Cercano ya el amanecer, el frío se adueñó del aire y se dejó notar en las espaldas de las pocas personas que se habían quedado contemplando los restos del incendio. Avanzaron unos pasos, como empujados por ese aire, hacia el círculo de lo quemado. Pequeñas llamas acariciaban los maderos chamuscados de la cabaña, llamas azuladas entre la ceniza gris y negra, la punta de un amarillo claro; docenas de montículos humeantes —las pacas de pieles que se habían desmoronado sobre sí mismas con el fuego— desprendían un apagado fulgor rojizo y gruesas volutas de humo se elevaban hacia la oscuridad. Las débiles llamas producían un leve halo de claridad a su alrededor, y cada espectador destacaba, anónima figura solitaria, en su pequeña porción de sombra. El acre olor a podrido de las pieles quemadas se hizo más intenso a medida que amainaba la brisa. Uno a uno, los rezagados fueron desfilando camino de Butcher’s Crossing con un sigilo que pareció casi deliberado.
Al final solo quedaba Will Andrews. Se acercó a una de las pacas carbonizadas; no parecía haber sido consumida por el fuego pese a que estaba toda negra. Dio un puntapié y se vino abajo, derrumbándose en una pequeña explosión de ceniza. Más o menos en el centro del círculo quemado, donde se encontraba él ahora, uno de los maderos acabó de quemarse con un suave chasquido; brevemente, las llamas crecieron como si su extinguida furia cobrara vida otra vez. Mientras duró ese renacer fugaz, Andrews no se movió de donde estaba, la vista fija y ausente en el fuego. Pensó en Miller y recordó la súbita inexpresividad de su rostro un momento antes de espolear a su caballo para alejarse del holocausto; recordó la silueta de Miller, bien perfilada y definida, identificable contra el fondo de llamas que él mismo contribuía a alimentar; y recordó también el momento en que esa misma silueta se fundió con la oscuridad al alejarse a lomos de su moribundo caballo. Se acordó de Charley Hoge, de la imagen del fuego como una visión del averno en sus ojos vacíos; y recordó el brusco movimiento del cuerpo de Charley Hoge cuando giró sobre sus talones y, dando la espalda al fuego, a la gente del pueblo, al pueblo mismo, fue en pos de lo único que le quedaba en este mundo. Y se acordó de McDonald y sus vanos intentos de descargar la furia de sus puños en la huidiza forma animal que había dado muestras de una fe que McDonald no era capaz de admitir; y recordó cómo el cuerpo de McDonald se había dado de repente por vencido, y la distante, casi socarrona expresión de su rostro al mirar al frente, como si quisiera atrapar el verdadero significado de su furia.
Hacia el este, por encima del horizonte, el cielo estaba velado por el primer asomo de gris amanecer. Andrews se puso en movimiento, tiesas las piernas después de la larga vigilia frente al fuego, y dirigió sus pasos hacia el pueblo en la decreciente oscuridad.
Francine aún dormía. En algún momento de la noche había apartado la colcha y yacía ahora desnuda por completo en una postura extraña, y su pálida forma parecía refulgir sobre la cama en la oscuridad del interior. Andrews se acercó con sigilo a la ventana y apartó la cortina. El vasto panorama exterior se extendía incoloro, denso e irreal bajo la bruma que había empezado a registrar el apenas perceptible tinte rosa en la claridad del este. Volvió a la cama y se quedó de pie junto a ella.
La luz del alba privaba de su lustre a los cabellos que Francine tenía sobre la cara; su boca estaba entreabierta, y la respiración profunda como corresponde al sueño; apenas visibles, diminutas arrugas partían de sus ojos; una película aceitosa de sudor cubría la carne, floja en su reposo. Era la primera vez que Andrews veía así a Francine, en la fealdad del sueño; o, en todo caso, no había querido que sus ojos se demoraran en ella. Ahora, sin embargo, viéndola indefensa en su dormir y en la inocencia del sueño, se apoderó de él un sentimiento de compasión, cordial y vulnerable. Fue como si jamás la hubiera mirado, como si nunca hubiera visto esa faceta que ahora contemplaba. Se acordó de la primera noche que fue a verla, y del arrebato de compasión que sintió hacia ella por todas las humillaciones y las ordinarieces que sin duda había tenido que soportar. Ahora, aquella compasión le parecía malvada y despreciable.
No, nunca la había visto. Volvió a la ventana. Más allá de Butcher’s Crossing la llanura se extendía abierta y diáfana a la nítida luz gris que crecía por levante. En la costa Este, el sol estaba ya alto y sacaba destellos a las rocas que delimitaban el litoral del norte; se reflejaba en las alas de las gaviotas que revoloteaban en el aire salobre; iluminaba ya las desiertas calles de Boston y brillaba sobre los campanarios de las iglesias desiertas, tanto en Boylston Street como en Saint James Avenue, en Arlington como en Berkeley y Clarendon; sus rayos se colaban por los ventanales de la casa de su padre, iluminando estancias en las que nadie se movía.
