Los años pasaron en Runera al compás de la rutina marcada por las cosechas. Rosendo fue asumiendo la definitiva marcha de Verónica y se centró en el trabajo. Poco a poco Narcís Xic dejó atrás la niñez y comenzó a caminar por la adolescencia. En ese período se empezaron a acentuar las diferencias entre ellos. Ambos compartían las labores del campo codo con codo, pero mientras que en Rosendo todo era fuerza y tenacidad, el hermano menor destacaba por su habilidad y ligereza. Donde el mayor se mostraba tímido y reservado, el otro era abierto, desenvuelto. Físicamente eran también como la noche y el día: Rosendo era muy alto y ancho, musculado; Narcís, en cambio, era delgado y de rasgos finos. Los dos hermanos, de tan diferentes, parecían complementarios.
Si bien el esfuerzo solía tener su recompensa, la situación de los campesinos era como la del funambulista que camina sobre la cuerda floja: una mala cosecha podía dar al traste no sólo con una temporada, sino con el destino de una familia entera. Durante el verano de 1831, cuando Rosendo tenía veintiún años y Narcís trece, sintieron ese vértigo en sus propias carnes: a pocas semanas para la maduración del trigo, se puso a llover.
Todo comenzó con una tormenta de verano, un generoso chaparrón que duró apenas diez minutos. Después el cielo no se acabó de despejar, por lo que el resto de la tarde hizo un bochorno sofocante.
Al día siguiente cambió el viento y se tornó húmedo y frío. Por la mañana cayeron gotas de manera aislada, como si las nubes no se atreviesen a descargar. Esa tarde, sin embargo, se cumplieron los malos presagios, porque la lluvia reapareció y lo hizo para no escampar durante toda la noche. Ni al día siguiente, ni al siguiente, ni al siguiente…
Narcís padre mostraba su preocupación.
—Se nos va a estropear el trigo, tanta lluvia nos va a dejar sin cosecha… —decía para sí en voz alta.
Rosendo miró de nuevo por la ventana. La fuerza con la que arreciaba la lluvia le provocaba por un lado fascinación y por otro miedo: si persistía, el exceso de humedad asfixiaría las raíces y pudriría el trigo.
—La cosecha de patatas ha sido buena, no nos faltará qué comer —comentó Narcís hijo.
El padre lo miró de reojo.
—Comeremos, pero no podremos pagar la cuota de cada año. Y si no la pagamos, los Casamunt nos echarán.
Narcís hijo no lograba comprender.
—Pero ¿qué sentido tiene? Si nos quitan las tierras, ellos tendrán que buscar a otro que las trabaje, ¡tampoco ganan nada!
El padre cabeceó:
—Mira, hijo, lo que hacen es que, si no pagas el canon, todo lo que tengas, casa, muebles, herramientas, dinero y lo que hayas cosechado, todo se lo quedan. Si lo recaudado no llega a cubrir el canon, se convierte en deuda. Luego te ofrecen un nuevo contrato: la misma tierra pero con el canon más la deuda. Las familias arruinadas no tienen otra opción y aceptan las nuevas condiciones. Ya nada les pertenece, intentan sobrevivir.
—¿Y nadie se rebela? ¿Nadie ha dicho «me voy» y se va? —continuó Narcís.
—Alguno se ha ido… el que tenía algún familiar que lo podía ayudar. Pero la mayoría se ha quedado. Hijo, ¿a dónde puedes ir si no tienes nada?
Rosendo había permanecido en silencio, escuchando a su padre y a su hermano, dando la razón a uno y a otro porque los dos estaban en lo cierto. El padre decía la verdad: hacía tan sólo unos días fue testigo de cómo los Hereu, que tuvieron una mala cosecha por haber sembrado demasiado pronto, fueron casi expulsados de su hogar por los Casamunt. Pudo ver a Josep, un hombre fornido y trabajador, debió tragarse el orgullo y aceptar las nuevas demandas de los señores: tenía dos chiquillos y un tercero que estaba por venir, ¿adónde ir así?
