8

Hacia finales de marzo y principios de abril, el clima se estabilizó. Andrews vio cómo la nieve se fundía en el valle día tras día, con enervante lentitud. Primero lo hizo allí donde el espesor era mínimo, de forma que el valle hasta entonces raso se convirtió en un mosaico de hierba descolorida y pequeños montículos de nieve sucia. Pasaron los días, y de la humedad con que la nieve empapaba la tierra al derretirse, así como por las temperaturas más elevadas, surgieron nuevos brotes entre la apelmazada hierba invernal; una fina película verde cubrió el amarillo grisáceo de la hierba del año anterior.

A medida que la nieve líquida se filtraba en el subsuelo, fueron apareciendo animales; ciervos que iban a alimentarse de las tiernas briznas de hierba nueva, algunos tan osados que llegaron a pacer a solo unos cientos de yardas del campamento; cualquier sonido hacía que levantaran la cabeza, y sus pequeñas orejas cónicas se erguían al tiempo que todo el cuerpo descendía en actitud de alerta, prestos a huir a la carrera; luego, si el sonido no se repetía, continuaban paciendo, con sus largos cuellos leonados delicadamente curvados hacia el suelo. Codornices de monte pasaban silbando entre las copas de los pinos, se posaban al lado de los ciervos y picoteaban con ellos, sus plumaje gris y blanco y beis confundiéndose con la tierra sobre la que se movían. Al tener tan a mano piezas que cobrar, Miller ya no se aventuraba en el bosque; con aire casi desdeñoso, armado con el pequeño rifle de repetición de Andrews, se alejaba unos pasos del campamento y, como quien no hace nada, se echaba la culata al hombro y cobraba las piezas necesarias. Los hombres se saciaron de venados, codornices y alces; lo que no les cabía en el buche se estropeaba con el creciente calor. A diario, Schneider se alejaba por la nieve a medio fundir en dirección al desfiladero, para ver cómo aquella masa de nieve que los separaba del mundo exterior se iba fundiendo poco a poco. Miller miraba el sol y calculaba con gesto sombrío el avance de los trechos pelados de tierra hacia la ladera, pero no decía una palabra. Charley Hoge seguía aferrado a su Biblia, aunque de vez en cuando, como sorprendido, alzaba la cabeza y contemplaba el cambiante paisaje. No se preocupaban tanto de atender la lumbre como en invierno; varios días dejaban que se apagase y luego tenían que encenderla otra vez con la yesca que Miller llevaba siempre en el bolsillo de la camisa.

Pese a que gran parte del valle estaba ya despejado, quedaban aún grandes ventisqueros allí donde el terreno subía hacia los árboles y la montaña. Miller soltó al caballo que habían tenido en el corral todo el invierno, para que pastara; flaco a causa de la magra ración de grano y del poco forraje que había conseguido encontrar, el caballo pronto acabó con toda la hierba del trecho que había frente al campamento. Al ver que había recuperado parte de sus fuerzas, Miller lo ensilló un día para ir valle adentro, de donde regresó varias horas más tarde con los dos caballos que habían dejado sueltos durante el invierno. Tras ese largo período en libertad, se habían vuelto casi salvajes. Cuando Miller y Schneider intentaron manearlos a fin de que no se alejaran del campamento, los caballos se encabritaron y echaron a volar las crines, desorbitando los ojos de forma que solo se les veía la córnea. Al cabo de unos días alimentándose bien, sus mantos adquirieron una leve pátina y su carácter se volvió menos montaraz; los hombres pudieron por fin ensillarlos, pero de tan flacos como habían quedado durante su duro invierno, no pudieron apretarles las cinchas.

—Unos días más de mal tiempo —dijo Miller, sombrío—, y nos habríamos quedado sin caballos. Tendríamos que haber vuelto a Butcher’s Crossing andando.

Ensillados y domados los caballos, Miller, Andrews y Schneider se pusieron en camino. Se detuvieron en el punto del valle donde el carro había soportado la furia de todo el invierno; algunas tablas de la plataforma estaban alabeadas y las piezas metálicas mostraban los efectos de la oxidación.

—Bueno —dijo Miller—, con un poco de grasa aquí y allá, servirá para lo que tiene que servirnos. —Se inclinó desde su montura y pasó el dedo índice por el fleje que circundaba una rueda del carro; se miró el óxido adherido a la yema del dedo y se lo limpió en el sucio pantalón.

Siguieron adelante para ir en busca de los bueyes que habían dejado sueltos durante la ventisca.

Los encontraron a todos vivos. No tan flacos ni huesudos como los caballos, pero mucho más salvajes. Cuando los hombres se aproximaron a ellos, los bueyes echaron a correr asustados. Tardaron ocho días en reunirlos y conducirlos de vuelta al campamento, donde tuvieron que manearlos para que pacieran sin alejarse. A medida que engordaban gracias a la hierba que crecía con rapidez, se volvieron menos salvajes, como había ocurrido con los caballos; y a los pocos días se dejaron enganchar al carro y se movían por el valle, entre los cadáveres corrompidos de los bisontes que los hombres habían matado en otoño; cadáveres que, con el creciente calor, despedían ya un hedor insoportable y en torno a los cuales crecía una hierba exuberante.

Con el aumento de la temperatura, Andrews notó que le abandonaba la sensación de frío en los huesos. Sus músculos fueron perdiendo rigidez mientras trabajaba con las bestias; su vista mejoró con el reverdecer de la tierra; y su oído, tras todo un invierno de ruidos amortiguados por la nieve, empezó a percibir los mil y un sonidos del valle: el murmullo que la brisa sacaba a las rígidas ramas de los pinos, el crujir del cuero de su silla de montar, las voces de los hombres salvando distancias con su eco.

Los animales ganaban peso y se acostumbraban de nuevo a trabajar bajo las órdenes de humanos, y Schneider hacía frecuentes viajes al desfiladero a través del cual esperaban salir del valle y descender hasta la pradera. Algunos días regresaba muy excitado y se acercaba a cada uno de los otros para decir, en emocionados susurros:

—Esto va rápido. Debajo de la corteza es todo hueco y blando. Dentro de nada, podremos pasar.

