Entró con gesto de cansancio pero animado: se olía el intenso y rico aroma del potaje caliente. Rosendo, tras ayudar a su padre en el campo, tenía hambre. En lugar de junto a la mesa, descubrió a su madre sentada, amamantando al bebé. Angustias tenía dibujada esa serena sonrisa que se le escapaba mientras daba el pecho. Al ver la sorpresa de Rosendo, le dijo:
—En cuanto tu hermanito termine de mamar, te pongo la comida, cariño.
Él contempló la glotonería de esa criatura tan pequeña y se llevó la mano a la barriga: las tripas le rugían. Habían pasado tres meses desde la llegada del bebé y su madre ya no le daba un beso ni le acariciaba el pelo en cuanto entraba. Ya no, ahora estaba esa criatura pequeña que la mantenía ocupada todo el día.
Angustias, de reojo, vio a Rosendo mirar fijamente al bebé y al comprender lo que estaba pensando le señaló un trozo de pan que había sobre la mesa.
—Anda, hijo, ve comiendo algo de pan, está todavía calentito. ¿Tu padre viene para acá?
Rosendo movió la cabeza para indicar que sí y agregó:
—Padre dijo que tardaría un poco más. Dijo que viniera yo a comer, que luego viene él.
El bebé tosió.
—¡Huy! ¿Ya ha terminado mi niño? A ver esa boquita… —Angustias limpió los labios del pequeño. Tras cubrirse el pecho, se puso de pie, colocó al bebé sobre su hombro y le dio suaves palmaditas en la espalda.
—¿No pruebas el pan, cielo?
—Con la comida. Me gusta el pan con la comida —contestó neutro sin apartar la vista del bebé.
Angustias dejó escapar un leve suspiro.
—Está bien, hijo, espera un momento que ya vengo.
Rosendo siguió a su madre a la otra habitación, la acompañó hasta la tosca cuna de madera que le había hecho Narcís. Angustias tapó con mimo al bebé mientras le canturreaba con dulzura. Al pequeño se le cayeron suaves los párpados. Angustias se dio la vuelta y tomando la mano de Rosendo lo condujo hasta el comedor. El hermano mayor se dejó llevar aunque sus ojos no dejaron de mirar fijamente la camita hasta que salió del dormitorio.
Narcís llegó cuando Rosendo estaba terminando de comer. Al pasarse la manga de la camisa por la frente, Angustias le dijo:
—Hoy vienes muy cansado, ¿verdad?
—Para arar hay que desbrozar el campo entero. Ya nos queda menos —contestó mientras se lavaba las manos en la palangana. Después le pidió con un gesto un trapo a Angustias—. ¿Ha comido bien el niño? —añadió tras señalar al chico, que todavía sentado recogía unas miguitas.
—Sí, ¡y con qué apetito!
—Pues, venga, ve á hacer un rato de siesta —dijo serio Narcís.
Rosendo asintió y, levantándose de la silla, se dirigió al cuarto. Mientras entraba en la habitación pudo oír unas palabras más de su padre:
—Hoy ha trabajado duro. Mejor que descanse ahora un poco, que luego tenemos faena.
Rosendo infló el pecho.
Al ir a tumbarse sobre el camastro, oyó balbucear a su hermano. Con el rostro ceñudo, se acercó a la cuna y se asomó: el bebé se había despertado. Rosendo recordó cómo en otras ocasiones, sin motivo aparente, rompía a llorar. Ahora estaba tranquilo. Lo observó con curiosidad. Narcís hijo agitaba los bracitos mientras fruncía los labios. Entonces empezó a gimotear.
Rosendo miró a su espalda para ver si venía alguien. Del comedor se oían las voces despreocupadas de sus padres. Miró de nuevo al bebé: parecía que en cualquier momento iba a ponerse a llorar. Si lloraba, él no podría dormir la siesta. Los ojos oscuros y grandes de Rosendo se clavaron en su hermano, como queriendo detener el llanto antes de que apareciera. El bebé, sin embargo, seguía moviéndose inquieto. Rosendo paseó la mirada por la alcoba buscando algo sin saber bien qué, hasta que tropezó con la almohada de su cama. La cogió con las dos manos y sin titubeos se agachó para asomarse a la cuna.
De repente, el bebé se aferró a la mano izquierda de Rosendo. Éste, perplejo, se fijó en esa manita que le sujetaba un dedo: el tacto suave, las uñas minúsculas, los dedos perfectamente pequeños… Como quien toca un ala de mariposa, le acarició la piel rosácea y contempló absorto cómo iba apretando su meñique ahora gigante. La manita se soltó. En ese instante los ojos de Rosendo se dirigieron al rostro de su hermanito. El pequeño Narcís, viendo ese perfil que lo miraba, fue transformando su gimoteo en un balbuceo. Rosendo, todavía con la almohada en las manos, no supo qué hacer. En su rostro se dibujó una mueca de duda, un gesto que hizo que el bebé sonriera y que dejara escapar un gorjeo mientras se llevaba las manitas a la cara. Ante la risa de su hermano, relajó su semblante y tiró la almohada sobre el camastro.
