Los días se acortaban; la verde hierba del prado montañés empezaba a amarillear en las noches cada vez más frescas. A partir del primer día que pasaron en el valle, llovió casi todas las tardes, de modo que tomaron casi por costumbre abandonar la tarea pasadas las tres y echarse en el campamento bajo una lona impermeabilizada, tensada desde lo alto del carro hasta el suelo y fijada con estaquillas. En esos ratos de descanso hablaban muy poco; escuchaban el golpeteo de la lluvia sobre la lona, que los pinos adyacentes volvían irregular; y desde debajo contemplaban la llovizna. A veces caía una especie de densa niebla gris que casi oscurecía la arbolada ladera de la montaña; otras veces había un resplandor plateado, pues las gotas, al reflejar el sol, centelleaban como diminutas agujas que cayeran de lo alto para clavarse en la blanda tierra. Terminada la lluvia, que rara vez duraba más de una hora, los hombres reanudaban la persecución y matanza de bisontes, por regla general hasta que caía la noche.
La manada se adentraba cada vez más en el valle, hasta el punto de que Andrews, Miller y Schneider tenían que levantarse antes de que clareara el día para aprovechar la jornada; a mediados de la primera semana, se vieron obligados a cabalgar durante más de una hora para llegar hasta los bisontes.
—Los perseguiremos una sola vez hasta el fondo del valle —dijo Miller un día ante las quejas de Schneider—. Y luego los perseguiremos de regreso. Si hacemos que vayan de un lado para otro, acabarán dispersándose en grupos más pequeños y nos resultará más difícil cazarlos.
Cada dos o tres días Charley Hoge enganchaba los bueyes al carro y seguía el rastro de la matanza, marcado por la irregular disposición de pieles de bisonte expuestas en el suelo. Andrews y Schneider, y a veces también Miller, iban con él; a medida que el carro avanzaba lentamente, los tres hombres tiraban dentro las pieles. Una vez recogidas todas, el carro las transportaba al campamento; los hombres volvían a ponerlas en el suelo, apiladas; cuando el montón alcanzaba entre siete y ocho palmos de altura, lo aseguraban pasando tiras de cuero crudo, arrancadas de un bisonte recién matado, a través de los cortes en las patas de las pieles superior e inferior. Cada montón contenía entre setenta y cinco y noventa pieles, y pesaba tanto que para ponerlo al resguardo de los árboles tenían que hacerlo entre los cuatro.
Will Andrews fue mejorando poco a poco en la tarea de despellejar. Sus manos ganaron dureza y seguridad; sus cuchillos perdieron la pátina de nuevos y con el uso cortaban cada vez mejor, lo que pronto le permitió despellejar un bisonte por cada dos de Schneider. La fetidez de los animales, el tacto de la carne caliente en sus manos, la vista de la sangre coagulada tenían menos impacto en sus sentidos que al principio. Al poco tiempo despellejaba a los animales como un autómata, apenas consciente de estirar la piel de una bestia sin vida y asegurarla al suelo con estaquillas. Era capaz de pasar a caballo entre un sinfín de bisontes despellejados, negros ya de insectos, y casi no percibir el hedor que emanaba de la carne putrefacta.
De vez en cuando acompañaba a Miller, aunque Schneider por regla general se quedaba a descansar, a la espera de que el otro hubiera matado suficientes animales para ponerse a despellejar. Poco a poco, a Andrews le fue importando cada vez menos el hecho de la matanza en sí; descubrió cuál era la estrategia de Miller: mantener a los bisontes concentrados en un área no muy grande y procurar que cayeran de tal forma que luego fuera sencillo y práctico quitarles el pellejo.
Un día Miller dejó que Andrews cogiera su rifle e intentara cazar unos cuantos bisontes. Tumbado boca abajo en el suelo, como había visto hacer a menudo a Miller, Andrews eligió a uno y le metió un balazo en los pulmones. Mató a otros tres pero luego falló, provocando la dispersión de la pequeña manada. Después dejó que Miller continuara y él permaneció tumbado, jugueteando con las vainas de los cartuchos disparados e intentando concretar las sensaciones que había experimentado al matar. Miró a los cuatro bisontes que yacían a casi doscientas yardas de él; le dolía el hombro debido al fuerte retroceso del rifle Sharps. No pudo sentir nada más. Unas briznas de hierba se le colaron en la camisa y le hicieron cosquillas en el pecho. Se levantó, se sacudió la ropa y echó a andar despacio hacia donde Schneider estaba tumbado en la hierba, cerca de donde habían dejado atados los caballos a uno de los pinos que crecían en la ladera, inclinados hacia el valle. Se sentó junto a Schneider y no dijo nada; los dos hombres esperaron hasta que el sonido de los disparos se hizo más tenue, y luego siguieron el rastro de los bisontes muertos, despellejando a medida que avanzaban.
De noche ya, los hombres estaban tan fatigados que apenas abrieron la boca para hablar. Devoraron la comida que Charley Hoge les había preparado, dieron buena cuenta de la humeante cafetera y cayeron exhaustos en sus petates. A medida que aumentaba el cansancio provocado por el inexorable empuje de Miller, la comida y el sueño se convertían en las únicas acciones que tenían algún significado. Un día, Schneider, con ganas de variar, se adentró en el bosque y consiguió cazar un cervatillo; en otra ocasión Charley Hoge fue a caballo hasta la laguna donde iban a beber los bisontes y regresó con una docena de hermosas truchas de un palmo de largo. Pero del venado solo comieron una parte y las truchas eran muy insulsas, de modo que retomaron la dieta a base de fuerte y pesada carne de bisonte.
Cada día Schneider cortaba el hígado de unos de los animales muertos; en la cena, casi como un ritual, el hígado era dividido en partes más o menos iguales y repartido. Andrews se enteró de que la ingesta de hígado crudo no era ostentación por parte de los otros tres; Miller le explicó que, de no comerlo, uno podía ser víctima de lo que denominó «bisontitis», una enfermedad consistente en la aparición de grandes llagas purulentas, a menudo acompañada de fiebre y debilidad general. A partir de entonces Andrews se esforzó cada noche por comer un pedacito de hígado; no encontraba agradable su sabor, pero en aquel estado de agotamiento el dejo a podrido y la textura viscosa y sin fibras de aquel órgano tibio no parecieron importarle mucho.
Al cabo de una semana en el valle tenían ya diez pilas grandes de pieles a resguardo de un pequeño pinar, y Andrews no veía que las manadas que pacían con tranquilidad en el lecho del valle disminuyeran visiblemente.
Las jornadas se sucedían sin cambios: agotamiento por la noche y el cuerpo dolorido por la mañana. Como había sucedido en su largo periplo en busca de agua, parecía que el tiempo se mantuviera aparte del simple devenir de los días. Solos en el extenso valle de montaña, los cuatro hombres, en lugar de sentirse unidos en su aislamiento, se distanciaban día tras día, cada cual iba a su aire y dependía cada vez más de sí mismo. Por la noche apenas cruzaban una palabra; y cuando lo hacían, era únicamente por algún asunto relacionado con la cacería.
Andrews percibió ese distanciamiento sobre todo en Miller. De por sí hombre de pocas y directas palabras, se tornó más callado. En el campamento, por las noches, unas veces se lo veía inquieto, desviando a menudo la mirada hacia el valle como si quisiera inmovilizar a los bisontes, capitanear la manada aun sin verla; otras, en cambio, se mostraba indiferente, casi huraño, contemplando aletargado la lumbre y muchas veces sin contestar hasta minutos después a una pregunta que se le hubiera hecho. Solo parecía despierto y alerta durante la cacería, o cuando ayudaba a Schneider y Andrews en la tarea de despellejar; e incluso entonces, ese estado de alerta le parecía a Andrews de una intensidad misteriosa y antinatural. Acabó fijando en su mente una imagen de Miller: veía su rostro, negro por el humo de la pólvora, los dientes blanquísimos apretados tras los tensos labios correosos; y los ojos, negros y con el blanco muy brillante, circundados de una encendida línea roja de irritados párpados. En ocasiones, esa imagen de Miller le sobrevenía en sueños, y más de una vez Andrews se despertó sobresaltado y se incorporó con celeridad en su petate, jadeando rápido, como aterrado, mientras la vívida imagen de aquellos ojos fijos en él iba volviéndose borrosa hasta desaparecer en la oscuridad de la noche. Una vez soñó que era una especie de animal y que alguien acechaba para cazarlo, una presencia implacable que lo perseguía de escondite en escondite, y que al final lo acorralaba en un oscuro recoveco sin vía de escape; antes de despertar aterrorizado, o en medio de una explosión de soñada violencia, Andrews creyó ver el brillo funesto de aquellos ojos mirándole desde la oscuridad.
