Capítulo 25

La primavera de 1836 fue especialmente benigna. El clima cálido inundó toda la comarca y los días alegres, largos y soleados iluminaron con su optimismo el poblado que estaba creciendo alrededor de la mina. Cada vez eran más las familias que llegaban atraídas por el trabajo y la posibilidad de tener una casa nueva.

En aquella época Rosendo había tomado la costumbre de recorrer el poblado para asegurarse de que todo estuviera en orden. El reconocimiento solía tener lugar durante algún momento de la mañana. Las necesidades del asentamiento crecían progresivamente, de modo que los pequeños talleres contaban con nuevos encargos casi a diario.

Ese caluroso día Rosendo salió de la mina y se despidió de Héctor:

—Voy a hablar con Matías, necesitamos más piconas.

Rosendo se dirigió antes al río para quitarse la suciedad que le cubría el cuerpo y la ropa después de pasar la noche entera trabajando. Consigo llevaba un paquete en el que guardaba una camisola y un pantalón limpios. No es que le importara mucho que lo vieran sucio por trabajar, eso incluso hacía que muchos lo respetaran todavía más, pero ante la insistencia de su madre optaba por adecentar un poco su aspecto siempre que podía.

Se acercó a un recodo del río donde la corriente se amansaba y la profundidad era poca, un lugar frecuentado para refrescarse en días tan calurosos como aquél. Cuando llegó, de hecho, ya había tres chicas de Runera que, con la falda arremangada, estaban sentadas en la orilla remojándose los pies y las piernas. En cuanto vieron a Rosendo, dos de ellas, Mari y Ramoneta, se taparon un poco bajando la falda hasta las rodillas entre risas. La tercera, Teresa, una morena de abundante melena y rasgos voluptuosos, no. Disimulando una sonrisa picara, dejó que un hombro se quedara descubierto, lo que permitía que su escote se abriera un poco más. Al pasar Rosendo cerca de las jóvenes, Teresa, que ya desde los tiempos en que lo veía vender carbón en el mercado le había echado el ojo, lo saludó con voz melosa. Rosendo contestó de forma escueta y buscó un lugar en la orilla, alejado de ellas. Mari recriminó entre bromas a Teresa:

—¡Eres una descarada! ¡Se te va a salir un pecho!

Dicho esto, se tapó la boca con la mano a la vez que miraba de reojo a Rosendo. Teresa, sin embargo, no apartaba los ojos de él.

Ajeno al interés que había despertado en las chicas, Rosendo se quitó la camisa ennegrecida y, tras arremangarse los pantalones, metió los pies en el río. Mientras se mojaba la cabeza y el torso, las tres lo miraban embobadas. El cuerpo de Rosendo, a sus veintiséis años, se había hecho anguloso y fibrado. Sus músculos habían ganado dimensiones y, bajo el agua y el sol que lo bañaban en ese momento, brillaban y evidenciaban más su volumen.

Teresa se mordió el labio inferior. Hacía ya un tiempo que deseaba a Rosendo y cada vez le costaba más disimularlo. Mari y Ramoneta, que además eran sus dos mejores amigas, no paraban de decirle que no tenía nada que hacer con él, que Rosendo era el jefe y que cuando se casara elegiría a una chica rica, no a una de ellas. Teresa les daba la razón con tal de que se callaran, pero en su mente sólo se repetía un insistente deseo.

Rosendo se alejó sin volver a cruzarse con las chicas y se fue a la herrería. Como siempre y para poder ver bien la incandescencia del hierro, el herrero trabajaba en la penumbra de aquella especie de anexo que obraba como taller. Junto a él estaba su hijo Jordi. Ambos maniobraban empapados en el sudor que el intenso calor provocaba. En cuanto entró Rosendo, Matías dejó el fuelle sobre la mesa y le ofreció la mano para saludarlo.

—Buenos días, señor Roca.

—Buenos días, Matías. Necesitamos más piconas, picos y palas.

—Perfecto. Esto no para de crecer, ¿eh? Ya tengo unas cuantas herramientas preparadas, así que ahora mando a Jordi a que las lleve al almacén, ¿de acuerdo?

Rosendo asintió satisfecho. Le agradaba ver cómo todos se implicaban en la mina y en el poblado y cómo cada uno trataba de adelantarse a su manera a las necesidades que iban surgiendo.

—Ya que estoy aquí, ¿te hace falta algo? —le preguntó Rosendo.

—Sí, me iría bien una olla, mi mujer se ha encaprichado y ya sabe… Iba a acercarme luego a pedírsela a Esteve…

—No te preocupes, ya voy yo —lo interrumpió—. Tengo que pedirle otras cosas también.

