El verano estaba siendo especialmente caluroso. El bochorno, que alcanzó incluso el subsuelo, incrementó un par de grados la temperatura habitual de la mina. Toni Creus, como trabajador incansable que era, agarró el saco repleto de carbón y lo cargó sobre sus espaldas. El peso, sin embargo, lo hizo tambalearse ligeramente, lo que llamó la atención de uno de sus compañeros:
—¿Quieres que te ayude?
—No, no… Ya puedo yo solo —respondió Toni, sofocado por el esfuerzo.
El saco pesaba mil demonios pero Toni ya estaba acostumbrado, formaba parte del trabajo en la mina. Tras picar en la galería, cuando había suficiente carbón, salía de su agujero y lo metía en sacos. A pesar del peso del fardo, Toni agradecía poder hacer algo que lo obligara a cambiar la incómoda postura de estar encorvado todo el tiempo. La veta que estaba picando se encontraba al final del túnel, a escasa distancia del nivel del suelo.
Héctor, al verlo en la boca de la mina, se acercó con una carretilla. En unos instantes estuvo a su lado.
—Anda, deja el saco aquí, ya lo llevo y lo tamizo yo.
Toni Creus contestó resoplando:
—Un día de éstos se va a fundir el carbón…
Y soltó con cuidado el saco sobre la carretilla. Luego se estiró y se llevó las manos a los riñones mientras sonreía aliviado.
De repente, su gesto se tornó en una mueca de consternación.
Héctor lo miró sorprendido. Por un instante pensó que quizá se hubiera hecho daño en la espalda, pero no debía de ser eso, porque Toni miraba al suelo con la cabeza inclinada.
A sus pies, fluyendo de las perneras de su pantalón, se estaba formando un charco de color grisáceo con fragmentos como de cascara de arroz. Y un intenso olor a pescado podrido lo inundó todo. Toni levantó el rostro con gesto asustado: ese líquido provenía de él, de su cuerpo. Durante un instante, Héctor tuvo la tentación de reírse: no dejaba de ser burlesco que su compañero hubiera defecado justo cuando estaba estirándose. Al ver la palidez de su rostro, la piel seca y los ojos acuosos, se contuvo. Iba a preguntarle si se encontraba bien cuando Toni habló:
—Joder, Héctor, joder…
—No pasa nada, Toni, estás cansado. Eso es todo…
Toni tragó saliva con esfuerzo y, serio, continuó:
—Sí, que pasa, Héctor, sí que pasa. Esto tiene la pinta de ser lo que me contaba mi abuelo.
Héctor hizo un gesto de interrogación.
—Esto… —dijo tartamudeando Toni—, esto es el cólera.
Héctor lo mandó rápidamente a casa. Comunicó de inmediato el incidente a Rosendo y éste no dudó en hacer llamar a la partera, Emilia Sobaler, para que fuera a visitarlo cuanto antes. Tenían que asegurarse de si era cólera o no, porque en caso de que lo fuera, Toni no sería el único en caer enfermo, todos estaban en riesgo.
Tras rodear una zona que era usada como estercolero, Rosendo encontró la humilde casa donde vivía Toni Creus. Lo recibió la jovencísima esposa del trabajador, quien le informó de que Emilia Sobaler lo estaba visitando y que no quería ser molestada. Rosendo esperó afuera. La esposa se frotaba las manos inquieta, sin saber muy bien qué hacer, cómo tratar al jefe de su marido. Finalmente oyó aliviada la voz de Emilia que la llamaba y, murmurando unas atropelladas disculpas, entró en la casa.
Emilia salió al exterior con un trapo empapado en agua caliente con el que se frotaba los brazos y la cara. Vio a Rosendo y se acercó a él sin dejar de limpiarse.
—Es cólera, Rosendo, estoy casi segura. ¿Tienes algún otro enfermo? —le preguntó la partera.
—No, al menos por ahora.
La partera levantó las cejas, apretó los labios y asintió con la cabeza.
