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Un mediodía gris de finales de mayo, tres hombres cabalgaban rumbo al este por la senda de Smoky Hill; el viento procedente del norte les lanzaba al rostro una fina lluvia fría, y eso los obligaba a ir acurrucados y con la cabeza baja y vuelta hacia el lado contrario. Llevaban diez días recorriendo la gran pradera en una línea casi recta y sus dos caballos empezaban a acusar el cansancio; andaban con la testuz baja, y los huesudos flancos subían y bajaban con el esfuerzo de avanzar por terreno llano.

A media tarde el sol asomó entre las nubes color pizarra y el viento cesó. El lado por donde marchaban los caballos despedía vapor, y un calor húmedo sofocaba a los hombres que viajaban aletargados. A su derecha, en la lejanía, eran visibles aún los árboles y arbustos que flanqueaban el río Smoky Hill. Habían dejado la senda varias millas atrás para atajar por terreno llano en dirección a Butcher’s Crossing.

—Ya falta menos —dijo Miller—. Llegaremos antes de que anochezca.

Charley Hoge, que iba sentado detrás de él, acomodó las nalgas en la huesuda grupa del caballo; llevaba la mano buena metida por el cinto de Miller y el muñón de la derecha colgando flojo al costado. Miró hacia Andrews, que cabalgaba a la altura de ellos, pero fue como si no le reconociera. Movía los labios sin emitir sonido, y de vez en cuando inclinaba la cabeza con rápidos y nerviosos movimientos, como en respuesta a algo que los otros no podían oír.

Poco más de una hora después avistaron el promontorio que señalaba la ribera del riachuelo que atravesaba el camino a Butcher’s Crossing. Miller picó espuelas; el caballo avivó bruscamente el paso, trotó unos momentos y enseguida volvió a la marcha lenta. Andrews se irguió sobre los estribos, pero no pudo ver el pueblo más allá de la elevada ribera. El suelo estaba seco, allí no había llovido, y el polvo que levantaban los cascos de los caballos en su lento deambular se pegaba a la húmeda ropa y dibujaba regueros en sus rostros sudorosos.

Coronaron el montículo de la ribera y Andrews pudo ver brevemente el pueblo antes de iniciar el descenso hacia el estrecho barranco por donde discurría el arroyo. Iba un poco más crecido que el otoño anterior, y el agua era de un marrón espeso, lodoso. Los hombres dejaron que sus caballos se detuvieran un momento para beber y luego continuaron.

A su izquierda dejaron atrás los álamos, ahora escuálidos y poco frondosos con el follaje nuevo. Andrews forzó de nuevo la vista mirando hacia el este, hacia Butcher’s Crossing. Al último sol de la tarde las construcciones, allí donde no estaban en sombras, tenían un tono rojizo. Un caballo solitario estaba paciendo entre ellos y el pueblo; aunque se encontraba a unos cientos de yardas, alzó la cabeza al oírlos acercarse y se alejó trotando un rato.

—Vamos a desviarnos por aquí —dijo Miller, señalando en dirección al camino de carro que tenían a su derecha—. Tenemos que hablar con McDonald.

—¿Con McDonald? —dijo Andrews—. ¿Y de qué tenemos que hablar con él?

—Pues de las pieles, muchacho, de las pieles —contestó Miller, impaciente—. Todavía quedan más de tres mil esperando allí donde las dejamos.

—Ah, claro —dijo Andrews—. Se me había olvidado.

Se puso a la altura de Miller y enfilaron el doble rastro que el paso de los carros había dejado en la tierra. Entre las huellas había brotado hierba nueva, extendiéndose hasta el pasto que cubría toda la pradera.

—Parece que McDonald ha tenido un buen invierno —dijo Miller—. Fijaos en esas pieles.

Andrews levantó la vista. Pacas de pieles de bisonte rodeaban la pequeña choza que servía de oficina a McDonald, y al aproximarse más, los hombres apenas pudieron ver una mínima parte del tejado alabeado. Dispuestas de manera irregular, las pacas se extendían hasta la cerca que protegía los pozos de salmuera. Entre las pacas había una docena larga de carros; unos estaban derechos y podía apreciarse el efecto del calor en sus maderos, medio alabeados; las ruedas estaban hundidas en el suelo, cubiertas hasta los cubos de hierba verde y nueva. Otros estaban volcados, y los flejes de las ruedas mostraban manchas de óxido que brillaban al último sol.

Andrews se volvió hacia Miller para decir algo, pero este puso una cara que le hizo callar. Entre la negra barba rizada, su boca había adoptado un gesto de gran estupefacción; sus grandes ojos contemplaban entornados la escena.

—Aquí pasa algo —dijo, y desmontó dejando a Charley Hoge medio derrumbado detrás de la silla.

Andrews se apeó también y siguió a Miller entre las pacas de pieles en dirección a la choza.

La puerta bailaba sobre sus oxidados goznes. Miller la empujó y entraron en la cabaña. Había papeles esparcidos por el suelo, libros de cuentas habían resbalado de unas pilas inestables, la silla del despacho estaba volcada. Andrews se agachó para coger una hoja de papel; la letra estaba corrida, casi no se podía leer, pero era visible todavía la huella de un tacón de zapato. Cogió otro papel, luego otro más; todo mostraban los estragos del descuido y las inclemencias del tiempo.

—Parece que el señor McDonald no pisa esta oficina desde hace tiempo —dijo.

Miller estuvo un buen rato mirando a su alrededor con gesto sombrío.

—Vamos —dijo de pronto. Dio media vuelta y salió pisando fuerte y sin miramientos por la alfombra de papeles.

Andrews salió detrás de él. Montaron en sus caballos y se dirigieron hacia el pueblo.

La solitaria calle que dividía en dos el grupo de cabañas y edificios que conformaban Butcher’s Crossing estaba casi desierta. De la herrería a su derecha les llegó el ruido amortiguado de martillo sobre yunque, y en las sombras livianas del cobertizo pudieron apreciar la figura de un hombre moviéndose despacio. A mano izquierda, alejado de la calle, estaba el espacioso albergue donde solían alojarse muchos cazadores durante su breve estancia en el pueblo; la muselina que cubría una de las ventanas del piso alto estaba rasgada y se movía perezosamente hacia el exterior al compás de la cálida brisa. Andrews volvió la cabeza. En la penumbra de la cuadra dormitaban dos caballos, en pie junto a pesebres vacíos. Al pasar frente a la taberna de Jackson, dos hombres, que estaban sentados en el largo banco corrido junto al portal, se levantaron con parsimonia, avanzaron hasta el borde de la acera y observaron a los tres hombres en los dos caballos. Miller los miró con detenimiento y luego le dijo a Andrews:

—Se diría que están todos dormidos o muertos. A esos dos ni siquiera los conozco.

Se detuvieron frente al hotel del pueblo y arrollaron las riendas en el poste situado a unas yardas de la acera frente a la fachada. Antes de entrar, aflojaron las cinchas de los caballos y bajaron los petates de las sillas de montar. Durante todo este proceso Charley Hoge permaneció inmóvil sobre la grupa del caballo de Miller. Este le dio un golpecito en la rodilla y Charley Hoge le miró como embobado.

—Baja de ahí, Charley. Hemos llegado —dijo Miller.