Jordi, en cuanto oyó el nombre de Esteve, dejó de golpear con su martillo. Le vino a la mente la imagen de la hija del alfarero, Ana, y la posibilidad de ir a verla lo empujó a intervenir en la conversación:

—Padre, puedo ir yo, de vuelta del almacén.

El padre miró extrañado a su hijo. Rosendo, moviendo la mano, insistió:

—Tengo que ir igualmente. —Y dirigiéndose a Matías, añadió—: Le diré que os traiga esa olla, tranquilo.

Mientras Rosendo y Matías se despedían, Jordi se ajustó el delantal de cuero y volvió a golpear con fuerza la pieza de hierro que reposaba sobre el yunque: se había quedado con las ganas de visitar a Ana.

El taller de Esteve Massip era similar al del herrero. Aquella mañana el alfarero se encontraba trabajando en el interior, con las puertas abiertas, moldeando lo que parecía ser una jarra. Del horno irradiaba un calor intenso.

Sin apartar la mirada de las manos que estaban dando forma hábilmente al barro, Esteve saludó a Rosendo:

—Buenos días. ¿Qué le podemos ofrecer, señor Roca? —dijo esbozando una sonrisa.

—Pues venía buscando algo parecido a lo que estás haciendo. Necesito una jarra grande y algunos vasos. Y Matías dice que necesita una olla.

Esteve Massip se detuvo un instante. Cogió un trapo que tenía cerca y, limpiándose las manos, se incorporó del taburete.

—Espere que llame a mi hija… ¡Ana! Ven, por favor. —Y volviéndose hacia Rosendo, añadió—: La olla tendré que hacerla, pero con la jarra y los vasos le ayudará mi hija, tenemos varias ya cocidas que le pueden servir.

Tras un silencio Esteve añadió:

—¿Le importa si continúo?, no puedo dejar que se seque la arcilla…

—Adelante.

El alfarero se sentó y continuó moldeando la pieza tras salpicarla con el agua de un cuenco que tenía junto al torno. Impulsó con el pie la rueda mediante la cual movía el plato; el barro comenzó a girar de nuevo entre sus manos.

—Esta chiquilla… ¡Ana! ¡Te estamos esperando! —gritó Esteve viendo que no llegaba.

—¡Ya voy, padre, ya voy! Ya estoy aquí, no hace falta que gri…

La joven se sorprendió al ver la figura de Rosendo en el taller. Se ruborizó ligeramente y bajó la mirada. Esbozó una tímida sonrisa y preguntó a su padre:

—¿En qué puedo ayudarle?

Señalando con la cabeza a Rosendo, Esteve le explicó:

—Enséñale, por favor, las jarras y los vasos que tenemos hechos, a ver si le sirven.

Ana, en un gesto nervioso, se secó las manos con el delantal que llevaba puesto mientras se dirigía a la esquina donde tenían instalado una especie de mostrador. Detrás del mueble había unas estanterías repletas de utensilios. La joven se puso al otro lado del tablero y preguntó algo inquieta a Rosendo:

—Bien, ¿qué le gustaría ver?

Fue el padre quien habló desde la otra punta del taller:

—Las jaaaarras, enséñale las jarras y los vasos… —le recordó Esteve.

Ana, con el rostro ya enrojecido, lanzó una mirada furibunda a su padre. Rebuscó entre los estantes.

—Aquí tenemos esta jarra que acabó mi padre hace unos días, una jarra que, como verá, ha sido elaborada con mucho detalle…

Ana hablaba como había visto que se hacía en las tiendas de Vic. Durante aquella rápida visita se había fijado en el gesto serio, profesional y a la vez cercano de los comerciantes. Ella, sonriendo ahora continuamente, acompañaba con las manos la forma de la jarra. Sus ojos verdes la delataban, puesto que se veía incapaz de fijarlos en los de un Rosendo curioso. Tener al minero tan cerca, prestándole una atención absoluta, le hacía sentir un agradable cosquilleo por todo el cuerpo y una ligera sensación de embriaguez. De repente la voz del padre la interrumpió:

—Ana, hija, enséñale varias jarras y que él decida la que le gusta, que con tanto parloteo vas a marearlo.

La joven clavó otra mirada a Esteve al tiempo que fruncía los labios. En esta ocasión, su rostro enrojeció por completo. Rosendo intercedió:

—Está bien, me has convencido. Me llevo la jarra. —Y en sus labios apareció un asomo de sonrisa.

Ana abrió los ojos y sonrió a su vez de oreja a oreja.

—¿Sí? ¡Es que es muy bonita! Yo siempre lo digo, mi padre es un artista.

El padre la miró divertido de reojo.