Transcurrió una semana y luego otra; las pieles se amontonaban junto al campamento. Tanto Schneider como Charley Hoge parecían más inquietos, aunque el segundo no lo manifestara verbalmente. Pero Andrews lo veía en las miradas que Charley Hoge lanzaba al cielo cuando se encapotaba por la tarde, presagiando la inminente lluvia que Andrews y Schneider esperaban ahora con agrado; lo veía en la frecuencia con que Charley Hoge empinaba el codo y en el número cada vez mayor de botellas de whisky vacías; y lo veía también por la noche cuando, para paliar el frío ahora intenso, Charley Hoge avivaba la lumbre hasta convertirla en un horno llameante del que los demás tenían que apartarse, y en cómo se tapaba con varias pieles de bisonte que había conseguido ablandar sumergiéndolas en un espeso caldo de agua y ceniza.
Una noche, casi al término de la segunda semana en el valle, mientras tomaban la tardía cena, Schneider tiró al fuego su filete de bisonte a medio comer; la carne chisporroteó, se encrespó y despidió un humo casi negro.
—Estoy hasta las narices de comer siempre carne —masculló, y se quedó un buen rato callado, contemplando pensativo el fuego hasta que el filete se redujo a un amasijo negro, cuya ceniza mitigó el rojo de las ascuas sobre las que se asentaba—. Hasta las narices —insistió.
Charley Hoge hizo girar su café con whisky dentro del tazón, observó un instante el líquido y bebió; su cuello, cubierto de pelo gris, dio una leve sacudida al tragar. Miller miró aburrido a Schneider y volvió los ojos hacia el fuego.
—¿No me habéis oído, maldita sea? —gritó Schneider.
Miller se volvió, despacio.
—Has dicho que estabas harto de comer carne. Mañana Charley nos hará unas sabrosas alubias.
—No quiero alubias ni tocino ni galletas amargas —dijo Schneider—. Lo que quiero es un poco de verde y unas patatas; y quiero una mujer para mí solo.
Los demás guardaron silencio. En la lumbre un brote estalló lanzando al aire una lluvia de chispas, algunas de las cuales fueron a parar a la ropa de los hombres, que se las sacudieron.
Schneider se calmó un poco.
—Llevamos dos semanas aquí —dijo—, o sea cuatro días más de lo previsto. Y la caza ha sido buena. Ya tenemos más pieles de las que podemos llevar de regreso. ¿Qué tal si nos largamos mañana?
Miller le miró como quien mira a un desconocido.
—No hablas en serio, ¿verdad, Fred?
—Pues claro que hablo en serio —respondió Schneider—. Mira. Charley también tiene ganas de volver, ¿no es verdad, Charley? —El aludido no le miró; enseguida se sirvió más café y añadió whisky hasta el borde del tazón—. Ya estamos en otoño —continuó Schneider, sin dejar de mirar a Charley Hoge—. Las noches cada vez refrescan más. En esta época del año uno nunca sabe qué tiempo puede hacer.
Miller se movió, dirigiendo su intensa mirada hacia Schneider.
—Deja en paz a Charley —dijo sin alzar la voz.
—Muy bien —dijo Schneider—. Pero aun suponiendo que nos quedemos aquí, ¿cómo vamos a transportar todas esas pieles?
—¿Las pieles? —preguntó Miller, momentáneamente inexpresivo—. ¿Las pieles…? Pues cargaremos las que podamos y las otras las dejaremos; cuando llegue la primavera podemos venir a buscarlas. Es lo que dijimos en Butcher’s Crossing.
—Entonces, ¿pretendes que nos quedemos hasta que acabes con toda la manada?
—Sí, aquí nos quedamos —dijo Miller.
—Estás chiflado.
—Serán diez días más —dijo Miller—. Como mucho dos semanas. Habrá margen de sobra antes de que empiece el mal tiempo.
—Toda la maldita manada —exclamó Schneider, meneando la cabeza—. Estás loco. ¿Qué intentas hacer? No puedes matar a todos los bisontes de esta maldita región.
Los ojos de Miller se pusieron vidriosos; miró a Schneider como si no estuviera allí. Un momento después el velo desapareció de sus ojos, Miller parpadeó y volvió la cara hacia el fuego.
—No servirá de nada hablar de esto, Fred. Yo soy el jefe de la partida y ya lo tengo decidido.
—Está bien, maldita sea —dijo Schneider—. Pero que conste que la responsabilidad es tuya.
Miller asintió con indiferencia, como si ya no le interesara lo que Schneider tuviera que decir.
El otro recogió furioso su petate y se alejó unos pasos. Luego lo tiró al suelo y volvió.
—Solo una cosa más —dijo.
Miller levantó la cabeza, ausente.
—¿Sí?
—Hace algo más de un mes que salimos de Butcher’s Crossing.
—Ya. ¿Y? —dijo Miller.
—Que quiero mi paga —dijo Schneider.
—¿Qué? —Miller le miró desconcertado.
—La paga —dijo Schneider—. Sesenta dólares.
Miller frunció el entrecejo; sonrió.
—¿Tienes pensado gastártela pronto, Fred?
—Eso no te importa —respondió Schneider—. Tú dame la paga, tal como acordamos.
—Está bien. —Miller se volvió hacia Andrews—. Will, ¿quieres darle sus sesenta dólares al señor Schneider?
Andrews se desabrochó un botón de la camisa y sacó unos billetes de su cinturón del dinero. Contó sesenta dólares y le pasó el dinero a Schneider, que lo cogió, se acercó al fuego, se puso de rodillas y empezó a contarlo. Luego se metió los billetes en un bolsillo y fue hasta donde había dejado el petate. Lo cogió del suelo y se perdió de vista en la oscuridad. Los tres hombres que estaban alrededor de la lumbre oyeron ramas que se partían y murmullo de agujas de pino cuando Schneider colocó el petate en el suelo. Siguieron atentos hasta que su respiración se fue aquietando, y poco después le oyeron roncar. Nadie dijo una palabra. Al poco rato, se acostaron también los tres. Por la mañana, al despertarse, una fina capa de escarcha cubría la hierba del valle.
Ya de pie, Miller contempló el valle escarchado y dijo:
—La hierba se les está acabando. Intentarán pasar por el desfiladero y seguir hacia el llano. Tendremos que traerlos hacia acá.
Y eso hicieron. Cada mañana iban derechos al encuentro de los bisontes y los empujaban poco a poco hacia las montañas de más al sur. Pero ese ataque frontal no pasaba de ser una táctica dilatoria; por la noche los bisontes pacían mucho más allá del punto al que habían sido forzados a volver el día anterior. El grupo principal estaba cada día más cerca del desfiladero por donde había accedido al valle de montaña semanas antes.
A medida que los bisontes, siguiendo su instinto, se empeñaban en alejarse del valle, la matanza se hacía más intensa. De por sí reservado y parco en palabras, Miller se obsesionó cada vez más con la matanza; incluso por la noche, en el campamento, ya ni siquiera utilizaba la voz para expresar sus necesidades más primarias; pedía café señalando simplemente la cafetera, gruñía cuando alguien pronunciaba su nombre, impartía las instrucciones a base de escuetos gestos de manos y brazos, sacudiendo la cabeza o gruñendo por lo bajo. Iba a cazar con dos escopetas, y tantos eran los disparos que los cañones de ambas llegaban casi al punto de arder.
Schneider y Andrews tenían que darse más prisa en despellejar los animales que Miller iba dejando tirados en el suelo; casi nunca terminaban la tarea antes de ponerse el sol, y en consecuencia cada mañana se levantaban antes del amanecer para bregar con el duro cuero de unos bisontes tiesos. Durante el día, mientras sudaban, cortaban y arrancaban en un esfuerzo desesperado por no rezagarse, oían cómo el rifle de Miller quebraba el silencio de manera inexorable, insistente, monótona, hasta dejarlos desquiciados y con los nervios a flor de piel. Por la noche, cuando los dos volvían agotados hacia el resplandor rojizo que señalaba la posición del campamento en la oscuridad, encontraban a Miller junto al fuego, encorvado, el gesto ausente; salvo por la mirada, estaba tan quieto y desprovisto de vida como los bisontes a los que mataba. Incluso había dejado de limpiarse la pólvora que se le pegaba a la cara al disparar; ahora el polvillo negro parecía formar parte de su piel como si estuviera grabado en ella, una máscara que resaltaba el furibundo y penetrante brillo de sus ojos.
