Casi sin darse cuenta, las semanas pasaron y llegó el invierno. Esa fría mañana Rosendo se levantó con una nueva ilusión: cuando fue a dormir la noche anterior estaba nevando. El manto blanco que lo cubría todo era un espectáculo fascinante. Además, ese día iría al mercado semanal de Runera. Su padre tenía otras cosas que hacer y pensó que ya tenía edad suficiente como para ir él solo a vender los huevos y el queso.
La madre le tenía preparado un hatillo con un trozo de cecina y un pedazo de pan. En el pueblo ya conocían la calidad de lo que criaban y elaboraban los Roca, así que normalmente acababan pronto. La nieve, sin embargo, podía alejar a posibles clientes. Rosendo, despreocupado, siguió disfrutando del día camino de Runera.
Acababa de llegar al mercado cuando Paco el Porras le indicó con un guiño que se acercara. Era uno de los clientes habituales: ese día no tendría problemas para colocar los huevos. Para sorpresa de Rosendo, Paco le compró también el queso.
—Cuando se pone a nevar, mejor tener la alacena llena, que luego se cortan los caminos y de qué comemos, ¿eh?
Rosendo no recordaba que Runera se hubiera quedado nunca aislada por la nieve, pero no le replicó. Si lo vendía todo de golpe, mejor para él. En casa no lo esperaban, así que ahora podría curiosear por los puestos. Aquella frenética actividad, la mezcla de olores y gritos, el vaho de los bueyes o el constante balar de las ovejas que se apiñaban en pequeños cercados despertaban en él un interés inusitado.
Enfilando el corredor principal, Rosendo giró la cabeza para observar la pericia de una mujer desplumando un laxo pollo encima de un barreño. De pronto chocó despistado contra alguien. Al mirar al frente se encontró con una muchacha de negro pelo rizado e increíblemente largo. Los ojos eran de color miel, enmarcados por una cara de pómulos salientes y una piel morena. Sus ropas parecían más aptas para la primavera que para el crudo invierno de Runera. Clavada en mitad del camino, se estaba doblando de risa. Era Verónica.
—Vaya susto te has llevado. ¿Qué pensabas, que te había pasado un caballo por encima? ¡Ja, ja! Si has saltado dos metros para atrás…
Rosendo no sabía cómo reaccionar, la tenía delante y él se había quedado bloqueado, sin decir palabra.
—¿Qué pasa, se te ha comido la lengua el gato? —continuó Verónica. Tras mirarlo de arriba abajo le preguntó—: Y ahí, ¿qué llevas? Dime, ¿qué es eso que aprietas con fuerza?
Rosendo tragó saliva y contestó:
—Son unas monedas.
—Perfecto, pues vamos donde la vieja Andrea a por una patata asada, que me vas a invitar.
—No puedo. El dinero es de mis padres.
—¿Ah, sí? ¿Y dónde vivís, en un palacio? —El tono de sorna evidenciaba la frescura de la chica.
A su pregunta siguió una especie de risilla que le hizo arrugar la nariz en un gracioso mohín. Rosendo aún conservaba ese recuerdo cuando se dispuso a contestar ingenuamente.
—Cogiendo el camino del río, detrás del cerro pelado, en las tierras yermas de los Casamunt —dijo de forma rápida, mecánica, mientras pensaba que era increíble que estuviera hablando con ella.
—¿Entonces tú debes de ser Rosendo? Ya había oído hablar de ti… Me habían dicho que eras un poco raro. Vives donde empieza la montaña, ¿verdad?
Rosendo se ruborizó un poco al ver que lo conocía. Apenas había cruzado unas palabras y ya se sentía completamente a sus pies. Ni siquiera echó cuentas de que el comentario no era todo lo positivo que a él le hubiese gustado.
—Yo soy Verónica. Acompáñame por lo menos a dar una vuelta al mercado.
Rosendo intentaba despejar su cabeza de todas las sensaciones que lo embargaban. La belleza de esa muchacha lo tenía subyugado y no podía pensar con claridad. Quería articular una excusa cuando el firme tirón de la chica le provocó un crujido en el codo. A pesar de la brusquedad de la muchacha, Rosendo sólo sentía el tacto de la mano de Verónica sobre su piel.
