En septiembre de ese mismo año la guerra de los agraviados o malcontents finalizó con la intervención del propio Rey. Si bien es cierto que en Runera y sus inmediaciones no se libró ninguna batalla, la revuelta sí que tuvo una gran repercusión económica en sus habitantes. Narcís padre, subido a su carro, contempló cómo los últimos soldados se marchaban de la casona. Respiró aliviado: eso suponía el retorno a la normalidad. Se dirigió entonces a su hogar para comer con la familia y comentarles la buena nueva.
Al oír el paso del caballo, los chicos se Sentaron rápidamente a la mesa y Angustias añadió un poco más de sal al hervido de patatas y judías que había preparado para ese día. No era gran cosa, pero al menos llenarían el estómago.
Después de comer en silencio, preocupados sólo por alimentarse para reponerse cuanto antes de los esfuerzos realizados por cada uno de ellos y tomar fuerzas para los que todavía deberían realizar aquel día, Angustias preguntó a su marido si esa tarde necesitaría al pequeño, porque quería que practicaran la lectura. Narcís Xic protestó:
—¡Pero si a mí no me gusta leer! Yo quiero ir con padre, a trabajar.
El padre chistó al crío:
—Tú lo que tienes que hacer es obedecer a tu madre, ¿está claro?
El niño bajó enfurruñado la cabeza, aunque enseguida cambió su expresión cuando vio cómo su padre le guiñaba un ojo. A continuación Narcís les explicó lo que había visto, lo de la marcha de los soldados, algo que todos celebraron, incluso el pequeño Narcís, contento con la promesa de mejores comidas. El padre añadió con cierta burla:
—Ah, además he visto otra cosa… Parece que Verónica, la hija de Bernardo, el trapero, ha decidido alistarse al ejército.
Narcís Xic abrió los ojos como platos.
—¿Las chicas pueden ser soldados?
El padre rió con ganas.
—¡No, hijo, no! Eso es cosa de hombres… El Marcial —continuó dirigiéndose a su esposa— me ha dicho que se rumorea que la han dejado preñada y que por eso se ha ido con ellos. Ya se veía venir, tan ligera de cascos esa chica —Angustias miró de reojo a Rosendo con preocupación. Mientras el padre terminaba de comer con tranquilidad, su hijo mayor dejó de hacerlo: tenía un nudo en la garganta. Tras una pausa, Rosendo se pasó la mano por la frente y dijo:
—Hace mucho calor. Voy a bañarme al río.
—¿Y las patatas?
Rosendo, ya de pie, no dijo nada.
—Pues me las como yo, ¿eh, chaval? —informó el padre.
Clavando la mirada sobre su marido, Angustias lo corrigió seria:
—Ya basta, Narcís, déjalo tranquilo.
—¿Yo? ¿Pero qué he hecho yo ahora?
Al llegar al río, Rosendo cogió una gran piedra y la lanzó contra la corriente al tiempo que exhalaba un sentido grito de desaliento. Era como si con ese gesto quisiera extirpar la pena y la furia que se clavaban en su interior.
Después, ya más sereno, decidió tirarse y sumergirse en la corriente. Se zambulló desnudo en el río y el agua y su frialdad casi le cortaron la respiración. Tuvo que hacer esfuerzos para que la corriente no le arrastrara. Al calentarse sus músculos y activarse la sangre, sintió cómo sus pensamientos se iban río abajo. Trató de erguirse para volver a la orilla pero sus pies resbalaron con el lodo del fondo, braceó para detenerse y finalmente consiguió agarrarse a una raíz retorcida que asomaba por la ribera.
Salió del agua bastante más lejos de donde había entrado. Miró a los lados sin ver a nadie y se dirigió, corriendo un poco encorvado y tapándose, hacia donde había dejado la ropa. Allí, una joven que no había visto jamás y cuya elegancia sorprendía en aquel lugar, examinaba sus prendas con una mueca de repugnancia que no trató de esconder al ver a Rosendo. La chica dijo con tono severo:
—Deberías repetir más a menudo el baño que te has dado. Incluso lo podrías intentar sin quitarte la ropa. Así nos ahorraríamos el espectáculo. —A pesar de sus palabras, no desviaba la mirada del cuerpo musculoso y aterido de Rosendo que trataba de esconderse entre unos matorrales.
La muchacha debía de haber llegado al poco de saltar él al agua, dedujo. Su porte era extraño; nadie en los alrededores poseía ese aire distinguido y esos gestos delicados. Su vestido era vaporoso e inapropiado para montar la preciosa yegua torda que ahora aprovechaba la pausa para beber del río. La muchacha, pese a encontrarse bajo la sombra de los altos álamos, sostenía en su mano izquierda una sombrilla de color blanco y encajes ribeteados en rosa. Aunque parecía algo más joven que Rosendo, su cuerpo ya tenía todas las formas de una mujer.
—Necesito vestirme —dijo Rosendo, con un indicio de rubor en la mirada.
La joven plegó la sombrilla y con la punta levantó la camisola de Rosendo en el aire.
—Aquí la tienes. ¿Vives por aquí? —le preguntó mientras sostenía la ropa.
—Detrás del cerro. Con mis padres. —Rosendo alargaba el brazo para tomar las prendas sin dejar el matorral, pero no lo lograba.
