Se volvió, a oscuras, y notó las sábanas húmedas de su propio sudor. Acababa de despertar bruscamente de un sueño profundo, y al principio no supo dónde estaba. Oyó que alguien respiraba flojo a su lado; movió una mano y tocó carne tibia; la dejó reposando allí, y la mano se movió ligeramente con el subir y bajar de la respiración ajena.
Will Andrews había estado cinco días y cinco noches en la pequeña habitación de Francine, saliendo solo para comer o beber algo o comprar ropa en la mal surtida tienda de confección de Bradley. Tras la primera noche con Francine, perdió la noción del tiempo tal como le había ocurrido en las montañas durante el temporal, metido en el refugio de pieles de bisonte. En la habitación, con su solitaria ventana siempre con las cortinas echadas, la mañana no se distinguía de la tarde y, si la lámpara estaba encendida, a Andrews le resultaba muy difícil saber si era de día o de noche.
Poco a poco se sumió en aquel pequeño mundo cerrado de crepúsculo perpetuo. Hablaba muy poco con Francine; se abrazaba a ella y ambos se manifestaban a través de jadeos y gritos ahogados, hasta que al final Andrews llegó a pensar que él solo existía allí dentro. Fuera de aquellas cuatro paredes únicamente podía imaginar un inmenso vacío que era una luminosidad y un ruido cerniéndose amenazantes sobre él. Si fijaba mucho la vista, las propias paredes parecían arrimarse, mientras que los objetos que tenía a la vista —el sofá, la alfombra, las chucherías desperdigadas por las mesas— parecían amenazar de manera sombría el bienestar que había hallado en la semioscuridad de su nueva vida. Desnudo junto al cuerpo pasivo de Francine, con los ojos cerrados, se sentía flotar ingrávido dentro de sí mismo; despierto incluso, creía estar viviendo en la duermevela que se adueñaba de él después de hacer el amor con Francine.
Paulatinamente empezó a tener la sensación de que sus frecuentes y desesperadas cópulas las llevaba a cabo otra persona. Se observaba a sí mismo como desde una gran distancia, con ojos desprovistos de vida, mientras se saciaba en un cuerpo al que había puesto un nombre sin venir a cuento. A veces, yaciendo al lado de Francine, se miraba su propio cuerpo y le parecía algo ajeno; se tocaba el pecho, donde un vello fino se ensortijaba sobre la carne blanca, y le maravillaba el tacto de la piel en su propia mano. En momentos así, llegó a pensar que Francine apenas tenía algo que ver con él; era una presencia física que le servía para aliviar una necesidad de la que no había sido consciente hasta entonces. A veces, con todo su peso encima de ella y extraviado en la tiniebla de su pasión, le sorprendía encontrar en su interior atisbos de sensaciones hasta entonces desconocidas. Y cuando abría los ojos y veía los de Francine, abiertos de par en par e insondables, le asombraba tenerla debajo. Después, recordando esa mirada, se preguntaba qué podía estar pensando ella, qué estaría sintiendo, en sus momentos de íntima pasión compartida.
Y, al final, este ensimismamiento se transformó en un dirigir la mente y la mirada hacia Francine. Se dedicó a observarla mientras ella se movía por la habitación en penumbra, vestida únicamente con su diáfano salto de cama gris, o cuando yacía desnuda en la cama, a su lado. Sin tocarla, sus ojos vagaban por el cuerpo de ella, por el rostro redondo y apacible enmarcado por mechones amarillos, que en la penumbra se veían oscuros sobre la sábana; por sus colmados pechos y la intrincada telaraña de venitas azules que los cruzaba; por el vientre ligeramente abombado, que fluía bajo el vello claro del monte de Venus a los pálidos reflejos de luz que entraban en la habitación, y por las gruesas y firmes piernas que decrecían hasta sus menudos pies. A veces se quedaba plácidamente dormido contemplándola, y con la misma placidez despertaba, los ojos posados en ella, pero sin reconocerla, y volvía a hundir la mirada en su cara y en sus formas como si jamás la hubiera visto.