—Mira, el puesto de las gallinas y los pollos. Huele que apesta, pero yo siempre me los imagino peladitos y al horno… —Y golpeándose la cabeza, añadió—: ¡Quita de ahí, Rosendo, que se me hace la boca agua…!
A Rosendo le sorprendió la capacidad de Verónica para sacar a relucir todo lo que iba pensando. Él era incapaz de hacerlo. Ahora deambulaba agarrado de su mano como un autómata, impelido por una energía descarada que lo obligaba a asumir una visión diferente de un espacio conocido.
—Bueno, ¿y ese pan? ¿Tú te crees que es normal tener unas monedas en la mano y no decir «dame una hogaza»? ¡Ramón, no te sobrará un currusco!
—¡Anda, Verónica, te has echado un amiguete…!
—Me lo he encontrado por ahí. No es muy hablador, pero… ¡qué te importará a ti!
—¡Vaya humos que llevamos hoy!
—Ni caso, Rosendo, que a éste sólo le gusta chinchar.
Verónica hablaba sin mirarlo. Ella se detenía, golosa, en cada parada, como si lo saboreara todo. En esos momentos parecía no importarle su pobreza. Compraba con la imaginación. Rosendo la observaba asombrado. Nunca había visto a nadie con tantas ganas de comerse el mundo, con tanta alegría sin tener casi nada.
Estaba descubriendo una serie de cosas en las que no había reparado antes en sus visitas con su padre. Como, por ejemplo, el horno de pan. Una inmensa cueva donde Ramón, el panadero, metía una gran pala de madera completamente plana, con la que recogía y movía los panes, todos idénticos, a una velocidad vertiginosa. Contempló también cómo trabajaba el herrero, casi a oscuras en su sucio taller para ver mejor el hierro candente y saber cuándo golpearlo. Verónica hablaba con todos, a todos preguntaba, sin pudor alguno tocaba tanto las hogazas de pan como las herramientas reparadas por el herrero. En el taller de éste, sus manos morenas se entretuvieron acariciando la negra superficie del carbón. Le pasó un trozo a Rosendo, que lo sostuvo y percibió de inmediato cómo a su contacto comenzaba a tiznarse de negro toda la piel de su mano. Era curiosa aquella roca, pensó mientras la sopesaba. A pesar de su tamaño era más ligera que una piedra normal y, a diferencia también de ella, podía arder en la fragua, tal y como pudo observar admirado.
Tras un buen rato recorriendo el mercado y el pueblo, Verónica, ni corta ni perezosa, le preguntó por el contenido de su cesta, donde asomaba el hatillo de su almuerzo. Mientras Rosendo le detallaba el contenido, Verónica abrió los ojos y se pasó la lengua por los labios. Tomándole de la mano una vez más, tiró de él mientras le decía:
—Vamos, aquí cerca hay un lugar donde podremos comer con tranquilidad, ¡corre!
Condujo a Rosendo a trompicones a las afueras del pueblo. Siguieron un camino ganadero y se acercaron a una especie de pequeña y tosca cabaña de piedra.
—Ésa la usa Patricio, el pastor que todas las mañanas pasa por aquí para desayunar mientras sus cabras pastan por esta zona. Luego se las lleva al monte y no vuelve hasta la noche, así que podemos estar tranquilos. —Y mirando a Rosendo añadió—: De paso me quito el frío, ¡que me estoy quedando helada!
Entraron agachados en la cabaña. Dentro había restos de un fuego. El tiro de la chimenea subía recto hasta el techo. Verónica recogió algunas de las ramas que todavía quedaban por el suelo, las colocó sobre las brasas aún calientes y sopló para avivar las llamas. Sentados al lado del fuego mientras las ramitas comenzaban a arder, miró de nuevo la chaqueta de Rosendo y éste, al fin, acertó a ofrecérsela, pasándosela por los hombros. Verónica sonrió satisfecha.
—Y ahora veamos qué tienes ahí —dijo, y metió la mano en el hatillo.
Rosendo se quedó hipnotizado por el apetito voraz de la moza, quien sin detenerse a ver si su acompañante comía, devoraba la cecina y el pan con deleite. Una vez saciada, se limpió los labios con la manga de la chaqueta y, apoyando las manos en el suelo, se echó ligeramente hacia atrás. Rosendo no pudo evitar mirar el escote que asomaba entre los primeros botones desabrochados de la camisola de Verónica. Turbado, agachó la mirada. La muchacha lo observaba sin que él se diera cuenta, coqueta y divertida.