—Ahora los vasos… —continuó Ana. Se volvió de nuevo hacia las estanterías dando la espalda a Rosendo. Se agachó y comenzó a buscar en la parte baja de los repisas mientras seguía hablando—. Vamos a ver… Por aquí teníamos unos cuantos a juego… Mmm… ¡Aquí están! Mire…

Ana se incorporó con los brazos llenos de vasos y la punta de la lengua asomando entre los labios. Rosendo hizo el gesto de querer ayudarla pero ella, al verlo, lo frenó:

—Ya, ya puedo yo…

El sonido de un vaso estrellándose contra el suelo la paralizó. Al instante, un par más cayeron. Rosendo los cogió al vuelo antes de que rebotaran sobre el mostrador. Ana, turbada, miró a su padre, quien fingió estar plenamente concentrado en su trabajo.

—Oh… perdón, perdone… gracias… —se disculpó dirigiéndose a Rosendo.

Éste la tranquilizó:

—No pasa nada, son cuatro los que quería y aquí están —dijo señalando los dos de su mano y los dos que sostenía ella—. Me los llevo.

Un tanto abochornada, Ana apuntó trabajosamente en una hoja el precio de cada cosa. Después le pasó la nota y trató de componer una sonrisa que no acabó de formarse. Mientras Rosendo sacaba las monedas de un saquito y las depositaba encima del tablero, la joven metió los objetos en una caja que rellenó de paja. Ana recogió el dinero mientras realizaba una brevísima genuflexión y daba unas tímidas gracias. Él asintió de forma caballerosa, tomó la caja y se despidió de Esteve. En cuanto se quedaron solos, el padre comentó:

—Bueno, incluso con el vaso roto, parece que has hecho una buena venta, ¿eh? —dijo sonriendo. Había terminado el trabajo y se estaba liando un cigarrillo.

A Ana le subió la tensión a los ojos y gritó:

—¡No te burles de mí! ¡He quedado como una idiota! —Y con un sonoro portazo salió corriendo del taller hacia el interior de la casa.

Esteve, boquiabierto, sólo acertó a rascarse la cabeza mientras musitaba:

—Hay que ver qué carácter…

Poco después, la primavera se disponía a despedirse con la llegada del solsticio de verano. La noche de San Juan, la más corta del año y también la más mágica, llenaba de música y bailes cada rincón del pueblo.

A Héctor se le había ocurrido que podían organizar algo allí mismo, en el poblado, sin necesidad de bajar al pueblo. Le costó un poco convencer a Rosendo y le ganó por insistencia. Y también porque Henry estaba encantado, hacía tiempo que no tenía oportunidad de bailar y divertirse rodeado de mujeres, que era lo que Héctor le había prometido que ocurriría.

Contrataron a un par de músicos y dejaron limpia una zona cercana al río donde harían la hoguera. La jornada de ese día se acortó.

Rosendo cenó con sus padres y Narcís, mucho más exaltado con la verbena que su hermano mayor. El joven se había hecho alto, persistía en su delgadez y había desarrollado algunos de los rasgos de Angustias, como la oscura cabellera o los enormes ojos negros, que le daban un aspecto de Don Juán que tenía enamoradas a varias mozas de la zona.

—Supongo que a nuestro pequeño lo espera más de una. ¿Y a ti, Rosendo? ¿Qué hay de tus conquistas? —le preguntó con desenfado Narcís padre.

Rosendo, que masticaba un trozo de coca, negó con la cabeza.

La madre, mientras se llevaba varios platos de la mesa, asintió con gesto exagerado:

—Eso, hijo, cuéntanos. Seguro que debe haber alguien…

El hijo mayor los miró extrañado durante un instante y, a continuación, se comió otro trozo de la torta azucarada a la vez que encogía los hombros.

Cuando terminó de cenar, Rosendo salió de casa y se dirigió hacia la zona donde estaba la hoguera. El encargado de encenderla fue el herrero, Matías, quien presumía ante todos de saber hacer las hogueras más altas y duraderas de toda la comarca. Para encender la de ese día tuvo que intentarlo tres veces. En medio del jolgorio general los chavales le echaban agua sobre la antorcha prendida cada vez que intentaba acercarla al montón de madera y rastrojos.

En cuanto la hoguera estuvo al fin encendida, los jóvenes, y alguno no tan joven, se dispusieron a saltarla. El primero de todos ellos fue Jordi, el hijo de Matías, que pavoneándose con el pecho descubierto la saltó sin la menor complicación. Tras el brinco, clavó los pies en el suelo y saludó al público como si fuera un artista. Mientras los músicos tocaban sus acordeones y la gente acompañaba el ritmo haciendo palmas, los atrevidos fueron saltando uno tras otro ante las aclamaciones de los asistentes.

Hubo especial expectación cuando Henry quiso saltar. El escocés se entretuvo primero en trazar una marca en el suelo. Ése era el punto exacto donde debía iniciar el salto. Después, se tapó el pelo con un pañuelo que previamente había empapado en agua y se remangó la camisa cuidadosamente. Ante tal visión, alguien exclamó impaciente:

—¡Vamos, Henry, que se apaga la hoguera!