Poco a poco la manada fue quedando diezmada. Hasta donde alcanzaba la vista, el valle era una alfombra de cadáveres de bisontes, cuerpos despellejados que desprendían un hedor rancio al que Andrews, sin embargo, se había acostumbrado hasta el extremo de no notarlo apenas; el resto de los animales pululaba tranquilamente entre los despojos de sus congéneres, mordisqueando hierba salpicada de sangre marronácea seca. Su conciencia de que el tamaño de la manada disminuía se sumó a la de no haberse planteado hasta entonces qué pasaría cuando no quedara ningún bisonte en pie. A diferencia de Schneider, Andrews sabía, sin ningún género de duda e ignorando el porqué, que Miller no se marcharía por propia voluntad del valle mientras quedara un solo bisonte con vida. Había medido el tiempo —y calculado el momento y el lugar de marcharse— por el tamaño de la manada, y no, como había hecho Schneider, por días contados que se sucedían sin ton ni son, el siguiente idéntico al anterior. Pensó en el momento de cargar las pieles al carro, de enganchar los bueyes —que empezaban a engordar debido a la escasa actividad y a la suculenta hierba del valle—, descender de las montañas y cruzar la gran llanura hasta Butcher’s Crossing. Pero no conseguía imaginar qué pensaba. Se dio cuenta, no sin sorpresa, de que el mundo que existía fuera de aquel sinuoso valle rodeado de roca viva se había desvanecido de su memoria; no conseguía recordar la montaña por la que tanto les había costado subir, ni la gran llanura donde habían padecido sed, ni Butcher’s Crossing, de donde había partido hacía solo unas semanas. El mundo exterior le venía a la mente de manera repentina y borrosa, como si lo estuviera soñando. Una parte muy importante de su vida estaba transcurriendo en aquel valle de montaña; y cuando lo contemplaba —el lecho llano, la exuberante hierba de un verde pajizo, las murallas donde crecían pinos de ramaje verde oscuro entreverado del dorado rojizo de los álamos temblones, los picos y crestas rocosas, todo ello bajo la cúpula intensamente azul de aquel cielo parco de aire—, le parecía que los contornos del lugar fluían bajo su mirada, que eran sus ojos los que daban forma a cuanto veía, dando al mismo tiempo forma y lugar a su propia existencia. Andrews no se concebía ya a sí mismo fuera de aquel entorno.
El vigésimo quinto día en las montañas, se levantaron tarde. Desde hacía unos cuantos días la matanza se había ralentizado un poco; al cabo de más de tres semanas, los bisontes parecían haber intuido por fin la presencia de sus asesinos y reaccionado vagamente a ello. La manada empezó a dividirse en grupos poco numerosos; rara vez podía Miller matar más de diez o doce de una tacada, de modo que perdían mucho tiempo yendo de una manada a otra. Pero aquella sensación de urgencia de los primeros días había desaparecido; quedaban menos de trescientos bisontes de los cerca de cinco mil ejemplares originales. A estos trescientos restantes los acechaba Miller con más ahínco y con inexorable lentitud, como si así saboreara mejor el proceso de liquidar a la manada entera. El vigésimo quinto día se levantaron sin prisa, y después de tomar el desayuno todavía estuvieron un rato sentados en torno al fuego dejando que se les enfriara el tazón. Aunque no podían verlo más allá del espeso pinar que les cubría la espalda, el sol había asomado a la sierra del lado oriental; a través de los árboles enviaba una tenue bruma de luz que formó un halo alrededor de los tazones de café, atenuando sus contornos y haciéndolos refulgir en la semipenumbra. El cielo era de un azul intenso, no había ni una nube; de las hondonadas en la amplia llanura y las grietas en la ladera se elevaban etéreas brumas solo visibles cuando envolvían la roca y los árboles suavizando sus perfiles. El día prometía calor.
Tras terminar el café, haraganearon por el campamento mientras Charley Hoge sacaba a los bueyes del corral de ramas de álamo y los enganchaba al carro vacío. Las pieles que Andrews y Schneider habían puesto a secar clavadas en el suelo, debían de estar ya a punto para ser recogidas.
Schneider se rascó la barba, enmarañada como la paja húmeda, y estiró con pereza los brazos.
—Hoy vamos a sudar —dijo, señalando hacia el cielo diáfano—. Puede que ni siquiera caiga una gota. —Se volvió a Miller—. ¿Cuántos bisontes crees que quedarán? ¿Un par de cientos?
Miller asintió con la cabeza y carraspeó.
—¿Podremos acabar con todos —continuó Schneider— en tres o cuatro días más?
Miller le miró entonces, como si acabara de darse cuenta de que el otro le estaba hablando, y dijo con brusquedad:
—Sí, Fred, tres o cuatro días más.
—Vaya por Dios —dijo alegremente Schneider—. No sé si duraré tanto. —Le dio un codazo a Andrews—. ¿Usted qué dice? ¿Podrá aguantar?
Andrews sonrió.
—Pues claro —respondió.
—Un buen fajo de billetes, comida y mujeres hasta hartarse —dijo Schneider—. ¡Esto sí que es vida!
—Vamos —dijo Miller, impaciente—. Charley está enganchando los bueyes. Pongámonos en marcha.
Los cuatro hombres se alejaron con lentitud del campamento. Miller precedía al carro montado en su caballo; Andrews y Schneider arrollaron las riendas a sus respectivas sillas de montar y dejaron que los caballos trotaran a su aire detrás del carro. Los bueyes, a los que la inactividad había tornado irritables y perezosos, no avanzaban al unísono, y el silencio de la mañana se vio interrumpido por las maldiciones que les gritaba Charley Hoge.
Media hora después la pequeña procesión llegó al punto en donde tres semanas atrás había sido abatido y despellejado el primer bisonte. La carne de los cadáveres estaba seca, y tan dura como el pedernal; había señales de que los lobos se habían cebado en ella, antes de sucumbir o ser ahuyentados por la estricnina de Charley Hoge; allí donde la carne estaba desgarrada, los huesos se veían blancos y brillantes, como si los hubieran pulido. Andrews miraba al frente, hacia el interior del valle; por todas partes veía bisontes muertos, montículos oscuros. Sabía que, cuando llegara el verano, los buitres habrían dado cuenta de la carne, o se habría podrido por la acción de los elementos; trató de imaginarse el aspecto del valle, repleto de huesos blancos. Sintió un escalofrío pese a que el sol calentaba de firme.
Al poco rato eran tantos los cadáveres que Charley Hoge no podía conducir el carro en línea recta; tuvo que apearse y guiar a los bueyes serpenteando entre los cuerpos. Aun así, las grandes ruedas del carro pasaban a veces por encima de la pata estirada de un bisonte y el carromato se balanceaba. El creciente calor no hacía sino aumentar la omnipresente pestilencia de la carne putrefacta; los bueyes mostraban su rechazo, mugían sin parar y sacudían de tal manera la cabeza, que Charley Hoge se veía obligado a apartarse de ellos.
Cuando por fin llegaron a un trecho más abierto donde todo eran pieles extendidas en el suelo y cadáveres frescos, Andrews y Schneider descabalgaron. A fin de trabajar sin que les molestara la horda de pequeñas moscas negras que pululaban cerca de la fétida carne, se anudaron pañuelos grandes en torno a la mitad inferior de la cara.
—Hoy vamos a sudar la gota gorda —dijo Schneider—. Mirad ese sol.
Sobre los árboles de más al este, el sol era un globo al rojo. Andrews no pudo mirarlo directamente; sin niebla ni nubes que lo velaran, caía a plomo, secando al momento el sudor en manos y cara. Andrews paseó la vista por el cielo, y el azul le sirvió de bálsamo contra la quemazón que sentía tras esa breve mirada al sol. Hacia el sur había aparecido una pequeña nube blanca; parecía pintada justo encima de los picos.
—No nos entretengamos —dijo Andrews, dando un puntapié a una de las estaquillas que sujetaban un cuero al suelo—. Esto no tiene pinta de que vaya a refrescar.
Al cabo de algo más de una milla observaron un ligero movimiento entre la extensión de cadáveres; una pequeña manada se dirigía lentamente hacia ellos a medida que pastaban. Miller tiró con brusquedad de las riendas de su caballo y se alejó al galope; los otros tres seguían ocupados con las pieles.
