Capítulo 9

Tras los azotes por la manzana, Rosendo había redoblado sus esfuerzos y se había volcado en el trabajo. Durante las siguientes semanas, de tan atareado como estaba, apenas pudo ver a Héctor. Más de una vez maldijo también su mala suerte por no haber visto de nuevo a Verónica. El invierno y las nieves terminaron y aunque todavía hacía algo de frío se notaba el inicio de la primavera. Tan ensimismado estaba entre las labores y el recuerdo de Verónica que ni se acordó de su decimoquinto cumpleaños. Fue su padre quien en el campo se le acercó y le dijo que fuera a casa, que sobre todo se aseara bien antes de sentarse a comer puesto que un regalo hay que recibirlo con las manos limpias.

Rosendo miró al vacío y aunque no sonrió, sus ojos oscuros parecieron brillar bajo sus pobladas cejas.

—Así lo haré, padre.

—Y ya puestos, no te olvides de lavarte la cabeza. Tienes ahí más polvo y tierra que todo mi erial —le soltó como algo que pretendía ser una broma. Narcís lo miró mientras se alejaba, aquel niño se había convertido en un hombre. A sus quince años, su corpachón era proporcional a su capacidad de trabajo, algo que lo llenaba de orgullo. No dejaba de ser su primogénito y ahora se daba perfecta cuenta de que Rosendo era un Roca más; era, en efecto, trabajador, incansable y honesto.

Cuando entró en el comedor, Narcís se encontró con un ambiente relajado. Los chicos se habían sentado a la mesa, Rosendo con el pelo todavía mojado pero perfectamente peinado. Angustias, que gozaba ese día de una tregua en sus dolencias crónicas, llevó las fuentes a la mesa: había preparado sopa de verduras y había frito queso de cabra y unos chorizos. Ante la impaciencia de Narcís Xic, le hizo señas para que se quedara quieto.

—Esperad a que padre se siente. Hoy es un día especial.

—Ya lo sé —saltó el benjamín—, es el cumpleaños de Rosendo. Muchas felicidades, hermanito —dijo con musicalidad y acentuando de manera simpática la última palabra.

Rosendo esbozó una sonrisa de agradecimiento o de ilusión, siempre era difícil conocer sus sentimientos.

—Feliz aniversario, Rosendo, querido —dijo Angustias mientras lo abrazaba y le daba dos sonoros besos en las mejillas. Acto seguido extrajo un pequeño paquete del bolsillo de su delantal y lo depositó encima de su plato—. Esto es para ti.

Rosendo dirigió su mirada al pequeño bulto primorosamente envuelto en un delicado papel blanco. Se quedó un momento inmóvil, disfrutando del instante. Deslizó las yemas de sus dedos por encima del paquete como acariciándolo, como absorbiendo la bondad de su madre al ofrecérselo con tanto cariño.

—Gracias, madre —logró responder con voz resuelta pero sin levantar la mirada. Y un segundo después, añadió—: Gracias, padre.

Los ojos de los presentes siguieron los movimientos de Rosendo al abrir sin prisas el envoltorio. Cuando el papel se soltó, el homenajeado se quedó quieto. Contemplaba un hermoso cuaderno con tapas de piel y un lapicero artesano de madera finamente pulida. Rosendo no había visto nunca nada parecido. Junto al cuaderno, un pequeño libro: El héroe, de Baltasar Gracián.

Su madre, todavía junto a él, tomó con dulzura el lapicero y escribió con suma precisión el nombre y apellido de su hijo sobre la primera página de la libreta. Los ojos de Rosendo se humedecieron de alegría.

Después de la comida; que discurrió tranquila y alegre, el padre le dijo que esa tarde no quería verlo en el campo. Exultante con sus regalos, Rosendo se dirigió a su rincón favorito, cerca del río. Se sentó sobre la piedra situada en lo alto de la cascada a la que siempre acudía para estar solo.