—Has dicho bien: «por ahora», porque lo más probable es que vengan más. Si se extiende, habrá que pensar algo, lo bueno sería aislar a los enfermos. Y aquí no tenemos ningún lugar donde llevarlos, no hay hospital ni nada parecido.
Rosendo permaneció en silencio mientras la mujer preparaba su carromato para marcharse.
—Sí que hay un lugar —dijo de pronto Rosendo. Emilia lo miró—. Está la casona de los Casamunt, la que usamos en su día mientras se talaba el bosque. Está vacía, no la usan. Puedo ir a…
Emilia le interrumpió:
—Gracias, no te molestes, ya iré yo a pedirla, a mí no me pueden negar nada, al fin y al cabo también los atiendo a ellos. Eso sí, si enferma alguien más de tu entorno, házmelo saber cuanto antes, ¿de acuerdo?
Rosendo asintió. Cuando Emilia estaba a punto de agitar las riendas de su mula, Rosendo le apoyó la mano en el brazo.
—¿Por qué la gente enferma de cólera?
Emilia lo miró un tanto sorprendida, pero ante los ojos curiosos de Rosendo, no dudó en contestar:
—Mira la casa, Rosendo, son apenas cuatro piedras mal puestas. Mira el suelo —le dijo mientras señalaba con su gordezuela mano—: Está todo encharcado. Y mira más allá, ¿lo ves? Un buen montón de estiércol. Dentro de lo que cabe tu familia tuvo suerte, el terreno en el que vivís no es malo. Y tu madre es muy limpia, más de lo que suele ser habitual. La mayoría vive en casas que no están bien situadas, que no están bien aireadas, y la higiene no es mucha. Como yo siempre digo, la pobreza, Rosendo, junto con la suciedad, es el mejor alimento para la enfermedad.
Rosendo, pensativo, se alejó un par de pasos del carromato, dando por terminada la conversación. Emilia volvió a sujetar las riendas y antes de ponerse en marcha aconsejó a Rosendo:
—Tomad mucha agua con limón, lavad muy bien cualquier alimento antes de comerlo y el agua, sobre todo, cuídate de que se hierva tres veces.
Emilia agitó la mano, despidiéndose. Rosendo anotó mentalmente lo que le había dicho la partera. Si era una plaga, había que plantarle cara desde el principio.
Al día siguiente, fue Raúl, el compañero de Toni, quien no apareció en la mina. Entrada la mañana pasó Catalina, la chiquilla del trabajador, para informar que su padre estaba enfermo. Héctor preguntó a la niña por los síntomas y de lo que le dijo entendió que se trataba de otro caso de cólera: la plaga había llegado a Runera y alrededores.
Rosendo, que estaba al lado de Héctor, se acercó a la niña, se agachó y le indicó cómo llegar a casa de la partera. Catalina lo escuchó con atención, abriendo sus ojos castaños como platos. En su cara pecosa se mostró un gesto de determinación. La niña se quitó entonces una pulsera de cáñamo y se la ofreció a Rosendo en señal de agradecimiento.
—Para ti. La he hecho yo sólita.
El minero la tomó entre sus grandes manos. Le dio las gracias y le acarició el pelo antes de que ella arrancara a correr en busca de Emilia. Los dos hombres vieron impotentes alejarse a la chiquilla.
Emilia Sobaler había conseguido que los Casamunt cedieran la casona para aislar a la decena de enfermos que estaban afectados por el cólera. Mientras caminaba entre los improvisados catres, recordó su conversación con el patriarca, Valentín Casamunt. Al principio se mostró reacio, pero sólo tuvo que mencionarle los efectos y contagio de la epidemia para despejar sus dudas. De inmediato mandó a un criado con las llaves a acompañar a la partera.