Mientras Andrews y Schneider las recogían, Charley Hoge guiaba a los bueyes de manera que ninguno de sus compañeros tuviera que dar más de dos o tres pasos para lanzar los cueros al carromato. Poco rato después el rifle de Miller sonó en la lejanía; alzaron los tres la cabeza y se quedaron un instante escuchando; luego reanudaron la tarea de desclavar las pieles y lanzarlas al carro en movimiento, pero más despacio, al ritmo que marcaban los disparos de Miller. Cuando el sonido cesó, hicieron una pausa y se sentaron en el suelo, jadeando.
—No parece que vayamos a tener mucho trabajo esta mañana —dijo Schneider sin resuello, señalando en la dirección de los disparos—. Yo diría que solo ha cazado doce o catorce.
Andrews asintió y se echó hacia atrás, descansando sobre los codos y los antebrazos; se quitó el pañuelo rojo de la cara para que la piel pudiera aprovechar la ligera brisa que acababa de levantarse. Las punzadas en la cabeza fueron remitiendo a medida que la brisa se convertía en viento y le refrescaba. Unos quince minutos más tarde oyeron más detonaciones.
—Ha encontrado otra pequeña manada —dijo Schneider, poniéndose de pie—. Más vale que no nos rezaguemos.
Pero mientras volvían a su tarea, advirtieron que los disparos no se sucedían con regularidad, proporcionándoles un ritmo con el que arrancar las estaquillas a puntapiés, levantar las pieles y lanzarlas al carro. Oyeron varios disparos muy seguidos, casi en ráfaga; después un silencio de varios minutos, seguido de otra breve ráfaga de disparos. Andrews y Schneider se miraron perplejos.
—Esto no me gusta —dijo Schneider—. Quizá es que se han puesto nerviosos.
Los disparos muy seguidos dieron paso a un breve atronar de pezuñas en movimiento, y a lo lejos vieron la pequeña nube de polvo producida por los bisontes a la carrera. Después de otra tanda de disparos, los hombres observaron cómo la nube de polvo se desviaba hacia el interior del valle. Al cabo de unos minutos oyeron otro rumor de cascos, y un poco más al este de donde se había producido la primera estampida vieron otra nube de polvo. De nuevo les llegó el sonido de los disparos de Miller en rápida sucesión, y una vez más la nube de polvo viró, rebasando el punto del que había partido en primer lugar.
—Miller tiene problemas —dijo Schneider—. A esos bisontes les pasa algo.
En el tiempo que los hombres habían estado parados escuchando los disparos y observando el rastro del polvo en la lejanía, el calor había descendido de manera notable. Una fina bruma se interponía ahora entre ellos y el sol, y el viento había arreciado.
—Vamos —dijo Andrews—. Carguemos esas pieles ahora que hay brisa.
Schneider hizo un gesto con la mano.
—Espera.
Charley Hoge había dejado a los bueyes solos y ahora estaba junto a Schneider y Andrews. De repente les llegó el sonido de unos cascos de caballo en plena carrera; entre los cadáveres de bisonte que sembraban el lecho del valle apareció Miller galopando hacia ellos. Al llegar a la altura de los que estaban esperando, frenó con tanta brusquedad a su caballo que se empinó moviendo las patas en el aire.
—Intentan salir del valle. —La voz de Miller sonó como un graznido—. Ahora son diez o doce pequeñas manadas, y yo solo no puedo hacerlas volver. Necesito ayuda.
Schneider resopló con desdén.
—Vamos, hombre —dijo—. Déjalo ya. Si solo quedan un par de cientos…
Miller no le miró.
—Will —dijo—, tú monta y espérame allí. —Señaló hacia el oeste, a un punto a doscientas o trescientas yardas de la ladera—. Fred, tú ve hacia allá… —Señaló en la dirección contraria, al este—. Yo me quedaré en el medio. Si se os acerca una manada —añadió—, desviadla; solo tenéis que dispararles un par de veces y girarán.
—No —dijo Schneider—. Si se han dispersado en pequeñas manadas, no podemos hacerlos volver a todos.
—No lo harán todos a la vez —dijo Miller—. Vendrán de dos en dos o de tres en tres. Podemos hacerlo.
—Ya, pero ¿para qué? —dijo casi gimiendo Schneider—. ¿Se puede saber para qué? No te vas a morir por dejar que se larguen unos cuantos.
—Daos prisa —dijo Miller—. Van a empezar de un momento al otro.
Schneider levantó las manos en un gesto de impotencia, se encogió de hombros y fue hacia su caballo; Miller picó espuelas y se alejó. Andrews montó en su caballo, y cuando ya se disponía a dirigirse hacia el punto que Miller le había señalado, giró hacia el carro. Charley Hoge había montado ya en él.
—¿Tienes un rifle, Charley? —le preguntó Andrews.
Charley Hoge asintió nervioso, se volvió en el pescante y sacó una escopeta pequeña de debajo del asiento.
—Es solo un rifle de aire comprimido —dijo, dándoselo a Andrews—, pero servirá para hacerlos girar.
Andrews se alejó hacia la ladera de la montaña; puso a su caballo mirando hacia donde aparecerían los bisontes y esperó. Vio a Miller apostado en mitad del valle, estaba inclinado hacia el frente en su silla, atento a las pequeñas manadas que los otros no podían ver. Al otro lado de Miller, y empequeñecido por la distancia, estaba Schneider; parecía dormido encima de su silla de montar. Andrews miró de nuevo hacia el sur y aguzó los oídos esperando percibir el rumor de un inicio de estampida.
No oyó más que el suave silbido del viento; las orejas le cosquilleaban de frío. El extremo meridional del valle empezaba a suavizarse bajo la fina niebla que bajaba de las cumbres; la pequeña nube que había estado suspendida sobre los picos del sur se extendía ahora sobre la linde del valle; su cara inferior era de un gris sucio, y más arriba el sol iluminaba un vapor blanco que se enroscaba sobre sí mismo ante el impetuoso viento que en el valle, a ras de tierra, no llegaban a notar.
De pronto el suelo tembló; el caballo de Andrews dio unos pasos hacia atrás y amusgó las orejas, atemorizado. Andrews miró un momento hacia los picos del sur, creyendo haber oído un trueno, pero el estruendo continuaba bajo sus pies. A lo lejos, delante de él, vio levantarse una nubecilla de polvo que se desvaneció tan rápido como había surgido. Pero entonces, de la parte que quedaba en sombras, aparecieron los bisontes. Corrían con inverosímil rapidez, no en línea recta hacia él sino dando bruscos virajes, como si esquivaran obstáculos invisibles a medida que corrían, y daban esos caprichosos virajes como si la manada entera —alrededor de unos treinta o cuarenta animales— fuera un solo bisonte con una sola cabeza pensante, una sola voluntad: iban todos a una, ningún animal rompía el grupo compacto.
Andrews permaneció inmóvil y rígido sobre el caballo; sintió el impulso de dar media vuelta y huir de la estampida. Le costaba creer que un par de disparos de la pequeña escopeta que sostenía sobre el brazo derecho llegaran a ser oídos, o percibidos siquiera, por la tremenda fuerza que se precipitaba hacia él con semejante velocidad, brío y determinación; le costaba creer que eso los hiciera dar media vuelta. Giró el torso moviendo el cuello rígido para poder ver a Miller. Allí estaba, quieto sobre su silla de montar, mirando hacia Andrews. Momentos después Miller gritó algo, pero el sonido de su voz quedó ahogado por el creciente rumor de la estampida; luego señaló hacia los bisontes, haciendo un gesto con el brazo como si les tirara piedras.
Andrews hincó los talones en los flancos de su caballo; el animal avanzó unos pasos y se detuvo, tirando de las ancas hacia atrás. Con algo parecido al miedo y la desesperación, Andrews le clavó otra vez los talones, al tiempo que golpeaba la grupa del caballo con la culata del rifle. El caballo salió disparado hacia delante y casi lo tiró al suelo; galopó alocadamente un corto trecho, mascando el bocado que Andrews sujetaba demasiado corto; luego, serenado por su propio galopar, trotó con naturalidad hacia la manada. Por un momento Andrews no pudo ver hacia dónde iba, pues lagrimeaba a causa del viento.
Su visión se despejó. Los bisontes estaban a menos de trescientas yardas, siempre virando hacia aquí y hacia allí, pero dirigiéndose a él. Andrews se llevó el rifle al hombro, sintiendo la culata fría contra la mejilla. Disparó una vez hacia el grueso de la manada; casi no oyó el disparo entre el retumbo de la estampida. Disparó de nuevo. Un bisonte trastabilló y cayó a tierra, pero los otros pasaron sobre él como agua que corre. Disparó una tercera vez y otra más. De pronto la manada giró hacia la izquierda de Andrews, cruzando el valle en dirección a Miller. Andrews espoleó a su caballo y corrió paralelo a la manada, disparando hacia el grueso de ella. Poco a poco los bisontes empezaron a girar, sin aflojar el paso, hasta dirigirse de nuevo hacia el punto del que venían.
