7

La mañana del tercer día, Andrews se movió sin apenas fuerzas bajo el peso de la nieve y escarbó en el ventisquero que se había formado a la altura de su cabeza. Aunque en cierto modo se había acostumbrado al frío, que incluso durmiendo envolvía la fina película de calor que su cuerpo lograba conservar, dio un respingo y cerró los ojos, remetiendo el cuello entre los hombros cuando su carne entró en contacto con el frío de la nieve acumulada.

Al salir por fin de su madriguera, aún tenía los ojos cerrados, al abrirlos se quedó deslumbrado momentáneamente por un hiriente resplandor blanco. Aunque en sus manos había restos de nieve a medio cuajar, se las llevó a los ojos y frotó hasta que el ardor empezó a menguar. Poco a poco, abriendo un poco primero un párpado y luego el otro, su vista se acostumbró a la luz diurna. Cuando por fin pudo mirar a su alrededor, descubrió un mundo que no había visto nunca.

Bajo un cielo diáfano, y brillando gélida bajo un sol alto, la blancura se extendía hasta donde le alcanzaba la vista. Montículos de nieve poblaban de manera caprichosa la zona del campamento, y todo el valle aparecía sembrado de olas y altozanos blancos, como si el movimiento se hubiera congelado. Las laderas que hasta entonces habían puesto margen al serpenteante valle se veían cambiadas, sus contornos más suaves; la nieve dibujaba una suave curva sobre los oscuros pinos más inclinados hacia el valle, de forma que solo las copas se veían oscuras entre la blancura del resto. La nieve se había encaramado a las montañas, y Andrews no vio ya aquel manto de un verde compacto, sino una sucesión de árboles individuales y perfectamente definidos entre la nieve que los rodeaba. Permaneció un buen rato donde estaba, mirando maravillado a su alrededor, sin moverse, temeroso de avanzar por una capa de nieve tan homogénea. Luego se agachó e introdujo un dedo en la fina corteza blanca; cerró la mano y agrandó con el puño el agujero previo. Cogió un puñado de nieve y dejó que se escurriera entre los dedos formando un montoncito blanco al lado del hoyo de donde la había sacado. Al final, débil por la falta de alimento y mareado tras varios días y noches en la oscuridad del refugio de pieles, avanzó como pudo con la nieve casi hasta la cintura, girando hacia un lado y el otro en afanosa búsqueda del paisaje que tan familiar se había vuelto para él y que ahora le resultaba tan desconocido, hasta el punto de que dudó de haberlo visto nunca. Un silencio profundo y diáfano emanaba del valle, subía hacia las montañas, hacia el cielo; el sonido de su respiración se le hizo patente, y Andrews contuvo el aliento para calibrar el silencio. Oyó el murmullo de la nieve al resbalar por las perneras de su pantalón y caer sobre el duro suelo nevado; a lo lejos sonó el chasquido de una rama cediendo al peso de la nieve; al otro lado del campamento, en el corral inundado de nieve, un caballo resopló, y el sonido fue tan fuerte que Andrews imaginó por momentos que el animal estaba a un paso de él. Se volvió hacia el corral al tiempo que expulsaba una vaporosa bocanada de aire, y vio moverse a los caballos más allá del ondulante mar blanco.

Inspiró hondo y gritó con todas sus fuerzas; después de gritar permaneció de pie con la boca abierta, escuchando cómo el eco de su voz se iba perdiendo —muy lentamente, le pareció—, dispersado por las distancias y absorbido por la nieve hasta apagarse del todo. Se volvió hacia los montículos de nieve, bajo uno de los cuales había estado oculto durante dos días; debajo de otro estaban aún Miller y Charley Hoge. No percibió ningún movimiento. De repente le entró miedo y avanzó unos pasos con dificultad. Entonces vio resquebrajarse la nieve de la parte superior y cómo la brecha se alargaba hacia él y momentos después surgía la cabeza de Miller —negra y rugosa contra la lisa blancura de alrededor—; sus gruesos brazos apartaron la nieve con gestos de nadador y, pestañeando con furia, Miller se puso en pie. Al cabo de un momento consiguió ver a Andrews.

—¿Estás bien, muchacho? —preguntó con voz ronca e insegura.

—Sí —dijo Andrews—. ¿Y tú y Charley?

Miller asintió con la cabeza. Dirigió la vista hacia el campamento.

—¿Cómo le habrá ido a Fred? Es casi seguro que habrá muerto congelado.

—Lo último que vi, antes de meternos ahí dentro, es que estaba por esa parte —dijo Andrews, señalando hacia la chimenea de roca. Echaron a andar los dos hacia allí con paso incierto; a veces tenían que abrirse camino entre nieve que les llegaba por la cintura, mientras que en otros momentos les cubría solo hasta los tobillos. Rodearon la roca, tanteando con cuidado en el níveo terreno.

—No hay forma de saber dónde puede estar —dijo Miller—. Quizá no lo encontraremos hasta que deshiele en primavera.

Pero en ese momento Andrews vio moverse el suelo y resquebrajarse la nieve, cerca de sus propios pies, al lado de la chimenea de roca.

—¡Está aquí! —exclamó.

Entre Miller y Andrews, una forma extraña surgió de la nieve. Pedazos de blanco hielo se desprendieron del apelmazado pelo de la piel de bisonte, dejando ver su apagado color pardo. Andrews retrocedió, asustado, creyendo por un momento que uno de los bisontes muertos resucitaba para encararse a ellos. Pero mientras tan irracional pensamiento ocupaba su mente, Schneider en persona tuvo tiempo de despojarse de las pieles en las que se había envuelto como una momia y allí estaba ahora, cegado por la claridad, los ojos fuertemente apretados, con un gesto de dolor en el entrecejo y en la boca torcida hacia un lado.

—Dios santo, cuánta luz —dijo, o gruñó más bien—. No veo nada.