Charley Hoge no se movió; Miller le agarró un brazo y, con suavidad, lo hizo bajar al suelo. Con Charley Hoge caminando inseguro entre los dos, Andrews y Miller entraron en el establecimiento.

El amplio vestíbulo estaba casi desnudo; dos sillas, una de ellas con el respaldo medio roto, estaban arrimadas a la pared del fondo; una fina pátina de polvo cubría el suelo, las paredes y el techo mismo. Al ir hacia el mostrador de la recepción, sus pisadas dejaron huellas perfectas en el suelo de madera.

En la penumbra detrás del mostrador un hombre avejentado que vestía prendas bastas de faena dormitaba en una silla, el respaldo inclinado contra un escritorio vacío. Miller dio una fuerte palmada en la superficie del mostrador. El hombre boqueó de sorpresa, la boca se le cerró, y la silla venció hacia el frente. Por un momento torció el gesto, sin ver nada; luego parpadeó, poniéndose de pie. Se acercó tambaleante al mostrador al tiempo que bostezaba y se rascaba el mentón sin afeitar.

—¿En qué puedo servirles? —murmuró, y volvió a bostezar.

—Queremos dos habitaciones —dijo Miller, dejando caer su petate sobre el mostrador; una nube de polvo se elevó silenciosa y quedó flotando en el aire.

—¿Dos habitaciones? —dijo el viejo, mirándolos por turnos—. ¿Ha dicho que quiere dos habitaciones?

—¿Cuánto es? —preguntó Miller. Andrews tiró su petate al lado del de Miller.

—¿Que cuánto es? —El hombre se rascó otra vez la barbilla; el ruidito llegó a oídos de Andrews. Sin dejar de mirarles, el viejo hurgó debajo del mostrador y sacó un libro de registro—. Ni idea. ¿Le parece bien un dólar cada una?

Miller asintió con la cabeza y empujó hacia Andrews el libro de registro, que el viejo acababa de abrir.

—Necesitamos unas tinas para bañarnos, y agua caliente —dijo Miller—. También jabón y navajas de afeitar. ¿Cuánto será todo?

El viejo se rascó el mentón.

—Pues… Oiga. ¿Qué es lo que suelen pagar por una cosa así?

—Yo el año pasado pagué veinticinco centavos —dijo Andrews.

—Me parece bien —dijo el viejo—. Bueno, pues veinticinco por habitación. Creo que podré calentarles un poco de agua.

—¿Qué demonios le pasa a este pueblo? —preguntó Miller alzando la voz, y descargó otro palmetazo en el mostrador—. ¿Es que se han muerto todos?

El hombre, nervioso, se encogió de hombros.

—No lo sé, señor. Yo solo llevo aquí unos días. Iba camino de Denver y me quedé sin dinero. El tipo dijo: «Cuide bien del hotel y las ganancias todas para usted». No sé nada más.

—Entonces no habrá oído hablar de un tal McDonald, J. D. McDonald.

—No, señor. Ya le digo que hace solo…

—Olvídelo —le cortó Miller—. ¿Dónde están nuestras habitaciones?

El viejo le entregó dos llaves.

—Justo al final de la escalera. El número está en la llave.

—Lleve los caballos al establo —dijo Miller—. Necesitan un buen repaso.

—Los caballos al establo —repitió el viejo—. Enseguida, señor.

Miller y Andrews cogieron sus petates y fueron hacia la escalera. Los peldaños tenían una lisa e inmaculada capa de polvo.

—Parece que no vienen clientes desde hace mucho —dijo Andrews.

—Algo anda mal —murmuró Miller. Con Charley Hoge en medio, los tres hombres chocaron entre sí subiendo por la escalera—. Esto no me gusta.

Sus habitaciones eran contiguas; Andrews tenía la llave número 17. Antes de que los otros dos entraran en su habitación, Andrews dijo:

—Si termino antes, estaré fuera. Quiero echar un vistazo al pueblo.

Miller asintió con la cabeza y empujó con suavidad a Charley Hoge para que entrase primero.

Una vaharada de aire cerrado y mohoso recibió a Will Andrews al empujar la puerta después de girar la llave en la cerradura. Dejó la puerta medio abierta y se acercó a la ventana; en su marco de madera, la muselina tenía una densa capa de polvo. Andrews retiró el marco con su tela y lo dejó en el suelo al lado de un postigo de madera que no parecía haber sido utilizado contra la lluvia. Una brisa caliente fluctuó perezosa en la habitación.

Extendió el colchón sobre el estrecho camastro de cuerdas y se sentó en él. Se quitó las botas, desanudando las tiras de piel de bisonte que meses atrás habían sustituido a los cordones originales; las suelas estaban muy gastadas, y el cuero del empeine completamente agrietado. Se quedó mirando el zapato que sostenía en la mano y la curiosidad le hizo rascar la piel; se abrió como si fuera cartón fino. Enseguida, Andrews se quitó toda la ropa y la dejó en una pila junto a la cama; se desabrochó el sucio y arrugado cinturón del dinero y lo tiró al colchón. Desnudo, se situó en mitad de la estancia, a la luz ambarina que entraba por la ventana. Se miró; tenía la carne de un blanco sucio, casi gris, como el vientre de un pez. Se pasó un dedo por el abdomen lampiño; la suciedad se despegó en una larga tira y debajo apareció más mugre. Con un estremecimiento, se acercó al lavamanos contiguo a la ventana. Cogió una polvorienta toalla del perchero, la sacudió y se la anudó en torno a la cintura; volvió a la cama y se dispuso a esperar que subiera el viejo con la tina para bañarse.

Resollando audiblemente, el hombre compareció al poco rato con dos tinas; una la dejó en el cuarto de Miller y la otra en el de Andrews.

Mientras la empujaba hacia el interior de la habitación, el viejo miró curioso a Andrews, que seguía sentado en el colchón.

—Dios santo —dijo—. Hay que ver el pestazo que echan, todos ustedes. ¿Cuánto tiempo hace que no se bañan?

Andrews meditó la respuesta.

—Desde agosto pasado —dijo.

—¿Dónde han estado todo ese tiempo?

—En el Territorio de Colorado.

—Ah. ¿Minas?

—No. Cazando.

—¿Cazando qué?

Andrews le miró con fatigada sorpresa.

—Bisontes —dijo.

—Bisontes —repitió el viejo, y asintió vagamente con la cabeza—. Sí, me suena haber oído que hace tiempo había bisontes por allí.

Andrews guardó silencio, y momentos después el viejo soltó un suspiro y se dispuso a salir.

—El agua estará caliente dentro de unos minutos. Si necesita alguna otra cosa, avíseme.

Andrews señaló la pila de ropa que había dejado en el suelo.

—Llévese todo eso, por favor, y mire si puede conseguirme ropa nueva.

El viejo recogió la pila, apartándola de sí con una mano. Andrews sacó un billete de su cinturón y se lo puso al viejo en la mano libre.

—¿Qué hago con todo esto? —preguntó el viejo, agitando un poco la ropa sucia.

—Quémelo —dijo Andrews.

—Que lo queme… ¿Desea que le traiga algún tipo de prenda en especial cuando vaya a la tienda?

—Que esté limpia —respondió Andrews.

El viejo rió, socarrón, y salió del cuarto. Andrews no se movió de la cama hasta que el otro regresó con dos cubos de agua. Observó cómo el viejo los vertía en la tina y luego, de un bolsillo, sacaba una navaja de afeitar, unas tijeras y una pastilla grande de un jabón amarillo.