Otros días, en cambio, volvía abatido.

—La maldita capa de fuera mantiene el frío debajo —decía—. Si hiciera un par de noches calurosas, quizá se desprendería.

Miller le miraba con gesto distante y divertido, pero amistoso, y guardaba silencio.

Un día Schneider regresó de su inspección mucho más excitado de lo habitual.

—¡Ya podemos pasar! —exclamó, atropellándose con las palabras—. Yo lo he hecho; he cruzado el desfiladero.

—¿A caballo? —preguntó Miller, sin levantarse de la piel de bisonte donde estaba tumbado.

—A pie —dijo Schneider—. Quedan unas cuarenta o cincuenta yardas; a partir de ahí, ni pizca de nieve.

—¿Y de profundidad? —preguntó Miller.

—De profundidad, nada —dijo Schneider—. Y está blanda como gachas de avena.

—¿Y de profundidad? —volvió a preguntar Miller.

Schneider levantó el brazo unas pulgadas por encima de su cabeza, con la palma de la mano hacia abajo.

—Una cosa así. Podríamos pasar sin problemas.

—¿Y dices que has ido hasta el otro lado?

—Como lo oyes —dijo Schneider—. Pan comido.

—Maldito idiota —dijo Miller sin alterarse—. ¿No te has parado a pensar en lo que pasaría si la nieve se hundiera bajo tus pies?

—Eso no es propio de un hombre como yo —dijo Schneider, golpeándose el torso con el puño—. Fred Schneider sabe cuidar de sí mismo. No corre riesgos inútiles.

Miller sonrió.

—Fred, te gusta tanto la vida muelle y las mujeres fáciles, que serías capaz de atravesar el mismísimo infierno si así pudieras conseguir ambas cosas.

—Déjate de tonterías. —Schneider blandió el puño, impaciente—. ¿Empezamos a cargar o no?

Miller se desperezó a placer y luego dijo, perezoso:

—No tenemos ninguna prisa. Si hay la nieve que tú dices, y sé con seguridad que menos no será, aún nos quedan unos días.

—¡Pero si podemos pasar ahora! —insistió Schneider.

—Sí, claro. Y arriesgarnos a un hundimiento. Si esos bueyes quedan sepultados bajo dos toneladas de nieve, y no digamos nosotros, ya me dirás dónde está la gracia.

—¿Es que no piensas ir a mirar siquiera? —gimió Schneider.

—Para qué —dijo Miller—. Ya te lo he dicho, si hay tanta nieve o incluso menos de la que tú aseguras que hay, tenemos para varios días. Habrá que esperar.

Y eso hicieron, esperar. Charley Hoge, que poco a poco salía de su letargo invernal, hacía tirar a los bueyes del carro una o dos horas al día hasta que lograba que, al menos sin carga, lo hicieran con la fluidez de meses atrás. Siguiendo las instrucciones de Charley Hoge, Andrews ahumó una buena cantidad de pequeñas truchas así como tiras de carne de venado en previsión del viaje de regreso montaña abajo y a través de la pradera. Miller reanudó sus escapadas al monte —la ladera estaba todavía cubierta de una nieve cada vez más blanda— provisto de dos rifles, el Sharps y el de Andrews. Los que quedaban en el campamento oían frecuentes detonaciones (ya fuera el estruendo del Sharps o el chasquido del de aire comprimido). Unas veces, Miller volvía con las piezas cobradas; otras en cambio las dejaba en el bosque. Cuando estaba en el campamento, sus ojos no paraban de mirar hacia el valle y hacia las montañas que lo rodeaban; y cuando tenía que apartar la vista por un motivo o por otro, parecía hacerlo a regañadientes.

El malhumor de Schneider a raíz de la negativa de Miller a abandonar el valle, derivó en una suerte de callada ferocidad contra él, por más que Miller no pareciera percatarse. Schneider solo le dirigía la palabra para insistir, casi a diario, en que lo acompañara hasta el desfiladero para echar un vistazo. Miller accedía, ni de buen grado ni de malo; se marchaba con el semblante impasible en compañía de Schneider, y con el semblante impasible regresaba, su rostro sereno en contraste con las crispadas facciones de Schneider. Y ante la insistencia, tácita o no, de este, Miller se limitaba a responder: «Todavía no».

Para Andrews, aunque no lo manifestó, los últimos días fueron los más difíciles de soportar. Una y otra vez, ante la perspectiva de abandonar el valle, se encontraba a sí mismo apretando los puños y con las palmas de las manos sudorosas; sin embargo, no era capaz de determinar de dónde le venía aquella ansiedad. Comprendía la impaciencia de Schneider, que solo anhelaba llenarse el buche de comida normal, gozar de una buena cama con sábanas limpias y vaciar su acumulada lujuria en el cuerpo de cualquier mujer dispuesta a ello. Pero su propio deseo, por más que pudiera incluir varias o todas esas cosas, era a la vez más intenso y menos definido. ¿Qué esperaba él realmente a su regreso?, ¿qué pensaba hacer después? Sin embargo, el ansia, dolorosa y acuciante, no lo abandonaba pese a su indefinición. Más de una vez siguió el rastro que Miller y Schneider dejaban en la nieve camino del desfiladero y se quedaba parado en el punto donde los ventisqueros habían bloqueado el espacio entre los picos gemelos por donde se accedía al valle. Más arriba, la roca viva de color pardo rojizo destacaba contra el cielo azul. Miraba a través de la estrecha abertura que Schneider había practicado en la nieve, pero la trinchera no era rectilínea y hacía imposible ver lo que había más allá.

Impotentes ante la serenidad de Miller, esperaron. Y esperaron incluso cuando la nieve, acumulada a la sombra compacta del bosque, empezó a derretirse y formó riachuelos que se alejaban del campamento. Esperaron hasta finales de abril. Y entonces, una noche, Miller habló de repente.

—Procurad dormir bien —dijo—. Mañana cargamos y nos ponemos en marcha.

Se hizo un largo silencio, tras el cual Schneider se puso en pie y empezó a dar brincos; soltó un grito de júbilo, dándole una palmada en la espalda a Miller; giró sobre sí mismo varias veces, riendo por lo bajo y diciendo cosas sin sentido.