Andrews tiró de las riendas para frenar a su caballo; jadeando, miró hacia el grupo que se alejaba y escuchó cómo el estruendo se perdía en la distancia. Entonces, mezclado con ese ruido, le llegó otro muy similar. Miró hacia el otro lado del valle. Una manada ligeramente menos numerosa que la primera corría hacia Schneider. Vio cómo disparaba y seguía a la manada conforme viraba y la hacía volver por donde había venido.
En total, entre los tres pararon seis avalanchas de bisontes. Cuando por fin el silencio se impuso en el valle, y tras esperar unos minutos por si se producía una nueva estampida, Miller les hizo señas para que se reunieran con él.
Andrews y Schneider fueron hacia allí, con los caballos al paso a fin de poder oír una advertencia si los bisontes cargaban otra vez. Miller miraba hacia donde los animales se habían alejado.
—Buen trabajo —dijo—. Ya no intentarán dispersarse como antes.
Un temblor de júbilo que no alcanzó a entender recorrió a Andrews.
—Si no lo veo, no lo creo —le dijo a Miller—. Casi parecía que estuvieran actuando todos a una, como si lo hubieran planeado. —Tenía la sensación de haber descubierto algo. Había despellejado cientos de bisontes, matado a unos pocos; había comido su carne y olido su pestilencia, se había empapado de su sangre; pero no había pensado realmente en el bisonte como hasta ese momento—. ¿Hacen estas cosas muy a menudo?
Miller meneó la cabeza.
—Más vale que no intentes entenderlos; es imposible saber por dónde van a salir. Cazo bisontes desde hace veinte años y no lo sé. Los he visto saltar de un risco como si nada y amontonarse a cientos, a miles, en el fondo de una garganta, sin que hubiera motivo aparente. Los he visto asustarse por un cuervo, y he visto hombres caminar entre una manada sin que los bisontes se movieran ni una pulgada. Si te pones a pensar en lo que harán, te complicas la vida; lo único que se puede hacer es no pensar, lanzarse sobre ellos, matarlos si se puede y no intentar entender nada. —Miller no miraba a Andrews sino hacia el valle, ahora silencioso y vacío a excepción de los pisoteados cuerpos de los bisontes que habían matado—. Bueno, Fred, al menos ha refrescado un poco —le dijo a Schneider—. No nos resultará tan duro trabajar.
—Un momento —dijo Schneider, tenía la vista perdida, y por el gesto de la cabeza parecía estar escuchando algo.
—¿Qué hay? —dijo Miller.
—Marchémonos de aquí. —Schneider se volvió lentamente hacia él. Su voz sonó queda.
Miller torció el gesto, lo miró pestañeando.
—¿Qué pasa?
—No lo sé —dijo Schneider—. Pero hay algo. Algo no me acaba de gustar.
Miller resopló.
—Te asustas más rápido que los bisontes. Vamos, aún quedan muchas horas de luz. Dentro de un rato se habrán calmado y podré tumbar unos cuantos antes de que anochezca.
—Escuchad —dijo Schneider.
Se quedaron los tres inmóviles en las sillas de montar, tratando de oír algo que desconocían. El viento había cesado, pero el aire seguía siendo frío. No oyeron más que silencio; ni murmullo de ramas ni canto de pájaros. Uno de los caballos resopló; alguien hizo crujir la silla al moverse. Miller, ansioso por romper el silencio, se palmeó una pierna y, volviéndose hacia Schneider, dijo en alta voz:
—Qué demonios…
Pero no continuó. El brazo estirado de Schneider, la mano y un dedo que parecía señalar a ninguna parte, le conminaron al silencio. Andrews los miró alternativamente, desconcertado, pero de pronto sus ojos se detuvieron en un punto entre los dos hombres. En el aire, cayendo despacio, como una pluma, vio un gran copo solitario de nieve. Y estaba mirándolo cuando apareció otro más, y un tercero.
Una sonrisa bailó en sus labios, y un momento después notaba que le subía a la garganta una carcajada nerviosa.
—¡Pero si está nevando! —rió, mirando de nuevo a los otros dos—. Quién habría pensado esta mañana que…
Se calló de golpe. Ni Miller ni Schneider le miraron, tampoco pareció que le hubieran oído hablar. Tenían el gesto tenso y la cara vuelta hacia el cielo cada vez más encapotado, de donde la nieve empezaba a caer de firme. Andrews miró a Charley Hoge, que estaba inmóvil en el pescante del carro, a unas yardas de los otros. También él miraba hacia lo alto; tenía los brazos cruzados sobre el pecho y sus pupilas giraban con rapidez, pero no movió la cabeza ni separó los brazos.
—En marcha —dijo Miller por lo bajo, mirando todavía al cielo—. Con un poco de suerte lo conseguiremos antes de que esto empeore.
Hizo girar a su caballo y se dirigió hacia el carro. Una vez allí, inclinándose en su silla, sacudió con brusquedad a Charley Hoge por el hombro.
—En marcha, Charley.
Al principio, Charley Hoge no pareció apercibirse de la presencia de Miller; cuando volvió la cabeza para mirarle, no reconoció aquella cara grande y negra y barbuda, que los copos al derretirse hacían brillar. Por fin enfocó la vista y, con voz temblorosa, dijo:
—Me aseguraste que no habría problemas. —Su voz cobró fuerza, se tornó acusadora—. Dijiste que podríamos hacerlo antes de que llegaran las nieves.
—Tranquilo, Charley —dijo Miller—. Hay tiempo de sobra.
La voz de Charley Hoge subió de volumen:
—Te dije que no quería venir. Yo te…
—¡Charley! —le gritó Miller. Y luego, en voz más baja—: Estamos perdiendo tiempo. Haz girar a los bueyes y volvamos al campamento.
Charley Hoge le miró, balbuciendo palabras que no llegaron a convertirse en sonidos articulados. Luego alcanzó el látigo de detrás de su asiento, lo agarró por la gruesa empuñadura y lanzó el largo cuero trenzado hacia delante, donde silbó sobre las orejas de los dos primeros bueyes; el miedo le hizo calcular mal, y la punta del látigo sacó sangre a la oreja del buey de la derecha. El animal sacudió la cabeza y echó a andar, arrastrando consigo el sorprendido peso de los otros bueyes. Por un momento, la yunta se descontroló, cada animal tirando a su aire y en distintas direcciones, pero al final adoptaron un ritmo acompasado. Charley Hoge hizo restallar de nuevo el látigo y las bestias empezaron a trotar con pesadez, sin que él se molestara en hacerlas sortear los cuerpos de los bisontes. Las ruedas del carro, al pasar por encima, inclinaban la plataforma y algunas pieles tiesas se deslizaban hasta el suelo; nadie se detuvo para recogerlas.
Los tres hombres a caballo iban pegados al carro, tirando fuerte de las riendas para impedir que sus monturas salieran disparadas. Al cabo de unos minutos el aire estaba blanco de nieve; a ambos lados se adivinaba el verde velado de las laderas, pero el campamento no era visible delante de ellos. Los pinos a cada lado del lecho del valle les servían de guía. Andrews se esforzaba por divisar el campamento pero todo lo que veía eran copos de nieve girando en lento e ininterrumpido descenso; le venían constantemente a la cara, y si fijaba en ellos la vista, la cabeza le daba vueltas como si estuviera mareado. Decidió concentrarse en el carro, y la nieve se convirtió entonces en una bruma que lo aislaba de los demás hombres, a los que solo veía como figuras borrosas. Las manos, aferradas al pomo de la silla sujetando las riendas mientras el caballo trotaba como podía entre el campo de cadáveres, se le enrojecían con el frío; intentó meter una en un bolsillo del pantalón, pero el tacto doloroso de la tela áspera y tiesa le hizo sacar otra vez la mano a la intemperie.
En pocos minutos el suelo estaba ya blanco; las ruedas del carro dejaban atrás dos finas cintas paralelas de oscuridad. Andrews volvió la cabeza y pudo ver que, segundos después, las roderas empezaban a llenarse otra vez de nieve, de tal manera que no era posible saber dónde estaban; a pesar de que se movía y de que el carromato se balanceaba a su lado, Andrews tenía la sensación de no estar yendo a ninguna parte, de que estaban atrapados en una inmensa noria: giraban, pero sin ganar terreno.