—La navaja he tenido que comprarla —dijo el hombre—, pero las tijeras son mías. Luego le subiré la ropa.

—Gracias —dijo Andrews—. Y ya puede ir calentando un poco más de agua.

—Sí, me imaginaba que con esa no sería suficiente. He puesto más a calentar.

Cuando el hombre salió de la habitación, Andrews esperó un poco y luego cogió el jabón y se metió en la tina; el agua estaba tibia. Se sentó en el agua y se remojó la parte superior del cuerpo; empezó a enjabonarse con brío, observando casi en éxtasis cómo el arenoso jabón se llevaba consigo la primera capa de suciedad. Todo el cuerpo le escocía, debido al contacto del jabón con las numerosas picaduras de insecto no curadas, lo cual no le impidió rascarse con las uñas para que la espuma penetrara en la piel; al poco rato tenía el cuerpo lleno de rojos verdugones. Se enjabonó el pelo y la barba, y los churretes negros fueron resbalando hacia la tina. El agua despedía una fuerte pestilencia, estimulada por el acto mismo de lavarse, y Andrews tuvo que contener la respiración.

Cuando el viejo reapareció con más agua caliente, Andrews, desnudo y chorreando un agua de color grisáceo, le ayudó a vaciar la tina por la ventana. El agua cayó a la acera y se desparramó hacia la calle, donde fue absorbida de inmediato por el polvo.

—Demonios —dijo el viejo—. Qué potencia tenía esa agua. —Le había subido ropa nueva y la había dejado sobre la cama antes de tirar el agua por la ventana—. Espero que sea de su talla —dijo, señalando las prendas—; es lo que más se parecía a la ropa que usted tiró.

—No se preocupe —dijo Andrews.

Volvió a la tina y continuó bañándose, ahora más despacio. La espuma de jabón formaba islotes flotantes en la superficie del agua. Terminada la operación, salió de la tina y se secó bien, maravillado de la blancura de su piel y dándose fuertes palmadas para ver cómo aparecían marcas rosadas. Fue hasta el lavamanos y se miró en el espejo colgado más arriba, torcido.

Aunque se había visto la cara, más o menos, en las charcas y arroyos donde habían abrevado, ya fuera en las montañas o en la gran pradera, y aunque estaba acostumbrado al tacto de la larga barba y los enmarañados cabellos, se llevo una gran sorpresa al verse en el espejo. La barba, húmeda todavía después del baño, parecía una colección de cordeles castaños, y le pareció como si llevara puesta una máscara de nariz para abajo. La mitad superior era de un moreno compacto, más oscura que la barba o el pelo; la vida a la intemperie había endurecido sus facciones, hasta el punto de que no pudo detectar la menor expresión ni rasgo personal. El pelo le tapaba las orejas y casi le llegaba a los hombros. Estuvo un buen rato mirándose en el espejo, volviendo la cara hacia un lado y hacia el otro. Finalmente, cogió las tijeras que el viejo había dejado encima de la mesita y empezó a recortar lentamente la barba.

La tijera no estaba afilada, y los mechones de pelo que Andrews iba levantando con una mano resbalaban entre las hojas, lo que le obligaba a inclinar la herramienta hacia arriba para, más que cortar, arrancar el duro y fino pelo. Cuando hubo reducido la barba a un rastrojo crecido, se enjabonó la cara con la misma pastilla del baño y empezó a pasarse la navaja con cuidado por la piel. Terminada la operación, se enjuagó la cara y volvió a mirarse en el espejo. Donde antes tenía barba, la piel era de un blanco cadavérico en duro contraste con el moreno de la frente y los pómulos. Movió los músculos de la cara e hizo una mueca con la boca, remedando una sonrisa, y se pellizcó la piel de la quijada; estaba como muerta. El rostro entero se veía empequeñecido, mirándolo desde un halo de greñas. Volvió a coger las tijeras y empezó a dar tajos a los cabos de pelo húmedo que le venían a la cara.

Unos minutos después se apartó del espejo para contemplar su obra. El pelo había quedado mal cortado, trasquilado, pero su cara ya no parecía la de un niño. Pasó las manos por encima de la mesa para recoger los grumos de pelo que habían caído, los apretó entre las palmas y los tiró por la ventana; se dispersaron en el aire y cayeron lentamente, captando en su descenso unos destellos del último sol para desaparecer al posarse en la acera y la tierra de más abajo.

La ropa que el viejo del hotel le había llevado era basta al tacto y le sentaba mal, pero el roce de la tela limpia dio a su cuerpo una vitalidad y una sensación de cosa delicada como no había experimentado desde hacía meses. Dobló los bajos del pantalón negro de paño —la raya estaba planchada hasta la rigidez—, dejando al descubierto el empeine de sus tiesos zapatos nuevos, y se desabrochó el botón superior de la gruesa camisa azul. Salió de la habitación y en el pasillo se detuvo un momento frente a la puerta de Miller y Charley Hoge. Dentro se oía ruido de agua. Bajó por la escalera, cruzó el vestíbulo del hotel y salió a la acera, donde reinaba el calor y la quietud de la tarde.

Los tablones de madera de desecho de la acera se habían alabeado durante el invierno; muchos de ellos estaban curvados hacia arriba, y Andrews tuvo que andar con cuidado por ellos con los zapatos nuevos. Miró hacia ambos lados de la calle; a la izquierda del hotel, en el lado este del pueblo, un amplio cuadrado de tierra apisonada y sin hierba brillaba con los últimos rayos de sol. Tras pensar un momento, Andrews recordó que allí estaba antes la tienda del ejército donde el «barbaro» Joe Long tenía su establecimiento. Andrews echó a andar en la dirección opuesta. Pasó frente a una caseta en estado ruinoso y no se detuvo hasta llegar a la cuadra. En la penumbra del amplio interior, los dos caballos que los habían llevado hasta el pueblo comían sin prisa de un pesebre lleno de grano. Hizo ademán de entrar, pero se detuvo y, dando media vuelta, regresó al hotel. Una vez allí, apoyado en el quicio de la puerta, se dedicó a contemplar la parte del pueblo que quedaba a su alcance, a la espera de que bajaran Miller y Charley Hoge.

El sol se había puesto y la difusa pero potente luz de poniente realzaba la bruma de polvo que flotaba sobre Butcher’s Crossing, suavizando los duros perfiles de los edificios. Miller y Charley Hoge salieron del hotel y se reunieron con Andrews en la acera. El rostro de Miller, desprovisto de su negra barba, se veía grande y blanco sobre sus hombros imponentes. Andrews le miró con cierta sorpresa; salvo por la ropa desgarrada y mugrienta, tenía el mismo aspecto que meses atrás, cuando Andrews se presentó a él en la taberna. Por el contrario, Charley Hoge parecía otra persona. Su larga barba había quedado reducida todo lo que permitían las tijeras, aunque era evidente que Miller no se había arriesgado a utilizar una navaja; el rostro de Charley Hoge, grisáceo por el resto de la barba de sus mejillas, había perdido su aspecto magro y pícaro. Ahora se veía flaco y como desdibujado; las mejillas, cóncavas; los ojos consumidos y hundidos; la boca floja, sin consistencia; y los labios moviéndose vagamente sobre los dientes partidos y amarillentos, sin emitir sonido alguno. Tenía los brazos caídos a los costados, y de la manga derecha asomaba el violáceo muñón.