—¿Estás bien? —le preguntó Andrews.

Schneider permitió que una rendija se abriera entre sus párpados; reconoció a Andrews y asintió con la cabeza.

—Creo que se me han congelado un poco los dedos, y los pies ya ni los siento; pero por lo demás, bien. Lo sabré seguro si consigo deshelarme algún día.

Lo mejor que pudieron —con las manos, los pies y las pieles dobladas que Schneider había desechado—, los tres hombres limpiaron de nieve una zona contigua a la chimenea de roca; luego, sobre el suelo helado y encima de los escarchados restos de una antigua fogata, apilaron las pocas ramas secas que pudieron arrancar de las nevadas ramas bajas de los pinos cercanos. Miller rebuscó en su alijo particular y sacó una yesca vieja, unos papeles arrugados que se habían humedecido y varios cartuchos nuevos. Colocó los papeles encima de la leña, sacó las balas de plomo de sus cartuchos y esparció la pólvora sobre el papel. Luego apiló más papel arrugado encima de la pólvora, prendió la yesca y la pólvora llameó con fuerza, encendiendo el papel. Al poco rato un pequeño fuego empezaba a derretir la nieve adherida a la cara interior de la roca.

—Habrá que mantenerlo vivo —dijo Miller—. Encender lumbre con leña húmeda y viento fuerte es de lo más difícil.

Mientras el fuego cobraba fuerza, los hombres excavaron en la nieve en busca de pequeños troncos y los fueron amontonando, húmedos, sobre la lumbre. Se acurrucaron alrededor, tan cerca de las llamas que sus ropas empezaron a desprender vapor. Schneider se sentó encima de sus pieles y arrimó las botas al fuego; el olor a cuero socarrado se mezcló con el olor más potente de los leños al arder.

Una vez hubo entrado en calor, Miller se alejó por el camino que Andrews y él habían abierto antes en la nieve, en dirección al lugar donde permanecía aún Charley Hoge. Andrews lo miró alejarse hacia las pacas de pieles, siguiendo su avance con la vista pero sin mover la cabeza. El fuego le quemaba la piel, pero pese al dolor, Andrews sentía el impulso de acercase aún más, de echarse encima del fuego, de asimilarlo en su interior. El dolor le hizo morderse los labios, pero no se apartó; permaneció pegado al fuego hasta que las manos se le pusieron rojas, y hasta notar que la cara le ardía. Luego se apartó un poco y sintió frío de inmediato.

Miller condujo a Charley Hoge por la nieve de vuelta a la fogata; Charley Hoge iba delante, arrastrando los pies por el único camino, la cabeza gacha y cayendo de vez en cuando de rodillas. En una curva del camino, siguió recto por la nieve intacta y solo se detuvo cuando Miller lo hizo volver agarrándolo con suavidad por el hombro. Cuando llegaron al fuego, Charley Hoge se quedó de pie, inerte, la cabeza todavía gacha y sin mirar a los otros.

—No acaba de saber dónde está —dijo Miller—. Se pondrá bien dentro de un rato.

A medida que el fuego lo calentaba, Charley Hoge empezó a moverse. Miró primero a Andrews, después a Schneider y por último a Miller; luego volvió sus ojos hacia las llamas, acercándose más; adelantó el muñón y lo sostuvo un buen rato a unos dedos del fuego. Al final se sentó y apoyó el mentón en las rodillas, arrimadas al pecho con los brazos alrededor de ellas. Con la vista fija en las llamas, pestañeó varias veces, lentamente, todavía sin ver.

Miller fue a inspeccionar los caballos al corral; regresó tirando del suyo e informó a los que estaban junto al fuego de que los otros caballos parecían estar bien, teniendo en cuenta lo que habían aguantado durante dos días. Volvió a rebuscar en su alijo y encontró el saquito de grano que habían llevado como suplemento de la dieta de hierba de los caballos; cogió una pequeña cantidad y se la dio poco a poco al caballo. Le dijo a Schneider que hiciera lo mismo con los otros y se llevó al suyo a trotar un rato para que los músculos se relajaran y el alimento le devolviera parte de sus fuerzas. Después de limpiar la silla de la nieve y el hielo acumulados y ajustar la cincha en torno a la panza del animal, Miller montó.

—Voy a ir hasta el desfiladero, a ver cómo está la situación por allí —dijo. Se alejó despacio. Su caballo andaba cabizbajo, levantando las patas con delicadeza de los limpios agujeros que hacía al avanzar para posarlas, con más delicadeza todavía, sobre la fina capa, dejando que se hundieran en la nieve como por su propio peso.

Pasados unos minutos, cuando Miller estuvo fuera del alcance del oído, Schneider dijo, mirando al fuego:

—No vale la pena que vaya a mirar nada. Él ya sabe qué pasa.

Andrews tragó saliva.

—¿Tan mala es la situación? —le preguntó.

—Tendremos que quedarnos aquí un tiempo —respondió Schneider, y se rió—. Estaremos aquí una buena temporada.

Charley Hoge levantó la cabeza y la sacudió, como si quisiera despejar sus pensamientos. Miró a Schneider, pestañeando.

—No —dijo en voz alta y ronca—. No.

Schneider le miró con una sonrisa en los labios.

—Hombre, ¿ya estás despierto? ¿Te ha ido bien el descansito?

—No —dijo Charley Hoge—. ¿Dónde está el carro? Tenemos que enganchar a los bueyes. Tenemos que marcharnos de aquí. —Se puso en pie y se bamboleó, mirando a su alrededor con los ojos muy abiertos—. ¿Dónde está? —Se alejó un paso de la lumbre—. No podemos perder mucho tiempo.

Schneider se levantó y le puso una mano en el brazo.

—Cálmate —le dijo, en un tono brusco pero tranquilizador—. No pasa nada. Miller volverá enseguida. Él se ocupará de todo.