—¡Ya era hora, Miller, santo Dios! —exclamó, dándole otra palmada en la espalda—. En el fondo no eres un mal tipo, ¿eh?

Después de un instante de alborozo al conocer la decisión de Miller, Andrews se sintió invadido por una extraña tristeza, una especie de presentimiento o de nostalgia. Contempló la pequeña fogata que ardía alegremente y luego desvió la vista hacia la oscuridad. Allí estaba el valle que había acabado conociendo como la palma de su mano; no podía verlo ahora, pero sabía que estaba allí; y estaban también los cadáveres corrompidos de los bisontes cuyas pieles tantos sudores, tiempo y energías les había costado reunir. No podía ver tampoco los almiares de aquellas pieles, pues estaban asimismo en la oscuridad; por la mañana los cargarían en el carromato y abandonarían el lugar. Tuvo la sensación de que jamás volvería —aun sabiendo que debía regresar con los otros para recoger las pieles que no pudieran llevarse—, la vaga sensación de que dejaría algo atrás, algo tal vez muy valioso de haber sabido de qué se trataba. Aquella noche, una vez la lumbre se hubo extinguido, Andrews se tumbó en el suelo, solo, fuera del refugio, y dejó que el frío le calara a través de la ropa; al final se quedó dormido, pero durante la noche se despertó varias veces y al hacerlo vio un cielo oscuro y sin estrellas.

Schneider los despertó con la primera claridad del día. Para celebrar su último día en el valle, decidieron beberse el café que habían guardado durante semanas. Charley Hoge lo preparó fuerte y concentrado; después del flojo bebedizo hecho con posos del día anterior, aquel sabor amargo y su penetrante aroma se les subió a la cabeza y dio nuevo brío a sus cuerpos. Engancharon los bueyes al carro y fueron hasta donde habían dejado las pacas de pieles.

Mientras Andrews, Schneider y Miller izaban los grandes fardos a la plataforma del carromato, Charley Hoge se ocupó de limpiar el campamento y de guardar el pescado y la carne ahumados junto con el resto de las provisiones en la caja grande que habían tenido cubierta con una lona durante el invierno. La larga dieta a base de carne y pescado había restado fuerzas a los hombres, y apenas podían mover las pacas. Seis de las más grandes, puestas a pares, cubrieron toda la plataforma del carro; consiguieron subir seis más y ponerlas encima de las primeras, de modo que la pila rebasaba la altura de los costados del carro, más alta que un hombre. Y aunque jadeaban y estaban medio mareados por el esfuerzo, Miller se empeñó en cargar otras seis encima de las doce que ya habían subido. Las últimas quedaron en precario equilibrio, unos diez o doce palmos más arriba del pescante donde viajaría Charley Hoge.

—Demasiadas —dijo Schneider sin resuello cuando hubieron colocado la última paca; bajo la mugre y el humo, tenía el rostro más pálido que sus cabellos claros. Se apartó unos pasos del carro y contempló la montaña de pieles—. Este carro no podrá bajar. Volcará a la primera que se desnivele un poco.

Del montón de cosas que Charley Hoge había clasificado al lado del carro, Miller cogió todos los cabos de cuerda que pudo encontrar. Sin decirle nada a Schneider, empalmó pedazos de cuerda y empezó a pasarlos por los esquineros y ojales de la parte superior de los costados del carro.

—Atarlas será todavía peor —dijo Schneider—. Y este carro no está pensado para llevar tanta carga. Si se rompe un eje, ¿qué harás?

Miller lanzó una cuerda por encima de los fardos.

—Equilibraremos el carro a medida que bajemos —dijo—. Y si vamos con cuidado, no tiene por qué partirse ningún eje. —Hizo una pausa y añadió—: Quiero volver a Butcher’s Crossing con un cargamento grande, y ver la cara que ponen todos cuando lleguemos.

Ataron las pieles al carro lo mejor posible; tiraban de las cuerdas con tanta fuerza, que las pieles presionaron los costados del carro, curvándolos hacia fuera. Terminada la faena, al mirar las pacas que iban a dejar en el valle, Andrews calculó que habría una treintena larga.

—Otros dos carros llenos —dijo Miller—. Podemos venir a buscarlas dentro de unas semanas. Ahí llevamos unas mil quinientas pieles, y aquí hay más de tres mil. Yo diría que en total son cuatro mil seiscientas o cuatro mil setecientas. Si el precio se mantiene, nos vamos a los dieciocho mil dólares. —Sonrió cansinamente a Andrews—. Tu parte serán algo más de siete mil dólares. No está mal para un invierno sin hacer nada, ¿eh?

—Vámonos —dijo Schneider—. Ya contarás el dinero cuando lo tengas en la mano. Terminemos de cargar y larguémonos de aquí.

—Deberías haber ido a comisión, Fred, no a sueldo fijo —dijo Miller—. Habrías ganado mucho más dinero. Veamos…

—¿Acaso me estoy quejando? —replicó Schneider—. Decidí correr ese riesgo. Además, todavía no has llevado esta carga al pueblo, Miller.

—Veamos —continuó el otro—, si hubieras aceptado una sexta parte, entonces serían…

—Ya está bien —intervino Andrews; su propia voz le sorprendió. Sentía crecer una rabia sorda contra Miller—. Dije que de Schneider me ocupaba yo; y pienso darle algo más que el salario que le toca.

Miller se quedó mirando a Andrews. Luego asintió levemente con la cabeza, como si hubiera reconocido algo.

—Claro, Will. Es asunto tuyo.

Schneider, con el rostro encendido, miró furioso a Andrews.

—No, gracias. Yo pedí sesenta dólares al mes y eso es lo que he cobrado. De mí no se ocupa nadie más que yo mismo; Fred Schneider no le pide favores a nadie.

—Muy bien —dijo Andrews, con una sonrisita tonta—, pues le invito a unas cuantas rondas cuando lleguemos a Butcher’s Crossing.

—Eso sí —dijo Schneider, solemne—. Estaré muy agradecido.