—Vamos —dijo Miller—. Tenemos que encontrar a McDonald.

Andrews asintió con la cabeza y bajaron los tres a la calle polvorienta, cruzando en diagonal hacia la larga fachada de la taberna de Jackson. Uno detrás de otro —Miller en cabeza, Andrews el último— penetraron en el angosto establecimiento de techo bajo. No había nadie. Solo uno de los seis o siete faroles colgados de las vigas cubiertas de hollín estaba encendido, y su tenue resplandor entraba en contacto con la claridad que venía de fuera, poblándolo todo de densas sombras planas. Encima de la barra de tablones había una botella de whisky medio vacía, y al lado un vaso vacío.

Miller se acercó a la barra y descargó un manotazo; el vaso saltó, tambaleándose sobre el borde.

—¡Eh! —gritó Miller—. ¡Eh, tabernero! —No acudió nadie.

Encogiéndose de hombros, Miller agarró la botella por el cuello y sirvió whisky en el vaso.

—Toma —le dijo a Charley Hoge—. Invita la casa.

Charley Hoge, que estaba al lado de Andrews, miró el vaso sin moverse. Desvió los ojos hacia Miller y luego una vez más al vaso. Acto seguido pareció que caía hacia la barra, pero en el último momento avanzó un pie para mantener el equilibrio. Cogió el vaso con mano insegura, derramando unas gotas de whisky sobre su mano, y se lo llevó a los labios con avidez; echó la cabeza hacia atrás y empezó a beber a tragos largos y ruidosos.

—Despacio —le aconsejó Miller, sacudiéndolo por el brazo malo—. Hace días que no pruebas el whisky.

Charley Hoge se zafó como si la mano de Miller fuera una mosca rondándole la piel. Dejó el vaso sobre la barra, vacío; le lloraban los ojos y jadeaba como si acabara de correr una larga distancia. Luego la cara se le descompuso, pálida; contuvo un momento la respiración y, casi con indiferencia, se inclinó sobre la barra y vomitó al otro lado.

—Demasiado rápido, Charley. Te he avisado —dijo Miller. Vertió un dedo de whisky en el vaso—. Prueba otra vez.

Charley Hoge lo apuró de un trago, esperó unos segundos y le hizo un gesto a Miller con la cabeza. Miller volvió a llenarle el vaso. La botella estaba ya casi vacía. Esperó hasta que el otro hubo bebido un poco más y luego vació la botella en el vaso y la tiró detrás de la barra.

—Miremos a ver si hay alguien en la otra sala —dijo.

Una vez más en fila india, Miller en cabeza, cruzaron la puerta que comunicaba con la sala grande contigua al bar. La estancia estaba en penumbra, iluminada solo por la luz del crepúsculo que se colaba por los ventanucos altos de las paredes. Dos de las muchas mesas estaban ocupadas: en una de ellas, al fondo, había dos mujeres sentadas, que miraron hacia la puerta al oírlos entrar. Andrews dio un paso en aquella dirección, tratando de verlas entre la penumbra; ellas respondieron con un gesto de indiferencia y Andrews apartó la vista. Sentados a la otra mesa había dos hombres, que, después de mirar a los recién llegados, reanudaron su conversación en voz baja. Uno de los hombres vestía una camisa blanca y un delantal; era muy bajo y gordo, con un gran mostacho y una cara completamente redonda que relucía en la media luz. Miller avanzó pisando fuerte por el suelo de madera basta y se plantó frente a la mesa.

—¿Usted es el tabernero? —le preguntó al del delantal.

—El mismo —dijo el hombre.

—Busco a McDonald —dijo Miller—. ¿Dónde puedo encontrarlo?

—No conozco a ningún McDonald —dijo el tabernero, y se volvió hacia el otro hombre.

—Era el que compraba pieles aquí en el pueblo —añadió Miller—. Tiene una cabaña justo al salir, cerca del arroyo. J. D. McDonald, se llama.

El tabernero no le había mirado mientras hablaba, y Miller apoyó una mano en su hombro, se lo apretó e hizo que el hombre le mirara.

—Preste atención cuando le hablo —dijo Miller sin levantar la voz.

—Sí, señor —dijo el tabernero, quieto bajo la mano del otro.

—Bien. —Miller retiró la mano—. ¿Ha oído lo que acabo de decir?

—Sí, señor —respondió el tabernero. Se pasó la lengua por los labios y se frotó con la mano el hombro en cuestión—. Le he oído. Pero no conozco a ese McDonald. Llevo aquí cuatro o cinco semanas. No sé nada de ningún McDonald ni de nadie que compre pieles.

—Está bien —dijo Miller, apartándose de la mesa—. Vaya a buscarnos una botella de whisky y algo de comer. Mi amigo… —señaló a Charley Hoge—… ha vomitado detrás de la barra. Será mejor que lo limpie.

—Sí, señor —dijo el hombre—. Lo único que puedo ofrecerles es un poco de panceta frita y unas alubias recalentadas. ¿Le parece bien?

Miller asintió y fue hacia una mesa cercana a la de los dos hombres. Andrews y Charley Hoge le siguieron.

—Ese hijo de perra de McDonald —masculló Miller—. Nos ha dejado plantados. Ahora no cobraremos ni un centavo por las pieles que dejamos en el valle hasta que podamos volver a por ellas.

—El señor McDonald debió de cansarse de tanto papeleo —dijo Andrews— y se habrá marchado unos días. Allí en su terreno hay demasiadas pieles para que haya decidido abandonarlas sin más.

—No sé —dijo Miller—. Siempre he desconfiado de él.

—No hay por qué. —Andrews miró inquieto a su alrededor. Una de las mujeres le susurró algo a su compañera y se levantó de la mesa; con un rictus de sonrisa en los labios, caminó contoneándose hacia ellos. Tenía la cara morena y flaca, enmarcada por esponjosos mechones de cabello negro y más bien ralo.

—Cariño —dijo con voz fina, mirándolos a todos ellos, enseñando la dentadura—, ¿puedo hacer algo por ti? ¿Quieres alguna cosa?

Miller se retrepó en su silla y miró inexpresivo a la mujer. Parpadeó dos veces, despacio, y luego dijo:

—Siéntate. Puedes tomar algo con nosotros cuando el tabernero traiga la botella.

La mujer soltó un suspiro y tomó asiento entre Andrews y Miller. Con rapidez y pericia, los miró por turnos con unos ojillos negros de párpados hinchados. Luego relajó la sonrisa.

—Se diría que lleváis bastante tiempo fuera del pueblo. ¿Cazadores?

—Sí —dijo Miller—. ¿Qué está pasando aquí? ¿Este pueblo se muere, o qué?

El tabernero volvió con una botella y tres vasos.

—Cariño —le dijo la mujer—. Tengo mi vaso allí, en la otra mesa, y estos caballeros me han invitado a beber con ellos. ¿Me lo traes, por favor?

El tabernero gruñó y fue a por el vaso.

—¿Queréis que venga también mi amiga? —preguntó la mujer, señalando con el pulgar hacia donde la otra esperaba con cara de sueño—. Podríamos organizar una fiestecita.

—No —dijo Miller—. Así está bien. Di, ¿qué le ha pasado a este pueblo?