Le invadió una tristeza ambigua, como un anticipo de la pena; se puso a pensar en su padre, y aquella figura enjuta y austera pasó como un desconocido ante los ojos de su mente para desvanecerse, intangible, en una niebla gris. Un espasmo de pesar y compasión le hizo cerrar los ojos, y con aquel ligero movimiento de los párpados, la oscuridad se manifestó bruscamente. Supo que no iba a volver. No volvería con McDonald a la región que lo había visto nacer y crecer, que le había dado la forma en que se reconocía y el fondo en que apenas empezaba a reconocerse ahora, y que lo había puesto a merced de un territorio salvaje donde había creído encontrar una faceta más verdadera de sí mismo. No, nunca volvería.
Como si se balanceara, confiado, al borde de un abismo, se volvió para mirar de nuevo la figura yacente de Francine. Apenas pudo rememorar la pasión que, como por un sutil magnetismo, lo había atraído hasta aquella habitación y aquel cuerpo; tampoco recordaba ya la fuerza de esa otra pasión que lo había empujado a cruzar medio continente hasta un territorio salvaje donde soñó que podría encontrar, como en una visión, su yo inalterable. No tuvo apenas empacho en admitir para sus adentros que ambas pasiones habían sido fruto de la vanidad.
Era aquel vacío del que McDonald había hablado en el albergue, bajo la tímida luz del farol en medio de la oscuridad; era la mirada vacía de los brillantes ojos azules de Charley Hoge, en la cual se había visto reflejado y de la cual había intentado hablarle a Francine; era la desdeñosa mirada de Schneider justo antes de que la coz del caballo le cambiara la expresión; era el gesto denodado e imperecedero de Miller ante la cortina blanca de la ventisca en las montañas; era el hueco titilar en los ojos de Charley Hoge al dar la espalda al fuego para seguir a Miller hacia la noche; era la franca desesperación que convirtió el rostro de McDonald en una máscara animada durante su frenética persecución de Miller en el holocausto de las pieles; y era lo que estaba viendo ahora en el rostro de Francine, fofo e inerte sobre la almohada.
La miró una vez más y sintió el deseo de acariciar su joven y ya avejentada cara. Pero se abstuvo por temor a que eso la despertara. Con mucho sigilo fue hasta el rincón y cogió su petate. Del cinturón que había dejado encima, sacó dos billetes y se los guardó en un bolsillo; el resto los dejó encima de la mesa contigua al sofá. Francine necesitaría dinero, adondequiera que fuese; lo necesitaría para comprar una alfombra nueva y cortinas para las ventanas. La miró una vez más; tendida en aquella cama grande, y desde la otra punta de la habitación, se la veía muy menuda. Andrews caminó hacia la puerta sin hacer ruido; no miró atrás.
Por el este el cielo mostraba franjas de un rojo suave. En la quietud de la calle desierta, Andrews fue hasta la cuadra, despertó al mozo para darle uno de los billetes que se había quedado, ensilló rápidamente a su caballo en la penumbra del establo y montó; al volver la cabeza para saludar al mozo, vio que el hombre se había dormido otra vez. Salió del establo y enfiló la calle de Butcher’s Crossing, cuya espesa capa de polvo amortiguó el clop clop de los cascos del caballo. Miró a un lado y a otro, contemplando lo que quedaba del pueblo. Butcher’s Crossing desaparecería muy pronto; las construcciones de madera serían derribadas para aprovechar el material, las cabañas de tepe se desmoronarían víctimas de la intemperie, y la hierba de la pradera iría ganando terreno hasta cubrir la calle. Ya ahora, bajo el primer sol, el pueblo era como unas ruinas; los rayos perfilaban los edificios realzando una desnudez que no era nueva, que ya estaba en ellos.
Dejó atrás los restos todavía humeantes de la cabaña de McDonald y el grupito de álamos a su derecha. Detuvo al caballo nada más cruzar el riachuelo y se volvió. Un delgado borde de sol llameaba sobre el horizonte. Miró de nuevo al frente y contempló la región llana, la sombra larga que él proyectaba, mellados sus bordes por la enhiesta hierba nueva. Sintió el tacto duro y liso de las riendas en sus manos; tuvo perfecta conciencia de la lisura como de roca de la silla en la que estaba montado, del hincharse y deshincharse de los flancos del caballo conforme tomaba aire y lo expelía. Inspiró hondo aquel aire perfumado que ascendía de la hierba nueva y se mezclaba con el sudor húmedo de su montura. Asió las riendas con firmeza, tocó los flancos del caballo con sus talones y enfiló el camino hacia campo abierto.
Salvo que llevaba una determinada dirección, Andrews no sabía adónde se dirigía; pero estaba seguro de que lo sabría en cuestión de horas. Cabalgó sin prisa, sintiendo cómo el sol ascendía lentamente a sus espaldas y templaba el aire.