El tiempo avanzaba en aquellas tierras al ritmo lento de sus frutos. En una calurosa tarde de verano, Rosendo, con catorce años ya cumplidos, estaba acabando por fin la siega de esa temporada. Su padre le había enseñado cuando todavía no llegaba a los ocho años, así que Rosendo contaba ya con mucha práctica. El sol intenso hacía todavía más pesada la exigente tarea. El chico mostraba, sin embargo, su entera dedicación y su fuerza encargándose de la cosecha sin ninguna queja, algo por lo que se ganaba el callado reconocimiento de su padre. Tras finalizar la jornada agotadora, Rosendo pasó por la casa y se despidió de su madre y de su hermano: había quedado con Héctor. Angustias, que, con los años, había aprendido a cuidarse algo mejor y a convivir con su precaria salud y la perenne sombra en su quehacer cotidiano de la fatiga y la anemia, disfrutaba viendo que su hijo tenía al fin un amigo, que empezaba a abrirse a los demás.
—Eh, Rosendo, ¿puedo ir contigo? —preguntó Narcís Xic.
—¡Otro día, pequeñajo! —gritó Rosendo cuando ya se alejaba.
A Rosendo le gustaba acudir allí, a lo alto de la cascada de una torrentera que más abajo se transformaba en afluente del Llobregat. Rodeado de montañas y vegetación podía pensar en sus cosas mientras disfrutaba de la soledad. Estaba sumido en sus pensamientos cuando por su espalda sintió un leve empujón seguido de una carcajada. Rosendo, tendido en el suelo, se volvió violentamente.
—¡Qué susto! —gritó Rosendo al levantarse y empujarlo también.
—¿Qué pasa? ¿Acaso pensabas en tirarte? —respondió Héctor sin dar importancia a esa manera exagerada que tenía Rosendo de tomarse sus bromas.
—¿Qué hacemos? —le preguntó Rosendo.
—¿Con este bochorno? ¡Bajemos al río!
Después de trabajar todo el día, ese baño era como el paraíso para los chicos: se refrescaban mientras disfrutaban, unas veces haciéndose ahogadillas, otras retándose en carreras. Al recuperar el aliento con el agua a la altura del ombligo, Héctor le comentó:
—Este domingo hay baile en Runera, ¿cuándo te vas a decidir a venir?
Rosendo se mostró algo turbado. Negó con la cabeza sin despegar los labios. Héctor dibujó una sonrisa socarrona.
—Mira que hace meses que te lo digo, ¿eh? Al baile acuden unas chávalas… ¡Uff!
Rosendo, que permanecía en silencio, no pudo evitar ponerse algo colorado. Héctor continuó insistiendo:
—Seguro que te gusta alguna, ¿no? Venga, va, dime quién es… A mí me gusta la hija del molinero, la Isabelita, sabes quién te digo, ¿no? —le preguntó mientras hacía con las manos el gesto de un busto prominente—. ¿Y a ti? ¿También te gusta Isabelita?
Rosendo negó con la cabeza.
—No, n… no —empezó a balbucear—, bueno, es guapa Isabelita pero… —sus mejillas se iban encendiendo por momentos—, pero hay otra… una con el pelo largo, así, rizado, con ojos claros, como de miel…
—¿Verónica? —exclamó Héctor levantando las cejas. Ante la silenciosa afirmación de Rosendo, continuó—: ¡Anda que no! —rió—. ¡Verónica nada menos! ¡Pues apúntate a la cola, chaval, porque a ésa no le faltan pretendientes!
De repente, Rosendo salió del agua y se dirigió hacia la orilla, donde habían dejado la ropa. Con el gesto serio se vistió y, sin dar tiempo a reaccionar a Héctor, le dijo:
—Tengo cosas que hacer. Adiós.
Héctor se quedó chapoteando en el agua, lamentando la timidez de su amigo. Se encogió de hombros y se dijo a sí mismo: «Ya espabilará», y sin prisas apuró los últimos rayos de sol mientras daba unas brazadas más en las frescas aguas del río.
La cantidad de forraje evidenciaba que las patatas ya estaban listas. Rosendo removió la tierra con la azada y recogió orgulloso los tubérculos escondidos; aquélla había sido una iniciativa suya. Se había tomado en serio lo que su padre le dijo de niño, la necesidad de trabajar duro para ayudar a la familia. Ahora tenían más comida y más mercancía para vender. Ese día Rosendo volvió satisfecho a casa con la idea de mostrarle a su madre la primera patata de los Roca. Estaría contenta, seguro. Pero al abrir la puerta el chico se encontró a Angustias dormida en el camastro y a Narcís dibujando desganados garabatos en la pizarra. La había vencido el cansancio. Rosendo tomó entonces a su hermano de la mano y permaneció de pie, observando a su madre respirar pesadamente.
—Yo cuidaré de todos —le dijo a Narcís en un susurro.
Rosendo y su padre recorrían Runera y los alrededores para vender lo que habían almacenado aquella última semana: sacos de patatas, de trigo, los huevos y el delicioso queso que Angustias había preparado con la leche ordeñada. Esta vez les acompañaba el pequeño Narcís, de seis años. Su pelo y ojos castaños le asemejaban a Rosendo, pero la figura enclenque y nerviosa nada tenía que ver con la de su hermano. La mula que habían podido comprar gracias a las ganancias, tiraba del pesado carro.