Hacia el final de la semana se sintió invadido por una sensación de inquietud. No satisfecho ya con yacer aletargado en la cálida habitación, bajaba cada vez con más frecuencia a la única calle del pueblo. Rara vez hablaba con nadie; nunca estaba más de unos minutos allí donde se hubiera detenido. Se contentaba con dejar que le diera el sol mientras sus rayos le hacían parpadear. Un día entró en el hotel para recoger su petate, pagar la cuenta de su breve estancia e informar al empleado de que no pensaba volver; otra vez siguió la calle hacia el oeste del pueblo y descansó al pie de los álamos, mirando hacia el lugar repleto de pacas de pieles donde McDonald había tenido su negocio; varias veces entró en la taberna de Jackson para beber un vaso de cerveza tibia; en una de tales ocasiones se encontró allí a Charley Hoge sentado a una mesa del fondo, sin otra compañía que una botella de whisky y un vaso medio lleno. Aunque Andrews estuvo varios minutos en la barra, tomando su cerveza, y pese a que sus miradas se cruzaron varias veces, Charley Hoge no dio muestras de haberle reconocido.
Andrews caminó hasta el final de la larga barra, se sentó a la mesa y dijo algo a modo de saludo. Charley Hoge le miró como si no le viera y no dijo nada.
—¿Dónde está Miller? —preguntó Andrews.
—¿Miller? —Charley Hoge meneó la cabeza—. Donde siempre está, en nuestra caseta junto al río.
—¿Se lo ha tomado muy mal?
—¿El qué? —preguntó Charley Hoge.
—Lo de las pieles —dijo Andrews. Puso su vaso medio vacío encima de la mesa y empezó a girarlo ociosamente entre sus manos—. Habrá sido un duro golpe. No sabía que esto fuera tan importante para él.
—¿Las pieles? —dijo Charley Hoge, parpadeando—. A Miller no le pasa nada. Está en la caseta, descansando. Vendrá dentro de un momento.
Andrews fue a decir algo, pero luego miró aquellos grandes ojos que lo miraban a él sin expresión.
—Charley —dijo—, ¿estás bien?
Un leve gesto de perplejidad apareció en el rostro de Charley Hoge; al cabo de un momento su expresión se volvió diáfana y vacía.
—Claro. Estoy perfectamente. —Asintió varias veces—. Oye, tú eres Will Andrews, ¿verdad?
Andrews no podía apartar la mirada de los ojos que parecían agrandarse conforme le miraban.
—Miller te está buscando —continuó Charley Hoge con voz monótona y aguda—. Dice que iremos juntos a no sé dónde, a matar bisontes. Conoce un buen sitio en Colorado. Creo que quiere verte.
—Charley —dijo Andrews; le tembló la voz, y también las manos. Tuvo que asir el vaso para que no se le notara—. Charley, vuelve en ti.
—Iremos de cacería —dijo Charley Hoge con su cantarina voz—. Tú, Miller y yo. Miller sabe de un desollador en Ellsworth. Todo irá bien. Ya no tengo miedo de subir a las montañas. El Señor proveerá. —Sonrió cabeceando varias veces, aunque había bajado la vista a su vaso de whisky.
—¿No te acuerdas, Charley? —La voz de Andrews sonó hueca—. ¿No recuerdas nada de lo que pasó?
—¿Recordar? —dijo Charley Hoge.
—Las montañas; la cacería; Schneider…
—Sí, así se llama —dijo Charley Hoge—. Schneider. Es el desollador que Miller conoce en Ellsworth.
—¿No te acuerdas, Charley? —A Andrews le falló la voz—. Schneider está muerto.
Charley Hoge miró a Andrews, meneó la cabeza y sonrió de nuevo; una gota de saliva se formó en su labio inferior, se hizo más grande y resbaló hacia el mentón sin afeitar.
—Nadie tiene que morir —dijo—. El Señor proveerá.
Andrews volvió a mirarle a los ojos un momento más; eran unos ojos opacos y azules, como cachitos de cielo reflejados en una charca sucia; no había nada detrás de ellos, nada que impidiera a Andrews seguir mirándolos rato y rato. Con una sensación cercana al horror, se echó hacia atrás y sacudió con brusquedad la cabeza. Luego se puso en pie y empezó a retroceder; la mirada hueca de Charley Hoge no varió ni un ápice, como si no hubiera percibido el movimiento del otro. Andrews dio media vuelta y salió a toda prisa de la taberna. Una vez en la calle, bajo el sol radiante, la sensación no desapareció; sentía flojera en las piernas y le temblaban las manos. Con celeridad, con paso inestable, echó a andar hacia la escalera adosada y subió a la habitación de Francine.