Buscó las manitas del pequeño para volver a notar esa sensación agradable de sentirlo agarrándose a él. Mientras le hacía mimos, Rosendo sintió que debía proteger a aquel pequeñín que, al contrario que casi todo el mundo, le sonreía.
Días más tarde, Rosendo se asomó a la parte posterior de la pequeña casa donde Narcís trabajaba en la construcción de un cobertizo y preguntó si podía ir al río. El padre torció el gesto y se quedó dudando unos instantes. Lo miró y viendo el remolino que al crío se le formaba en la coronilla, esas rodillas sucias y esos ojos grandes que esperaban expectantes, le dijo que sí, que podía ir a jugar. Angustias, al verlo entrar rápido a casa, le dijo:
—Pero recuerda que luego tenemos que leer del libro y practicar un poco la copia, ¿de acuerdo?
A Rosendo le gustaba pasear por la ribera del río, en una zona repleta de álamos. Allí siempre encontraba cosas con las que entretenerse y podía estar solo. Esta vez, buscó piedras en la orilla que fueran planas. Con unas cuantas en una mano, comenzó a lanzarlas con la otra, una a una, intentando que rebotaran lo máximo posible: dos, tres, cuatro… De repente, apareció una piedra que saltó nada menos que siete veces. Pero ésa no la había lanzado él. Se giró sorprendido: había otro niño de su edad, aunque más delgado, de pelo rubio oscuro y ojos más bien pequeños.
—El secreto está en la muñeca —dijo mientras se acercaba—. ¿Ves? Tienes que hacer este gesto para que la piedra se levante. Hazlo así, va.
Rosendo, azorado por la timidez, lanzó una piedra de una forma un tanto brusca. El chico se acercó un poco más:
—No, no, tiene que ser un movimiento suave, mira:… —Ésta vez la piedra dio cinco saltos largos antes de desaparecer bajo las aguas.
Rosendo lanzó otra imitando el gesto del niño: el canto no llegó tan lejos, pero sí consiguió que rebotara unas cuantas veces.
—¡Eso es! Aprendes rápido, ¿eh? —Y alargando la mano se presentó—: Me llamo Héctor.
El otro extendió la suya con torpeza.
—Yo, Rosendo.
—¿Vives aquí desde hace mucho tiempo? —preguntó el recién llegado. Rosendo movió la cabeza afirmativamente—. Yo no, llegamos la otra semana. ¿Te gusta venir al río a jugar? —Después de obtener un rápido «sí», Héctor sonrió—. Veo que no eres de hablar mucho, ¿eh? —Y dándole una palmada en el hombro continuó—: Vamos un poco más arriba, que el otro día vi que allí había muchas ranas.
Pronto, los dos críos corretearon por los alrededores del río: tras cansarse de perseguir ranas y coger renacuajos buscaron un par de ramas para usarlas como espadas. Después, a iniciativa de Rosendo, se subieron a un árbol. Héctor no las tenía todas consigo pero no quiso confesarle nada a su nuevo amigo, que trepaba sorprendentemente ágil y seguro. Una vez arriba, sentados a horcajadas en sendas ramas, Rosendo le señaló el horizonte diciendo:
—Me gusta aquella montaña. Y por allí vivo yo.
Héctor, usando la mano como visera, oteó en búsqueda de la suya, pero no lograba localizarla.
—Mi casa no se ve desde aquí… Mira, allá al fondo hay un hombre que nos saluda. ¿No estaba ahí tu casa?
Rosendo entrecerró los ojos tratando de ver más claramente. De repente, los abrió de par en par:
—Es padre.
Guardó silencio y en ese instante el viento le trajo la voz de Narcís que lo estaba llamando.
—Me tengo que ir.
Y bajó rápidamente del árbol. En cuanto llegó al suelo, escuchó de nuevo la voz que lo reclamaba apremiante y empezó a correr mientras Héctor, sentado en la rama, protestaba atemorizado:
—¡Eh! ¡No me dejes aquí arriba!
Rosendo, sin bajar el ritmo de sus pasos, se giró para gritarle un seco «ahora vuelvo». Narcís se acercaba con paso ligero. No sabía qué podía pasar, pero notaba que algo malo estaba sucediendo. Cuando todavía faltaba un buen trecho para llegar a la altura de su padre, le oyó decir:
—¡Es madre, corre, vamos chaval!