Charley Hoge volvió a sentarse tan repentinamente como se había levantado del suelo. Señaló con la cabeza hacia el fuego y murmuró:

—Miller. Sí, él nos sacará de aquí. Ya lo veréis. Él nos sacará.

Un leño grueso, derretido por el calor, cayó sobre el lecho de rescoldos; siseó y crepitó, lanzando una densa humareda azul grisácea. Los tres hombres permanecieron agachados en el pequeño círculo de suelo desnudo; la nieve de alrededor se había ido fundiendo y el suelo estaba empapado. Nadie dijo una palabra más mientras esperaban a Miller; atontados por el calor de la lumbre y débiles tras dos días sin alimento, no pensaron en moverse ni en comer algo. De vez en cuando Andrews estiraba el brazo hacia el ventisquero que tenía detrás y cogía un puñado de nieve, se lo metía en la boca y dejaba que se fundiera en la lengua y le goteara garganta abajo. Aunque miraba hacia el fuego, la blancura de la nieve que cubría todo el valle, intensificada por el sol radiante, se reflejaba en su rostro y le producía dolor en los ojos y en la cabeza.

Miller estuvo ausente casi dos horas; a su vuelta, pasó de largo sin mirar a los otros tres. Después de dejar en el corral al agotado y tembloroso caballo, volvió arrastrando los pies hacia la fogata. Se calentó las manos —las tenía casi negras del frío y de la costra de hollín— y giró varias veces sobre sí mismo hasta entrar en calor antes de decir nada.

Molesto por su silencio, Schneider le preguntó:

—Bueno, ¿qué? ¿Cómo lo has visto?

—Estamos aislados —dijo Miller—. Solo he podido acercarme a media milla del desfiladero; había lugares con unos doce palmos de nieve. Más allá parecía aún peor.

Schneider, que estaba en cuclillas, se palmeó las rodillas y se levantó. Dio un puntapié a un leño chamuscado que había resbalado del fuego y chisporroteaba en el suelo húmedo.

—Lo sabía —dijo—. Vaya si lo sabía. No hacía falta que me lo dijeras. —Miró a Miller y luego a Andrews—. Hijos de perra, no me hicisteis caso cuando dije que había que largarse de aquí. ¿Se puede saber qué vais a hacer ahora?

—Esperar —dijo Miller—. Nos prepararemos para la próxima ventisca y esperaremos.

—Yo no pienso esperar —dijo Schneider—. Me largo de aquí ahora mismo.

—Si se te ocurre cómo —dijo Miller—, adelante.

Andrews se puso en pie y le dijo a Miller:

—¿Ese desfiladero es la única salida que hay?

—A menos que quieras cruzar las montañas —respondió Miller— y correr ese riesgo.

Schneider extendió los brazos.

—Bueno, ¿y cuál es el problema? —dijo.

—Problema, ninguno. Allá tú si decides intentarlo —dijo Miller—. Aunque pudieras improvisar unas raquetas de nieve, no podrías llevar nada contigo. Te hundirías en el primer trecho de nieve blanda. Y en invierno, y en las montañas, no hay de qué comer.

—Un hombre con agallas podría conseguirlo —dijo Schneider.

—Y aunque fueras lo bastante tonto para intentarlo, te arriesgas a que caiga otra nevada. ¿Alguna vez has probado a esperar que pase una ventisca en plena montaña? No durarías ni una hora.

—Es un riesgo que podríamos correr —contestó Schneider.

—Y aunque fueras tan tonto para correr ese riesgo, sin conocer la región en la que estás, tendrías que andar una o dos semanas hasta encontrar a alguien. Entre esto y Denver, por decir algo, no hay absolutamente nada; y Denver está muy lejos.

—Tú conoces la región —dijo Schneider—. Podrías indicarnos el camino.

—Además —continuó Miller—. Tendríamos que dejar aquí nuestras cosas.

Schneider se quedó un momento callado. Luego asintió con la cabeza, dando otro puntapié al leño húmedo.

—Claro —dijo, con voz tensa—. Debí imaginármelo. Lo que no quieres abandonar son las condenadas pieles.

—Es algo más que las pieles. No podríamos llevarnos nada de nada. Los caballos se volverían salvajes, y los bueyes se largarían con los bisontes que quedan todavía por aquí. Volveríamos con una mano delante y otra detrás.

—Claro —volvió a decir Schneider, alzando un poco la voz—. Ahora lo entiendo. Pues a mí eso me trae sin cuidado. Si es necesario me iré solo. Tú indícame una ruta y dame algunos puntos de referencia, y ya me las apañaré.

—No —dijo Miller.

—¿Cómo que no?

—Te necesito aquí. Tres homb… —Miró a Charley Hoge, que se mecía delante del fuego, tarareando desafinado por lo bajo—. Dos hombres no son suficientes para bajar de la montaña con el carro y las pieles. Vamos a necesitar tu ayuda.

Schneider se lo quedó mirando largo rato.

—Serás hijo de perra —exclamó entre dientes—. Ni siquiera me das una oportunidad.

—Te estoy dando una —dijo Miller sin alterarse—, y consiste en quedarte aquí con nosotros. Aunque te indicara una ruta y te diera algunas indicaciones, no lograrías pasar. Tu oportunidad de seguir vivo está aquí, con nosotros.

Schneider volvió a quedarse callado. Al cabo de un rato, dijo:

—Está bien. No sé ni cómo se me ha ocurrido pedírtelo. Me quedaré aquí sentado todo el maldito invierno y cobraré mis sesenta dólares mensuales. A vosotros que os parta un rayo. —Dio la espalda a Miller y a Andrews, enfurruñado, y adelantó las manos hacia el fuego.

Miller miró un momento a Charley Hoge, como si fuera a decirle algo, pero de repente se dirigió a Andrews.

—Busca en las provisiones y mira a ver si encuentras un saco de alubias. Y una cazuela. Tenemos que comer algo.