—Ya hace meses que está medio muerto —respondió ella—. Ni un solo cazador. Pero esperad a que llegue el otoño, veréis cómo se anima otra vez.

—¿No ha habido buena caza? —preguntó Miller.

Ella se rió.

—A mí no me preguntes. Yo de escopetas no sé nada. —Le guiñó el ojo—. Con los hombres no suelo hablar mucho; no es mi estilo.

—¿Llevas mucho tiempo aquí?

—Más de un año. —La mujer cabeceó con gesto tristón—. No lo he pasado mal en este pueblecito; qué pena que esté tan calmado.

Andrews carraspeó antes de hablar.

—Las… las chicas que había antes, ¿siguen aquí la mayoría?

Cuando no sonreía, la cara de la mujer era flácida. Asintió con la cabeza.

—Algunas. Pero muchas se largaron. Yo no. En este pueblo vivo bien; pienso quedarme un tiempo más. —Echó un buen trago del vaso de whisky que se había servido.

—Si llevas aquí un año o más —dijo Miller—, seguro que habrás oído hablar de McDonald, el que compra pieles. ¿Sigue en el pueblo?

La mujer tosió y asintió.

—Que yo sepa, sí.

—¿Dónde se hospeda? —preguntó Miller.

—Estuvo un tiempo en el hotel. Mis últimas noticias son que vivía en el viejo albergue.

Miller empujó su vaso, del que apenas había bebido, hacia Charley Hoge.

—Bebe —le dijo—, y marchémonos de aquí.

—Pero bueno… —dijo la mujer—. Yo creía que íbamos a montar una fiestecita.

—Coge lo que queda de esa botella —dijo Miller— y os montáis la fiesta tu amiga y tú. Nosotros tenemos trabajo.

—Vamos, cariño —protestó la mujer, poniendo una mano en el brazo de Miller. Miller miró la mano y luego, de un simple capirotazo, se la quitó de encima como si fuera un insecto que hubiera aterrizado allí.

—Bueno —dijo la mujer, otra vez con la sonrisa estática—, pues gracias por la botella. —La cogió por el gollete con los dedos huesudos y se levantó.

—Espera —dijo Andrews, cuando ella se disponía a irse—. El año pasado había aquí una chica, una tal Francine. Quisiera saber si todavía ronda por el pueblo.

—¿Francine? Sí, claro. Todavía está aquí. Pero por poco tiempo. Estos días la he visto preparar el equipaje. ¿Quieres que suba a buscarla?

—No, no —dijo Andrews—. Gracias. Iré a verla más tarde. —Se echó hacia atrás en la silla y no miró a Miller.

—Por el amor de Dios —exclamó Miller—. Schneider tenía razón. No has dejado de pensar en esa putilla. Casi me había olvidado de ella. Puedes hacer lo que te dé la gana, pero ahora mismo tenemos asuntos importantes que resolver.

—¿No esperamos a que traigan la comida? —dijo Andrews.

—Ya comerás más tarde, si quieres. Hay que zanjar este asunto de McDonald —dijo Miller.

Sacaron a Charley Hoge de su contemplación del vaso vacío y salieron de la taberna. Era casi de noche y no había ninguna luz encendida en el pueblo. Los tres hombres caminaron a trompicones por la acera en mal estado, giraron a la derecha al rebasar el edificio y dejaron atrás la escalera adosada que subía al piso superior de la taberna. Andrews miró hacia el rellano en sombras y al rectángulo más oscuro aún de la puerta, y no bajó la vista mientras seguía andando. En la parte de atrás vio una ventana tenuemente iluminada, pero no apreció movimiento en la habitación de donde procedía la luz. Tropezó en un matojo de la hierba que crecía por donde estaban caminando en aquel momento; a partir de allí, miró hacia el frente y guió a Charley Hoge, que iba a su lado.

A unas doscientas yardas de la parte trasera de la taberna de Jackson, más o menos hacia el oeste al otro lado del campo, se adivinaba en la oscuridad el albergue de tejado plano.

—Hay alguien dentro —dijo Miller—. Veo luz.

De la puerta medio abierta salía una tenue claridad. Miller se adelantó unos pasos y dio un puntapié a la madera. Entraron los tres. Andrews vio una sala enorme, de vigas bajas y planta perfectamente cuadrada. Repartidas por la estancia había unas veinte o treinta camas, algunas de ellas volcadas y otras mal alineadas respecto a las demás. Ninguna tenía colchón, y ninguna estaba ocupada. Al fondo del dormitorio, en un rincón, ardía débilmente un farol, dejando en sombras a un hombre que estaba sentado en el borde de una cama, los codos sobre una mesita baja. Al oír que entraba alguien, el hombre levantó la cabeza.

—¡McDonald! —gritó Miller.

La silueta se levantó del somier y retrocedió hacia lo oscuro.

—¿Quién hay ahí? —preguntó con voz temblorosa e insegura.

Los tres hombres fueron hacia el rincón por entre las camas desordenadas.

—Somos nosotros, señor McDonald —dijo Andrews.

—¿Quién es? —McDonald bajó un poco la cabeza para ver mejor—. ¿Quién ha hablado?

Los hombres llegaron al círculo de luz del farol colgado de un gancho en una de las vigas del fondo. McDonald se les acercó y fue mirando una cara tras otra, pestañeando a medida que sus saltones ojos azules reconocían a los recién llegados.

—¡Por el amor de Dios! —dijo—. Miller. Will Andrews. ¡Dios santo! Os daba por muertos. —Dio un paso hacia Andrews y le agarró ambos brazos con dedos rígidos y endebles; de repente, todo él se puso a temblar.

—Venga —dijo Andrews—. Siéntese, señor McDonald. No era mi intención asustarlo.

—¡Dios santo! —volvió a exclamar McDonald, y se dejó caer sobre el borde de la cama, mirando a los tres hombres y meneando repetidamente la cabeza—. Necesito un momento para reponerme. —Pasado un rato, se enderezó y dijo—: ¿No eran cuatro? ¿Dónde está el desollador?, ¿qué le ha pasado?

—Schneider, se llamaba —dijo Miller—. Está muerto.

McDonald asintió con la cabeza.

—¿Qué le pasó?

—Se ahogó al vadear un río —dijo Miller—. De regreso.

McDonald asintió otra vez, como ausente.

—Entonces, encontrasteis esos bisontes…

—Desde luego —dijo Miller—. Tal como yo le dije.

—Una buena escabechina —dijo McDonald.

—En efecto.

—¿Cuántas pieles habéis traído?

Miller inspiró hondo y se sentó en una cama, enfrente de McDonald.

—Ninguna —respondió—. Las perdimos en el río, cuando ocurrió lo de Schneider.

—Ya —dijo McDonald—, y supongo que también el carro.

—Sí, todo —dijo Miller.

—¿Estás pelado? —le preguntó McDonald a Andrews, tuteándolo.

—Sí, señor —dijo Andrews—, pero no importa.

—Ya, supongo que no —dijo McDonald.

—Oiga, señor McDonald, ¿qué está pasando? —le preguntó Andrews—. ¿Cómo es que se hospeda en este sitio? Al venir pasamos por su oficina. ¿Qué ha ocurrido en el pueblo?