Al entrar, la penumbra del interior le hizo agrandar los ojos; todavía respiraba por la boca. Francine, que yacía en la cama, se acodó en ella y le miró; con aquel movimiento, su salto de cama gris se abrió un poco y un pecho resbaló hacia el antebrazo, pálido sobre la tela gris. Andrews fue en dos zancadas hasta la cama y, casi con brusquedad, le quitó el salto de cama y empezó a acariciarla con gestos desesperados. Una sonrisa asomó a los labios de Francine; sus párpados se cerraron; a tientas, le quitó la ropa a Andrews y lo atrajo hacia sí.
Después, ya menos angustiado, Andrews intentó hablarle a Francine de su encuentro con Charley Hoge y de la sensación de terror que había derivado de ella. Intentó hacerle comprender que no era tanto porque él, Andrews, hubiera visto que lo que Charley Hoge le transmitía con aquella envolvente mirada de ciego era algo que los cuatro —Miller, Charley Hoge, Schneider e incluso él mismo— ya llevaban dentro desde siempre. Era por algo, intentó hacerle ver, que McDonald había dicho a la trémula luz de un farol en el gran albergue desierto, el día que llegaron a Butcher’s Crossing. Era por algo que había visto en el rostro de Schneider cuando se quedó tieso y erguido en medio de la corriente, después de que el caballo le partiera el cráneo de una coz. Era…
El pálido espectro de una sonrisa animó los pálidos, carnosos labios de Francine. Asintió con la cabeza, y su mano acarició suavemente el pecho desnudo de Andrews.
Era por algo —continuó él, en frases entrecortadas que no decían lo que intentaba expresar—, era por algo que había sentido, por momentos, en la larga travesía de la pradera y también cuando el poderoso bisonte se estremeció y cayó herido de muerte al suelo, y también en la abrasadora fetidez de cuando los despellejaban y en el espectáculo de la blanca nieve y el panorama sin rasgos después de la gran ventisca. ¿Lo llevábamos todos dentro?, se preguntó sin pronunciar las palabras. ¿Era algo que teníamos oculto en nuestro interior, esperando el momento de saltar, el momento de desgarrar y devorar a la presa, hasta que solo quedaba ese vacío que él había visto en la mirada de Charley Hoge, la única que sus azules ojos podían ofrecer al mundo? ¿O acaso acechaba fuera, agazapado tras una roca como un lobo gris, para abalanzarse repentinamente y sin motivo sobre el primero que pasara? ¿O éramos nosotros, sin ser conscientes de ello, quienes íbamos al encuentro de este horror con la confusa y perversa esperanza de que se nos echara encima? Cuando ocurrió el accidente, en el río, ¿fue el tronco partido el que buscó la panza del caballo, y el casco de este el cráneo de Schneider? ¿O quizá era al revés y Schneider fue al encuentro de la forma gris y la encontró? ¿Qué significado tenía todo eso?, ¿dónde había estado?
Al volverse, vio que Francine se había quedado dormida; su aliento salía estable entre sus labios separados, y sus manos descansaban semicerradas, no apretadas. Andrews se levantó sin hacer ruido, cruzó la habitación, bajó la mecha de la lámpara y sopló para apagar la luz. Por la ventana con las cortinas echadas, en el otro extremo de la habitación, se filtraba una claridad grisácea; fuera anochecía. Volvió al lecho y se acostó de lado junto a Francine, mirándola.
¿Qué significado tenía?, volvió a preguntarse. Y el… —dudó en llamarlo amor—, y el hambre que sentía por Francine, ¿qué significaba? Pensó otra vez en Schneider y de repente se lo imaginó vivo y yaciendo con Francine. Sin ira ni rencor, lo vio en el lugar que él, Andrews, ocupaba ahora, lo vio alargar el brazo y acariciar un pecho. Eso le hizo sonreír, porque le constaba que Schneider no se habría planteado ninguna pregunta; no habría tenido dudas ni temores; no se habría dejado influir por la mirada vacía de Charley Hoge. Con algo así como una brusca y agria camaradería, se habría solazado a gusto con Francine y después habría seguido su camino. Y no habría pensado en ella nunca más.