Andrews asintió e hizo lo que se le ordenaba. Mientras hurgaba en la nieve, Miller abandonó el campamento para regresar minutos más tarde arrastrando varias pieles tiesas de bisonte. Hizo tres viajes de ida y vuelta entre el campamento y el lugar donde estaban las pieles, volviendo cada vez con más. Cuando hubo hecho una pila de aproximadamente una docena, hurgó en la nieve hasta encontrar el hacha. Luego, con el hacha al hombro, se alejó montaña arriba por el frondoso bosque de pinos; las ramas bajas estaban muy inclinadas bajo el peso de la nieve, hasta el punto de que algunas rozaban casi la tierra, de forma que la nieve que tenían encima y aquella sobre la que descansaban parecían una misma cosa, curvas de extraña forma a las que los árboles se amoldaban. Bajo dichos arcos avanzó Miller cuesta arriba, hasta que, visto desde lejos, dio la impresión de meterse en una cueva de verde oscuro y cristales cegadores.

Mientras tanto, Andrews echó varios puñados de alubias secas en el perol que había rescatado de la nieve. Después de meter las alubias echó también una buena cantidad de nieve y colocó el recipiente de forma que quedara apoyado en un lado de la roca, junto al fuego. No había conseguido encontrar el saco de la sal, pero sí una tira de panceta envuelta en hule y una lata de café. Tiró la panceta al perol y se puso a buscar otra vez hasta que dio con la cafetera. Cuando Miller regresó del bosque, las alubias hervían ya y el café empezaba a desprender un suave aroma.

Miller apareció con varios troncos de pino sobre los hombros, gruesos en la parte de los brotes amarillos donde los había cortado, y arrastrando la parte más delgada detrás, que dibujaba un surco en la nieve el cual, a su vez, borraba las huellas que Miller dejaba en su descenso por la ladera. Encorvado bajo el peso, llegó tambaleándose a la fogata y dejó caer las ramas de golpe sobre el suelo nevado; una nubecilla como polvo blanco se elevó del suelo y quedó flotando en el aire durante varios minutos.

Bajo la mugre acumulada, la cara de Miller se veía de un azul grisáceo debido al frío y la fatiga. Se quedó tambaleante allí donde había soltado el lastre y al cabo de un rato caminó en línea no muy recta hacia el fuego y, sin sentarse, se calentó. Así estuvo, sin decir palabra, hasta que el café rebosó hirviendo de la cafetera e hizo sisear las ascuas.

Con voz exangüe, le dijo a Andrews:

—¿Tienes los tazones?

Andrews apartó la cafetera y se quemó la mano con el asa, pero no se inmutó.

—Sí. He encontrado dos. Supongo que los otros se los llevó el viento.

Vertió el café recién hervido en los dos únicos tazones. Schneider se acercó al fuego. Andrews le pasó un tazón a Miller y el otro a Schneider. El café estaba flojo y ardía, pero los hombres bebieron sin hacer comentarios. Andrews tiró otro puñado de café molido a la humeante cafetera.

—No eches demasiado —le dijo Miller, que sostenía el tazón metálico con las manos abombadas alrededor, para evitar quemarse pero al mismo tiempo aprovechar el calor—. Ya no nos queda café para muchos días; déjalo hervir un rato más.

Miller pareció recuperar fuerzas después del segundo tazón de café. Dio unos sorbos al tercero de ellos y se lo pasó a Charley Hoge, que estaba sentado inmóvil ante la lumbre sin mirar a los otros. Schneider terminó el segundo tazón y volvió a apartarse un poco, más allá de donde estaba Charley Hoge; miró con gesto hosco los rescoldos, que desprendían un resplandor grisáceo en medio de la cegadora blancura que se filtraba entre los árboles e intensificaba la sombra en donde estaban sentados.

—Montaremos un cobertizo aquí —dijo Miller.

Con un hormigueo en la boca debido al café ardiendo, Andrews dijo de manera casi ininteligible:

—¿No sería mejor un poco más allá, al sol?

Miller negó con la cabeza.

—De día, tal vez, pero por la noche no. Y si cayera otra nevada, ningún cobertizo aguantaría más de un minuto en campo abierto. No, lo construiremos aquí.

Andrews hizo un gesto de asentimiento y apuró el café, inclinando la cabeza hacia atrás de forma que el borde del tazón rozó el puente de su nariz. Las alubias, que había dejado reposar en el agua hirviendo para que se ablandaran, desprendieron su tenue aroma, y aunque Andrews no tenía conciencia de estar hambriento, su estómago se contrajo al percibir el olor y de repente sintió una punzada que le hizo doblarse por la cintura.

—Será mejor que pongamos manos a la obra —dijo Miller—. Las alubias no estarán comestibles hasta dentro de una o dos horas, y tenemos que montar esto antes de que se haga de noche.

—Miller —dijo Andrews, y Miller, que había empezado a levantarse, hizo una pausa con una rodilla todavía en tierra.

—¿Sí, muchacho?

—¿Cuánto tiempo tendremos que estar aquí?

Miller acabó de ponerse de pie y se sacudió el barro negro y las agujas de pino húmedas que se le habían adherido a las rodillas. Con la cabeza agachada y desde sus enmarañadas cejas negras, alzó los ojos para mirar a Andrews.

—No intentaré engañarte, muchacho. —Señaló con la cabeza hacia Schneider, que se había vuelto para mirarlos—. Y a Fred tampoco. Estaremos aquí hasta que el deshielo despeje ese desfiladero.

—¿Y eso cuánto tiempo significa? —inquirió Andrews.

—Calculo que tres o cuatro semanas de buen tiempo —respondió Miller—. Pero antes tendremos que pasar lo más crudo del invierno. No saldremos de aquí hasta la primavera. Más vale que vayas haciéndote a la idea, muchacho.

