Capítulo 3

Iniciaron el camino con la resignación que concede la miseria. Narcís por fin había conseguido calmarse y Angustias, determinada a seguir hasta el final, impuso la idea de continuar con los planes previstos. Ya no podían hacer nada para volver atrás. El robo del dinero era grave, puesto que los dejaba desamparados y a merced de los elementos y la caridad. El ladrón, además del dinero y la vaca, se había llevado casi toda la comida, excepto los frascos con las conservas. De la ropa se llevó sólo las mantas, que era lo único que tenía valor entre sus prendas. Por fortuna, pensó Angustias, seguimos vivos. Resignados, volvieron al camino, Narcís tirando de la carreta y Angustias llevando en brazos a Rosendo.

—¿Es posible que lo entienda todo este criajo? —preguntó el padre—. ¿No dices nada? Pues mejor, pero no me mires así, ¿es que tú lo hubieras hecho mejor, en?

—Deja al chiquillo, Narcís. Él no tiene la culpa.

—¿Ah, no? Entonces, ¿por qué estamos aquí?

—Ni caso, Rosendo, ya ves que tu padre está enfadado —dijo Angustias intentando recuperar la mirada del niño clavada en el suelo.

En Guardiola de Berguedá enlazaron con el Llobregat. Ahora el camino se suavizaba, habían dejado atrás la alta montaña y el ambiente era más cálido, podrían descansar y hacer noche en los márgenes del río. Al finalizar la tarde pararon tan pronto dieron con un buen recodo donde descansar. Angustias acercó a Rosendo al agua, le lavó la cara y se remojaron juntos los pies. El niño sonreía inocente. Narcís se tumbó cansado junto a la carreta. Con las conservas improvisaron una austera cena que les sirvió para calmar el hambre.

Los días se sucedieron monótonos. El viaje había adquirido su propia rutina. Cercs, Berga y Gironella quedaron atrás. La situación de los Roca, sin embargo, empezaba a ser delicada: hacía ya un par de días que avanzaban sin víveres en la carreta. Llevaban toda la mañana caminando cuando Angustias se fijó en unas bayas. Después de probarlas se dio cuenta de que no las conocía y prefirió no arriesgarse. Narcís tiraba de la carreta por inercia, casi exhausto. El sol, la distancia y la falta de alimento pesaban demasiado. Angustias pensó seriamente en pedir al siguiente viajero con el que toparan algo de comida, al menos para el pequeño. Siguieron así hasta que llegaron al cruce de Runera.

Entonces Narcís se detuvo, soltó la carreta y se llevó las manos a los riñones. No le sonaba el nombre de ese pueblo, pero poco importaba. Si había gente, habría comida y su familia tenía que comer. Tomaron el desvío.

Poco más tarde vieron una casona próxima a un cerro yermo. De la construcción sobresalía una chimenea que humeaba y regaba de blanco el cielo. Se acercaron. Narcís llamó a la puerta con parsimonia, sin prisa, utilizando los nudillos con determinación. Los tres, al abrirse la hoja de madera, levantaron la cabeza y mostraron la misma luz en los ojos.

—¿Qué hay? —preguntó una voz de mujer.

—Señora, ¿podría darnos algo de comer? Tenemos hambre y se lo puedo pagar con trabajo —respondió Narcís, a la vez que se quitaba la gorra pero sin bajar la mirada.

La cara de la mujer se enterneció al encontrarse sus ojos con los del pequeño Rosendo, que a su vez le devolvió una mirada de una limpieza rotunda. Sus ojos oscuros estaban humedecidos por el esfuerzo y, de tan profundos, parecían casi angelicales. En ese momento, la mujer retiró el pie de detrás de la puerta y ésta empezó a abrirse lentamente.