Como tampoco Francine habría pensado en él. Y, razonó Andrews de repente, como quizá no volvería a pensar en quien estaba ahora mismo a su lado, en la cama.
Dormida, Francine susurró una palabra que él no alcanzó a entender; la vio sonreír, pareció atragantarse, respiró profundamente y se movió un poco.
Aunque Andrews no deseaba tener ese pensamiento, supo que también él, como Schneider, la abandonaría para seguir su propio camino; si bien, a diferencia de Schneider, pensaría en ella, la recordaría a menudo, por más que en aquel momento no pudiera predecir cómo. La abandonaría y no llegaría a conocerla bien; nunca la conocería. La oscuridad era casi absoluta en la habitación y Andrews no podía verle ya la cara. Con los ojos bien abiertos, deslizó la mano por el brazo de Francine hasta dar con la mano y se tumbó a su lado. Pensó en los hombres que, como él, habían conocido su carne y su ardor y no habían llegado a más; pensó en ellos sin el menor resentimiento. A oscuras, eran gente sin rostro; y no hablaban, yacían quietos y respirando acompasadamente, igual que él. Pasado un buen rato, todavía con la mano de Francine en la suya propia, se quedó dormido.
Despertó a oscuras con un sobresalto, sin saber cuál había sido la causa. Una luz tenue fluctuó del otro lado de la tela que cubría la ventana, se extinguió y volvió a fluctuar. Un grito, agigantado por la lejanía, penetró en el cuarto, y unos cascos de caballo atronaron en la calle. Andrews se levantó de la cama y se quedó un momento de pie, sacudiendo la cabeza. Nuevas voces agitadas le llegaron de fuera; pasos acelerados resonaban en la acera entarimada. Buscó a tientas la ropa y se vistió a toda prisa. Aguzó el oído, pero no le llegó más que la acompasada respiración de Francine. Salió con celeridad de la habitación cerrando la puerta con suavidad y recorrió el pasillo de puntillas en dirección al rellano en el exterior del edificio.
Por la parte del río, hacia el oeste, claramente visible sobre los edificios del pueblo, se veía arder algo en la oscuridad. Por un momento, Andrews se aferró al barandal, sin dar crédito a sus ojos. El incendio era en la choza de McDonald. Avivado por el viento que soplaba del oeste, había prendido en el grupo de grandes álamos al otro lado del camino; el gris claro de los troncos y el verde del follaje destacaban en medio de la oscuridad circundante. El fuego iluminaba su propio humo, que se enroscaba hacia lo alto en densos penachos negros para disiparse a medida que el viento los empujaba hacia el pueblo; un olor acre, rancio, llegó hasta Andrews. El sonido de pasos corriendo abajo le hizo volver en sí; bajó trastabillando por la escalera exterior, pisó la acera y echó a correr por la calle polvorienta en dirección al incendio.
Ya en el punto en que el camino de carro se desviaba, un poco más arriba de los álamos, Andrews pudo notar el intenso calor del fuego. Se detuvo en la intersección, donde la tierra pelada era claramente visible al resplandor anaranjado del incendio; la carrera le había hecho respirar por la boca, pero su mente estaba inmersa todavía en la espesa bruma del sueño. Menudas y quietas y bien perfiladas contra el violento resplandor de las llamas, unas quince o veinte personas formaban un amplio semicírculo en torno a la choza. Observaban, en solitario o en grupitos de dos o de tres, sin moverse y sin dar voces; solo el denso crepitar del fuego desbarataba la quietud de la noche; solo las llamaradas, con su palpitante aliento, movían las sombras que la gente arrojaba a su espalda. Andrews se frotó los ojos, pues le escocían a causa de la neblina que descendía de las retorcidas espirales de humo, y corrió hacia ellos. Al aproximarse, el intenso calor le hizo volver la cabeza a un lado; momentos después tropezaba con uno de los espectadores, haciéndolo trastabillar. El hombre con quien había chocado no le miró; tenía la boca abierta y la mirada fija en la enorme hoguera, cuya luz jugueteaba en su rostro pintándolo de diferentes matices de rojo oscuro.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Andrews, jadeante.
El hombre siguió con la vista fija en el fuego; no dijo nada; meneó la cabeza.
Andrews fue mirando una a una las caras de la gente que allí había, rostros que la palpitante luz convertía en máscaras distorsionadas, sin reconocer a nadie.