—¿Hasta la primavera?

—Por lo menos seis meses, a lo sumo ocho. Eso quiere decir que habrá que trabajar de firme, y prepararse para una larga espera.

Andrews intentó imaginarse qué significaban seis meses, pero su cabeza se negó a cooperar. ¿Cuánto tiempo hacía que estaban en el valle? ¿Un mes?, ¿un mes y medio? En cualquier caso, habían sucedido tantas novedades, tanto trabajo y tanto cansancio, que no le parecía un período de tiempo susceptible de ser medido, comparado ni calculado. Seis meses. Pronunció aquellas palabras como si al oírlas de sus propios labios significaran algo más.

—Seis meses.

—O quizá siete, u ocho —dijo Miller—. Es mejor no pensarlo. Venga, pongámonos a trabajar antes de que se nos pase el efecto del café.

El resto del día, Andrews, Miller y Schneider se dedicaron a montar el cobertizo. Arrancaron las ramas más pequeñas de los troncos de pino y los fueron apilando al lado del fuego. Mientras Andrews y Miller se encargaban de las ramas, Schneider se puso a cortar tiras más o menos delgadas de la piel de bisonte más pequeña y más joven que encontró. Sus cuchillos perdieron enseguida el filo —las pieles estaban duras como piedras—, y eso le obligó a afilar varias veces cada cuchillo hasta poder arrancar una sola tira de cuero. Cuando hubo cortado un gran número de ellas, las dobló de manera que pudieran caber en una marmita grande que sacó de los utensilios de Charley Hoge cubiertos por la nevada. Apartó del fuego una buena cantidad de ceniza seca y la metió con las tiras en la marmita; luego llamó a Miller y Andrews para que fueran a orinar dentro del recipiente.

—¿Qué? —dijo Andrews.

—Mea ahí dentro —dijo Schneider, y sonrió—. Sabes mear, ¿no?

Andrews miró a Miller.

—Hazle caso —dijo Miller—. Los indios suelen hacerlo así. Es la manera de que el cuero se ablande más rápido.

—Es mejor con meados de mujer —dijo Schneider—, pero habrá que apañarse con lo que tenemos.

Los tres hombres orinaron solemnemente en la marmita. Schneider inspeccionó el nivel a que habían subido las cenizas; con un gesto de pesar, tiró varios puñados de nieve dentro para que la hollinosa mezcla cubriera las tiras de cuero. Puso la marmita encima del fuego y fue a reunirse con Miller y Andrews.

Cortaron los troncos a medida y pusieron cuatro de ellos —dos cortos y dos largos— formando un rectángulo delante del fuego. Para asegurarlos, cavaron en el fangoso terreno cortando raíces de los árboles y picando en la roca del subsuelo, hasta una profundidad de casi dos palmos. Hincaron los troncos en dichos agujeros, de forma que los dos más altos miraran hacia el fuego. En las ramas más delgadas hicieron unas muescas para que encajaran bien y las ataron a los montantes gruesos clavados en el suelo, creando así una recia estructura con forma de caja, que subía en peralte desde los tocones de un palmo de alto en la parte de atrás hasta la altura del cuello de un hombre en la de delante. Luego ataron las ramas con las tiras empapadas en la mezcla de orina y ceniza, que a pesar de todo estaban todavía muy rígidas. Era ya media tarde, y tuvieron que descansar, extenuados como estaban, para comer las duras alubias que habían dejado hirviendo. Comieron los cuatro directamente del perol empleando los pocos utensilios que pudieron rescatar de debajo de la nieve. Sin el condimento de la sal, las alubias estaban insípidas y pesadas, pero se esforzaron por tragarlas y no dejaron ni una sola. Cuando Miller, Schneider y Andrews volvieron al refugio, las tiras de piel de bisonte se habían endurecido y contraído, sujetando las varas de pino como flejes. El resto de la tarde lo pasaron atando pieles de bisonte al armazón mediante las tiras que se habían ablandado en su baño de orina y cenizas. Alrededor del cobertizo cavaron una pequeña trinchera y en ella introdujeron los cabos de las pieles, cubriéndolos después con tierra húmeda y turba, a fin de que no entrara aire ni humedad en el refugio.

Antes de caer la noche el refugio estaba terminado. Era una estructura recia, con paredes y suelo de piel de bisonte, las pieles superpuestas de forma que, al menos por detrás y por los costados, pudiera resistir el agua y el viento. Por el lado de delante habían dejado varias pieles colgando a fin de sujetarlas en el suelo con unas estaquillas largas en caso de vendaval. Rescataron lo que pudieron de los petates cubiertos por la nieve, dividieron las mantas a partes iguales y las extendieron junto al fuego para que se secaran. A la última luz de día, que tiñó la tierra amortajada de nieve de un gélido azul y un rutilante naranja, Andrews contempló el refugio de troncos y pieles de bisonte que habían tardado horas en construir, y pensó: Esto será mi casa durante los próximos seis u ocho meses. Trató de imaginar cómo sería la vida allí dentro. El tedio le daba terror. Pero esa fue una expectativa que no llegó a hacerse realidad.

Pasaban el día trabajando. Cortaron tiras estrechas de piel de bisonte ablandada, de dos pies de largo, retiraron todo el pelo, practicaron hendiduras de cuatro pulgadas en el centro de cada una y se las pusieron sobre los ojos a modo de máscara para protegerse del resplandor de la nieve. De entre las ramas pequeñas de pino seleccionaron pedazos para remojarlos y doblarlos dándoles forma ovalada, para atar encima de ellos un entramado de tiras de piel. Dispusieron así de unas toscas raquetas con las que caminar por la fina y dura capa de nieve sin hundirse en ella. Con la piel reblandecida se fabricaron una especie de botas tipo calcetín, ciñéndoselas a las pantorrillas mediante tiras de cuero, para evitar que se les congelaran los pies. Curtieron varias pieles para sustituir las mantas que el temporal se había llevado, y confeccionaron incluso una especie de batas sueltas a guisa de sobretodo. Cortaron leña y arrastraron enormes troncos por la nieve hasta que la zona que rodeaba el campamento se endureció y pudieron deslizarlos con poco esfuerzo por la helada superficie. Tenían la lumbre encendida a todas horas; durante la noche se turnaban para salir a la gélida intemperie a fin de remeter pequeños troncos bajo las pavesas. En una ocasión, en pleno vendaval nocturno de varias horas, Andrews vio cómo la fogata consumía casi una docena de leños sin levantar llama ni una sola vez, mientras el viento hacía que las brasas despidieran un intenso y rugiente calor.