—¿Y a qué os dedicáis? ¿Sois campesinos?
—Sí, trabajamos para los Casamunt.
—Ah, ya veo, los Casamunt… Y supongo que no tendréis queja.
—Ninguna que contarle a una desconocida. No alcanzo. ¿Me das mi ropa? Debo volver a casa.
—¿Tanta prisa tienes? ¿Qué has de hacer, dar de comer a los cerdos, remover estiércol o alguna de esas cosas infames que hacéis? —Soltó una risa.
—Más bien tengo un poco de frío. —Rosendo no se sentía cómodo ante su presencia. Llevaba un vestido con un ceñido escote que dejaba asomar la blanquísima piel y su fino cuello. Todas las mujeres que conocía olían a cebolla y sudor, estaban doradas por el continuo sol y llevaban prendas raídas, oscuras y sucias. La joven que tenía ante sí olía a perfumes sensuales y desconocidos, llevaba el pelo oscuro pulcramente recogido pese a que unos cuidados rizos revoltosos habían escapado del moño y caían deliciosamente atractivos enmarcando su rostro, y su vestuario estaba inmaculado, sin sombra de suciedad ni en los bajos ni en las mangas. La sombrilla proporcionaba a su figura un toque excéntrico que hacía sus encantos más exóticos a los ojos de Rosendo. Su cara, pese a no ser de una belleza extraordinaria, sí era hermosa, simétrica. Su cuerpo tenía sinuosas y contundentes curvas.
Justo en ese instante, la muchacha cruzó su mirada con la del joven y comprendió que estaba siendo calibrada, y admirada, por él, y esa contemplación arrobada provocó una deliciosa sensación de vértigo en ella y la tentación de mirar también. Rosendo poseía un cuerpo de ángulos pronunciados, con una gran vena palpitante que atravesaba sus poderosos brazos. Su pecho era ancho, bien formado. Su vientre plano, sin asomo de grasa, no como los de los hombres de prominentes barrigas adivinadas bajo las carísimas camisas que estaba acostumbrada a ver. Observó a Rosendo, reparó en su gesto concentrado y en que era incapaz de interpretarlo. Tal vez podía tratarse de furia contenida, quizá de anhelo, pero en todo caso supo que, si lo deseaba, era perfectamente capaz de arrancar de un manotazo el vestido a una mujer. Y esa idea la turbó.
Entretanto, impaciente por recuperar el dominio sobre la visión de su cuerpo, y por ello su dignidad, Rosendo hizo un último intento, pero al estirar demasiado el brazo perdió pie y cayó de bruces sobre el matorral. La joven esbozó una mueca irónica, una sonrisa burlona cargada de desdén y suficiencia, bajó la sombrilla y dejó caer la camisola justo delante de él.
Éste, molesto, se levantó raudo sin cuidar de taparse la entrepierna. La visión del sexo de Rosendo hizo que la muchacha abriera la boca, azorada y escandalizada. Apartó la vista, sacó de su manga un pañuelo también de encaje y se lo pasó por el cuello y la frente para secar las pequeñas gotas que se habían formado sobre su piel, antes inmaculada y fresca, ahora de pronto sofocada, demasiado caliente.
Rosendo se puso la camisola que le tapaba hasta casi medio muslo y pidió a la dama que le alcanzara los pantalones todavía en el suelo, a sus pies.
Ella, usando de nuevo la sombrilla, alzó los calzones y se los acercó. Rosendo sopesó durante un segundo su gesto soberbio, distante, mientras sostenía la prenda ante sus ojos hasta que, finalmente, se decidió a recuperarla. Alzó su brazo para tomarla de la punta de la sombrilla, elevada casi a la altura de su cabeza y, al hacerlo, su camisola se alzó dejando al descubierto su miembro viril y su evidente, su altiva y poderosa erección.
La joven no pudo sofocar un grito que rápidamente intentó ahogar cubriendo con el pañuelito su boca. Sin embargo no apartaba sus ojos de él, como tampoco lo hacía respecto a ella Rosendo que, indignado, había tomado con furia los pantalones y se vestía sin querer bajar la vista ni siquiera para comprobar que se estaba abotonando correctamente.
Era un reto, un duelo, una lucha de poder. La muchacha reparó en el rostro alterado del campesino, tan colorado que parecía a punto de reventar. Un asomo de miedo la asaltó y se preguntó si no habría cruzado con su irreflexiva actitud la línea no ya de la decencia, sino de la más elemental prudencia: estaba sola en aquel recodo del río, apartada del camino y ante aquel hombretón semidesnudo y rabioso.
Ese miedo reflejado en sus ojos fue lo que encolerizó a Rosendo e hizo que se sintiera considerado como un animal. Ya había aguantado demasiado. Terminó de vestirse y, sin hablar ni mirarla de nuevo, se volvió y emprendió el camino a casa. No tenía por qué soportar aquello, no estaba dispuesto a que se rieran de él. Mientras se alejaba, sin embargo, pensó que había faltado muy poco para que la aventura hubiera acabado de otra manera y, a pesar de que sentía su orgullo herido, no pudo evitar que una pregunta rebotara insistente dentro de su cabeza: ¿la volvería a ver?