Cuando llegó a la altura de Charley Hoge, que estaba en cuclillas como dispuesto a saltar, si bien atemorizado por el incendio, casi no lo reconoció; tenía la boca abierta y torcida, como en un grito de terror o de éxtasis; los ojos le lloraban debido al humo, los tenía muy abiertos y no pestañeaban. Andrews vio en ellos el reflejo en miniatura de la hoguera; casi parecía que el fuego estuviera ardiendo allí, en la vista de Charley Hoge.
Andrews lo sacudió por los hombros.
—¡Charley! ¿Qué ha ocurrido? ¿Cómo ha empezado?
Charley Hoge se zafó de él y se apartó unos pasos.
—Déjame en paz —gruñó, sin dejar de mirar al frente—. Déjame tranquilo.
—Pero ¿qué ha pasado? —insistió Andrews.
Charley Hoge desvió un instante la vista y le miró; bajo la sombra de las cejas, sus ojos estaban opacos y vacíos.
—El fuego —dijo—. El fuego, el fuego.
Andrews empezó a sacudirle de nuevo pero se detuvo, sus manos posadas sin apretar en los hombros del otro. Un murmullo, grave pero intenso, había empezado a elevarse de la gente y se mezclaba con el crepitar de las llamas. Andrews sintió, más que vio, un ligero movimiento frontal de los que le rodeaban.
Giró en la dirección de dicho avance y, por un momento, quedó cegado por la intensidad de las llamaradas —azules y blancas, naranjas y amarillas, con franjas de color negro— y el resplandor le hizo entrecerrar los ojos. Luego, entre las pacas de pieles de bisonte, más arriba de las cuales se retorcían enloquecidas las llamas, vio algo oscuro moviéndose con vehemencia. Era Miller, a lomos de un caballo que se encabritaba y relinchaba aterrorizado, pero al que la pura fuerza del jinete conseguía dominar. Tirando con furia de las riendas, que hincaban el bocado en la ya ensangrentada boca del animal, y clavándole los talones en los flancos, Miller obligaba al caballo a correr entre las pacas. Por un momento, Andrews se quedó boquiabierto, sin entender qué pasaba; sin ningún sentido aparente, Miller corría hacia el núcleo mismo del incendio; luego dejaba que el caballo se apartara y volvía a lanzarse hacia el infierno.
—¿Qué hace? —le preguntó Andrews a Charley Hoge—. Se va a matar…
Los labios de Charley Hoge dibujaron una sonrisa ausente.
—Tú mira —dijo—. Mírale bien.
Andrews miró de nuevo, y tardó un momento en llegar a comprender lo que Miller se proponía. Al obligar a su caballo a ir hasta a las pacas apiladas junto a la choza, empujaba las pieles para que cayeran sobre las fauces del incendio. Forzaba luego al caballo a empujar con el pecho las que habían quedado sueltas por el suelo rastrillando los flancos una y otra vez, de forma que la paca avanzaba por el suelo hacia el holocausto.
Un grito escapó de la seca garganta de Andrews:
—¡Está loco! ¡Se va a matar! —Hizo ademán de acercarse al fuego.
—Déjale —le retuvo Charley Hoge, con voz aguda y clara y súbitamente perentoria—. Déjale en paz —dijo—. Es su fuego. No te metas.
Andrews se volvió hacia Charley Hoge.
—¿Cómo que…? ¿El incendio lo ha provocado él?
Charley Hoge asintió con la cabeza.
—Es el fuego de Miller. No te metas.
Tras el primer impulso de avanzar, la gente del pueblo ya no se había movido. Ahora estaban quietos, mirando cómo Miller galopaba sin tregua entre los humeantes fardos. Andrews dio un paso al frente y luego se detuvo, débil e impotente, contemplando igual que el resto los manejos de Miller y su caballo.