Cuatro días después de la ventisca, mientras Andrews y Schneider cogían sendas hachas para ir al bosque y recoger más leña y apilarla junto a la chimenea natural, Miller dijo que iría a matar un bisonte al valle; se estaban quedando sin carne y parecía que el tiempo iba a ser bueno. Montó en el único caballo que tenían en el corral —a los otros dos los habían soltado para que se apañaran con los bueyes a base de la hierba que encontraran en el valle— y se alejó despacio del campamento. Seis horas más tarde lo vieron llegar y bajarse agotado del caballo. Miller se acercó a los tres hombres que le esperaban alrededor de la fogata.

—No hay bisontes —dijo—. Debieron de salir durante la ventisca, antes de que la nieve bloqueara el desfiladero.

—Ya no nos queda apenas carne —dijo Schneider—. La harina se ha estropeado y solo tenemos otro saco de alubias.

—Esto no está tan alto como para que no haya algo que cazar —dijo Miller—. Mañana saldré otra vez, a ver si encuentro un venado. En el peor de los casos, podemos vivir de lo que pesquemos; la laguna está cubierta de hielo, pero la capa no es lo suficientemente espesa para que no se pueda romper.

—¿Y las bestias? —preguntó Schneider.

—Los bueyes aguantan. El viento ha despejado el suelo de nieve en algunos puntos, o sea que sobrevivirán. Los caballos no tienen buen aspecto, pero creo que con suerte aguantarán.

—Con suerte —dijo Schneider.

Miller se apartó un poco del fuego, estiró los brazos y las piernas y le miró sonriendo.

—Fred, está visto que no tienes ni una pizca de alegría en el cuerpo. No hay para tanto, hombre; estamos preparados para lo que venga. Recuerdo un invierno que me quedé aislado allá en Wyoming, yo solito. Era donde ya no había árboles, y no tenía modo de bajar. A aquella altitud no había caza; sobreviví a base de comerme mi caballo y una cabra montés, sin otro refugio que lo que pude improvisar con la piel del caballo. Esto de ahora es un lujo. No tienes motivos para quejarte.

—Sí tengo —dijo Schneider—, y tú lo sabes.

Pero las quejas de Schneider perdieron peso a medida que pasaban los días y, al final, cesaron por completo. Aunque dormía con los demás en el refugio de pieles, la mayor parte del tiempo la pasaba a solas, dirigiendo la palabra a los otros únicamente cuando le hablaban a él, y siempre de la manera más breve y sin comprometerse. Muchas veces, cuando Miller se ausentaba para cazar, Schneider abandonaba el campamento y volvía a media tarde, sin que nada justificara su ausencia. En su determinación de mantenerse al margen de los otros, adoptó la costumbre de hablar solo. Un día Andrews se lo encontró de improviso y le oyó hablar en voz baja y tierna, como si fuera a una mujer. Incómodo y un tanto asustado, Andrews se alejó sin hacer ruido, pero Schneider le oyó y se volvió hacia él. Se quedaron mirando el uno al otro unos instantes; en el caso de Schneider, fue como si no hubiera visto nada. Sus ojos, vidriosos, dejaron de mirar a Andrews un momento después. Turbado por el incidente, Andrews le contó a Miller lo de los soliloquios de Schneider.

—No hay de qué preocuparse —dijo Miller—. Cuando uno está solo, a veces le da por ahí. Yo también lo he hecho. Es necesario hablar, y a cuatro hombres amontonados como lo estamos nosotros, hablar entre ellos no les sirve de nada.

Buena parte del tiempo, pues, Andrews y Charley Hoge se quedaban solos en el campamento; Miller se iba a cazar y Schneider deambulaba a su aire, hablándole a quienquiera cuya imagen tuviese entonces en la cabeza.

Pasado el primer momento de conmoción tras emerger de la nieve, Charley Hoge empezó a reconocer lo que le rodeaba e incluso a aceptarlo. Entre los restos del campamento al paso de la ventisca, Miller había conseguido encontrar dos botellas de whisky que estaban intactas; día tras día daba un poco a Charley Hoge, que se lo tomaba mezclado con el café flojo y amargo preparado a base de hervir una y otra vez los posos del día anterior. Tras entrar en calor y más entero después de repetidas dosis de café y whisky, Charly Hoge comenzó a deambular por el campamento, aunque al principio no traspasaba el círculo entre el refugio y la fogata, donde la nieve se había fundido por el calor y el tránsito de los hombres. Sin embargo, un día se puso derecho delante del fuego, tan de repente que derramó un poco de su café con whisky. Miró asustado a su alrededor y luego, dejando caer el tazón, se palpó repetidamente el pecho e introdujo la mano en el interior de su chaqueta. Echó a correr por la nieve hasta el árbol grande al pie del cual había dejado sus cosas y, de rodillas, empezó a escarbar con fuerza, arrojando la nieve a un lado con frenéticos movimientos. Cuando Andrews se le acercó para preguntarle qué le pasaba, Charley Hoge empezó a gritar una y otra vez: «¡El libro! ¡El libro!», y siguió escarbando con mayor furia que antes.