Metieron los utensilios de acampar y los ahumados debajo del alto pescante del carro y comprobaron que no se dejaban nada. Entre los árboles, el refugio donde habían pasado el invierno se veía pequeño e insuficiente para esa tarea. Seguiría estando allí, Andrews lo sabía, cuando volvieran a recoger el resto de las pieles al cabo de unas semanas o el verano siguiente; pero al paso de las estaciones, reseco por el calor del sol y agrietado por el frío de la nieve y el hielo, el refugio se iría desmoronando poco a poco hasta desaparecer; y como testimonio de ese largo invierno no quedarían más que las cepas de los troncos que habían clavado en el suelo. Se preguntó si alguien más vería el refugio antes de que los rigores del clima lo fundieran con el borrajo sobre el que ahora se asentaba.

No se molestaron en esconder las otras pacas entre los pinos. Charley Hoge las roció con lo que le quedaba de estricnina, a fin de que ninguna alimaña hiciera su madriguera entre las pieles. Miller, Andrews y Schneider ensillaron los caballos, envolvieron sus mantas y pequeñas pertenencias en pieles de bisonte ablandadas y las ataron detrás de sus respectivas sillas de montar. Charley Hoge montó en el pescante y, a una señal de Miller, se inclinó hacia atrás, desenrolló su largo látigo y lo lanzó con destreza hacia los bueyes. El cuero de la punta restalló, y a su ruido seco siguió de inmediato la voz fina de Charley Hoge, gritando: «¡Arre!». Sobresaltados, los bueyes empezaron a tirar del peso al que estaban enganchados, adelantando la cabeza y emitiendo lo que sonó como gruñidos por lo bajo. Las ruedas recién engrasadas giraron sobre sus ejes y el carro avanzó unas pulgadas, ganando velocidad a medida que la yunta encontraba la manera de mover el peso que arrastraba. El cargamento hacía que las ruedas se hundieran más allá de sus llantas en la tierra reblandecida, y sendas roderas oscuras y profundas aparecieron en la hierba verde amarillenta. Los hombres pudieron verlas extenderse hasta donde alcanzaba la vista.

En el desfiladero, la nieve todavía llegaba a los corvejones, pero estaba blanda y los bueyes pudieron avanzar por ella con relativa facilidad, pese a que las ruedas del carro se hundieron hasta los cubos en la tierra húmeda. En el punto más alto del collado, justo entre los dos picos que eran como los postes gigantescos de una antigua verja de acceso, se detuvieron. Schneider y Miller inspeccionaron el freno que debía impedir que el carro se deslizara demasiado rápido en su descenso de la montaña. Mientras tanto, Andrews se volvió para contemplar el valle que pronto dejaría atrás. Desde el paso, la hierba nueva era como una bruma verde adherida a la superficie de la tierra, brillante bajo el primer sol. Andrews no podía creer que aquel valle fuera el mismo que él había visto poblado por millares de bisontes agonizantes, no podía creer que la hierba hubiera estado apelmazada y sucia de sangre, no podía creer que aquel paisaje hubiera sufrido la furia de unas ventiscas; no podía creer que solo unas semanas atrás hubiera estado cubierto por un cegador manto blanco, desconocido y uniforme. Al contemplarlo en toda su extensión, e incluso desde tanta distancia, pudo distinguir los puntos oscuros que señalaban los cadáveres. Miró de nuevo al frente y guió a su montura más allá de los otros hombres y del carro que permanecía parado en la cumbre. Un momento después oyó a su espalda el ruido sordo de los cascos de los caballos y el lento crujir del carro. El grupo inició su largo descenso.

A pocas yardas del paso, los tres jinetes desmontaron y ataron a sus caballos juntos, dejando que se rezagaran un poco. La vereda, que habían seguido de subida el otoño anterior, estaba blanda pero no tan lodosa como el valle que habían dejado atrás. Debido a la poca consistencia del suelo, las ruedas del carro tendían a salirse de la vereda cuando se inclinaba como la propia ladera de la montaña; Miller encontró tres cabos de cuerda entre las cosas de Charley Hoge y aseguró la parte superior de la carga. Los tres hombres caminaban al lado del carro por la parte alta de la vereda, tirando de las cuerdas desde allí a fin de que el carro no volcara en los momentos en que había más inclinación. A veces, cuando el camino describía una curva cerrada, el inestable peso de la pacas amontonadas los levantaba casi del suelo; los hombres patinaban sobre la hierba húmeda clavando los talones en el suelo y notando arder las manos por la constante fricción de las cuerdas.

Descendían aún más despacio de como habían subido. Charley Hoge iba muy erguido en el pescante, detrás de él la enorme montaña de pieles; se inclinaba según se inclinaba el carro y regulaba la velocidad alternando juiciosamente el uso del látigo con el del freno manual. Hacían frecuentes paradas; animales y hombres, debilitados por el duro invierno, eran incapaces de recorrer mucho trecho sin descansar.

A media mañana pararon en una zona a modo de repisa pegada a la montaña. Les quitaron el bocado a los caballos, desengancharon los bueyes, y los dejaron pacer en la gruesa hierba que crecía entre las numerosas piedras del suelo. Charley Hoge cortó porciones iguales de una larga tira de venado ahumado, apoyando la carne en una piedra plana, y las repartió. La mano de Andrews tomó su parte y se la metió casi sin fuerzas en la boca; pero no empezó a comer hasta pasados unos minutos. El cansancio le había contraído el estómago y sentía náuseas; veía puntitos delante de los ojos, primero oscuros, después brillantes, y tuvo que tumbarse de espaldas en la hierba. Al cabo de un rato se vio con ánimos de mordisquear aquella cosa dura como el cuero. Las encías, inflamadas por la larga dieta a base de carne, empezaron a dolerle, y dejó que el pedazo de venado se ablandara con la saliva antes de intentar masticarlo. Después de tragar casi toda su ración, se puso en pie a pesar del cansancio que aún atenazaba sus miembros, y miró a su alrededor. La montaña era un sinfín de tonos y matices: el verde oscuro de las ramas de pino se volvía amarillo verdoso en las puntas, allí donde crecían retoños; en las matas de bayas silvestres empezaban a abrirse capullos encarnados y blancos; y el verde claro de los brotes nuevos en los álamos temblones centelleaba más arriba de la blanquísima corteza de sus troncos. A ras de tierra la hierba reflejaba la luz del sol hacia los rincones en sombra bajo los grandes pinos, dando un leve resplandor a sus troncos, como si la luz proviniera del núcleo mismo de los árboles. Andrews creyó ser capaz de escuchar el crecimiento. Una brisa suave agitaba las ramas, y las agujas de pino susurraban como si alguien frotara las unas contra las otras. De la hierba ascendía un murmullo, el que producían innumerables insectos allí escondidos realizando sus invisibles tareas; en el interior del bosque crujió una rama bajo la pata de un animal. Andrews inspiró hondo aquel aire fragante que le traía el olor especiado del borrajo y el aroma almizcleño de la lenta descomposición de la tierra a la sombra de los grandes árboles.