Lo primero que miró fue el libro. Angustias le explicó durante la comida que el autor era un sabio jesuita que escribió muchos libros con grandes enseñanzas y que ése en cuestión, El héroe, estaba destinado a aquellos que quieren hacer grandes cosas en la vida. La madre pensó que sería una lectura ideal para sus quince años, justo ahora que empezaba a hacerse un hombre. Rosendo sonrió para sus adentros y comenzó a leerlo: «Quiero formar con un libro pequeño un varón gigante», «Aspiro a crear un hombre fuera de lo común, de perfección milagrosa», leyó en la dedicatoria del autor. Eso lo hizo concentrarse aún más y fue devorando con ansia cada frase. Entre las que leyó ese primer día, una le quedó grabada: «Tú que aspiras a la fama, presta atención: que todos te conozcan, pero que ninguno te abarque». Se quedó pensando y le pareció que el texto se dirigía a él. Sintió que nadie sabía de lo que realmente era capaz. Rosendo pasó entonces al cuaderno que abrió y empezó a escribir:

Hoy ha sido mi cumpleaños. Tengo ya quince años. Mamá me ha regalado esta libreta y un libro. Padre me ha dejado la tarde libre. Nunca antes lo había hecho.

Rosendo, acostumbrado a la tiza, escribía trabajosamente con el lápiz. Su mano repleta de callos y rasguños por el trabajo diario se esforzaba en que la letra quedara lo mejor posible en esa preciosa libreta. A mitad de la escritura, Rosendo escuchó los pasos de alguien que se acercaba rápidamente y cerró el cuaderno en un acto reflejo. Era Héctor.

—¿Qué es eso? —preguntó éste jadeante después de su carrera.

—Nada. Me lo han regalado por mi cumpleaños —respondió mientras volvía el cuerpo en dirección a su amigo.

—¡Felicidades! No me acordaba de que…

En ese momento llegó Verónica, también corriendo, e interrumpió las palabras de Héctor.

—¡Has hecho trampas! —reclamaba ella sofocada.

—Mira, mira lo que le han regalado a Rosendo por su cumpleaños —le respondió Héctor para evadir su culpa.

—¿Hoy es tu cumpleaños? —le preguntó Verónica.

—Sí —respondió Rosendo sin más. Por unos momentos pensó que ése era su mejor regalo: volver a verla.

—¡Pues felicidades! —gritó. Subió a la roca y le dio un cálido beso en la mejilla.

A Rosendo se le encogió el pecho y se le tensaron todos los músculos.

—¿Y qué es eso que te han regalado? —preguntó la chica. Al cogerle el cuaderno, Rosendo se estremeció con el contacto de sus manos.

—Es para escribir —respondió con sencillez. Mientras escuchaba el sonido del agua, Rosendo se sentía en la gloria. Trataba de retener la escena, todos los detalles de lo que estaba viviendo en ese momento: el beso, la caricia… Se sentía en una nube.

Héctor y Verónica, totalmente ajenos a lo que ocupaba la cabeza de su amigo, observaban la libreta con indiferencia: a ellos no les servía para nada. Abrieron y observaron esas páginas de un blanco inmaculado, con las dos líneas que Rosendo había escrito unos minutos antes. No las entendían.

—¿Para qué quieres escribir? ¡El trigo y las vacas no te pedirán que les escribas cartas! —bromeó Verónica mientras cogía el lápiz de las manos de Rosendo e intentaba dibujar algo en la libreta, aunque sólo fue capaz de trazar un círculo abollado.

Verónica soltó una sonora carcajada y arrugó su respingona nariz. Rosendo no podía apartar su vista de ella. Héctor también rió y Rosendo a su lado hizo una mueca parecida a una sonrisa. Quería igualarse a sus dos amigos, pero eso de las emociones nunca se le había dado demasiado bien. Optó por continuar admirando la presencia de Verónica. Ella, tras devolverle el cuaderno, se tumbó en la vegetación del lateral del río y dejó caer:

—Pues a mí mi novio me regaló por mi cumpleaños un espejo pequeñito enmarcado en hierro. Como es herrero…

Con los brazos cruzados bajo su cabeza en forma de almohada, miró disimuladamente a Rosendo. Sabía que estaba loco por ella.