—¿Que qué ha ocurrido? —dijo McDonald. Miró pestañeando a Andrews; luego se rió, una carcajada seca—. Hay mucho que contar… Sí, señor, mucho que contar. —Se dirigió a Miller—. Así que no has traído nada que justifique el viaje, ¿eh? Imagino que os quedaríais bloqueados por la nieve. Y no tenéis nada que ofrecer después de un invierno entero.

—Tenemos tres mil pieles, de primera calidad, escondidas en las montañas. Esperando a que volvamos a por ellas. No hicimos el viaje en balde, McDonald. —Miller le miró muy serio.

McDonald se rió otra vez.

—Pues te servirán de consuelo cuando llegues a viejo —dijo—. No vas a sacar otra cosa por ellas.

—Tenemos tres mil pieles de las buenas —insistió Miller—. Eso son más de diez mil dólares, incluso descontando lo que supone traerlas desde allí.

Esta vez la carcajada de McDonald derivó en un ataque de tos.

—Pero hombre de Dios, ¿es que no tienes ojos para ver? ¿No has mirado a tu alrededor? ¿No has hablado con nadie del pueblo?

—Habíamos hecho un trato. Usted y yo —dijo Miller—. Cuatro dólares por cada piel de primera calidad. ¿No es así?

—Así es —concedió McDonald—. Ni más ni menos. Eso no lo discutiría nadie.

—Y yo le exijo que cumpla su palabra —dijo Miller.

—Me exiges que cumpla mi palabra. Pues sí que estamos bien. —McDonald se puso en pie y miró a los tres hombres sentados frente a él. Giró sobre sus talones y, cuando estuvo de cara a ellos otra vez, alzó las manos y se pasó los dedos por el escaso pelo de la cabeza. Luego adelantó las manos con las palmas hacia arriba—. No puedes exigirme nada. ¿Es que no os dais cuenta? No tengo absolutamente nada. Treinta o cuarenta mil pieles pagué de mi bolsillo, este otoño pasado. Era todo el dinero que tenía. ¿Las quieres? Te las dejo en diez centavos la pieza. A lo mejor consigues sacar una pequeña ganancia, el año que viene o el otro.

Miller bajó la cabeza y empezó a moverla despacio, de lado a lado.

—Miente —dijo—. Puedo ir a Ellsworth.

—Adelante —le gritó McDonald—. Ve a Ellsworth. Se te reirán en la cara. ¿No eres capaz de entenderlo? Esto se ha venido abajo. El negocio de las pieles está acabado. Para siempre. —Se inclinó hasta tocar casi la cabeza de Miller con la suya propia—. Acabado como lo estás tú, Miller. Y los cazadores en general.

—¡Embustero! —dijo Miller en voz alta, apartándose de McDonald—. Usted y yo hicimos un trato, de hombre a hombre. Nos hemos matado a trabajar para conseguir esas pieles, y no permitiré que ahora se eche atrás.

McDonald se apartó también y le miró de hito en hito.

—No sé cómo me lo vas a impedir —dijo con frialdad—. Es imposible sacarle jugo a una roca. —Asintió con la cabeza—. Tiene gracia. Apareces con siete meses de retraso. Si lo hubieras hecho a su debido tiempo, habrías cobrado tu dinero. Yo entonces lo tenía. Y de paso me habría evitado ir a la ruina.

—Está mintiendo —insistió Miller, ahora en voz más baja—. Estratagemas de comerciante. Quedamos así el año pasado, no hace tanto, y son pieles de primera calidad, de primera…

—Eso fue el año pasado —dijo McDonald.

—Bueno, ¿y qué hay de malo en que haya pasado un año? ¿qué puede haber cambiado tanto?

—¿Te acuerdas de lo que pasó con los castores? —le preguntó McDonald—. Tú antes cazabas castores, ¿verdad? Cuando la gente dejó de llevar gorros de castor, ya no supo qué hacer con las pieles. Pues bien, parece que ahora todo aquel que quería un traje de bisonte, tiene uno; y nadie quiere más. No me preguntes por qué diablos se pusieron de moda, porque la verdad es que el pestazo no hay quien se lo quite.

—Pero en solo un año… —dijo Miller.

McDonald se encogió de hombros.

—Se veía venir. Si yo hubiera estado en el Este, lo habría sabido… A lo mejor dentro de cuatro o cinco años alguien encuentra una nueva utilidad a esos cueros. Y entonces tus pieles de primera serán tan buenas como las que se consiguen sin esfuerzo en verano. Puede que saques treinta o cuarenta centavos por pieza.

Miller meneó la cabeza, como aturdido después de recibir un puñetazo.

—¿Y las tierras que posee aquí en el pueblo? —dijo—. Venda unos acres y páguenos lo acordado.

—Veo que no me escuchas, Miller —dijo McDonald. Sus manos empezaron a temblar otra vez—. ¿Quieres las tierras? Pues quédatelas también. —Se volvió y empezó a hurgar en una caja que tenía debajo de la cama. Sacó una hoja de papel, lo puso encima de la mesita y empezó a garabatear con un cabo de lápiz—. Toma. Ya son tuyas. Quédatelo todo. Pero más vale que te pongas a cultivar la tierra, porque tendrás que quedártelas; o bien las regalas, como estoy haciendo yo ahora.

—El ferrocarril —dijo entonces Miller—. Usted siempre decía que cuando el ferrocarril pasara por el pueblo, estas tierras valdrían lo que el oro.

—Ah, sí. El ferrocarril —dijo McDonald—. Pasará por aquí. Ya han empezado a tender las vías, solo que unas cincuenta millas al norte del pueblo. —Se rió otra vez—. ¿Te cuento una cosa graciosa? Los cazadores están vendiendo carne de bisonte a la compañía ferroviaria; y las pieles las dejan pudrirse al sol allí donde despellejan a los animales. Piensa en todos esos bisontes que mataste. Podrías haber sacado unos cinco centavos la libra por toda esa carne que abandonaste a merced de las moscas y los lobos grises.

Se hizo un silencio.

—A los lobos los maté —intervino Charley Hoge—. Los maté envenenándolos con estricnina.

Miller miró a McDonald como si estuviera drogado; luego miró a Andrews y otra vez a McDonald.

—O sea que no tiene nada —dijo.

—Nada —le confirmó McDonald—. Ya veo que eso te pone contento.

—Que me aspen, si no —dijo Miller—. Lo malo es que arruinado usted, arruinados también nosotros. Usted aquí tan tranquilo mientras nos matamos a trabajar, y dice que nos va a dar dinero, como si hablara en serio. Pero después se queda sin un centavo y nos arruina a nosotros también. Qué diablos, pues casi ha valido la pena. Casi.

—¿Que yo os he arruinado? —McDonald se carcajeó—. No, Miller. Tú y los de tu clase os arruináis solos. A ti nadie podía decirte cómo hacer las cosas; tú ibas a tu aire, emponzoñando la región con todos esos cadáveres. Inundaste el mercado de pieles y así lo echaste a perder, y ahora me vienes con que yo te he arruinado. —La voz de McDonald adoptó un tono de congoja—. Si me hubieras hecho caso, tú y los demás. No eres mejor que esas bestias a las que matas.

—Lárguese, McDonald —dijo Miller—. Váyase de esta región. La región no le quiere.

Respirando por la boca, McDonald se quedó encorvado bajo el farol, su rostro sumido ahora en sombras densas. Miller se levantó de la cama tirando del brazo de Charley Hoge y se alejó unos pasos de McDonald.