Era casi mediodía cuando los hombres reanudaron su lento trayecto montaña abajo. Andrews se volvió para mirar el trecho recorrido desde el paso; la vereda era tan tortuosa que no supo muy bien hacia dónde mirar. Dirigió la vista hacia arriba, pensando en la cima de la montaña, pero no pudo verla. Los árboles que flanqueaban el camino se lo impedían, de modo que no pudo calcular la distancia recorrida desde el punto de origen. Volvió de nuevo la cabeza: el sendero se perdía de vista más abajo. Ocupó su sitio entre Schneider y Miller y reanudaron una vez más su tortuoso descenso.

El sol le daba de lleno y contribuía a liberar la fetidez de su cuerpo y del de sus compañeros. Asqueado, movió la cabeza a un lado y al otro intentando captar la fragancia de una brisa fresca. De golpe recordó que no se bañaba desde aquel primer día, hacía meses, en que quedó empapado en la sangre del bisonte; tampoco se había cambiado de ropa ni se la había lavado. De repente se dio cuenta de que la camisa y el pantalón estaban tiesos y ásperos, y esa idea le pareció tan desagradable que notó cómo la piel se le encogía para evitar el contacto con la ropa. Se estremeció como si corriera un viento helado y respiró varias veces con la boca abierta. A medida que descendían por la empinada ladera y se aproximaban al llano, la conciencia de su propia mugre y suciedad no hizo sino aumentar, crispándole los nervios sin que nadie más pudiera notarlo. Cuando descansaron, Andrews se sentó aparte de los otros hombres, con el cuerpo rígido para no notar el roce de la ropa con la carne.

A media tarde oyeron a lo lejos un rumor sordo, como de viento colándose por un túnel. Andrews se detuvo para escuchar; a su derecha, Schneider, que tenía la vista fija en el bamboleante carromato, chocó con él. Schneider masculló algo pero sin quitar los ojos del carro, mientras Andrews se adelantaba para mantener la equidistancia entre Schneider y Miller. El rumor se fue haciendo más sonoro; su regularidad e intensidad hizo cambiar de opinión a Andrews; ya no parecía sonido de viento bordeando la montaña allí donde empezaba el terreno llano.

Miller se volvió con una sonrisa y les dijo:

—¿Habéis oído eso? Ya no nos falta mucho.

Entonces Andrews cayó en la cuenta de que aquel sonido debía de ser el río, que bajaba crecido a causa del deshielo.

Pensar en que estaban a un paso del agua fresca dio alas a sus pies y fuerzas a sus miembros. Charley Hoge hizo restallar el látigo y aflojó un poco el freno manual. El vagón se inclinó peligrosamente en la desigual vereda, llegando las ruedas del lado donde iban los otros tres a levantarse unas pulgadas del suelo; y mientras Charley Hoge gritaba «¡Sooo!» y anclaba el freno y los tres hombres tiraban con desesperación de las cuerdas, el carro se estremeció antes de venirse atrás sobre sus cuatro ruedas por efecto de la inercia, meciéndose bajo el peso desequilibrado de las pieles. Después del incidente reanudaron la marcha un poco más despacio y ya no volvieron a detenerse hasta llegar a la roca plana cubierta de musgo que se inclinaba ligeramente sobre la ribera.

Llegados allí, los hombres soltaron las cuerdas y se tumbaron a descansar. La roca estaba fresca y húmeda debido al agua que salpicaba del río, y el murmullo de la corriente era tan fuerte que tuvieron que gritar para hacerse oír.

—Muy crecido para esta época del año —chilló Schneider.

Miller asintió con la cabeza y Andrews pestañeó al recibir una fina rociada de agua. El caudal ocupaba todo el cauce, de una orilla a otra, y discurría ligero interrumpiéndose solo cuando alguna roca hundida en el lecho del río lo hacía arremolinarse; surgían entonces pequeños penachos de espuma blanca que, junto con algún pedacito de corteza y algunas hojas nadando en la corriente, daban una idea de la velocidad y el empuje que el agua había cobrado en su largo descenso desde las montañas. A principios del otoño, cuando habían cruzado el río de subida, era apenas un reguero de agua por el centro del cauce. Ahora se extendía de una orilla a la otra y constituía un obstáculo entre ellos y la ribera opuesta. Andrews miró en ambos sentidos de la corriente y vio que, en los dos lados, el trecho más angosto abarcaba un centenar de yardas por lo menos.

Charley Hoge desenganchó a los bueyes y dejó que fueran hasta el borde del agua, donde estaban ya los caballos. Los animales acercaron el hocico a la superficie del impetuoso río y apartaron con brusquedad la cabeza al recibir el impacto del agua que salpicaba.