Henry pidió a los músicos que dejaran de tocar y, dando varios pasos, se situó próximo a la marca. Colocó un pie delante del otro y, ayudándose con los brazos, empezó a balancearse. En medio de un silencio tenso, sólo roto por el crepitar de la madera, Henry comenzó a correr. Dando pasos largos y elásticos llegó hasta la señal, se impulsó y realizó un salto mortal por encima de la hoguera que provocó un largo aplauso de todos los espectadores. Aterrizó en el suelo mediante una genuflexión y se incorporó enseguida para realizar una marcada reverencia ante la fuerte ovación de los allí presentes. La música volvió a sonar y, con ella, arrancó el baile alrededor de la hoguera.

Siguiendo la tradición, algunos habían llevado ropas y enseres viejos que habían ido lanzando a la hoguera para quemar con ellos también el pasado. Era una manera de renovarse ante una temporada nueva. Entre las chicas era habitual llevar papelitos en los que la que sabía escribir se había dedicado a anotar los deseos que las demás esperaban que se cumplieran ese año. Y los chicos saltaban sobre el fuego ante las miradas coquetas de las más jóvenes esperando alcanzar la buena fortuna con alguna de ellas.

Cuando la celebración alcanzó su clímax y los más atrevidos se animaron a meterse en el río, Rosendo se apartó un poco del ajetreo.

Se sentó en el suelo y se dedicó a observar complacido cómo todos disfrutaban de aquella noche de fiesta. Teresa vio desde lejos a Rosendo sentado solo y se acercó a él correteando para convencerlo de que bailara con ella. Le tiró del brazo todo lo que pudo pero Rosendo se negó. Ante su rechazo, Teresa se alejó enfurruñada y volvió al jolgorio. De camino se tropezó con Jordi, que le preguntó si había visto a Ana, la hija del alfarero. Teresa, sin mediar palabra, lo tomó de la mano, se la colocó en su cintura y se puso a danzar con un ritmo frenético, decidido y ofuscado. Jordi se dejó llevar.

AI poco rato, Ana apareció bordeando el río, con las manos escondidas a la espalda. Se dirigió directamente a Rosendo. Éste, al verla acercándosele, le sonrió. Ya se disponía a avisarla de que no bailaba cuando, para su sorpresa, Ana mostró lo que portaban sus manos: una Biblia. Rosendo la miró extrañado: reconoció que era la Biblia que había regalado a su madre hacía ya tres años. Ana se arrodilló a su lado y abrió el libro por un punto señalado, con la ilusión de una niña que quisiera mostrarle a un adulto un hallazgo o, tal vez, algo que había aprendido a hacer. Siguiendo las líneas con el dedo, comenzó a leer vacilante:

—«¡Feliz el hombre que consigue la sabiduría, el hombre que llega al conocimiento! La sabiduría…»Ana leía trabajosamente, deteniéndose en algunas ocasiones. Rosendo la miraba ensimismado.

—«… es más lucrativa que la plata, le sacarás más provecho que al oro, vale más que…».

El esfuerzo que le estaba suponiendo la lectura hacía que sus mejillas se arrebolaran. Llevaba el pelo recogido en una cola, pero era tan largo y rizado que un par de bucles oscilaban rebeldes por su rostro.

—«… que las piedras preciosas, rebasa lo que puedas desear. Con una mano ofrece larga vida, con la otra, riqueza y honor…».

Rosendo se fijó de nuevo en sus delicadas manos, que sujetaban el libro en su regazo y temblaban casi imperceptiblemente. En aquel momento, ese ligero temblor le recordó a los pétalos de una flor moviéndose con la brisa.

—«… conduce por caminos deleitosos, por senderos tranquilos».

El calor de la hoguera hacía que el rostro de Ana brillara. Rosendo se dejó mecer por la voz de la muchacha, que era dulce y melodiosa. No escuchaba ya ni la música ni a los demás riendo, sólo esa voz que sonaba fresca.

—«Feliz quien se aferra a la sabiduría: se aferra al árbol de la vida».

Ana cerró el libro con suavidad y, sin elevar la mirada, se quedó en silencio escuchando la respiración de Rosendo. Tras un instante, aún con los ojos gachos, reconoció:

—Le pedí a tu madre que me enseñara a leer. Ella es muy amable y tiene conmigo una paciencia infinita.

Levantó el rostro muy despacio y miró con sus iris verdes a los de Rosendo.

Él tragó saliva. Acababa de descubrir a la mujer más bonita del mundo. No sabía qué decir ni qué hacer, sólo podía mirarla mudo y arrobado mientras sobre sus pupilas comenzaba a aparecer una humedad que nunca antes había experimentado. Era la que precedía a las lágrimas de felicidad.