—No he terminado con usted —le dijo—. Volveremos a vernos.

—Como gustes —dijo McDonald, agotado—. Si piensas que va a servir de algo…

Andrews carraspeó y le dijo a Miller:

—Creo que me quedaré aquí un rato. Quiero hablar con el señor McDonald.

Miller se lo quedó mirando, imperturbable; sus negros cabellos parecían fundirse con la oscuridad de detrás y su gruesa cara pálida surgir de lo oscuro con un semblante meditabundo.

—Haz lo que quieras —dijo—. A mí me da lo mismo. Ya no somos socios de nada. —Dicho esto, dio media vuelta y salió por la puerta tirando de Charley Hoge.

Una vez fuera los dos, varios minutos de silencio transcurrieron. McDonald estiró el brazo y levantó la mecha de la lámpara; las facciones de ambos se hicieron más nítidas bajo la nueva claridad. Andrews movió un poco la cama en la que se había sentado, acercándola a la de McDonald.

—Bueno —dijo McDonald—, ya fuiste de cacería.

—Así es, señor.

—Y te has echado a perder, como me temía.

Andrews guardó silencio.

—Era lo que buscabas, ¿no? —le preguntó McDonald.

—Quizá sí, al principio —respondió Andrews—. Al menos en parte.

—¡Estos jóvenes! Siempre queriendo empezar de cero —dijo McDonald—. No te imaginabas que otra persona pudiera saber lo que tenías en la cabeza, ¿eh?

—Ni se me ocurrió —dijo Andrews—. Quizá porque ni yo mismo sabía qué era.

—¿Y ahora, lo sabes?

Andrews se rebulló, incómodo.

—¡Jóvenes! —dijo McDonald con desdén—. Siempre pensáis que hay algo por descubrir.

—Sí, señor —dijo Andrews.

—Pues no hay nada, ¿entiendes? Naces, mamas mentiras, te crías en casa con mentiras, aprendes otro tipo de mentiras en la escuela. Toda una vida llena de mentiras, y luego, cuando ya vas a morir, tal vez te das cuenta de que no hay nada, nada salvo tú mismo y lo que podrías haber hecho. Pero, claro, no lo hiciste porque esas mentiras decían que había algo más. Y entonces te das cuenta de que podrías haber tenido el mundo entero, siendo el único que conoce el secreto… Pero ya es demasiado tarde. Te has vuelto viejo y no hay vuelta atrás.

—No —dijo Andrews. Una sensación de pánico, que parecía nacer en la oscuridad que los rodeaba, le tensó la voz—. Yo no lo veo así.

—Entonces es que no has aprendido —dijo McDonald—. Todavía tienes que aprender la lección… Mira, muchacho, desperdicias todo un año de tu vida por tener fe en el sueño de un necio. ¿Y qué consigues? Nada. Has matado tres o cuatro mil bisontes y apilado bien sus pieles; los bisontes se pudrirán allá donde los dejaste, y las pieles servirán de nido a las ratas. ¿Qué tienes como bagaje? Un año menos de vida, un carro medio roto con el que un castor tal vez construirá una presa, unos cuantos callos en las manos y el recuerdo de un hombre que murió.

—No —dijo Andrews—. Eso no es todo. No es todo lo que tengo.

—Ah, entonces, ¿qué es?

Andrews guardó silencio.

—No sabes qué responder. Fíjate en Miller. Conoce tan bien esa región como el que más y tenía fe en su sueño. ¿De qué le ha servido? Y Charley Hoge, con su Biblia y su whisky. ¿Sirvió para que el invierno fuera más llevadero, o para salvar las pieles? Y luego Schneider. ¿Qué decir de Schneider? ¿Era así como se llamaba?

—Sí, así se llamaba —respondió Andrews.

—Es lo único que queda de él: su nombre. Y ni siquiera pudo sacar eso a cuenta. —McDonald cabeceó sin mirar a Andrews—. Sí, ya lo sé. Yo tampoco he sacado nada a cuenta. ¿Por qué? Porque olvidé lo que había aprendido hace mucho tiempo; permití que volvieran las mentiras. Yo también tenía un sueño, y como era diferente del tuyo y del de Miller, quise creer que no era un sueño en absoluto. Pero ahora lo sé, muchacho. Tú, en cambio, todavía no. Esa es la diferencia.

—¿Qué piensa hacer ahora, señor McDonald? —preguntó Andrews con delicadeza.

—¿Hacer? —McDonald se enderezó—. Pues lo que Miller ha dicho que debería hacer: largarme de esta región. Volveré a Saint Louis, o tal vez me iré a Boston o incluso a Nueva York. Esta región es demasiado grande, demasiado vacía, no hay forma de saber a qué atenerse; las mentiras se cuelan solas otra vez. Para entender esta región hay que estar lejos. Y adiós a mis sueños; aceptaré lo que pueda cuando lo tenga y no me preocuparé de nada más.

—Le deseo suerte, señor McDonald. Siento que para usted las cosas hayan terminado así —dijo Andrews.

—¿Y para ti?

—Aún no lo sé. No lo sé todavía.

—Ni falta que hace —dijo McDonald—. Vuelve conmigo. Juntos seguro que saldremos adelante; ahora conocemos los dos la región. Lejos de ella, podríamos sacarle algún partido.

Andrews sonrió.

—Habla como si fuera usted quien ahora quiere creer en mí.

—No es eso —dijo McDonald—. En absoluto. Lo que pasa es que odio el papeleo, y tú podrías echarme una mano.

Andrews se levantó de la cama y dijo:

—Se lo haré saber cuando haya tenido un poco más de tiempo, pero gracias por su oferta. —Le tendió la mano a McDonald, que se la estrechó sin energía—. Estaré en el hotel; no se marche sin decirme algo.

—Está bien, muchacho. —McDonald le miró; sus párpados descendieron una vez sobre los ojos saltones y volvieron a subir—. Me alegro de que hayas salido de esta sano y salvo.

Andrews dio enseguida media vuelta y se alejó del pequeño círculo de luz en dirección a la oscuridad de la sala y, luego, a la oscuridad espaciosa que le esperaba fuera. Una luna nueva había aparecido en el oeste y la hierba seca que susurraba bajo los pasos de Andrews despedía un tenue, casi invisible resplandor. Caminó despacio por el suelo irregular hacia la forma chata de la taberna; el bulbo amarillo de un farol encendido iluminaba una de las ventanas del piso alto.

Había dejado atrás la escalera adosada, había subido al entarimado de la acera, había dado media vuelta y caminado incluso más allá del vano de la escalera, antes de saber que iba a subir. Se detuvo en la acera y, lentamente, giró para dirigirse hacia el pie de la escalera. Sintió una flojera en las piernas que fue extendiéndose a la mitad superior de su cuerpo. Se quedó allí quieto, los brazos colgando inertes a los costados. Luego, como si ello escapara a su voluntad, se vio levantando un pie hasta el primer peldaño. Despacio, sin tocar el barandal a mano izquierda ni la pared a mano derecha, fue subiendo por la escalera. Se detuvo al llegar al rellano. Hinchó los pulmones del aire cálido y con olor a humo que flotaba en el pueblo y luego lo sacó, expulsando con él toda la debilidad de su cuerpo. Avanzó una mano hasta el pestillo, lo levantó y empujó la puerta después de cruzar el umbral, la cerró. Un aire caliente se le pegó a la piel, opresivo; Andrews parpadeó y empezó a respirar con dificultad. Tardó unos momentos en darse cuenta de la negrura que lo rodeaba. No veía nada y adelantó un pie, a ciegas, al objeto de mantener el equilibrio.