Schneider se arrastró y deslizó sobre la roca más allá de donde estaban Andrews y Miller. De rodillas junto al río, ahuecó las manos en el agua y bebió ruidosamente del cuenco que formaban sus manos. Andrews se sentó a su lado, y cuando el otro hubo terminado de beber, deslizó las piernas por el borde de la roca y las metió en el agua. La fuerza de la corriente lo pilló de improviso, y tuvo que tensar las piernas para impedir que el agua lo desalojara de la roca donde estaba sentado. El agua formó remolinos y pequeñas olas blancas por debajo de sus rodillas; estaba tan fría que era como recibir miles de pinchazos a la vez, pero Andrews no retiró las piernas. Poco a poco, sujetándose por detrás a la roca, metió el cuerpo en la corriente; la impresión del frío le hizo boquear. Sus pies encontraron por fin el lecho rocoso, y se alejó de la orilla hacia el interior del cauce, tratando de mantener el equilibrio. Vio una protuberancia en la roca que tenía a su derecha; se agarró a aquella especie de pomo y dejó que su cuerpo se sumergiera en el río. En cuclillas, con el agua hasta los hombros, el frío le hizo contener la respiración; pero al cabo de poco rato se acostumbró y la sensación del agua envolviendo su cuerpo y llevándose consigo al menos una parte de la mugre de todo un invierno, le resultó agradable y relajante, casi como un baño caliente. Sin soltarse de la roca, dejó que la corriente empujara su cuerpo aguas abajo hasta quedar en horizontal a merced del río, casi a ras de la agitada superficie del agua. Disfrutando de aquella sensación de ingravidez, Andrews permaneció estirado en la corriente y se dejó acariciar por el agua unos momentos, la cabeza vuelta hacia un lado y los ojos cerrados.

Oyó un rugido entre el estruendo del agua; al abrir los ojos vio a Schneider acuclillado encima de la roca de más arriba, sonriente. Schneider ahuecó una mano, la metió en la corriente, y acto seguido le estaba echando agua a la cara. Andrews boqueó por la sorpresa y enseguida se izó pasando la mano libre arriba; al hacerlo, echó agua a la cara de Schneider. Los dos hombres, entre risas y farfulleos, estuvieron jugando un rato como si fueran niños. Al final, Andrews sacudió la cabeza y se sentó, jadeante, en la roca al lado de Schneider. Una ligera brisa le helaba la piel, pero el sol volvió a calentarlo. Sabía que después tendría la ropa tiesa; sin embargo, el contacto con la piel de momento era agradable, y además se sentía casi limpio.

—Madre mía —exclamó Schneider, y se tumbó en la roca plana estirando brazos y piernas—. Qué bien, haber dejado atrás esa montaña. —Se volvió hacia Miller—. ¿Cuánto calculas que tardaremos en llegar a Butcher’s Crossing?

—Un par de semanas, como mucho —respondió Miller—. Iremos más rápido que cuando vinimos.

—Yo apenas pararé —dijo Schneider—, solo para zamparme todas las verduras que pueda y echarme al gaznate un poco de alcohol… y hacer una visita corta a esa chica alemana. Me voy derecho a Saint Louis.

—Allí se vive a todo tren, tengo entendido —dijo Miller—. No sabía que te gustara ese tipo de vida, Fred.

—Ni yo —dijo Schneider— hasta hace solo un momento. Pasar un invierno fuera es suficiente para que te entren ganas de vivir a lo grande.

Miller se levantó de la roca y extendió los brazos a los costados.

—Será mejor buscar un sitio por donde vadear el río antes de que oscurezca.

Mientras Miller iba a buscar los caballos, que estaban en la orilla comiendo de la exuberante hierba, Andrews y Schneider ayudaron a Charley Hoge a reunir los bueyes y engancharlos al carro. Cuando terminaron, Miller ya estaba allí con los caballos y, montado en el suyo, había encontrado un sitio por donde cruzar. Los otros permanecieron en la orilla, observando en silencio cómo Miller guiaba a su caballo hacia la corriente.

El animal parecía reacio a meterse en el agua; avanzó unos pasos sobre el lecho pedregoso de un pequeño remolino y se detuvo, alzando primero una pata y luego otra y sacudiéndolas con delicadeza por encima del agua. Miller le dio unas palmadas en la paleta y le acarició la crin, al tiempo que se inclinaba para susurrarle al oído. El caballo avanzó de nuevo; el agua se enroscó blanca alrededor de sus corvejones y fue subiendo poco a poco hasta cubrir las patas a la altura de la rodilla. Miller lo hizo avanzar zigzagueando; cuando el caballo resbalaba en las lisas piedras del fondo, Miller lo dejaba estar quieto unos instantes y luego lo tranquilizaba con suaves palmaditas y hablándole bajito. Ya en mitad del río, el agua cubrió las espuelas de Miller y la panza del caballo. Con mucho tiento, Miller continuó zigzagueando en dirección a la otra orilla; pocos minutos después estaba al otro lado y en terreno seco. Saludó a los otros con el brazo y volvió a meterse en el agua con el caballo, describiendo un nuevo y diferente zigzag.

Cuando llegó a la otra orilla, desmontó y se acercó caminando a los que le esperaban. Al andar, el agua que salía de sus botas fue dejando un reguero oscuro sobre la roca.

—Es un buen vado —dijo—. Casi llano todo el trecho, y bastante recto. Justo en mitad del río es bastante hondo, pero creo que los bueyes podrán pasar sin dificultad; y el carro lleva suficiente peso para no volcar.

—Muy bien —dijo Schneider—. Pues vamos.

—Un momento —dijo Miller—. Fred, quiero que te sitúes a un lado de la yunta de cabeza y la vayas guiando. Yo iré delante y tú sigues por donde yo vaya.

Schneider le miró entornando los ojos y luego meneó la cabeza.

—No —dijo—. Me parece que no voy a hacer eso. No me gustan los bueyes, nunca me han gustado, y yo a ellos tampoco. Si fueran mulos te diría que sí, pero siendo bueyes, ni hablar.

—Pero, Fred —dijo Miller—. Solo tienes que ir un poco aguas abajo; los bueyes cruzarán en línea recta.

Schneider meneó de nuevo la cabeza.

—Además —dijo—, creo que no me toca a mí hacerlo.

—Es verdad —concedió Miller—. Supongo que tienes razón, estrictamente hablando. Pero Charley no tiene caballo.

—Pues déjale el tuyo —replicó Schneider—, y tú montas con Will en el suyo.

—Qué diablos —dijo Miller—, no sé para qué discutimos tanto. Ya los guiaré yo.