A pesar de que Emilia aconsejaba a los familiares que se quedaran en sus casas, que no hacía falta que estuvieran a su lado, la verdad era que estaba necesitada de manos que la ayudaran. Temía que la enfermedad se propagara aún más. En tal caso, la comarca podría verse mermada en cuestión de semanas: la deshidratación que sufre un enfermo grave de cólera es tan fuerte que puede fallecer en pocos días. Sobaler disponía, pues, del mínimo personal auxiliar. Algunas esposas, mujeres decididas, se dedicaban a hervir agua para limpiar a los pacientes, que se asearan los que estuvieran en contacto con el cólera, lavar y cocinar los pocos alimentos que podía comer un afectado por esa enfermedad, y preparar agua con limón en grandes cantidades.
La partera aconsejó también que picaran cebolla y granos de pimienta, y que hicieran con hojas de melisa una infusión tranquilizante y digestiva para los enfermos. Emilia buscaba cerca de la entrada una olla lo suficientemente grande cuando, sin previo aviso, entró Rosendo.
—¿Tú también estás enfermo? —preguntó alarmada.
—No. Vengo a ver a Raúl y a Toni —contestó él.
—Los tienes a los dos allá al fondo. Raúl parece reaccionar, pero a Toni lo veo mal…
En pocas zancadas Rosendo se acercó a los improvisados camastros donde estaban sus empleados. Se quitó la gorra que usaba en la mina y saludó a ambos hombres. Toni no respondió, parecía inconsciente. Su joven esposa estaba a su lado, con ojos llorosos y ojeras marcadas. Su rostro demostraba cansancio. Mojando un trapo en un cubo de agua humeante, lo pasaba sobre el rostro y cuerpo de Toni. Apenas miró a Rosendo, abstraída en los cuidados a su marido. Raúl, por el contrario, sí lo saludó. Trató de componer una sonrisa y le presentó a su esposa, una mujer de pelo castaño cobrizo recogido en un moño y la cara pecosa. Al saludo de Rosendo ella respondió con una leve reverencia.
De pronto, se puso en pie frunciendo el ceño.
—¿No te dije que te quedaras afuera, Catalina? —reprendió a la niña que se acercaba sigilosa entre las camas.
—Es que me encuentro mal…
La madre, alarmada, se aproximó rápidamente a su hija, revisó su vestido y enseguida notó el olor característico de la enfermedad: no había lugar a dudas.
—¡Ay, mi cielo! —se le escapó a la madre—. Ven aquí.
Y la abrazó preguntándose por qué ella. La mujer levantó a su niña y la llevó a que la viera la partera. Rosendo, un tanto azorado por no saber qué hacer, dio la mano a un Raúl ahora más preocupado que nunca. La mujer de Toni se despidió de Rosendo con una mirada huidiza de desesperanza.
Héctor se encontraba apuntalando una nueva galería mientras Rosendo picaba al fondo arrancando carbón. Otro trabajador, Enrique, los interrumpió:
—Me lo acaban de decir mientras venía para acá. Es sobre Toni, Toni Creus…
Ambos hombres lo miraron temiendo lo peor. Enrique asintió:
—Ha muerto.
Rosendo apretó los dientes y pegó varios picotazos con todas sus fuerzas. Enrique prosiguió:
—Ya han muerto unos cuantos en el pueblo. Y, según me han dicho, la cosa irá a más. Hay varios muy graves…
—¿Raúl? —interrumpió Héctor.
Enrique negó.
—No, creo que a Raúl lo veremos pronto por aquí. Es su niña, Catalina. Está muy mal.
Héctor no ocultó su disgusto. Rosendo soltó el pico, se quitó el pañuelo bermellón de la nariz y con él se secó el sudor de la cara.
—Voy a verlos —dijo.
—Está bien, yo acabaré esto, ve tranquilo. ¿Sabes cuándo es el entierro de Toni? —preguntó dirigiéndose a Enrique, quien se encogió de hombros antes de aclarar:
—Supongo que será mañana si ha muerto esta noche… En otros casos Emilia ha insistido en que sea lo antes posible.
Rosendo salió de la mina tras dejar el pico apoyado en la pared, pues pensaba volver a trabajar luego. No se despidió de nadie. No quería despedirse de nadie más aquel día.