Encontró la pared a su izquierda y deslizó la mano por ella mientras avanzaba con cautela. Su mano tocó dos puertas antes de llegar a una por debajo de la cual se escapaba una línea delgada de luz amarilla. Se detuvo y, pegado a la puerta, escuchó: un rumor leve, como de alguien moviéndose dentro, y luego silencio. Esperó un poco más. Después, retirándose un poco, dio dos golpes rápidos con el puño en la puerta. Oyó otro susurro de ropa y unos pasos livianos, tal vez descalzos. La puerta se abrió unas pulgadas; no vio más que la luz amarilla que ahora le daba en la cara. Muy despacio, la puerta se abrió un poco más, y entonces vio a Francine, su figura silueteada por la luz del farol a sus espaldas, una mano en el quicio de la puerta y la otra agarrada al cuello de un salto de cama largo casi hasta los pies. Andrews se quedó inmóvil, rígido, esperando a que hablara ella primero.

—¿Eres tú? —dijo Francine, tras un largo momento—. ¿Will Andrews?

—Sí —respondió él, todavía rígido y sin moverse.

—Te daba por muerto —susurró ella—. Todo el mundo os creía muertos. —No se había apartado del umbral. Andrews se sentía incómodo y cambió el peso de pierna—. Pasa —dijo—. No quiero tenerte ahí de plantón.

Andrews entró y se detuvo al borde de la delgada alfombra. Oyó cerrarse la puerta y volvió la cabeza, pero sin mirar a Francine a la cara.

—Espero no molestar —dijo—. Sé que es tarde, pero hace solo unas horas que hemos llegado y quería verte.

—¿Te encuentras bien? —preguntó ella, acercándose para mirarle a la luz—. ¿Qué te pasó?

—Estoy bien —dijo él—. La nieve nos dejó bloqueados y tuvimos que pasar todo el invierno en las montañas.

—¿Y los otros?

—Bien. Salvo Schneider, que murió de regreso, mientras vadeábamos un río.

Casi a regañadientes, Andrews levantó los ojos y la miró. Francine llevaba el pelo recogido en una trenza y lo tenía muy estirado sobre la frente; unas arruguitas de cansancio jugueteaban en los rabillos de sus ojos; los pálidos labios, separados, dejaban ver unos dientes bastante grandes.

—Schneider —dijo Francine—. Uno grandullón que me habló en alemán.

—Sí, el mismo —dijo Andrews.

Ella se estremeció a pesar del calor que hacía en el cuarto.

—No me gustó ese hombre —dijo—. Pero tampoco me gusta saber que ha muerto.

—Claro —dijo Andrews.

Ella deambuló por la habitación, dejando que sus dedos acariciaran la madera tallada del respaldo del sofá y toquetearan inquietos los objetos de la mesita contigua. De vez en cuando lanzaba una mirada a Andrews y le dedicaba una rápida sonrisa perpleja. Andrews la veía moverse y no decía nada, casi sin respirar.

Francine se rió por lo bajo y se acercó a él, que se había quedado cerca de la puerta. Le tocó la manga.

—Ven a la luz para que pueda verte mejor —dijo, tirando con suavidad de la tela de su camisa.

Andrews se dejó conducir hasta la mesita contigua al sofá rojo. Francine le miró con detenimiento.

—No has cambiado mucho —dijo—. Tienes la cara más morena. Eres más viejo. —Le cogió ambos brazos y se los levantó, haciendo que enseñara las palmas de las manos. Pasando las yemas de sus dedos por una de ellas, dijo, con tono triste—: Tienes las manos duras. Recuerdo que antes eran suaves.

Andrews tragó saliva antes de hablar.

—Me dijiste que cuando volviera las tendría duras. ¿Te acuerdas?

—Sí.

—Ha pasado mucho tiempo.

—Sí —dijo Francine—. Todo el invierno pensando que habías muerto.

—Lo siento —dijo él—. Francine… —La miró. Sus ojos azul claro, grandes y transparentes, esperaron a oír lo que él tuviera que decirle. Andrews cerró los dedos en torno a la mano de ella—. Estuve pensando en ello todo el invierno, mientras estuvimos bloqueados; quería decirte que…

Ella guardó silencio.

—Recordarás cómo me marché aquella noche —prosiguió él—. Quería que supieras que no fue por ti, sino por mí. Necesitaba que lo entendieras.

—Ya lo sé —dijo ella—. Te entró vergüenza. Pero no debería haber sido así; no era tan importante como tú pensaste. Hay hombres que… —Se encogió de hombros—. A algunos les pasa, al principio.

—Dijiste que yo era muy joven.

—Es verdad. Y tú te enojaste. Así son los jóvenes con el amor… Pero debiste volver. Todo habría ido bien.

—Sí, lo sé —dijo Andrews—. Pero pensé que no podía. Y después ya estaba muy lejos.

Francine asintió después de mirarle a los ojos.

—Eres más viejo —volvió a decir, con un dejo de tristeza en la voz—. Pero me equivoqué: has cambiado, Will. Has cambiado para así poder volver.

—Sí —dijo él—. En eso al menos sí he cambiado.

Ella se apartó un poco y le dio la espalda; la luz de la lámpara iluminaba su silueta. El silencio se prolongaba.

—Quería verte otra vez —dijo Andrews—, para decirte que… —No terminó la frase. Empezó a volverse para ir hacia la puerta.

—No —dijo Francine, sin moverse de como estaba—. No te marches otra vez.

—No —dijo Andrews, mirando todavía hacia la puerta—. No me iré. Perdona. Intentaba hacer que me lo pidieras. Yo quiero quedarme. Debería…

—No importa. Quiero que te quedes. Cuando pensé que habías muerto, me… —Hizo una pausa, sacudió con fuerza la cabeza—. Te quedarás un rato conmigo. —Se volvió, agitando sus cabellos, que hicieron temblar la luz ambarina de la lámpara—. Te quedarás un rato conmigo y lo entenderás. No es como con los otros.

—Lo sé —dijo Andrews—. Pero no hablemos de eso.

Se miraron el uno al otro, sin decirse nada, sin acercarse ni hacer el menor movimiento.

—Lo siento —dijo Andrews—. No es como la otra vez, ¿verdad?

—No lo es —dijo ella—. Pero no pasa nada. Me alegro de que hayas vuelto.

Se apartó de él e, inclinándose sobre la lámpara, bajó la mecha. Inclinada todavía, volvió la cabeza para mirarle y se entretuvo en estudiar su rostro. No sonrió. Luego apagó de un soplo la lámpara y la oscuridad invadió la habitación. Andrews oyó un frufrú de ropa y por un momento acertó a ver una forma borrosa que cruzaba frente a la ventana. Le llegó un susurro de sábanas y el sonido más fuerte de un cuerpo deslizándose en la cama. Se quedó un rato donde estaba. Luego, empezó a desabrocharse la camisa mientras cruzaba la estancia a oscuras hacia donde Francine le esperaba.