Valentín Casamunt, el jefe de familia, estaba satisfecho con lo que veía. En su salón se encontraban las joyas más preciadas en los cuellos más envidiados. Los invitados disfrutaban arropados entre cortinas de terciopelo granate que ocultaban tímidamente los pomposos ventanales dorados. Sólo se oían risas y música. El suelo estaba cubierto de ricas alfombras de un azul intenso. Sus convidados parecían ángeles que caminaban de puntillas sobre el cielo rodeados de nubes de flores y cenefas de tonos ocres. Como un gran sol, la lámpara de araña de cientos de brazos iluminaba la sala. Aquél era el universo propio de un linaje como el suyo. Así había sido y así sería. Valentín Casamunt sonreía por dentro, satisfecho de sí mismo.
Las personas que disfrutaban de la fiesta vestían trajes lujosos. Los cuerpos de las señoras quedaban perfectamente moldeados gracias a los corsés. Los miriñaques a su vez elevaban las faldas de los vestidos, la mayoría de seda y vivos colores y así, los pies, escondidos bajo todos esos pliegues, parecían no tocar el suelo. Las damas complementaban su vestimenta con extraordinarios tocados y los recogidos de sus cabellos mostraban todo un arte. Los hombres vestían sobrios fracs negros y fumaban sin cesar mientras hablaban de negocios o mujeres. Los sentidos quedaban saturados entre tal exhibición de colores y de olores, con el tabaco y los densos perfumes entremezclados.
Valentín Casamunt, copa en mano, departía con todos los invitados que, sin darse cuenta, hacían corrillos al charlar animadamente sobre las notas interpretadas por un pianista. Para él aquél era un día importante: era el cumpleaños de su hija Helena y su presentación en sociedad. Había llegado, pues, el momento de decir a los de su clase que su pequeña estaba disponible para recibir una oferta de matrimonio. Todo debía salir perfecto, ya que entre los asistentes se encontraban varones con títulos más importantes que los de su señorío. Los Casamunt por su parte podían presumir de rancio abolengo: la historia de su familia se remontaba siglos atrás, toda una señal de distinción que podía facilitar el interés de un barón o un marqués. Una buena boda no sólo aseguraba el destino de su querida Helena, también se lo aseguraba a él. Al fin y al cabo, para algo debía servir tener una hija.
Un criado se acercó con una bandeja de copas de champán. El señor Casamunt estaba orgulloso de su adquisición: le había costado un dineral traer ese exclusivo espumoso desde Francia, pero la ocasión lo merecía. Tomó una copa y comentó al criado que diera instrucciones para que su hija se presentara en la sala. Temía que una espera demasiado larga impacientara a sus invitados. Además, ya llevaban casi toda la tarde bebiendo y corría el riesgo de que cuando apareciera Helena no se fijasen en su belleza ni en su costosísimo traje confeccionado para la ocasión. Y no, ese 21 de septiembre de 1831 tenía que ser una fecha memorable, que marcara un antes y un después en las relaciones sociales de la comarca y que se mencionara por todos muchos años más tarde.
De repente apareció raudo el mayordomo. El señor Casamunt temió por un instante que hubiera surgido un contratiempo, pero al acercarse el sirviente intuyó que no era así, puesto que en el severo rostro de su fiel ayudante asomaba una sonrisa irónica.
—Señor… hay una persona que solicita audiencia. Un campesino cuya familia trabaja para usted.
—¿Un campesino? —se sorprendió—. ¿Y para eso me interrumpe? Échalo. —Y esbozó un gesto con la mano como si espantara a una mosca.
—Pero verá, señor, es que afirma que tiene que proponerle un negocio…
Valentín Casamunt miró a su mayordomo extrañado.
—¿Como, un negocio? ¿Te lo ha dicho así? ¿Un negocio? —el mayordomo asintió—. ¿Y? Que venga mañana a hablar con el capataz, ¡ya sabes que yo no trato con campesinos! ¿Pero te ha dicho eso, un negocio?
El mayordomo asintió dejando ver cierto sarcasmo.
—Sí, señor. Y pensé que podría ser un entretenimiento adecuado mientras esperan a la señorita Helena.
El señor Casamunt sonrió.
—¡Ah! ¡Ya entiendo! Está bien, está bien, hazlo pasar.
En cuánto el mayordomo se giró, el señor Casamunt mandó silenciar al pianista y llamó la atención de los asistentes:
—Por favor, sean tan amables de atenderme un momento… —Las conversaciones cesaron, todos miraron al anfitrión—. Bien, a pesar de lo que digan ciertas malas lenguas afrancesadas y liberales, la verdad es que aquí siempre hemos tratado con respeto a nuestros campesinos. Me gusta atender personalmente sus solicitudes y peticiones… como ahora. —Mantuvo un silencio teatral que consiguió el efecto deseado: los invitados lo miraban perplejos—. Verán, uno de mis campesinos ha tenido a bien interrumpir nuestra fiesta porque debe proponerme un… «negocio». —La forma en que pronunció esa palabra provocó que los asistentes se relajaran y comenzaran a sonreír—. Y, por supuesto, no quería permitir que mis amigos se privaran de semejante propuesta. ¡Que entre, que entre, por favor!