—Y tú, Rosendo, ¿no tienes novia? —le preguntó Verónica al volverse. Tumbada ahora de lado, apoyaba la cabeza sobre su mano formando el brazo un ángulo recto. Los negros y largos rizos lucían más que nunca. La chica jugueteaba con el lápiz de Rosendo sobre la hierba. Rosendo, que en ese momento había sentido cómo su corazón se resquebrajaba en mil pedazos, respondió en un susurro apenas audible:

—No —tenía la mirada fija en las manos de Verónica.

—¿Y tú, Héctor? —preguntó ella sin prestar atención a la respuesta de Rosendo.

—Uy, sí, yo tengo muchas…

Pero Rosendo ya no escuchaba a nada ni a nadie. La luz empezaba a desvanecerse, como la alegría que hacía tan sólo unos instantes había experimentado. Verónica estaba con otro. Eso dolía, eso le amargaba las entrañas. Por un lado se sintió traicionado y por otro se sintió estúpido por haberse hecho ilusiones y haber pensado en ella constantemente.

Rosendo se levantó de la piedra y le cogió de la mano el lápiz a Verónica. Quería salvarse del dominio de esa chica.

—He de irme. Me esperan en casa —mintió.

Desapareció por la ladera de la montaña mientras sostenía con fuerza los regalos y luchaba por disimular la rabia y tristeza que pugnaban por salir.

Cuando Rosendo llegó a casa, su hermano le dijo:

—Ya se acaba el día de tu cumpleaños… ¡y pronto será el mío!

Narcís padre, sentado a su lado, le brindó un gesto cariñoso despeinándole su pequeña cabeza y le anunció:

—Y tendrás un buen regalo.

La celebración de su cumpleaños ya era cosa del pasado. Lo único que le quedaba ahora era el comentario de Verónica: «Pues a mí mi novio me regaló…». Abrumado no entendía por qué no podía olvidarlo sin más. Se sentó a la mesa.

—¿Has escrito ya en tu cuaderno? —le preguntó Angustias entre curiosa y emocionada.

—No mucho —respondió secamente Rosendo.

—Claro, eso de escribir no le sirve para nada a un campesino —agregó Narcís, a lo que su hijo pequeño se sumó con una tímida risa tapándose la boca.

—¿Se lo has enseñado a Héctor? —continuó Angustias, ignorando el comentario de su marido.

—Sí.

—¿Y a alguien más? —preguntó, movida por una extraña intuición.

—Sí, a Verónica, una moza del pueblo —respondió Rosendo con la mirada perdida en la superficie de la mesa.

Angustias, acostumbrada a leer entre líneas en el rostro de su hijo, entendió el calado de lo que en realidad le ocurría. Como Rosendo nunca hablaba de sus sentimientos sabía que esta vez tampoco contaría nada. Después de un silencio le propuso hacer algo que quizá lo ayudara a sentirse mejor.

—Yo solía utilizar mi cuaderno para escribir mis pensamientos y preocupaciones —le indicó mientras le acariciaba la mejilla. Resultaba algo más que enternecedor ver a un muchacho tan grande recibir el cariño de su menuda y delicada madre.

Rosendo pensó que ésa era una gran idea. Tenía que hacer salir de algún modo todo ese mundo que le quemaba por dentro y no sabía hacer llegar afuera. No al menos con palabras dichas por él, nacidas de sus labios, expresadas en gestos o miradas.

Era parco. No se le daba bien hablar. Pero sí podía hacerlo con las manos, sobre el papel. Podía hacerlas trabajar con el lápiz, en el cuaderno, para que le ayudaran a sacar al exterior ese torrente de sentimientos y ansiedades que desde siempre le había bullido, y poseído, dentro del pecho.

Si no podía decir a las personas lo que en realidad sentía, al menos lo escribiría.