Mientras el padre negociaba con los compradores, Rosendo y Narcís Xic se quedaron junto a las provisiones. Sin hacer nada, el pequeño Narcís empezó a inquietarse, de modo que Rosendo lo tomó de la mano para pasear y distraerlo. A medida que caminaban iban ampliando el círculo: el pequeño tiraba de Rosendo hacia los árboles que rodeaban la masía. Se acercaron a un manzano repleto de rojas piezas. Las manzanas tenían un aspecto tan lozano y fresco que, con cuidado de que nadie lo viera, Rosendo extendió la mano y tomó una de ellas. Se la metió en el bolsillo al mismo tiempo que le pedía a su hermano que guardara silencio llevándose el dedo a los labios. «Es para mamá», le susurró. Al poco salió el padre sin los sacos y sonriendo satisfecho: había hecho una buena venta.
Tras otras tres paradas volvieron a casa contentos, con el carro vacío. Angustias los esperaba sentada. Cuando el padre se entretuvo a aupar a Narcís y a celebrar el buen negocio que había llevado a cabo ese día, Rosendo se acercó a su madre.
—Tome —le dijo dándole la manzana—, es para usted.
Narcís, con un oído en la conversación que mantenían Angustias y Rosendo, dejó al pequeño en el suelo y tras acercarse a ellos y coger la fruta con su mano preguntó:
—¿De dónde ha salido esto? —dijo, mientras sostenía la manzana ante su cara—. ¿Dime, de dónde? Esas manzanas yo las conozco, mocoso, la has cogido sin pagar. ¡Eso es ser un ladrón y nosotros no somos ladrones! ¡Imagina si te hubieran pillado! ¡Qué vergüenza! —gritó fuera de sí, y, sin ni siquiera mirar a Rosendo, se sacó el cinturón dispuesto a darle una paliza.
—¿Para esto sirve leer, escribir y todas esas tonterías? —proseguía, ciego de ira, rabioso por sentirse deshonrado—. ¿Es que quieres que nos echen del pueblo?
Rosendo no entendía por qué su padre había reaccionado así. Sólo era una manzana y era un regalo para su madre, que necesitaba comer bien para luchar contra su enfermedad. La débil voz de Angustias sólo acertaba a pedir a Narcís que tratara de calmarse.
Sabía que su hijo se había equivocado, pero ésa no era la manera de hacérselo entender.
Narcís no se detuvo.
Rosendo no dijo nada. Narcís cogió del brazo a su hijo y, sin que éste ofreciera resistencia alguna, lo arrodilló en el suelo y comenzó a fustigarle la espalda y las nalgas.
—Esto es para que aprendas a ser honrado, para que no hagas caer la vergüenza nunca más sobre tu nombre y tu familia.
Tan sólo una leve mueca arrugada en los labios del chico y la congestión en su rostro enrojecido mostraban el sufrimiento que debía de estar sintiendo. El padre paró de golpear; sofocado, se atusó el pelo. Narcís hijo lloraba abrazado a las piernas de Angustias y ésta de pie repetía:
—No volverá a hacerlo… no volverá a hacerlo —musitaba sollozando, con los brazos extendidos hacia su marido aunque sin atreverse a tocarlo.
Tras un momento de vacilación, Narcís dejó caer el cinturón al suelo como si quemase. Con la mirada un tanto aturdida, poseído por el arrepentimiento, cogió a su hijo pequeño entre los brazos y salió de la casa dando un portazo y dejando solos a Angustias y a su hijo mayor.
Rosendo se levantó lentamente. Se acercó a su madre y cogiéndola por los hombros hizo que se sentara. Angustias, ya más calmada, dijo:
—Rosendo…
—No hable, madre, tiene que descansar.
—Escúchame, Rosendo, es importante —insistió Angustias con voz queda—. Tu padre es una buena persona, quiere lo mejor para ti, para nosotros.
—No, no me quiere —espetó de repente Rosendo—. Está enfadado conmigo desde el día que pegué al Bonilla. Por eso no sonríe. Y por eso no me mira nunca, como hace con Narcís.
Angustias, sorprendida, esbozó una sonrisa triste:
—No, cariño, no… Pero si tenías cinco añitos, ¿cómo puede enfadarse nadie con un niño de esa edad? No, Rosendo, lo que pasa es que tu padre no soportaría tener que volver a empezar de nuevo. Se siente a gusto en Runera y no quiere por nada del mundo verse obligado a abandonar estas tierras.
—Trabajaré duro, madre —afirmó Rosendo—. Trabajaré tanto que nunca más tendremos que agachar la cabeza ante nadie, que nada nos obligará nunca a irnos de aquí.
Ella asintió.
—Ya lo haces, Rosendo, ya lo haces. Pero prométeme una cosa… —Ante el tono de su madre el chico prestó mucha atención, como si tuviera que memorizar lo que venía a continuación—. Jamás disfrutes de algo que no te hayas ganado con tu esfuerzo. Jamás, pues no te traerá más que desgracias.