—No —terció Charley Hoge. Los tres hombres se volvieron a mirarle, sorprendidos. Charley Hoge carraspeó—. No —volvió a decir—. Eso es cosa mía. Y no necesito ningún caballo. —Señaló con la mano buena al buey de delante—. Cruzaré montado en ese de ahí. Además, es la mejor manera de hacerlo.

Miller se lo quedó mirando.

—¿Te sientes con ánimos, Charley? —le preguntó.

—Claro —dijo Charley Hoge. Del interior de su camisa extrajo la sucia y alabeada Biblia—. El Señor proveerá. Él me indicará el buen camino. —Metió el abdomen y se encajó otra vez el libro por dentro de la camisa, remetido bajo el cinturón.

Miller se lo quedó mirando un momento más y luego asintió.

—De acuerdo. Tú ve derecho detrás de mí, ¿me oyes? —Se volvió hacia Andrews—. Will, empieza a cruzar. Haz como yo antes, solo que en línea recta. Si encuentras alguna piedra grande o algún hoyo profundo, detén tu caballo y grita para que nosotros sepamos dónde es. No hará falta una fuerte sacudida para que el carro dé la vuelta él solo.

—De acuerdo —dijo Andrews—. Os espero en el otro lado.

—Ten mucho cuidado —le previno Miller—. Ve despacio. Deja que esa yegua te marque el ritmo. La corriente es bastante fuerte.

—No te preocupes —dijo Andrews—. Tú y Charley vigilad bien las pieles.

Andrews fue a buscar su caballo y montó. Al girar hacia el río, vio a Charley Hoge subirse a uno de los bueyes. El animal mugió e intentó sacudirse de encima aquel extraño peso; Charley Hoge lo tranquilizó dándole unas palmadas. Schneider y Miller observaron cómo Andrews guiaba a su caballo hacia el trecho poco profundo.

El caballo se estremeció al notar que el agua le subía por encima de las rodillas. Andrews fijó la vista en la tierra húmeda por donde Miller había terminado de vadear y guió a su caballo en esa dirección. Notó entre sus piernas la incertidumbre con que el caballo avanzaba por el agua; intentó aflojar los músculos, no hacer ningún movimiento extraño y llevar las riendas flojas. En mitad del río, el agua, que estaba helada, le cubrió media pierna; el fuerte empuje de la corriente se la pegaba al flanco del caballo. Mientras el animal seguía avanzando despacio, Andrews experimentó una atemorizadora sensación de ingravidez; caballo y jinete flotaban casi en el agua, a merced de la rápida corriente. El estruendo era muy fuerte y sonaba hueco en sus oídos; bajó un poco la vista, desde la punta de tierra que se balanceaba frente a su campo visual, y miró el agua. Era de un marrón verdoso intenso pero transparente, y discurría densa en mil y una formas líquidas que cambiaban con increíble complejidad ante sus ojos. La visión le mareó un poco y tuvo que mirar de nuevo hacia la punta de tierra que era su objetivo.

Llegó a aguas someras sin encontrar un hoyo o una roca que pudiera causar problemas al carro. Cuando el caballo pisó tierra seca, Andrews desmontó e hizo señas con el brazo a los que esperaban en la otra orilla.

Miller, que se veía muy pequeño dado que el río intensificaba la sensación de lejanía, respondió levantando también el brazo, pero apenas un momento. Su caballo echó a andar. Después de adentrarse unos quince o veinte pies en el agua, Miller se volvió e hizo una seña a Charley Hoge, que esperaba a lomos de uno de los dos bueyes de cabeza, sosteniendo la aguijada en alto con la mano izquierda, la buena. Charley Hoge tocó el hombro del animal con la aguijada, y los bueyes arrancaron. El cargamento de pieles se balanceó en el momento que las ruedas del carro salvaron el pequeño eslabón entre la orilla y el río.

En la ribera, aguas arriba, Schneider esperaba a lomos de su caballo observando con mucha atención cómo el carro se adentraba en la impetuosa corriente. Al cabo de un minuto, hizo girar a su caballo y avanzó siguiendo el camino que marcaba el carro, a una distancia de ocho o diez yardas.

Al hundirse los bueyes de cabeza hasta la panza en la corriente, los que estaban más atrás, pegados al carro, todavía tenían las rodillas fuera del agua. Andrews comprendió entonces la idea de vadear por allí; cuando los bueyes de delante pisaran terreno inseguro y tuvieran que esforzarse por mantener el equilibrio, los otros estarían aún en aguas someras y podrían asumir la mayor parte del peso del carro; y cuando este se hundiera hasta la plataforma y los costados recibieran todo el empuje de la corriente, el grueso de la yunta habría llegado a aguas menos profundas y seguiría tirando de manera constante. Sonrió ante el hecho de haber tenido miedo sin saber que lo tenía hasta haberlo perdido, y vio que Miller, que se había adelantado mucho a los bueyes de cabeza, apuraba a su caballo para cubrir el último trecho y remontar hasta la orilla. Luego desmontó, saludó a Andrews con un lacónico gesto de cabeza y desde donde estaba guió a Charley Hoge con rápidos ademanes de las dos manos.

Cuando los dos bueyes de cabeza estuvieron a solo diez pies de la orilla, Charley Hoge se bajó del macho a lomos del cual había cruzado y avanzó con el agua por las rodillas, mirando hacia la parte más profunda del río atrás, por donde el carro pasaba en ese momento. Hizo aminorar el paso a los bueyes y dirigió palabras tranquilizadoras al tiro de cabeza.

—Con calma —dijo Miller—. Procura que vengan despacio.

Andrews vio cómo el carro con su cargamento se escoraba hacia la parte cóncava del río. Ladeó un poco la cabeza y vio que Schneider, aguas arriba todavía, se había situado a la altura del carro. El agua se enroscaba en la panza de su caballo; Schneider tenía la vista fija en el agua, entre las orejas del animal, que avanzaba muy despacio. Andrews desvió la mirada río arriba, siguiendo la hilera de árboles que en algunos puntos crecían tan pegados a la orilla que la parte inferior de sus troncos estaba oscura del agua que salpicaba. De repente, algo le hizo fijar la vista en el río. Paralizado durante un segundo, se irguió cuan alto era y concentró la mirada en el punto que le había llamado la atención.