—¿Sabes? —comenzó a decirle—, no es que seas guapo, pero tienes algo… —Y sonrió.
Rosendo sintió en ese momento que la cara le hervía. Ella dejó escapar una risa que aumentó la turbación del chico. Rosendo se dio cuenta de que sin abrigo tampoco tenía frío. Verónica le tomó la mano y se acercó a la luz de la pequeña hoguera.
—Una gitana me enseñó a leer el futuro. A ver qué veo aquí.
A pesar de la magia de las palabras de la chica, Rosendo no lograba concentrarse. Su mente estaba ocupada en el fino tacto de la piel de Verónica, el brillo de sus ojos a la luz de las llamas, en sus rizos, ese olor dulce que desprendía… Cada vez que sus miradas se cruzaban sentía un vuelco en el corazón.
Algo debió notar la muchacha porque de repente guardó silencio y sonriendo levemente se quedó observándolo durante unos instantes. A ella le atraía esa extraña forma de mirar de Rosendo, su mutismo. Respiraba indeciso y prudente. Verónica condujo la robusta mano de Rosendo hacia su rostro, y se acarició con el dorso de ella. Él giró la mano despacio, apoyó los dedos sobre la suave mejilla de Verónica y recorrió sus pómulos, su barbilla, su frente. Tomó el rostro de la chica sin dejar de mirarla embobado. Ella, con los ojos cerrados, se fue acercando a Rosendo. El muchacho se sintió mareado, pero esa sensación, lejos de producirle malestar, lo embriagó. Echó un último vistazo al escote ahora más generoso antes de cerrar los ojos y sentir sus labios.
Nunca antes había dado un beso así y nunca antes había sentido tal ardor. Como si el tiempo se hubiera detenido, se dejó conducir por los besos expertos de Verónica. Las manos de la joven se posaron sobre las piernas de Rosendo mientras las de éste se decidieron todavía dubitativas y torpes a acariciar el cuerpo de aquella muchacha tan arrebatadora.
De repente, se oyó un crujido. Verónica, de un respingo, se separó y escuchó. «Ha sido una rama en la hoguera», dejó escapar Rosendo en susurros. La chica lo hizo callar mientras seguía escuchando. Se levantó para asomarse por un ventanuco y soltó una exclamación entre dientes.
—¡Es Patricio! Vuelve antes de tiempo, ¡mierda de nieve! ¡Vamos, recoge todo, que no nos vea!
Salieron medio agachados, Verónica delante de Rosendo. Al llegar al camino, Verónica comenzó a correr hacia Runera.
—¡Anda que si nos llega a pillar! ¡Con la mala leche que se gasta el Patricio! —Y soltó una risa.
En cuanto llegaron a un cruce, Verónica le devolvió la chaqueta, le soltó un leve beso en la mejilla y, con gesto coqueto, se despidió. Rosendo, contento, entusiasmado, la contempló alejarse correteando y abrazándose por el frío. En cuanto la perdió de vista lamentó no haberle preguntado si podía volver a verla. De regreso a casa su mente se inundó de recientes imágenes, todavía no recuerdos, de su encuentro con Verónica.
Al llegar, su madre le preguntó por qué había tardado tanto. Rosendo contestó enseñándole el dinero.
—Siéntate, que te pongo el potaje al fuego y así comes algo caliente. ¡Hay que alimentar ese corpachón!
Una respuesta orgullosa y contundente salió de su boca sin haberla premeditado:
—No tengo hambre, madre.
Narcís miró incrédulo a su hermano mayor: no lo había visto rechazar un plato de garbanzos en su vida.
Rosendo se estuvo arrepintiendo toda la tarde. Su padre requería de su ayuda mientras el hambre iba y venía igual que Verónica en su cabeza. De vez en cuando sus tripas se volvían un remolino que desajustaba amenazante su cuerpo. Entonces sólo podía pensar en la maravillosa muchacha morena, en su piel, en sus besos y en ese ardor que lo emborrachaba con tan sólo recordarla.