguiendo el juego a ese personaje que había empezado a caerle simpático.

Pantenus se irguió, extendió los brazos y dijo:

—Para empezar, podría ayudarlos a asegurar buenos tratos comerciales con Textiles del Vallés. Y no sólo con esta factoría.

Hablaba como si lo que dijera fuera lo más evidente del mundo.

—¿Cómo? —preguntó Rosendo.

—Vengan a verme un día a Barcelona y se lo explicaré —dijo a la vez que le alcanzaba a Henry una pequeña tarjeta finamente labrada en papel verjurado.

Dicho esto, el hombrecillo se volvió y con pasos cortos se alejó de ellos. No tardó en girar la cabeza para acabar de despedirse:

—Los espero. ¡No se olviden!

Rosendo ya se veía inmerso en esa nueva aventura: Barcelona, la gran ciudad. Había llegado el momento de conocerla.

Cuando Rosendo regresó a la aldea, lo primero que hizo fue ir a buscar a Ana. Habían pasado ya tres meses desde aquella noche de San Juan y desde entonces no habían dejado de verse casi a diario.

Salieron a dar un paseo y sin darse cuenta llegaron al borde del río, el lugar en el que había empezado todo. Estaba oscureciendo, apenas había nubes en el firmamento y la luz de la luna bañaba sus rostros mientras, sentados en la orilla, se dejaban guiar por el sonido calmo del agua corriendo.

—Hoy te noto preocupado. ¿Ha pasado algo en Terrassa? —le preguntó Ana.

—No. Sólo es que no ha salido como pensaba.

—¿Por qué? ¿No han querido vuestro carbón?

—Todavía no está claro… Pero creo que mañana iré a Barcelona.

—¡A Barcelona! —Ana abrió los ojos emocionada—. ¡Dicen que es gigante!

—Eso dicen —respondió Rosendo cabeceando. Buscó con los ojos su mirada y añadió—: Pero ahora estoy aquí, contigo.

Ana sonrió dulcemente para acercar después sus labios a los de él. Un cálido beso borró cualquier asomo de preocupación en la mente de Rosendo.

A cierta distancia, río arriba, alguien los estaba observando. Era Helena Casamunt. Tenía una mueca de odio en la cara. El tiempo que duró el beso, la señora mantuvo su mano quieta sobre la crin del corcel que montaba y se centró en la escena, agudizando los sentidos para retener cada uno de los detalles como si quisiera grabarlos en su memoria. Después dio media vuelta y se marchó.

Horas más tarde, el cuerpo que se movía rítmico contra ella se asemejaba al de Rosendo Roca, pero no lo era. Mientras gemía excitado, el mozo de cuadra la empujaba con violencia contra la pared del establo. Sus macizos brazos sostenían a Helena Casamunt a horcajadas. Él entraba y salía de ella una y otra vez. La mujer azotó con ambas manos la robusta espalda del chico para exigirle que fuera más rápido. Éste respondió enseguida: sus dedos se clavaron firmes en las nalgas de ella y los golpes y los gemidos se aceleraron. Las rápidas sacudidas que el sexo de Helena experimentaba le hicieron apretar los dientes para evitar proferir jadeos y gritos que alertaran a alguien de la casa o al servicio. Tras sentir el embiste final, sostuvo el cuerpo exhausto del mozo contra su pecho. Instantes después Helena echaba al empleado.

En el momento en que Helena vio cómo el mozo todavía ajustándose los pantalones, salía del establo con su perenne cojera, la frustración volvió a poseerla. Vinieron a su mente su vientre yermo, incapaz de concebir, el marido que aborrecía, Fernando, viudo desde que nació su hijo, Rosendo y aquel beso… Él era el causante de que se sintiera así, la culpa era suya, él la había obligado a saciar sus necesidades con un mozo de cuadra tullido. Se acomodó el vestido que no se había llegado a quitar, se deshizo de los restos de paja que cubrían su espalda y sus hombros, y se peinó. No podía resignarse a una vida como aquélla y, desde luego, no lo haría.