Prólogo

Rosendo Roca notó un arañazo en el hombro. Miró a su lado y vio la piedra ya caída en el suelo. Esta vez había tenido suerte, apenas le había rozado, aunque aquello no quería decir nada: tras esa piedra vendrían más. Le llegaron las voces de Diego Bonilla, de Mateo y de Jan. Era el momento de empezar a correr.

—¡Miradlo! ¡El Imbécil parece un conejo! —gritó el pelirrojo Bonilla.

Rosendo, sin mirar atrás, se adentró en el bosque. Oía tras de sí los pasos de sus perseguidores. Correr, correr más era la única salvación. Y no hacer ruido. Hay una gran diferencia entre huir o correr hacia adelante y Rosendo, a pesar de sus escasos cinco años, ya la conocía perfectamente. No era ésta la primera vez que los mayores lo acosaban.

Cuando pasó el tocón del árbol quemado, giró rápidamente hacia el riachuelo. Si tenía suerte, llegaría antes de que le dieran alcance. Entonces cruzaría el río cuyas aguas bajaban heladas. No había otro camino. Correr hacia adelante siempre llevaba por el camino más difícil. Miró atrás. Luego al río. Parecía imposible, pero era cuestión de voluntad.

—¡Va al río! ¡Que no se escape! —oyó por detrás de él.

Rosendo aceleró. Se abría paso entre la espesura de los matorrales que lo iban arañando sin que él apenas los sintiera. Esta vez no pensaba dejarse atrapar. No quería que le volvieran a hacer comer tierra, ni que lo empujaran sobre una bosta de vaca o lo frotaran todo el cuerpo con ortigas. No, no volverían a llenarle de golpes. Sabía que sólo tenía que proponérselo.

—¡Cómo corre el cabrón! —resopló el Bonilla mientras seguía con la mirada el avance de Rosendo. Cogió una piedra y la lanzó de nuevo. Mateo y Jan repitieron la acción. Una pedrada alcanzó a Rosendo.

—¡Toma, el Imbécil ahora es cojo, es cojo! —se rió Diego.

A Rosendo le llamaban el Imbécil. Hacía tiempo que Diego Bonilla y sus amigos habían dejado de utilizar su nombre, él era simplemente el Imbécil. Lo cierto es que la gente en el pueblo decía que Rosendo no se parecía a los otros chicos porque era muy serio y no jugaba con los demás, que cómo podía ser normal un niño que hablara tan poco y tan mal y que tenía esa forma de mirar «rara».

—¡Ahí va eso! —gritó Mateo lanzándole un trozo de rama corta y gruesa. Aunque no lo tocó, Rosendo perdió pie.

—¡Se cayó! ¡A por él! —los animó Diego.

Rosendo, sobre la tierra llena de hojas y agotado por la carrera, cerró sus ojos oscuros. No lo había conseguido. Deseó que la tierra se lo tragase. Diego, Mateo y Jan se detuvieron frente a él. Se agacharon apoyándose sobre las rodillas para recuperar el resuello mientras miraban fijamente el cuerpo inmóvil de Rosendo. Hubo un silencio y tras cruzarse las miradas los tres empezaron a recoger piedras. A continuación, a unos metros de Rosendo, el Bonilla ordenó:

—A la de tres, tú —dijo señalando a Jan—, después tú y luego yo, ¿estamos?

Mateo y Jan asintieron. En el suelo, Rosendo apretó los puños.

—A la de una…

La verdad es que estaba harto.

—A la de dos…

Harto de que lo persiguieran, de que lo insultaran, de que le pegaran.

—Y a la de… ¡tres!

En ese instante Rosendo se incorporó. Los tres chicos se quedaron con la piedra en la mano, sorprendidos de la rapidez con la que se había puesto de pie. Rosendo los estaba mirando de frente.

—¡A la de tres! —repitió Diego.

Las piedras impactaron una tras otra sobre el cuerpo sucio y magullado de Rosendo, pero él se mantuvo firme, al tiempo que clavaba sus ojos en los de sus rivales.

—¡Una… dos…! —Mateo y Jan se miraron inquietos. Rosendo estaba diferente. Había en él algo nuevo y era algo peligroso…

—¡Tres!

De nuevo los pedruscos cayeron sobre Rosendo, que se mantenía impasible, sin decir nada.

Los tres chicos se quedaron perplejos. Diego se dio cuenta de que sus compinches estaban nerviosos. Esbozó una sonrisa socarrona y soltó un improperio para animar a Mateo y Jan, haciendo ver que no pasaba nada. Pero esos ojos…

—¡Joder con el Imbécil! Hoy te haces el duro, ¿eh? ¡Pues te vas a enterar! —y le lanzó una nueva pedrada.