La figura del campesino irrumpió en la sala. De forma automática, al verlo aparecer con sus calzones y su camisa sucia, todos los que se encontraban en el interior le dirigieron miradas ofensivas y risas maliciosas. Al avanzar el chico, los invitados fueron abriendo un camino, una especie de pasillo. Hubo entonces algún que otro comentario referente a su corpulencia y a la expresión de su rostro, tensa por los nervios.
—Dígame, caballero —empezó a decir el señor Casamunt mirando de reojo a los presentes—, ¿cuál es su nombre? ¿Y su edad?
—Rosendo Roca, señor. Veintiún años.
—Me han dicho que quiere plantearme algo, ¿verdad? ¿Un negocio o algo así?
Rosendo, parado frente a él, con todos aquellos ojos traspasándole, comenzó a hablar sin titubeos. Valentín Casamunt todavía sostenía aquella copa repleta de champán a la que de vez en cuando daba un sorbo goloso.
—Quiero proponerle un trato.
Silencio. En ese momento, de entre la multitud de ojos que se fijaban en Rosendo, unos en concreto llamaron su atención. Pertenecían a la chica que había tenido oportunidad de conocer aquella tarde lejana en que se le ocurriera bañarse desnudo en el río. Hoy presentaba un porte más maduro pero igualmente soberbio. Su cara seguía siendo angulosa y simétrica y con los años parecía haber adquirido una apariencia de busto de bronce. Alrededor del rostro le caían como en cascada los rizos oscuros que le enmarcaban las facciones. Las finas cejas acentuaban la forma alargada de sus ojos. Lucía un elegante vestido blanco, con un escote tan pronunciado que Rosendo pudo ver gran parte de sus pechos. El corpiño en color crema los elevaba e incrementaba un torso ya de por sí voluminoso. La joven se acercó con parsimonia hacia donde se encontraban el invitado sorpresa y el patriarca de la familia. Rosendo frunció el ceño y supuso que sería una más de las cursis invitadas que allí había.
—Hija mía —anunció Valentín para referirse a la joven—, ven a ver cómo tu padre hace negocios.
Helena Casamunt dirigió al recién llegado una mirada mezcla de vergüenza y odio. Ahí estaba ese campesino sucio y orgulloso echando a perder la que debía haber sido su entrada triunfal. Al escuchar las palabras del señor, Rosendo comprendió muchas cosas. Ahora entendía de dónde había sacado esa niña la educación y el descaro que mostró aquel lejano día.
—Hoy celebramos su cumpleaños y también su puesta de largo… —continuó Valentín despertando a Rosendo de su ensimismamiento—, pero tú querías proponerme un negocio, ¿no es así?
El señor Casamunt quedó sonriente, a la expectativa.
—¿Qué tienes tú que ofrecernos, si eres un simple y vulgar campesino? —sonó una voz masculina que se acercaba a la escena.
—Ah, hijo, quédate y aprende —animó el patriarca a Fernando, que al darse cuenta del revuelo quería ser testigo directo. Rosendo ignoró el comentario despectivo. Había venido con un propósito y lo iba a realizar.
—Quiero que me arriende las tierras que forman parte de la montaña. Usted no les saca provecho. Quiero cavar una mina en su ladera y extraer carbón.
—¿Cómo dice? —Valentín no se esperaba una determinación como la que le estaba demostrando aquel gigante que le obligaba a hablar con la cabeza hacia arriba.
—¿Y cómo va a hacerlo? Lo de abrir la mina, digo.
—Picando.
La simplicidad del chico hizo que Valentín estallara en una ruidosa carcajada y que los demás invitados, en silencio hasta el momento, lo imitaran. Su mayordomo había acertado: estaban disfrutando.
—¿Cómo me ha dicho que se llamaba? —le preguntó.
—Rosendo Roca —respondió.
—Rosendo Roca —repitió el noble en señal de burla—, seguro que nunca antes habías visto nada de esto —anunció moviendo los brazos en el aire con pedantería mientras señalaba la magnificencia de la sala—. Seguro que le gustaría conseguir algún día una mansión como ésta, ¿verdad? ¿Cree que algo así se consigue… picando? ¿Cree que nuestra familia ha perdurado siglos y siglos a base de dar golpetazos a un trozo de tierra? ¿Qué necesidad tengo yo de hacer negocios con un campesino como usted? ¿Qué ganaré yo en ese «negocio»?
Rosendo tragó saliva y contestó:
—Ponga usted las condiciones.
El viejo señor creyó que aquel chico debía de sufrir algún retraso. La mirada perdida, su forma escueta de hablar y la simpleza con la que trataba un proyecto de las dimensiones que acababa de proponerle eran indicios que apuntaban a un perfil sin duda poco sensato. Así que tras una pausa decidió aprovechar la oportunidad y sorprender a todos los invitados.
—De acuerdo. Acepto tu negocio.