Un tronco, astillado por el extremo de aguas abajo, casi tan grueso como el cuerpo de un hombre y el doble de largo, brincaba como un fósforo en su loca carrera, a ratos dentro y a ratos fuera de la enloquecida corriente. Andrews corrió hasta el borde del agua y, señalando río arriba, gritó:

—¡Schneider! ¡Cuidado! ¡Cuidado!

Schneider alzó la vista y se llevó una mano al oído mirando en la dirección de la voz que apenas podía oír entre el estruendo del agua. Andrews gritó otra vez y Schneider se adelantó un poco sobre la silla de montar, intentando oír lo que le decían.

El extremo astillado del tronco se precipitó contra el flanco del caballo, y el ruido de desgarro se pudo oír sobre el rugido del agua. El animal trató por momentos de mantener la vertical; luego, el tronco dio un viraje y el caballo soltó un grito agudo, un grito de dolor y de pánico, desplomándose a continuación hacia el lado del carro; Schneider quedó sumergido al caer el caballo. El animal dio una vuelta de campana y el enorme boquete abierto en lo que fuera su panza tiñó el agua de rojo. Schneider emergió entre las patas delanteras y traseras del animal, de cara a los hombres que estaban en la ribera. Por un momento pudieron verle la cara; Schneider torcía el gesto, como si estuviera un tanto desconcertado, y en sus labios había una mueca de fastidio y desdén. Adelantó la mano izquierda, como queriendo apartar de sí al caballo; este giró de nuevo, y al hacerlo uno de sus cascos traseros golpeó con fuerza la cabeza de Schneider, que se quedó tieso, y temblando como de frío, pero no hubo cambio alguno en su semblante. Al momento una capa de sangre cubrió su rostro como una máscara, y el cuerpo de Schneider venció hacia un lado y se sumergió con lentitud en el agua, junto a su caballo.

El caballo y el tronco golpearon el costado del carro casi al unísono, empujándolo lateralmente sobre el lecho del río; la carga osciló a ojos vistas e inclinó el carro; el agua empezó a cubrir al caballo, que se debatía con debilidad, e inundó el fondo de la plataforma del carro. Momentos después, con un fuerte gemido, el carro volcó.

Charley Hoge se apartó de los bueyes en el momento en que el carro vencía hacia un costado; su peso tiró de la yunta hacia el centro del río y por un momento el carro quedó a la deriva, más o menos estable gracias a los bueyes más próximos a él y que se debatían contra los yugos, sacándole espuma al agua; luego, completamente de lado, el carro arañó el cauce rocoso del río y empezó a girar sobre sí mismo arrastrando a los bueyes en su deriva. Al perder pie los bueyes, el carromato empezó a moverse a mayor velocidad y a resquebrajarse contra las rocas grandes, río abajo. Las ataduras que sujetaban la carga se partieron, y las pieles de bisonte planearon sobre el agua en todas direcciones, perdiéndose con celeridad de vista. Durante casi un minuto, los que estaban en la orilla pudieron ver a los bueyes dar vueltas de campana en el agua, y el carro destrozado alejarse a la deriva corriente abajo. Después no vieron nada, aunque durante unos minutos continuaron mirando hacia donde el carro había desaparecido.

Andrews se dejó caer a cuatro patas, moviendo la cabeza a un lado y a otro como un animal herido.

—¡Dios! —exclamó con todo el aire de sus pulmones—. ¡Dios! ¡Dios!

—El trabajo de todo un invierno —dijo Miller con voz exangüe—. En un par de minutos…

Andrews alzó con brusquedad la cabeza y se levantó.

—Schneider —dijo—. Schneider. Tenemos que ir a…

Miller le puso una mano en el hombro.

—Cálmate, muchacho. Es inútil preocuparse por él.

Andrews se restregó las manos y repitió, con voz rota:

—Pero tenemos que…

—Calma —dijo Miller—. No podemos hacer nada por él. Estaba muerto cuando se lo ha tragado el agua, y sería una estupidez intentar encontrarlo. Ya has visto lo rápido que el agua se ha llevado a los bueyes.

Andrews meneó repetidamente la cabeza. Notó que todo su cuerpo se aflojaba y que sus piernas empezaban a distanciarse de Miller.

—Schneider —susurró—. Schneider, Schneider.

—Era un blasfemo. —La voz de Charley Hoge sonó fina y aguda. Andrews trastabilló hacia él y le miró de hito en hito con una expresión soñolienta.

Charley Hoge dirigió la mirada, vacía, río abajo; sus ojos pestañearon rápidamente y en su cara aparecieron tics, como si los músculos no le obedecieran.

—Schneider era un blasfemo —repitió, asintiendo con la cabeza. Luego cerró los ojos y, llevándose las manos a la barriga, donde llevaba la Biblia, dijo con su voz aguda y cantarina—: Yació con meretrices, fornicó y blasfemó, tomó el nombre de Dios en vano. —Después, abriendo los ojos, volvió la cara ausente hacia Andrews—. Es la voluntad de Dios. Hágase su voluntad.

Andrews retrocedió, alejándose del otro y meneando la cabeza.

—Vamos —intervino Miller—. Marchémonos de aquí. No se puede hacer nada.

Miller condujo a Charley Hoge hasta su caballo y le ayudó a montar detrás de la silla. Luego montó él dándose impulso y le dijo a Andrews:

—Venga, Will. Cuanto antes nos larguemos de aquí, mejor.

Andrews fue cabizbajo hacia su caballo, pero antes de montar se volvió para contemplar el río una vez más. Algo que había en la otra orilla atrajo su mirada. El sombrero de Schneider —negro, empapado y deforme— bailaba en el agua, atrapado entre dos piedras que sobresalían de la ribera.

—Es el sombrero de Schneider —dijo—. No deberíamos dejarlo aquí.

—Vamos —dijo Miller—. Se nos va a echar la noche encima.

Andrews montó en su caballo y los tres se alejaron lentamente del río.