La brisa, que había amainado al iniciarse la nevada, soplaba otra vez; les lanzaba los copos a la cara, y los hombres se veían obligados a entrecerrar los ojos. A Andrews empezaron a dolerle las mandíbulas; se dio cuenta de que desde hacía un rato tenía los dientes muy apretados; los labios, desnudando su dentadura en una mueca sin sentido, le dolían debido al frío que se incrustaba en las diminutas grietas de la carne viva. Intentó relajar las mandíbulas y agachó la cabeza, encorvado contra el frío que le calaba a través de las finas prendas. Arrolló las riendas en torno al cuerno de su silla y se agarró con ambas manos, dejando que el caballo buscara su propio camino.
Con el arreciar del viento, la nieve empezó a caer a ráfagas tupidas. Andrews perdió un momento de vista el carro y a los otros hombres, y una vaga sensación de pánico le hizo alzar la cabeza; a su izquierda, entre el ulular del viento, oyó el crujir de las ruedas. Dirigió a su caballo en aquella dirección y un momento después distinguió la voluminosa forma del carro bamboleándose sobre el terreno desigual y la silueta encorvada de Charley Hoge, que daba tumbos en el pescante mientras azotaba el aire con el látigo; el húmedo chasquido le llegó a Andrews opaco y amortiguado por la ventisca.
Ahora el viento soplaba con más fuerza todavía. Bajaba aullando de las montañas y convertía los copos de nieve en punzantes perdigones; levantaba la nieve del suelo para esparcirla de nuevo como una cortina blanca; remetía el polvillo helado en los intersticios de la ropa que llevaban, donde se fundía al contacto con el calor de sus cuerpos; y endurecía la humedad de forma que la ropa les pesaba y se ponía rígida y les enfriaba la carne. Andrews ya no sentía las manos, siempre aferradas al pomo de la silla. Levantó una y la flexionó, se golpeó con ella una pernera del pantalón hasta que empezó a dolerle mucho; luego hizo lo mismo con la otra. Pero ya tenía la primera entumecida. Un montoncito de nieve se fue formando en la silla, allí donde sus piernas dibujaban una V.
Oyó un grito débil entre la ventolera; delante de él apareció de repente el carro; su caballo paró en seco, lanzándolo hacia delante. Volvió a oír el grito y pensó que alguien le llamaba. Pasó junto al carro, encorvado contra el viento y abriendo más los ojos para dar con quien le había llamado. Miller y Schneider, muy juntos sus caballos y encarando el vendaval, esperaban en la parte delantera del carro. Al llegar a su altura, Andrews vio a Charley Hoge acurrucado entre los caballos de los dos hombres, de espaldas al viento.
Con rígidos movimientos, la cara mirando al suelo de modo que el ala de sus sombreros les golpeaba las mejillas, los dos hombres desmontaron y, agachándose para contrarrestar la fuerza del viento, inclinados los cuerpos, fueron hacia Andrews; Miller le hizo señas para que se apeara. Al desmontar, Andrews trastabilló empujado por el viento, con un pie momentáneamente enganchado aún en el estribo.
Miller se le acercó como pudo, lo cogió por los hombros y acercó su barbuda cara —que ahora estaba tiesa y helada allí donde la nieve se había fundido y congelado— al oído de Andrews.
—Vamos a dejar el carro aquí —gritó—; nos hace ir muy despacio. Tú agarra los caballos mientras Fred y yo desenganchamos la yunta.
Andrews asintió con la cabeza y tiró de las riendas mientras iba hacia los otros caballos. El suyo se resistió, y casi le arrancó las riendas de su entumecida mano. Andrews dio un tirón fuerte y el caballo le siguió. Sin soltar las riendas, rebuscó entre la nieve, que se arremolinaba en torno a sus pies como por efecto de una explosión, hasta que encontró las riendas atadas de los otros dos caballos. Al enderezarse, Charley Hoge, que estaba de espaldas a él, se volvió; tenía el muñón remetido en su fina chaqueta y con el brazo bueno lo presionaba contra el cuerpo, doblado casi por la cintura. Charley Hoge le miró un momento sin verle; sus ojos claros estaban abiertos y no parpadeaban a pesar del viento y de la nieve; los tenía desenfocados. La boca y los labios no paraban quietos, agitando el bigote y la barba de manera espasmódica. Andrews gritó su nombre, pero el viento se llevó las palabras de sus labios; los ojos de Charley Hoge no se movieron. Andrews se acercó un poco más; pasándose las tres riendas a una mano, le tocó el hombro con la otra. Charley Hoge retrocedió de un salto, despavorido, los ojos vidriosos todavía y los labios en constante movimiento. Andrews gritó de nuevo:
—No pasa nada, Charley. No pasa nada.
Apenas podía oír lo que el otro repetía sin cesar, hablando hacia el viento, la nieve, el frío:
—Dios, ayúdame. Cristo Nuestro Señor, ayúdame. Dios, ayúdame.
Al oír un ruido sordo a su espalda, Andrews se volvió; un bulto oscuro, borroso, surgió del blanco entorno y pasó con torpeza por su lado. Miller y Schneider acababan de desenganchar el primero de los bueyes. Mientras la forma se perdía de vista, engullida por la blancura, los caballos que Andrews sujetaba se encabritaron. El brusco movimiento lo pilló por sorpresa, y antes de que pudiera tirar de las riendas hacia abajo, uno de los caballos rozó con el vientre a Charley Hoge, lanzándolo al suelo. Sin querer, Andrews hizo ademán de acercarse, y en ese momento los tres caballos se movieron al unísono, tirando de él y haciéndole perder el equilibrio; Andrews notó que sus talones se elevaban, y un momento después caía de bruces. A pesar del golpe, consiguió no soltar las riendas. Tendido en la nieve, miró sonriendo como un tonto las manos casi moradas que todavía sujetaban las finas tiras de cuero. Vio volar nieve a su alrededor y comprendió que su cabeza corría peligro de ser aplastada por los cascos que los caballos alzaban y bajaban sin cesar; fue entonces cuando por fin se dio cuenta, casi sin sorpresa, de que estaba siendo arrastrado por el suelo.
Hizo contrapeso hasta que consiguió remeter las rodillas bajo el abdomen; luego, tirando con fuerza de las riendas, pudo adelantarlas para resbalar sobre ellas mientras echaba el torso hacia atrás. La pata trasera de uno de los caballos le rozó el hombro y Andrews casi cayó de costado, pero recuperó el equilibrio y se irguió de nuevo, dando un salto desesperado con las piernas, trastabillando hasta ponerse de pie y correr un trecho detrás de los caballos. Luego hincó los talones en el suelo nevado y dio un fuerte tirón a las riendas; notó que los caballos lo arrastraban a menor velocidad. Sus talones se hundieron en la hierba cubierta de nieve y araron la tierra de debajo; los caballos aminoraron el paso hasta detenerse. Andrews jadeaba; tenía en los labios la misma sonrisa tonta, aunque le temblaban las piernas y en sus brazos no quedaba fuerza. Entonces se volvió para mirar.
Lo vio todo blanco. El carro, los bueyes, los otros hombres: todo había desaparecido de su vista. Aguzó el oído confiando en que algún sonido lo orientara, pero el ulular del viento fue lo único que pudo oír. Se dejó caer de rodillas y miró el sendero que había abierto con los pies en la nieve: se veía apenas un surco estrecho y poco profundo. Desanduvo el camino tirando de los caballos, agachado y apartando la nieve con la mano libre. Un trecho más adelante, el rastro empezó a llenarse de blanco hasta desaparecer. Andrews trató de seguir la dirección en que creía haber sido arrastrado por los caballos; confiaba en que habrían corrido en línea recta desde las cercanías del carro, pero no estaba seguro. De vez en cuando lanzaba un grito, pero el viento le arrancaba la voz de los labios y se la llevaba consigo hacia atrás. Se apresuró trastabillando por la nieve; el entumecimiento en manos y pies invadía su cuerpo. Miraba a un lado y a otro; intentaba caminar despacio y con regularidad a fin de conservar las fuerzas, pero las piernas se movían a bruscas sacudidas, entre el paso ligero y la carrera. Los caballos, cuyas riendas sujetaba, parecían una carga insoportable pese a que avanzaban dócilmente detrás de él. Tuvo que echar mano de toda su fuerza de voluntad para no soltarse y echar a correr a ciegas. Al cabo, cayó de rodillas, sollozando; con las riendas todavía en su mano derecha, empezó a arrastrarse como pudo.
