Capítulo 15

Los sacos de carbón se apilaban en un equilibrio un tanto precario. Rosendo había conseguido sacar partido a una vieja carretilla de madera que su padre ya no usaba. La bajada a Runera transcurría por un camino en mal estado, embarrado además por las primeras lluvias del otoño. Para evitar que los sacos cayeran, Rosendo aminoró el paso y aumentó las precauciones al máximo. No podía permitirse perder, por pequeña que fuese, una parte de su mercancía. Comenzaba ahora lo más importante: conseguir convertir en dinero lo que arrancaba de la montaña.

Rosendo recordó cuando conoció a Verónica, hacía ya algunos años, y le descubrió las posibilidades de vender diferentes cosas en el mercado. Durante la mañana que pasaron juntos, Rosendo también se sorprendió de la utilidad del carbón. Tiempo después había descubierto que por Runera pasaban dos carboneros diferentes, pero que no venían todas las semanas. Los que necesitaban el carbón con frecuencia se veían obligados a realizar compras grandes y Rosendo creía que podría hacerse con esa clientela. Además, el carbón siempre estaría ahí, en la montaña, no dependía de las lluvias, no se perdería después de un pedrisco o de una helada. El topo ya no era una amenaza: ahora sería él y sólo él quien mordisqueara las raíces de la tierra para su beneficio.

Los comerciantes y demás vendedores se empujaban unos a otros en su quehacer frenético. Rosendo estuvo a punto de quedarse sin sitio. Había pagado la tasa obligatoria para obtener el permiso de venta, pero no había previsto la rapidez con la que se repartían los mejores lugares. A Rosendo, de todas formas, lo que le interesaba era dar a conocer su carbón y la regularidad de su venta. Durante un buen rato nadie pareció darse cuenta de su presencia. Tuvo que esperar más de una hora a que alguien se detuviera en su parada. El primero fue un viejo del lugar que se acercó y miró los sacos con un gesto de menosprecio. Clavó sus ojos en Rosendo sin decir nada. Cuando éste comenzaba a sentirse incómodo, el viejo habló:

—¿Tú eres el hijo de Narcís Roca?

Rosendo asintió.

—Ya he oído que has abandonado a tu padre para dedicarte a esto… —Y con su arrugada mano describió un arco que abarcaba los sacos—. ¿Para qué? ¿Para prosperar? ¿Para acabar convertido en un burgués? —El viejo dejó caer un salivazo a su lado, en el suelo—. Este país se va al carajo con esta juventud que se deja arrastrar por la peste de los liberales. ¡Los jóvenes ya no quieren trabajar la tierra! ¿Te lo puedes creer…? Pero pronto eso va a cambiar. ¡Escucha lo que te digo! Carlos V será rey y volveremos a estar como antes, como siempre. El noble gobernando, el campesino en el campo y el artesano en el taller. ¡Nada de modernidades degeneradas! ¡Ah! ¿Dónde estás, Santa Inquisición?

El viejo arrugó el puño en un gesto nervioso y se alejó del puesto refunfuñando. Rosendo acomodó los sacos de carbón y procuró descifrar lo que el viejo había dicho. Cierto es que, obstinado, sólo pensaba en trabajar, pero esa curiosidad suya que su madre, desde el mismo momento en que le enseñó a leer, se había empeñado en fomentar en él, había hecho que no le pasaran desapercibidos los recientes acontecimientos del país, que llegaban hasta allí como un eco amortiguado trayendo noticias de la muerte del Rey y de que ahora era su hija Isabel la heredera al trono, si bien las fuerzas más conservadoras del país se oponían a que, cuando llegara a la mayoría de edad, se convirtiera en su reina. Para ellos el candidato debía ser un hombre, el hermano del difunto Rey, a quien sus seguidores, entre los que al parecer se contaba el viejo que acababa de hablarle, habían proclamado con el nombre de Carlos V.

Para asegurarse el trono, María Cristina, la regente y madre de la futura reina Isabel, tuvo que apoyarse en el sector más progresista de la época, los liberales, herederos de la Constitución de Cádiz de 1812, y su gobierno tuvo que hacer concesiones. La Revolución francesa y el comienzo de la industrialización habían cambiado la fisonomía de toda Europa. Una nueva capa social, la burguesía, se preparaba para acceder al poder político y reflejar así su posición cada vez más preponderante en la economía. Por el contrario, las clases sociales más tradicionales como la aristocracia, el clero y ciertos militares, permanecían estancadas, ajenas a las transformaciones del mundo moderno. Aun así, su poder en España era todavía inmenso, sobre todo en las zonas agrícolas, mayoritarias en el país. En estas zonas, los partidarios del infante Carlos, algunos de los cuales ya habían llegado hasta allí, pensó Rosendo al ver en la distancia cómo seguía su camino el viejo, se estaban preparando para armarse y, llegado el momento, lanzarse al monte. En aquellas fechas comenzaban a sonar los tambores de guerra. El reciente conflicto de los agraviados o malcontents había sido sólo el prólogo de lo que estaba a punto de producirse.

Después del incidente con el viejo, un hombre de mediana edad, oscurecido por los años y el poco uso del jabón, se quedó observando la mercancía de Rosendo. No se acercó al puesto, aunque pasó por delante en más de una ocasión a lo largo de la mañana. A ese hombre se añadió algún curioso pero nadie realizó compra alguna.

Casi al final de la jornada, el extraño apareció de nuevo sujetando las riendas de un viejo mulo tan sucio como el carro del que tiraba.

—Qué, muchacho, ¿no ha habido suerte hoy, eh? —dijo mientras descendía.