Por otro lado, su hermano mostraba un enfado lógico por ese trato injusto. A ellos les podía pasar lo mismo. Rosendo miró entonces a su madre, quien se mantenía al margen de la conversación con la excusa de estar preparando la comida. En su rostro, sin embargo, la preocupación se sumaba a la debilidad propia de aquellos días húmedos que en nada beneficiaban su precaria salud. Rosendo quería encontrar algo, algo que les ayudara a salir adelante.
La cosecha resultó desastrosa: al final sólo se salvó menos de la mitad de lo esperado. Para poder pagar el canon se verían obligados a vender toda la cosecha de patata y también algún animal. Angustias comentó que tendrían que vender las gallinas:
—Son buenas ponedoras y será fácil encontrar quien quiera asegurarse el sustento al menos con huevos… No podemos vender la vaca porque está vieja y nos pagarían poquísimo. A nosotros aún nos sirve, su leche nos alimenta y podemos hacer queso. El buey lo necesitamos para el campo, así que…
Ella rara vez opinaba sobre cómo llevar las tierras o los animales, pero cuando lo hacía era para acertar. El padre había ido a la plaza del pueblo, lugar donde los hombres se reunían para comentar las novedades y las noticias. En casa, Angustias preparaba la cena, Rosendo leía y copiaba de la Biblia y el hermano pulía la hoja de una especie de navaja con mango de madera.
Al rato llegó el padre y por la expresión de su cara no traía buenas noticias. Todos dejaron lo que tenían entre manos y le prestaron atención.
—Las cosas no van bien —dijo rascándose la nuca—. La cosecha del centeno también ha sido mala y somos muchos los que estamos sufriendo. Hay quien no tiene nada ahorrado.
—¿Alguna familia que no podrá pagar el canon? —preguntó Rosendo.
Narcís, sin levantar la mirada de su gorra aferrada entre las manos, contestó:
—¿Os acordáis de Marcial? —Todos asintieron—. Pues esta mañana —resopló—, pues… esta mañana, bueno, el hombre se ha quitado la vida, se ha ahorcado.
Angustias, que tenía la mano tensa sobre el pecho, soltó un gemido. El joven Narcís palideció y un Rosendo imperturbable estuvo a punto de romper el lápiz sin darse cuenta.
—Su chiquillo fue a buscarlo porque tardaba en ir a comer y ahí estaba, en un árbol…
Angustias no pudo reprimir las lágrimas.
—Deja mujer y dos niños… ¿Qué va a ser de ellos?
Narcís se encogió de hombros.
—En el pueblo dicen que como el contrato lo firmó él, la deuda desaparece. Se quedarán sin nada, pero al menos no deberán nada a nadie —y diciendo estas últimas palabras su expresión se tornó absorta, pensativa.
Angustias palideció, sus labios se convirtieron en dos finas líneas y su mirada se endureció a causa del espanto. Sin apartar los ojos de su marido, dijo con voz fría y temblorosa:
—Narcís, el suicidio es pecado.
Pronto, percatándose de las miradas de su familia sobre él, sacudió la cabeza como quien despierta de un sueño, esbozó una tenue sonrisa y, mesándose los cabellos, respondió:
—Bueno, bueno, que nosotros no estamos tan mal. Todavía tenemos los animales y una buena parte de la cosecha —luego frunció el ceño y añadió—: Mañana tenemos trabajo, venga, a cenar de una vez.
Cuando Angustias dejó la olla en el centro de la mesa, oyeron a las gallinas cacarear asustadas. Como movidos por un resorte, los chicos se asomaron a la ventana de la parte posterior. Les dio tiempo a ver dos sombras que se alejaban en direcciones opuestas. Rosendo abrió la puerta y gritó a su hermano:
—¡Ve tú a por ése!
Y ambos salieron corriendo tras los ladrones.
Poco más tarde apareció Narcís Xic con una gallina bajo el brazo. Sin apenas resuello, explicó a sus padres:
—Sólo he podido rescatar a ésta, el tipo corría que se las pelaba.
Al momento llegó Rosendo, él también con una gallina. La enseñó nada más llegar:
—Está muerta, la agarró del cuello y me la lanzó. Él consiguió escapar.