La respuesta provocó el alboroto entre los allí presentes, que comenzaron a murmurar divertidos sobre el posible estado de embriaguez que movía al patriarca.
—Pero establezcamos ahora mismo las condiciones —continuó Valentín. Estaba entusiasmado con el espectáculo que estaba teniendo lugar, y para dar ya el siguiente paso levantó la mirada en busca de alguien en concreto—: El notario, ¿dónde está el notario? —vociferó llamándole entre el gentío, que seguía murmurando.
—Aquí —se escuchó en la sala. Y una mano elevada empezó a caminar en dirección al señor Casamunt apartando educadamente a quienes se interponían en su camino—. Aquí estoy. A su disposición, señor Casamunt.
—Muy bien. Jacinto, tráeme papel, pluma y tintero —ordenó Valentín a su mayordomo, que se había mantenido cerca durante todo ese tiempo.
Mientras el señor indicaba dónde debían situarse la mesa y las sillas para redactar el contrato, regresó el mayordomo con los utensilios de escritura solicitados.
—Empiece a escribir —requirió el patriarca al notario. Valentín Casamunt tomó asiento y dejó su copa encima de la mesa. Seguidamente, cuando vio que el notario estaba preparado con la pluma entintada en su mano, comenzó a disponer. En sus ojos se hacía patente que se encontraba bajo los efectos de una dulce mezcla de alteración, protagonismo y alcohol. Mientras anunciaba los términos del acuerdo iba fijándose una a una en las miradas de todos sus invitados buscando la aprobación y el regocijo en sus rostros.
—Veamos, Rosendo: en esas tierras podrá extraer y construir todo lo que quiera, como si es una mansión igual que ésta —le dijo esbozando una sonrisa taimada—. Pero además de pagarme el alquiler anual, que en esta ocasión será algo más elevado de lo normal, pongamos de unos… —calló un instante mientras inclinaba su cabeza y pensaba en una cifra al azar— cinco mil reales —hubo un murmullo de asombro entre los invitados—, me tiene que proporcionar un diezmo de los beneficios, esto es, la décima parte de lo que consiga ganar. Igualmente, también quiero yo proponerle algo nuevo en este sentido… Rosendo permanecía en silencio, imperturbable. Helena, situada detrás de su padre, continuaba observándolo pendiente de su reacción. No había olvidado a ese campesino tan desaliñado, con esa piel curtida y ese pelo tan despeinado. Era el mismo hombre por el que se había sentido extrañamente atraída tiempo atrás. Deseó que todo aquello acabara de una vez, que aquel inoportuno ganso se marchara cuanto antes y que sonara de nuevo la música.
—Si el año que viene no puede entregarme puntualmente el dinero acordado, trabajará para mí durante cinco años sin percibir dinero alguno. Pasado ese primer año, en cambio, si falla en un pago anual, entonces perderá directamente y en favor mío todo lo que haya preparado, almacenado o construido. ¿Está claro? —le preguntó al notario a la vez que le presionaba con fuerza el hombro con la mano derecha—. Y, finalmente —prosiguió—, si todo le va bien y puede mantener su negocio, en un plazo de cincuenta años, usted o su familia pasarían a ser propietarios de lo que hubieran creado a cambio de un pago final de… —Valentín hizo una mueca dando a entender que estaba pensando— un millón de reales. —En ese instante los bisbiseos de los oyentes aumentaron de volumen—. Si llegado ese momento no pueden cumplir esta cláusula, todo pasará a mis manos o a las de mis descendientes.
Los convidados cuchicheaban entre ellos atentos a los siguientes acontecimientos. Valentín Casamunt, como si acabara de interpretar un monólogo, dedicó un gesto de satisfacción a su hijo Fernando con el que quería darle a entender que «así es como deben hacerse las cosas».
—¿De acuerdo? —preguntó Valentín dirigiéndose esta vez al campesino.
Rosendo permaneció en silencio un instante más, las cifras no paraban de bailarle en la cabeza y es que él no era un hombre de números, sino de acción. Pero tenía fe en su proyecto y no estaba dispuesto a dejar pasar aquella oportunidad. Lucharía con todo su empeño, eso era lo único que tenía claro, y sin mentar palabra cogió con arrojo la pluma que el notario le ofrecía y firmó el contrato escribiendo su nombre completo: Rosendo Roca. Los invitados rompieron a aplaudir.
Una vez cerrado el trato, Rosendo recogió el papel con su copia y se marchó de la sala sin esperar a que nadie lo acompañara ni lo despidiera.
—Buen trabajo, padre —convino Fernando—. Ése no va a pagar ni el primer año.
—Así es, hijo, siempre va bien tener a alguien a tu servicio por una deuda. De todos modos habrá que mantenerlo vigilado —respondió el patriarca para acercarse después al notario.
Valentín Casamunt tomó entonces el contrato. Cuando observó la perfecta letra con la que Rosendo certificaba su compromiso, le asaltó un temor: quizá ese tal Roca no era tan tonto si sabía escribir así. Se encogió de hombros y bebió otro sorbo de su copa. Confiaba en no haberse equivocado.