Una vez hubo volcado las pacas más próximas a la choza en llamas, Miller se alejó un buen trecho, desmontó de un salto y ató las riendas a la lanza de uno de los numerosos carros abandonados en el solar. Lo vieron correr agazapado —una silueta oscura y amorfa en los aledaños de la claridad del incendio— hasta uno de los fardos que había quedado de lado cerca del carro. A la sombra, la forma de Miller no se distinguía de la paca de pieles. Luego se enderezó, y la gente que miraba pudo ver con claridad cómo al enderezarse él la paca se movía hacia arriba, a modo de enorme apéndice de sus hombros. Miller se balanceó un momento bajo el enorme peso, pero enseguida se lanzó hacia delante, corriendo, para frenar en seco a la altura del carro; la carga que transportaba salió volando y aterrizó en la plataforma del carro; el impacto hizo que el vehículo se moviera de un lado a otro. Miller repitió varias veces la operación: juntar las pieles, subírselas a hombros e ir corriendo como podía hasta el carro.
—¡Dios mío! —exclamó detrás de Andrews uno de los que miraban—. Cada paca debe de pesar trescientas o cuatrocientas libras.
Nadie dijo una palabra.
Después de haber llevado cuatro fardos al carro, Miller fue hasta su caballo, cogió un tramo de la cuerda que llevaba colgando de la silla de montar y la pasó alrededor del vértice del triángulo que aseguraba la lanza al bastidor. Con el otro extremo de soga en la mano, volvió al caballo, montó y dio dos vueltas de cuerda al cuerno de la silla. Lanzó un grito, picó espuelas; el caballo tiró; la cuerda empezó a tensarse y la lanza se levantó del suelo por efecto de la tensión. Miller dio otra voz y golpeó la grupa del caballo con la mano abierta; la palmada se pudo oír entre el rugido del fuego. Las ruedas del carro empezaron a moverse, rechinando en sus herrumbrosos ejes. Miller le clavó los talones al caballo; el carro se movió más deprisa; los cascos del caballo, que jadeaba ruidosamente, se hundían en la tierra seca. Como expelidos por una catapulta, carro y caballo salieron disparados; Miller gritó otra vez al tiempo que guiaba a caballo y carro en línea recta hacia las llamas que brotaban de la choza y de las pieles allí amontonadas. Un instante antes de que hombre y caballo parecieran a punto de abalanzarse entre las fauces del fuego, Miller tiró de las riendas hacia un lado, desenrolló de un rápido movimiento la cuerda sujeta a la silla, y el carro —ahora libre— se precipitó por su propia inercia en el corazón del fuego, despidiendo chispas en un radio de quince yardas o más. Llegado el carro a su destino, y con él su cargamento de pieles, el fuego se oscureció como si la violencia del impacto lo hubiera extinguido; momentos después, al prender el carro, las llamas recobraron toda su furia y la gente del pueblo se vio obligada a retroceder ante la intensidad del calor.
Andrews oyó sonido de pasos a su espalda y un grito que fue casi como un alarido, un aullido animal. Se volvió, y allí estaba McDonald, corriendo hacia ellos con los faldones de su levita negra al aire, agitando los brazos sin ton ni son, revueltos sus ralos cabellos; pero sus desorbitados ojos estaban fijos en su oficina en llamas y en las humeantes pieles. McDonald se abrió paso entre la gente, y habría continuado corriendo de no ser por Andrews, que lo retuvo agarrándolo de un brazo.
—¡Cielo santo! —exclamó McDonald—. ¡Se quema! —Mirando desquiciado a su alrededor, a toda aquella gente callada y quieta, preguntó—: Pero ¿por qué no hacen algo?
—No se puede hacer nada —le dijo Andrews—. Quédese aquí, y cálmese. Podría lastimarse.
En ese momento McDonald vio a Miller, que estaba arrastrando otro carro cargado de pieles hacia el círculo cada vez mayor de las llamas, y se volvió hacia Andrews con gesto inquisitivo.
—Ese es Miller —dijo—. ¿Qué hace? —Y sin dejar de mirar a Andrews, la boca se le quedó abierta y sus ojos se agrandaron bajo las enmarañadas cejas—. No —dijo con voz ronca, y sacudió la cabeza como un animal herido—. No, no. Miller. ¿Es que él…?
Andrews asintió.