Angustias cogió la gallina muerta y dijo:
—Ya tenemos comida para mañana —sonreía, pero sus ojos mostraban incipientes lágrimas. Tras el robo, sólo les quedaban tres gallinas. Esa noche decidieron meterlas en casa y fueron las únicas de toda la familia que lograron dormir algo.
A la mañana siguiente Rosendo y Narcís se dirigieron al campo. En el trayecto el menor estuvo serio y callado. De repente se volvió y sujetó de un brazo a su hermano.
—Rosendo, quiero hablar contigo —dijo con voz indecisa. El mayor lo invitó con un gesto a que continuara—. Verás… ya sé que sólo tengo trece años, pero… bueno, es algo a lo que empiezo a darle vueltas. Es que… ya ves lo que ha sucedido aquí… En fin, que estoy empezando a plantearme qué hacer en el futuro.
—Aquí siempre hay trabajo —contestó Rosendo.
Narcís Xic chasqueó la lengua y negó con la cabeza:
—¿Pero qué trabajo es éste, Rosendo? Te deslomas de sol a sol y nunca sales de la miseria. Además, las tierras no dan para todos —detuvo a su hermano, que iba a replicar—. Piénsalo, Rosendo, tú pronto querrás formar una familia. Y luego me tocará a mí. Si hoy pasamos apuros para comer cuatro, ¿cómo lo haremos cuando seamos más? Eres el mayor, lo lógico es que tú sigas con la tierra y yo me busque la vida por otro lado.
Rosendo negó con la cabeza.
—Si hay tierra y brazos que trabajen, hay comida.
Narcís soltó una carcajada.
—Pero qué ingenuo eres, —añadió palmeándole el hombro—. Mira, he estado pensando… ¿Recuerdas cuando vinieron los soldados, los que vimos en la casona? —Cómo podía olvidarlo, tenía la imagen de Verónica todavía grabada a fuego en la memoria—. Pues, me parece que… —y, diciendo esto, sacó la bala del bolsillo, aquella que le había regalado el soldado— no sería un mal destino, ¿no crees?
Rosendo negaba con fuerza con la cabeza.
—Los soldados son malos. Quitan la comida a la gente honrada y también matan.
—Escucha, Rosendo, si los soldados matan es a la gente que quiere destrozar el país. ¿Acaso no fueron ellos quienes echaron a los franceses? Precisamente para defender a la gente honrada hace falta que alguien esté dispuesto a tomar las armas. Dicen por ahí que puede haber otra guerra pronto porque el Rey de ahora quiere que su hija sea reina y no su hermano.
Rosendo no levantó el rostro y continuó mirando fijamente al suelo.
—Eso no es cosa tuya. ¿Quién te ha dicho eso? ¿Con quién has hablado?
Narcís se puso colorado.
—Pues sí, he hablado con alguien, con Matías. Su padre luchó en la guerra y fue un valiente —admitió con tono orgulloso. Entreviendo un cierto pesar en el rostro de su hermano, Narcís recuperó el tono alegre y, volviendo a palmearlo en el hombro, concluyó—: Todo esto es hablar por hablar, ¿eh? Que, de todas formas, hasta los dieciséis años no me admitirán en ningún ejército ni en ninguna guerra. Así que vamos a trabajar que para eso no hay edad que valga.
Guiñó a continuación un ojo y se dirigió a realizar las labores del día. Rosendo, cuando vio que se había alejado unos cuantos metros, suspiró.
De pronto, reparó en la montaña, esa misma montaña que lindaba con su terreno.
La nueva perspectiva ofrecía algunos de los corrimientos de tierra provocados por las lluvias pasadas. Rosendo se fijó en la falda suavemente veteada, en las intensas franjas de color negro.
Era carbón, ese carbón que tantas veces había visto en el mercado.
Y, mientras comenzaba a trabajar, su cabeza bullía y pensaba, pensaba: tenía que lograr que su padre recuperase la ilusión, que su madre no se pusiera triste nunca más y que Narcís no fuera a ninguna guerra a dejar que lo matasen como a un conejo. Tenía que hacer algo.