Al entrar en la casona, Rosendo pudo ver cómo había empeorado el ambiente: ahora era tan fétido y tan cargado que había que taparse la boca. Rosendo saludó con la cabeza a la infatigable Emilia mientras se dirigía al lugar donde debía estar Raúl. Cuando llegó al fondo vio dos camastros vacíos. A pesar de que Rosendo no era hombre de ir a misa, no pudo evitar santiguarse.
—Hola, Rosendo. —Se volvió, era Raúl quien estaba de pie y se le acercaba.
—Todavía se te ve débil. Deberías estar en la cama —le contestó mientras le daba la mano.
—Me harta estar todo el día tumbado —dijo fastidiado—. Ya estoy mejor y aprovecho para ponerme de pie y caminar un poco de vez en cuando. Ahora no hay que preocuparse por mí, sino por mi hija, mi Cata… —La voz se le rompió y dejó escapar un hipido de tristeza. Quiso seguir hablando, pero no pudo. Con gesto resignado y los ojos a punto de llorar, señaló a Rosendo la cama que había detrás de él. Allí estaba tumbada Catalina.
Rosendo se acercó a los pies del camastro. Catalina aparecía como sumergida entre las sábanas amarillentas. Su rostro pecoso y risueño estaba descolorido, seco, apagado. Los ojos de Catalina miraban sin ver, semicerrados, como presa de un agotamiento infinito. A su lado, la madre permanecía sujetándole una mano. Si el rostro de Raúl estaba afectado por una tristeza infinita, el de la madre era de puro dolor. Sus ojos estaban abiertos de forma desmedida y tenía la mirada perdida. El rostro estaba en tensión, bisbiseaba continuamente mientras se mecía de forma nerviosa. Rosendo prestó atención a lo que decía y entendió que estaba rezando.
—Se nos va, Rosendo, se nos va… —dijo Raúl con la mano delante de la boca y lágrimas en sus mejillas. Rosendo, sin saber muy bien qué hacer, apretó con fuerza el hombro del trabajador. Éste se tapó los ojos y rompió a llorar dando pequeñas convulsiones.
De pronto la madre dejó de rezar. Como si se hubiera despertado, movió la mano de la niña: Catalina no respondió. Se abalanzó sobre la cría y le movió la carita: no reaccionó.
La madre abrazó el cuerpo de la niña contra su pecho y, de repente, soltó un grito desgarrador. Con el cuerpo inerte de su hija entre los brazos se balanceaba mientras lloraba y gritaba desconsolada con los ojos cerrados por el dolor.
Rosendo se marchó cabizbajo, mirando al suelo, acariciando la pulsera que la niña le había dado y que guardaba en el bolsillo. Salió sin despedirse de la partera. Emilia Sobaler tampoco le dijo nada, había oído el grito de la madre y también ella estaba tratando de controlar ese nudo en la garganta que la tenía atenazada. Esa noche Rosendo volvió a tomar su viejo cuaderno. Necesitaba desahogarse de alguna manera porque la pena lo consumía por dentro. Allí escribió su confesión y una nueva promesa que se hizo a sí mismo:
17 de julio de 1833
Esta noche he visto morir a una niña. Alguien inocente, puro, que no tiene la culpa de haber ido a nacer aquí, ni de que una plaga se cebe en el poblado. Ni de ser pobre, ni de que sus padres no hayan podido encontrar un modo mejor de salir adelante. Nunca antes se había muerto alguien tan cercano a mí. Es triste. Y hace que me sienta solo. La vida es a veces injusta.
Cuando pensé en excavar la mina, no dije nada a nadie. Quería hacerlo solo. Debía hacerlo solo. Pensaba que era lo correcto.
Pero ahora necesito a los demás. Me he dado cuenta. Debo confiar en los amigos. En la familia. Y sin más gente, no lograré nada.
He de conseguir que estén bien conmigo. Que se sientan arropados, como yo con ellos. Quiero que merezca la pena trabajar juntos.