Oyó un grito a lo lejos, se detuvo y alzó la cabeza. El sonido le llegó de nuevo, esta vez más cerca, desde el lado derecho. Se puso en pie y corrió hacia allí, cambiando los entrecortados sollozos por una risa áspera. De pronto, la forma borrosa del carro surgió del blanco y gris de la ventisca y Andrews vio tres formas acurrucadas allí. Una de ellas se apartó del carro y caminó hacia él. Era Miller. Gritó algo que Andrews no alcanzó a entender y tomó las riendas que este sujetaba todavía. Cuando Andrews las levantó, su mano subió rígida hasta la altura del pecho; se la miró e hizo un intento de aflojar los dedos. No pudo moverlos. Miller le cogió la mano y consiguió arrancarle los dedos de las riendas. Andrews, con la mano ahora vacía, empezó a mover los dedos, abriendo y cerrando la mano, hasta que se le pasó el calambre.
—¿Estás bien? —le gritó Miller al oído. Andrews asintió—. En marcha, pues.
Doblados contra el viento, ambos hombres avanzaron penosamente hacia el carro para reunirse con Charley Hoge y Schneider.
—Yo llevaré a Charley —les gritó Miller a Schneider y Andrews, juntando sus cabezas para que le oyeran—. Vosotros no os alejéis de mí.
Los hombres montaron en los caballos. Miller hizo subir a Charley Hoge detrás de él; este le rodeó la cintura con los brazos y pegó la cara a su espalda, los ojos cerrados y mascullando todavía por lo bajo. Miller se alejó del carro; Andrews y Schneider le siguieron en sus respectivos caballos. Momentos después el carro desaparecía de la vista tras una gruesa cortina de nieve.
Al poco rato dejaban atrás el terreno sembrado de blancos cadáveres. Miller puso su caballo al galope y lo mismo hicieron los otros dos. Debido al paso irregular de los caballos, los hombres daban saltos en las sillas y tenían que agarrarse al pomo para no caerse. De vez en cuando llegaban a un trecho con grandes ventisqueros y los caballos solo podían andar al paso, hundidos hasta las rodillas en la nieve.
El constante torbellino de la nevada había dejado a Andrews sin sentido de la orientación. El gris verde de los pinos que poblaban las laderas a ambos lados del valle, y que antes les había servido de guía, ya no era visible para ninguno de los hombres; más allá de los caballos y de sus jinetes, Andrews no podía ver ninguna señal que le mostrara por dónde iban. Dondequiera que miraba, todo era blanco; tenía la mareante sensación de que daban vueltas en círculo, y de que ese círculo se estrechaba haciéndolos girar con furia sobre un mismo punto central.
Pero Miller continuaba espoleando a su caballo, palmeándole los flancos relucientes de sudor pese al frío cada vez más intenso. Los tres caballos avanzaban muy juntos; con cierta sensación de pánico que no alcanzó a comprender, Andrews vio que Miller iba con los ojos cerrados para protegerlos del vendaval, la cabeza gacha y vuelta hacia un lado, de ahí que Andrews pudiera percatarse incluso en plena galopada. Miller dirigía a su caballo hacia un punto que no podía ver, llevando las riendas cortas; los otros le seguían a ciegas, confiados en la propia ceguera del hombre en cabeza.
De pronto, en medio de la ventisca, apareció ante ellos un oscuro baluarte; era la ladera arbolada, donde la nieve, empujada por el viento, no había podido cuajar. Entrevieron la forma espectral de la chimenea de roca donde habían encendido una lumbre, gris amarillenta ahora entre el blanco de la nieve. Miller aminoró el paso y condujo a los otros hacia el corral que Charley Hoge había construido. Procurando dar la espalda al viento, los cuatro hombres desmontaron y metieron los caballos en el corral, atándolos juntos en el rincón más resguardado. Dejaron las sillas puestas, con los estribos enganchados en los respectivos cuernos para que con el viento no golpearan los costados de los animales. Miller les hizo señas de que le siguieran; doblados casi por la cintura, salieron del corral y fueron hacia donde habían dejado empacadas las pieles de bisonte. Los montones estaban casi cubiertos de nieve; unos se habían desmoronado con la ventolera y yacían a lo largo en el suelo nevado; otros se balanceaban al capricho de las fuertes ráfagas. Andrews vio dos o tres esquinas de pieles que asomaban del suelo y dedujo que pertenecían a una pila que habían dejado sin atar, la mitad de alta que las ya completadas. El viento había desmoronado la mayoría de ellas. Los hombres se quedaron un momento inmóviles, acurrucados muy juntos al lado de una montaña de pieles, mirando.
Andrews sintió un gran cansancio; a pesar del frío, los párpados le pesaban y sus extremidades parecían haber perdido toda la fuerza. Recordó entonces vagamente algo que había leído, o tal vez oído decir, sobre la muerte por congelación. Con un estremecimiento de miedo, se apartó de las pieles en las que se había apoyado un momento y empezó a agitar los brazos, a golpearse los costados, hasta que empezó a notar que la sangre corría por ellos; y comenzó a trotar en círculo, alzando mucho las rodillas.
Miller se apartó del almiar de pieles donde estaba descansando y se interpuso en su camino; sujetando a Andrews con ambos brazos, le dijo en voz alta, la cara pegada a la del otro:
—Estate quieto. Si quieres morir congelado, continúa moviéndote; así lo conseguirás enseguida.
Andrews le miró sin entender.
—Si empiezas a sudar —prosiguió Miller—, en cuanto te quedes quieto un momento, el sudor se te helará en el cuerpo. Tú haz lo que yo diga y no te pasará nada. —Volvió a donde estaba Schneider—. Fred, suelta unas cuantas pieles de esas.
Schneider hurgó en uno de los bolsillos de su chaqueta de lona y sacó una navaja pequeña. Empezó a cortar las tiras heladas de cuero hasta partirlas y sacó varias de las pieles amontonadas. Al instante, el viento levantó media docena de ellas, mandándolas en diferentes direcciones; unas aterrizaron en las ramas de los pinos, otras resbalaron hacia el valle y se perdieron de vista.
—Agarrad tres o cuatro cada uno —gritó Miller, y se lanzó sobre una pequeña pila desalojada del montón grande. Con celeridad, Andrews y Schneider hicieron otro tanto, pero Charley Hoge no se movió. Seguía acurrucado, en cuclillas. Miller reptó por la nieve llevando consigo las pieles hasta el montón que estaba sin atar. Tiró del cuero que Schneider acababa de cortar y extrajo un tramo de la piel de más abajo, allí donde habían pasado la tira de cuero por el pequeño agujero de la que fuera la pata de un bisonte. Cortó el pedazo en otros más pequeños y de longitud similar. Schneider y Andrews se arrastraron por la nieve y observaron lo que hacía.
Con su cuchillo corto, Miller hizo agujeros en cada una de las patas de las pieles que tenía sujetas debajo de él. Luego, juntando dos de las pieles de forma que estuvieran pelo contra pelo, ató las patas con tiras de cuero. Las otras dos pieles las colocó con el pelo mirando hacia el exterior y luego las puso atravesadas, una encima y otra debajo del tosco saco que había fabricado. Cuando tuvo atadas las patas de las dos últimas pieles, en el suelo quedó una burda pero bastante eficaz protección contra la intemperie, una especie de saco con los dos extremos abiertos pero cuyos lados estaban más o menos cerrados. Dentro podían meterse dos hombres y quedar así al resguardo del temporal. Miller arrastró el pesado invento por la nieve, lo metió entre varios de los montones de pieles desmoronados e introdujo uno de los extremos en un banco de nieve que estaba formándose allí. Luego ayudó a Charley Hoge a meterse dentro del saco y volvió a donde estaban Schneider y Andrews. Andrews se levantó un poco del suelo y Miller estiró dos de las pieles que tenía debajo y se puso a atar las patas.
—Esto impedirá que os congeléis —gritó, en medio de la ventolera—. Poneos muy juntos, y sobre todo procurad no mojaros. No estaréis calientes, pero al menos sobreviviréis.
Andrews se puso de rodillas e intentó agarrar los bordes de las pieles para levantarlas y llevárselas a Miller, que estaba terminando la primera fase del refugio, pero tenía los dedos tan entumecidos que no fue capaz de moverlas con precisión. Le quedaron colgando de las manos, moviéndose de aquí para allí sobre el pelo congelado. Dobló entonces las manos por las muñecas, las pasó bajo las pieles a través de la nieve y, como pudo, se puso en pie; sujetándolas contra la parte inferior de su cuerpo, empezó a caminar hacia Miller, pero una ráfaga de viento alcanzó las pieles que llevaba al frente y casi lo levantó en vilo. Cayó otra vez al suelo, cerca de Miller, y empujó las pieles hacia él sobre la nieve.