Así estuvo durante casi una hora; de vez en cuando volvía corriendo a la fogata para calentarse la mano y el muñón que se le había puesto azul del frío, gimoteando como un animal asustado. Al comprender qué buscaba, Andrews se puso a cavar también, aunque no tenía manera de saber dónde estaría el libro. Al final, al apartar un cacho de nieve, los entumecidos dedos de Andrews tocaron algo blando. Era la Biblia de Charley Hoge, abierta y empapada, sobre un lecho de nieve y hielo. Andrews lo llamó sosteniendo el libro en alto como si fuera un objeto muy delicado, a fin de que las páginas no se desprendieran. Charley Hoge le cogió la Biblia con mano temblorosa. El resto de la tarde y buena parte de la mañana siguiente los pasó secando las páginas una por una delante del fuego. En días sucesivos, se dedicó a matar el tiempo sorbiendo una mezcla suave de café y whisky mientras miraba las sucias y borrosas páginas. Un día Andrews, tenso y casi furioso por culpa de la inactividad y del silencio que reinaba en el campamento cuando Miller se ausentaba, le pidió a Charley Hoge que le leyera algo. Charley Hoge le miró con gesto hosco y no dijo nada; volvió a su lectura, ensimismado mientras pasaba hojas y resiguiendo afanosamente las líneas con la frente fruncida de pura concentración.

A Miller no parecía afectarle el aislamiento. Lejos del campamento durante el día en busca de alimento, solía regresar antes del crepúsculo; unas veces aparecía por detrás de donde los otros hombres le esperaban, otras por delante, pero siempre de manera repentina, como si saliera del mismo paisaje. Caminaba hacia ellos en silencio, el rostro barbado, macilento y brillante de nieve y hielo; luego dejaba caer junto a la fogata la pieza que hubiera cazado ese día. En una ocasión mató a un oso y lo despiezó allí mismo; cuando compareció con los cuartos traseros del enorme animal encima de los hombros, tambaleándose bajo el peso, Andrews pensó por un momento que el propio Miller era un animal voluminoso y de grotescas formas, la cabeza menuda remetida entre unos hombros tremendos, avanzando amenazante hacia ellos.

Mientras los demás se debilitaban con la dieta a base de carne, la fuerza y la resistencia de Miller iban en aumento. Tras un día entero cazando, él mismo despiezaba la pieza cobrada y preparaba la cena, ocupándose de la mayor parte de las tareas que Charley Hoge no parecía capaz de llevar a cabo. Y a veces, en las noches despejadas, se adentraba en el bosque con un hacha, y los que se quedaban al calor de la fogata oían el ruido del filo al hender una rama de pino helado.

Rara vez hablaba con los demás, pero su silencio no tenía aquella intensidad y aquella desesperación de las que Andrews había sido testigo durante la matanza de bisontes. Al anochecer, encorvado frente a la lumbre, cuyo calor se reflejaba en el refugio que tenían detrás y les calentaba la espalda, Miller miraba fijamente las llamas y sus facciones serias y oscuras parecían cobrar vida con la luz amarillenta; en sus labios planos solía haber una sonrisa que tal vez fuera de satisfacción. Pero no parecía que pudiera deberse a la compañía de los otros hombres, por más que compartida en silencio; Miller no hacía más que mirar el fuego, cuando no hacia la oscuridad que, en algunos puntos del suelo nevado, quedaba iluminada por el pálido claro de la luna o las estrellas. Y de buena mañana, antes de ponerse en camino, preparaba el desayuno para los cuatro sin placer ni fastidio, como si fuera un necesario preludio a su partida. Cuando se alejaba del campamento, sus movimientos parecían fluir con el paisaje; y calzado con las raquetas de nieve hechas de pino joven y tiras de cuero de bisonte, se deslizaba sin esfuerzo sobre la nieve y se fundía con el bosque umbrío.

Andrews se limitaba a observar a los otros hombres. A veces, por la noche, cuando estaban todos metidos en el cálido refugio de pieles, oía silbar y gemir el viento que a menudo arreciaba de modo repentino; en momentos así, la respiración y los ronquidos de sus compañeros, el contacto de sus cuerpos con el suyo propio y los olores corporales realzados por lo exiguo del refugio, le parecían cosa de otro mundo. Y en tales momentos sentía que una parte de sí mismo salía a la oscuridad exterior, a merced del viento y de la nieve bajo aquel cielo uniforme. En ocasiones, cuando estaba a punto de dormirse, pensaba en Francine como lo había hecho encontrándose a solas en medio de la gran tormenta; pero ahora sus pensamientos eran más precisos, casi podía evocar la imagen de Francine ante sus ojos cerrados. De manera paulatina fue dejando que el recuerdo de aquella última noche reviviera en su memoria; y logró pensar en ello sin sentir vergüenza ni engorro. Se veía apartando de sí aquella carne fresca y blanca y se asombraba de haber hecho lo que hizo, como quien se extraña de los actos de un desconocido.

Acabó por aceptar el silencio en que vivía e intentó buscarle algún significado. Observaba uno por uno a los hombres que compartían con él aquel silencio. Veía a Charley Hoge sorbiendo el brebaje caliente a base de café y whisky aguado en su intento de ahuyentar de sí la mordedura del frío que lo acosaba a todas horas, incluso cuando estaba pegado al fuego, y veía sus reumáticos ojos desenfocados fijos en las estropeadas páginas de la Biblia, como si tratara por todos los medios de impedir que la vista se le fuera hacia la gran extensión de nieve que tanto lo intimidaba. Veía a Fred Schneider siempre retraído, al margen de sus compañeros, como si su propia huraña presencia fuera lo único que tenía para defenderse de la envolvente blancura helada del entorno. Schneider caminaba por la nieve con brutales andares, dando grandes y vehementes zancadas; a Andrews le parecía que entre las finas rendijas del pedazo de piel de bisonte que llevaba sobre los ojos casi a todas horas miraba la nieve como si fuera un ser vivo, como si la estuviera acechando a la espera del momento propicio para saltar sobre ella. Volvía a llevar encima la pequeña pistola que Andrews le había visto por primera vez en Butcher’s Crossing; a veces, cuando se ponía a murmurar para sí, la mano se le iba al cinto y acariciaba la empuñadura del arma. En cuanto a Miller… Andrews siempre tenía que pararse a pensar, cuando quería evocar la imagen de Miller. Lo veía rudo, negro y greñudo en medio de la blancura reinante; como un abeto en la distancia, destacaba en el paisaje y sin embargo era una parte indisociable de él. Cada mañana lo veía alejarse hacia el bosque, y siempre tenía la sensación de que Miller no desaparecía de su vista entre la espesura, sino que se fundía con ella convertido en algo tan intrínseco al paisaje que ya no era posible distinguirlo.