Otro grito, esta vez como de dolor, escapó de la garganta de McDonald. Se zafó de Andrews y, con los puños en alto en actitud amenazadora, corrió por la tierra humeante en dirección a Miller. Miller lo encaró, montado en su caballo, y su rostro negro de humo se crispó en una gran sonrisa aciaga. Esperó hasta tener casi encima a McDonald, que seguía agitando sus puños como un muñeco, dispuesto a atacarle, y entonces picó espuelas y se hizo a un lado, esquivando el golpe. Frenó a su caballo unas yardas más allá; McDonald giró en redondo y se lanzó de nuevo hacia él. Riendo ahora, Miller espoleó de nuevo a su montura y los puños de McDonald encontraron aire una vez más. Durante casi tres minutos los dos hombres se movieron como marionetas en el espacio abierto próximo a la enorme hoguera; McDonald gimoteando, los amarillos dientes apretados, persiguiendo obcecada e inútilmente a Miller, y este, siempre con el rictus de sonrisa en sus labios, esquivándolo por los pelos.
De pronto, McDonald se quedó quieto, los brazos caídos a los costados; lanzó a Miller una mirada serena, casi desdeñosa, y meneó la cabeza. Dejando caer los hombros, con las piernas casi dobladas, fue hacia donde estaban Andrews y Charley Hoge. Tenía la cara sucia de hollín, y un rescoldo le había chamuscado una ceja.
—Miller no sabe lo que hace, señor McDonald —dijo Andrews—. Es como si se hubiera vuelto loco.
—Eso parece, sí —dijo McDonald.
—Además —añadió Andrews—, usted mismo dijo que las pieles no tenían ningún valor.
—No se trata de eso —dijo McDonald en voz queda—. No es porque tengan algún valor; pero eran mías.
Los tres hombres permanecieron allí de pie, en silencio y casi desganados, mientras Miller reanudaba sus operaciones para avivar el incendio. No dijeron nada ni se miraron siquiera. Con una actitud cercana a la indiferencia, McDonald miró cómo Miller arrastraba los carros y los lanzaba contra los restos carbonizados de otros carros convertidos ya en formas esqueléticas, devorados por el fuego. La hoguera, así alimentada, alcanzó el doble de su tamaño primitivo. Miller tardó casi una hora en completar su tarea; cuando el último carro y su cargamento de pieles se estrelló contra la hoguera, Miller se aproximó sin prisa a los tres hombres que estaban allí juntos, observando.
Al tirar de las riendas, el caballo frenó en seco; los costados le subían y bajaban con tal violencia que las piernas de Miller se movían visiblemente; de la boca del animal, maltratada y desgajada por el bocado, cayó un reguero de sangre que se encharcó en el polvo. Andrews pensó, de manera maquinal: «El caballo está reventado; no vivirá hasta mañana».
Miller tenía la cara renegrida por el humo, las cejas casi por completo, quemadas, y el pelo tieso y chamuscado; un verdugón alargado empezaba a formar ampolla en su frente. Sin desmontar, sombría la expresión, miró largamente a McDonald, que tenía la cabeza gacha. Luego, sus labios dejaron ver la blanca dentadura y Miller soltó una carcajada ronca. Después de mirar un momento a Andrews y a Charley Hoge, sus ojos se posaron de nuevo en McDonald. La sonrisa desapareció poco a poco de su cara. Los cuatro hombres intercambiaron miradas, indagando en los rostros de los demás. Nadie se movió; nadie pronunció una sola palabra.
Tenemos algo que decirnos, pensó vagamente Andrews, pero no sabemos qué; hay algo que deberíamos decirnos.
Abrió la boca y adelantó una mano, dando un paso hacia Miller como si se dispusiera a hablar. Miller le miró desde su caballo; fue una mirada indiferente, distante y vacía, como si no le reconociera. Luego relajó su postura, hincó los talones en los flancos de su montura y el animal avanzó con brusquedad. El movimiento pilló desprevenido a Andrews, que se quedó allí de pie, con el brazo todavía levantado. El caballo le golpeó el hombro izquierdo, haciéndole girar en redondo, y Andrews trastabilló pero sin llegar a caer. Cuando su vista recuperó la claridad, pudo ver a Miller alejándose hacia la oscuridad, encorvado en su caballo. Charley Hoge, al ver que Miller se marchaba, se apartó de los otros dos y fue tras él arrastrando los pies. Andrews continuó donde se había quedado, mirando en aquella dirección, hasta después de que los dos se perdieran de vista en la oscuridad y el sonido de los cascos del caballo se hubiera extinguido en la lejanía. Luego se volvió hacia McDonald y ambos se miraron, en silencio. Pasado un rato, McDonald meneó la cabeza, y también él se alejó de allí.