Rosendo no supo qué cara poner. Ante sí estaba el carbón con el que había llegado, los seis sacos que era capaz de apilar en la destartalada carretilla.

—Mira, no tengo ninguna necesidad, pero te haré un favor: te compro la mitad de tus sacos por dos reales.

Mientras hablaba, el hombre extrajo del bolsillo de su chaleco una pequeña bolsa de cuero desgastado.

—¿Qué me dices? —añadió éste.

Rosendo no conocía el baremo de precios ni había realizado nunca un regateo. Además se acercaba la hora de cierre del mercado, era su primer día y tenía ganas de vender lo que había llevado con tanto esfuerzo hasta allí. Tenía claro que no quería volver a casa con la mercancía.

—De verdad, no te voy a dar más de dos. ¿Sí o no? —Acompañó sus palabras con el gesto de marcharse, reforzando así que ésa era su única oferta.

—De acuerdo. Se los subo.

Rosendo cargó los tres sacos y cobró su dinero. El comprador se montó en el carro y atizó las riendas con suavidad. Mientras el rudo jamelgo echó a trotar con desidia, un hombre vestido con levita se acercó a Rosendo y le dijo en un tono confidencial, casi en un susurro:

—Estaba mirando cómo vendías el carbón a ese hombre. ¿Cuánto dices que te ha pagado? ¿Dos reales?

—Así es, ¿no le parece bien?

—No, no, pero es que ayer compré un saco y me costó lo mismo que todo lo que se ha llevado él. Yo creo que te ha timado.

—¿Y por qué ha esperado a decírmelo ahora?

—Hombre, si tú has acordado ese precio, tú sabrás. A mí ni me va ni me viene.

—¿Se puede esperar aquí un momento?

Sin necesitar la respuesta, Rosendo salió acelerado tras el hombre del carro. En la frenética carrera tuvo que esquivar a personas, fardos de lana, animales cruzando la calle con parsimonia y cestos de fruta y verdura. Los aldeanos que, ajenos a la prisa, se vieron atropellados por tal torbellino seguían con la mirada su estela sin saber muy bien qué les había pasado por encima.

Al final de la calle divisó al comprador hablando tranquilamente con el panadero. Cuando llegó a su altura y reparó en Rosendo, el cliente disimuló su sorpresa.

—Oye, no quiero tu dinero. Devuélveme los sacos —le espetó Rosendo.

—Espera, espera, no te lances. ¿A qué viene esto? Te he pagado, me has dado el carbón y cada uno a su casa.

—No estoy de acuerdo.

Azuzando el raquítico mulo, aquél le replicó mientras se alejaba:

—Pues ve a denunciarme a la autoridad.

Rosendo se quedó parado en mitad de la calle, sintiéndose observado por los comerciantes que habían escuchado la conversación y lo miraban irónicos. La mayoría de ellos había pasado alguna vez por algo parecido, alguien más listo les había tomado el pelo. Ahora le había tocado al nuevo y podían divertirse a su costa.

Ajeno a estos pensamientos, Rosendo parecía digerir la situación con la mirada clavada en el suelo, pensando la menos mala de las salidas posibles. Finalmente salió corriendo para alcanzar enseguida el carro. Asustado, el animal se paró de golpe.

—Dame dos reales más —reclamó Rosendo.

—Ni en broma. Ya hemos cerrado el trato. —Y, acto seguido, lanzó el látigo con saña sobre el animal, dando por zanjada la conversación.

Pero el animal no avanzó. Rosendo, furioso, atenazaba los macizos radios de la rueda de la carreta.

—Me has estafado. No saldrás de aquí.

El hombre no consiguió hacer progresar al animal y empezó a sentir algo más que miedo. ¿De qué sería capaz ese vendedor de carbón? En un gesto de impotencia, colocó el látigo en el pescante y saltó a la parte de atrás para lanzar los sacos al suelo. Dos de ellos se rompieron al caer, y su contenido se desparramó. Rosendo relajó el empuje y, por fin, la mula empezó a avanzar, renqueante. El hombre miró hacia atrás, con los ojos extremadamente abiertos. Rosendo se metió la mano en el pecho y extrajo su pequeño saco. Cogió las dos monedas, las lanzó al carro con la misma antipatía con que él le había tirado el carbón y dijo:

—Esto no es mío.

Rosendo dejó los sacos en el camino y fue a buscar la carretilla. Cuando llegó a su puesto, casi se pasa de largo, no había reconocido el sitio. Allí no había ni rastro del hombre, ni de la carretilla ni de nada. No se lo podía creer, todo le estaba saliendo al revés. Aquélla era la segunda vez que le timaban y ahora había sido un robo a traición.

Maldiciendo su suerte, el joven volvió de nuevo a por los sacos de en medio del camino. Al acercarse vio que un hombre vestido de blanco estaba recogiendo pedazos de carbón del suelo. Rosendo resopló, aquello era el colmo. Se dirigió decidido a evitar más risas. Primero golpearía y después preguntaría.

De repente el hombre se levantó y metió la mano debajo del faldón blanco para extraer un objeto brillante. Rosendo se detuvo precavido.

—Aquí tienes tus seis reales por el carbón. Es lo que había pactado con Anglada cuando llegaste y es lo que te doy a ti. Te espero la semana que viene con más. Soy Ramón, el panadero.

Rosendo se quedó en mitad de la calle, con las seis monedas en la mano. La sensación era agridulce: por un lado había aprendido de la forma más dura que no iba a ser fácil vender el carbón y, por otro, había logrado un cliente fijo. Guardó las monedas en su saco, levantó la cabeza y comenzó a caminar por el mercado mientras los comerciantes desmontaban sin prisa sus puestos.