Frustrado y rabioso porque Rosendo no reaccionaba, el Bonilla se dispuso a tirarle otra. Pero antes de que le diera tiempo, Rosendo empezó a caminar hacia ellos. Mateo y Jan dieron un paso atrás: no estaban acostumbrados a que Rosendo les plantara cara. El Bonilla miró ceñudo a sus compañeros: ¿qué era eso de ceder? Mateo y Jan soltaron las piedras y recularon varios metros más. En ese caminar de espaldas, Jan tropezó con algo y se trastabilló. El sobresalto hizo que diera unos cuantos pasos para alejarse de Rosendo, movimiento que siguió Mateo. Ante la mirada de soslayo de Diego, Mateo soltó:

«Vámonos de aquí, hoy no está divertido este bicho», y soltó lo que pretendía ser una risa burlona. Los dos se alejaron de allí simulando desinterés mientras el Bonilla los miraba resoplando. Éste se volvió y se topó con Rosendo, de pie a medio metro de él.

—¿Y a ti qué te pasa hoy, eh? ¡Bah! Cada día estás peor, te tendrían que encerrar con los cerdos —afirmó Diego mientras dejaba caer las piedras que aún tenía en las manos—. ¡No me mires, cerdo! —le gritó a la cara. El Bonilla le soltó un bofetón y se dio la vuelta, dispuesto a marcharse. Pero Rosendo lo agarró de una muñeca. Lo miró fijamente con sus grandes ojos de un marrón tan oscuro que casi parecía negro—. ¿Qué… qué haces? ¡Suéltame, Imbécil!

Rosendo no lo soltaba. El Bonilla se zafó sacudiendo el brazo con fuerza y lo levantó para darle un revés. Pero se quedó en un gesto, ahí, el brazo en el aire, ingrávido ante la fría expresión de Rosendo. Por vez primera, Diego, el Bonilla, temió que Rosendo le pudiera hacer daño. Escupió al suelo y volvió a girar sobre sí mismo. De nuevo sintió presión en la muñeca. Diego se revolvió. «Voy a partirle la cara», pensó. Justo en ese instante percibió un dolor agudo, la cara le ardía y la visión se le nubló momentáneamente.

Rosendo acababa de darle un puñetazo. Aturdido, vio cómo el puño de Rosendo volaba de nuevo hacia su rostro.

—¡Hijo de p…!

Esta vez lo recibió en plena nariz. Diego dejó escapar un gemido al tiempo que luchaba por librarse. Consiguió soltarse y comenzó a correr. Se volvió y vio a Rosendo acercarse con esa expresión, con esa mirada fija en él. El Bonilla experimentó un escalofrío que le hizo apretar aún más el paso.

Correr no le sirvió de nada. Diego se estaba quedando sin aire, su respiración era fatigosa, el pecho estaba a punto de estallarle. Reparó en cómo la sangre que brotaba de su nariz se le escurría en la boca entreabierta. Y de pronto la notó: era la mano de Rosendo, que estaba alcanzando su ropa. Un tirón seco y Diego cayó de espaldas. Rosendo se sentó sobre su pecho y comenzó a golpearlo en la cara.

—¡Suéltame, Imbécil! ¡Monstruo de mierda! —chillaba Diego con la voz entrecortada.

Impasible, Rosendo dejó caer sus puños como si de una máquina se tratara, rítmicamente. El Bonilla pataleaba desesperado, golpeaba los costados de Rosendo, intentaba tirarle del pelo, buscaba arañarle la cara, lloraba y gritaba con la voz ronca por el miedo y la rabia. Rosendo guardaba silencio. Callaba y, con los dientes apretados, arremetía una y otra vez, una y otra vez… Hasta que un extraño gorgoteo lo detuvo. Diego tenía la boca ensangrentada y le costaba respirar. Rosendo se incorporó. Diego se puso a toser y escupió varios dientes rotos, tras lo cual volvió a quedarse boca arriba, dejando oír un lastimero lloriqueo.

Rosendo, ya de pie, clavó su mirada en los ojos medio hinchados del Bonilla. Sin decir nada se alejó y, cansado, comenzó a caminar de regreso a casa. Su mirada ensimismada no se distinguía de la que lo caracterizaba habitualmente. Cerca de allí, escondidos en un recodo del camino, Mateo y Jan lo seguían con la vista sin poder dejar de pensar en la suerte que había corrido el cuerpo tendido y ensangrentado del Bonilla.