Era incapaz de verse a sí mismo. Una vez más, pensaba en el Andrews de unos meses atrás en Butcher’s Crossing como en un desconocido. ¿Qué había pensado entonces, cuando miraba desde el otro lado del río hacia la región donde ahora se encontraba? ¿Qué era? ¿Cómo se sentía? Ahora se consideraba una especie de ente sin forma que no hacía nada, que carecía de identidad. Una mañana de sol radiante en que el cielo sin nubes dibujaba compactas sombras sobre los tres —Charley Hoge, Schneider y él— alrededor de la deslucida fogata, sintió un gran apremio, una imperiosa necesidad de apartarse de aquellos dos seres callados. Sin dirigirles la palabra, se anudó las poco utilizadas raquetas de nieve a los pies y se alejó hacia el valle. Anduvo mucho rato, la vista siempre fija en los pies que se arrastraban sibilantes por la capa de nieve dura. Aunque el frío le había entumecido los pies, el cogote le ardía bajo el sol. Cuando notó que empezaban a dolerle las piernas de tanto arrastrarlas y levantarlas, se detuvo y levantó la cabeza. A su alrededor todo era blanco, una blancura que titilaba como millares de puntas de fuego. La inmensidad de lo que veía lo dejó pasmado. Alzó un poco más los ojos y vio a lo lejos unos puntos oscuros que se mecían, pinos encaramados a la ladera subiendo hacia el puro azul del cielo; pero mientras estaba mirando la oscura y resplandeciente cresta de la montaña, la ladera rieló y el borde del horizonte se volvió borroso; y de repente todo fue blanco —en lo alto, a sus pies, alrededor—; Andrews dio un torpe paso atrás al tiempo que sentía un intenso ardor en los ojos. Pestañeó repetidamente y se protegió los ojos con las manos, pero incluso detrás de los párpados cerrados seguía viendo blanco y nada más. Un pequeño grito inarticulado salió de sus labios; se sintió ingrávido en medio de la blancura y por un momento dudó de si continuaba en pie o se había desplomado. Movió las manos en el aire; dobló las rodillas y movió las manos hacia abajo; tocaron la apelmazada blandura de la nieve. Introdujo los dedos en ella, cogió unos puñados y se los llevó a los ojos. Solo entonces cayó en la cuenta de que se había alejado del campamento sin el protector que habían confeccionado para los ojos, y que el continuo reflejo del sol en la nieve se los había abrasado, dejándolo ciego. Permaneció un buen rato de rodillas, masajeándose los párpados cerrados con la nieve que había cogido. Luego, entreabriendo apenas los dedos, pudo distinguir lo que le pareció era la masa oscura de árboles y rocas donde estaba el campamento. Con los ojos cerrados, echó a andar hacia allí; la ceguera le hacía perder el equilibrio y tropezar a cada momento; él lo aprovechaba para arriesgarse a echar un rápido vistazo entre sus dedos y así corregir el rumbo. Y cuando por fin llegó al campamento, le ardían tanto los ojos que no podía ver absolutamente nada. Schneider salió a su encuentro y lo guió hasta el refugio, y Andrews no salió de allí durante casi tres días, tumbado a oscuras mientras sus ojos sanaban. Después de aquello no volvió ya a mirar la nieve sin la protección para los ojos; tampoco volvió a aventurarse en el gran valle blanco.

Semana tras semana, y a la postre mes tras mes, los hombres soportaron los rigores del clima. Unos días hacía calor, parecía verano, no soplaba siquiera una brisa capaz de arrancar un copo de nieve que colgara de la rama de un pino; otros, un viento frío y molesto se colaba en el valle embutido entre las montañas de ambos flancos. Nevaba, y en días sin viento la nieve formaba una masa sólida que descendía con suavidad desde un cielo blanco grisáceo; otras veces caía con fuerza impulsada por vientos diversos, formando ventisqueros alrededor del refugio; desde fuera parecía que estuvieran viviendo en una gruta excavada en la nieve. Las noches eran de un frío glacial, implacable; por muy juntos que se pusieran y por más pieles de bisonte que se echaran encima, dormían en una tensa incomodidad. Los días se sucedían todos iguales, y otro tanto las semanas; Andrews no notaba que el tiempo pasara, carecía de una referencia para calcular lo que faltaba hasta el deshielo. De vez en cuando miraba las muescas que Schneider había hecho en una vara de pino para llevar la cuenta de los días; sin ánimos, de una manera mecánica, Andrews los contaba, pero la cifra no tenía el menor significado para él. Sí era consciente de que transcurrían los meses, pues Schneider le pedía la paga. Entonces Andrews procedía a sacar el dinero de su cinturón y a contarlo con solemnidad, mientras se preguntaba dónde debía guardarlo Schneider después. Pero ni siquiera esto le servía para orientarse en el tiempo; era un deber que cumplía cuando Schneider acudía a él por ese motivo, algo por completo al margen de un tiempo que no transcurría, sino que lo mantenía quieto y estático.