Schneider no se había movido. Estaba tendido boca abajo sobre su pequeño montón de cueros, mirando a los otros dos; sus ojos brillaron entre la nieve y el hielo adheridos a sus enmarañadas barba y cabellera.
Después de cruzar las pieles, y mientras ataba la última tira de cuero para sujetarlas, Miller le gritó a Schneider:
—¡Vamos! Arrastremos esto hasta donde Charley y yo nos vamos a poner.
Por un momento, entre el blanco del hielo y la nieve en su cara, los labios azulados de Schneider parecieron forjar una sonrisa. Luego, muy despacio, movió la cabeza de un lado a otro.
—¡Venga! —le gritó Miller—. Se te helará el culo si te quedas ahí más tiempo.
La voz de Schneider llegó clara a pesar del rugido del viento:
—¡No!
Andrews y Miller se acercaron a él arrastrando consigo el refugio de pieles.
—¿Te has vuelto loco, Fred? —dijo Miller—. Vamos de una vez. Métete aquí con Will, venga. Te morirás de frío.
Schneider volvió a sonreír, mirándolos alternativamente a los dos.
—Que os den, hijos de perra. —Cerró la boca y movió las mandíbulas, tratando de extraer saliva; pedacitos de hielo y copos de nieve se soltaron de su barba; el viento se los llevó. Schneider escupió someramente al suelo nevado—. Hasta ahora he hecho lo que tú me decías. Fui contigo cuando no quería ir, me aparté del agua cuando sabía que había agua detrás de mí, aguanté aquí arriba cuando sabía que lo mejor era no hacerlo. Pues bien, a partir de este momento, no quiero saber nada de ti. Sois unos hijos de perra. Estoy harto de veros; harto de oleros. A partir de ahora, yo cuido de mí mismo. Lo demás me importa un bledo. —Adelantó una mano hacia Miller, los dedos como una garra vueltos hacia arriba, temblando de rabia—. Dame unas cuantas tiras de cuero y déjame en paz. Ya me las apañaré.
La cara de Miller se crispó de furia, más incluso que la del propio Schneider; descargó un puño en la nieve, y la mano se hundió hasta la tierra de debajo.
—¡Estás loco! —gritó—. Piensa un poco. Te congelarás. No conoces estas ventiscas.
—Sé muy bien lo que tengo que hacer —dijo Schneider—. Llevo pensándolo desde que empezó esto. Venga, dame esas tiras y déjame tranquilo.
Los dos hombres se miraron unos momentos a los ojos. Los minúsculos copos de nieve, sólidos y punzantes como arena llevada por el viento, surcaban el aire entre ambos. Al final, Miller meneó la cabeza y le pasó a Schneider las tiras que quedaban.
—Haz lo que creas conveniente, Fred —le dijo más calmado—. A mí me da lo mismo. —Se volvió un poco hacia Andrews e hizo un gesto con la cabeza en dirección a las pacas derrumbadas—. Venga, pongámonos a cubierto.
Se alejaron de Schneider arrastrándose por la nieve y tirando del refugio de Andrews. Cuando este se volvió una vez, vio que Schneider había empezado a atar sus pieles juntas. Solo y furioso, trabajaba en plena ventisca, sin mirar hacia donde estaban los otros.
Miller y Andrews colocaron el refugio al lado del que ocupaba ya el cuerpo de Charley Hoge y empujaron el extremo abierto contra el fardo de pieles. Manteniendo abierto el otro extremo, Miller le gritó a Andrews:
—Métete aquí y échate. Procura estar lo más quieto que puedas. Cuanto más te muevas, más fácil será que te congeles. Intenta dormir un poco. Me temo que esto va para largo.
Andrews se metió en el saco con los pies por delante. Antes de introducir del todo la cabeza, se volvió y miró a Miller.
—Tranquilo —le dijo Miller—. Tú haz lo que te he dicho.
Andrews metió la cabeza y Miller hundió en la nieve la parte que hacía las veces de portezuela, para que el refugio se mantuviera cerrado. Andrews pestañeó en la oscuridad interior; el rancio olor a bisonte penetró en su nariz. Remetió las entumecidas manos entre los muslos y esperó a que se le calentaran. Pasaba el tiempo, no reaccionaban, y pensó que quizá se le habían congelado; cuando por fin empezó a notar un cosquilleo y luego pinchazos a medida que iban entrando en calor, se relajó un poco.
Fuera, el viento halló la manera de introducirse por las pequeñas aberturas del saco y le echó nieve encima; notaba cómo las rachas de viento empujaban contra su cuerpo los costados del refugio. Al amainar un poco, los costados se separaron de él. Notó movimiento en el refugio contiguo al suyo y le pareció oír a Charley Hoge llorando de miedo. El áspero pelo del cuero de bisonte empezó a irritarle la cara a medida que recuperaba el calor; notó que algo le corría por ella e intentó apartárselo con la mano; pero el movimiento hizo que se abrieran los costados del refugio, dejando entrar un chorro de nieve. Se quedó quieto y no intentó moverse otra vez, aun sabiendo que lo que había notado en la mejilla era uno de los insectos que parasitan a los bisontes: un piojo, una pulga, una garrapata quizá. Esperó el momento de la picadura, y cuando llegó hizo un gran esfuerzo para no moverse.
Al cabo de un rato el rígido refugio empezó a apretarle, cada vez más pesado. El viento parecía haber amainado, pues había dejado de oír el incesante rugir y ulular. Levantó un poco la portezuela y enseguida notó el peso de la nieve encima de él; desde dentro, a oscuras, no pudo ver más que un leve asomo de luz. Adelantó una mano en aquella dirección y encontró nieve compacta, su tacto helado y seco.
Debajo de la nieve, entre pieles que solo unos días atrás estaban en contacto con la carne de los respectivos bisontes, su cuerpo descansó. La sangre, perezosa, empezó a generar calor; el calor se transmitió a la epidermis y de allí a la piel de bisonte; el cuerpo de Andrews pudo conservar su pequeña dosis de calor y de este modo rebajar la tensión acumulada. El rumor agudo del viento acabó por atontarle los oídos, y al final se durmió.
La ventisca no abandonó el valle de montaña donde estaban atrapados hasta dos días y tres noches después. Los hombres yacían ocultos bajo ventisqueros y no se movían salvo para salir a aliviarse o para abrir agujeros en la nieve acumulada por el viento a fin de que entrara aire fresco en sus nichos de piel de búfalo. Una vez Andrews tuvo que aventurarse a salir para orinar, incapaz de aguantar por más tiempo el dolor que sentía en las ingles y los muslos. Casi sin fuerzas, apartó la nieve de la portezuela y salió arrastrándose al frío glacial, pestañeando sin cesar: la oscuridad era absoluta. Sintió cómo la nieve le acribillaba las mejillas y la frente; el aire helado, al entrar en sus pulmones, le hizo dar un respingo; pero no veía nada. Temiendo moverse, se agachó allí donde estaba y orinó. Después volvió a introducirse en el escueto refugio, que conservaba un poco del calor corporal que él había dejado.
La mayor parte del tiempo la pasó durmiendo; cuando no dormía, se quedaba inmóvil, de costado, las rodillas subidas hasta el pecho para darse calor. Si estaba despierto, la cabeza no le regía bien, como si su aletargada mente se hubiera vuelto tan perezosa como su sangre. Los pensamientos, fortuitos y sin consistencia, entraban y salían sin dejar rastro. Se acordó, a medias, de las comodidades de su casa allá en Boston, pero todo aquello parecía tan remoto como irreal, y de esos pensamientos conservaba apenas vagas sensaciones, meros espectros de la memoria: el tacto de un colchón de plumas por la noche, la confortable cercanía de un salón en la planta baja y el murmullo de una conversación pausada que le inducía al sueño.
Pensó en Francine. No fue capaz de evocar su imagen pero tampoco se esforzó; pensó en ella como carne, como suavidad y calidez. Sin saber por qué (y sin que se le ocurriera preguntarse por los motivos), pensó en ella como en una parte de sí mismo que no lograba calentar del todo a otra parte de sí mismo. Él había rechazado de algún modo esa parte. Sintió que se hundía lentamente en aquella calidez; y frío como estaba, antes de alcanzarla, se durmió de nuevo.