Cuando Andrews se despertó, Charley Hoge estaba ya en pie y vestido; encorvado sobre el fuego, añadía ramitas a las brasas que se habían mantenido calientes por la noche gracias al peraltado. Andrews se demoró un momento en el relativo calor de su petate, viendo su vaho en el aire. Luego apartó las mantas y, tiritando, se calzó las botas, que estaban rígidas y duras por el frío. Sin abrocharse los cordones, caminó pesadamente hasta el fuego. El sol no había asomado todavía a la montaña que protegía el campamento por uno de sus lados; pero en lo alto de la montaña de enfrente, una masa de pinos aparecía ya iluminada, y entre el verde del pinar se apreciaba el intenso tono dorado de unos álamos temblones.
Miller y Schneider se levantaron antes de que el café de Charley Hoge empezara a hervir. Miller le hizo una seña a Andrews; los tres hombres dejaron atrás la zona del campamento y fueron hasta donde pacían sus caballos, maneados, a un centenar de yardas. Llevaron los animales de vuelta al campamento y los ensillaron antes de tomarse el café, la panceta, y la harina de maíz frita.
—No se han movido apenas —dijo Miller, señalando entre los árboles.
Andrews distinguió la fina línea negra de la manada en el recodo del valle. Bebió el café deprisa, escaldándose la lengua. Miller desayunó con calma, despacio. Una vez hubo terminado, se alejó hacia el bosque y de una rama baja escogió un ramal ahorquillado y lo partió a unos dos palmos de la horqueta; con el cuchillo, podó la horqueta de forma que los dos ramales sobresalieran unas seis pulgadas por igual; luego afiló la gruesa base de la rama principal. Del montón de cosas que tenía al lado del petate, cogió su rifle y retiró la tela impermeabilizada que protegía el arma del relente de la noche. Después de inspeccionarlo a conciencia, introdujo el rifle en la larga funda prendida de la silla de montar. Los tres hombres montaron en sus caballos.
Ya en valle abierto, Miller se detuvo y dijo a los hombres que le flanqueaban:
—Iremos directamente hacia ellos. Situad a vuestros caballos detrás del mío y no dejéis que se desvíen. Mientras vayamos derechos hacia ellos, los bisontes no se asustarán.
Andrews se situó detrás de Miller, cabalgando al paso. Le dolían las manos; se miró los nudillos, los tenía blancos. Aflojó un poco su presa sobre las riendas y procuró relajar los hombros; respiraba de manera entrecortada.
Tras recorrer la mitad de aquel valle, los bisontes habían doblado ya el recodo a medida que pacían. Miller condujo a Schneider y Andrews hacia la base de la montaña.
—A partir de aquí hay que tener cuidado —dijo—. En estas montañas nunca se sabe de dónde va a soplar el viento. Dejad los caballos atados; continuaremos a pie.
En fila india, con Miller en cabeza, los hombres rodearon la rocosa base de la montaña. De repente, Miller se detuvo y levantó una mano. Sin volver la cabeza, dirigió la palabra a los que le seguían en un tono normal de conversación:
—Están ahí enfrente, a menos de trescientas yardas. No hagáis movimientos bruscos. —Se agachó para arrancar unas briznas de hierba y con la mano en alto las dejó caer. El viento empujó las briznas hacia él—. El viento es bueno. —Se incorporó y reanudó la marcha, ahora más despacio.
Andrews se cambió de hombro la bolsa con las municiones de Miller, y al hacerlo percibió movimiento en la manada.
De nuevo sin volver la cabeza, Miller dijo:
—Seguid andando derecho. Si no rompemos la línea, no se asustarán.
Andrews pudo ver la manada con toda claridad. El marrón oscuro de los animales destacaba contra el verde amarillento del pasto, pero se fundía con el tono más oscuro del pinar que había detrás, en la empinada ladera. Muchos de los bisontes yacían tranquilamente sobre la suave hierba del valle; apenas se los distinguía, eran meros bultos, como rocas oscuras. Pero había unos cuantos que estaban en pie, como centinelas, en los márgenes de la manada; unos pastaban de vez en cuando, mientras que otros permanecían inmóviles, las enormes y peludas cabezas remetidas entre las patas delanteras, de largo pelaje oscuro tan abundante que casi no parecían patas. Un macho viejo lucía gruesas cicatrices en los flancos, visibles desde donde se encontraban los tres hombres; estaba un poco apartado de los otros animales; encaró a los hombres que se aproximaban, con la cabeza gacha, los curvilíneos cuernos de marfil brillando a la luz del sol y en contraste con la oscura y densa mata de pelo de su testuz. El macho no se movió cuando ellos se aproximaron.
Miller volvió a detenerse.
—No hace falta que vayamos todos. Fred, tú espera aquí; Will, tú sígueme. Habrá que intentar rodearlos. Los bisontes siempre están de cara al viento; desde esta posición no puedo disparar bien.
Schneider se puso de rodillas y luego se fue estirando hasta quedar tendido; con la barbilla apoyada en las manos, observó la manada. Miller y Andrews se desviaron hacia la izquierda. Habían caminado unas quince yardas cuando Miller levantó la mano con la palma hacia fuera. Andrews se detuvo.
—Se están poniendo nerviosos —dijo Miller—. Cuidado.
Muchos de los animales que estaban en la parte exterior de la manada se habían levantado, con pesadez, primero sobre sus patas delanteras y después sobre las de detrás, tambaleándose un momento antes de dar unos cuantos pasos. Los dos hombres permanecieron quietos.
—Es el movimiento lo que los pone nerviosos —comentó Miller—. Podrías estar todo el día de pie delante de ellos y no molestarlos, si pudieras llegar hasta allí sin moverte.
Miller y Andrews reanudaron su lento avance; cuando la manada dio nuevas muestras de inquietud, Miller se puso a gatas. Andrews le imitó, detrás de él, arrastrando como podía el saquito con las municiones.
Una vez situados lateralmente con respecto a la manada y a unas ciento cincuenta yardas, los dos hombres se detuvieron. Miller hincó en el suelo la rama ahorquillada que traía del campamento y apoyó en ella el cañón del rifle. Andrews se colocó a su lado.
—Fíjate en cómo lo hago, muchacho —le dijo Miller, con una sonrisa—. Hay que apuntar justo detrás de la paletilla y como a dos tercios de la distancia entre la joroba y la tripa; bueno, eso si disparas desde atrás, como nosotros ahora. Así le das en el corazón. Es mejor tumbarlos desde delante, más o menos; de esa manera mueren más despacio, pero no corren tanto trecho. Ahora bien, si hay viento, te puedes arriesgar a ponerte delante de ellos. Vigila al macho grande, ese que tiene tantas cicatrices. Su piel no vale nada, pero parece el jefe de la manada. Siempre hay que identificar al jefe y matarlo a él primero. Sin líder, la manada es menos propensa a alejarse mucho.
Andrews prestó toda su atención mientras Miller apuntaba al macho viejo. Vio que mantenía los dos ojos abiertos junto a la mira del cañón, la culata bien pegada a su mejilla. Luego los músculos de la mano derecha se tensaron, el rifle hizo crac, la culata rebotó en el hombro de Miller y una nubecilla de humo se elevó de la boca del cañón.
El sonido del disparo hizo saltar al viejo macho, como si le hubiera sobresaltado un golpe seco en la grupa; luego, sin apresurarse, empezó a trotar en dirección opuesta a los hombres tumbados boca abajo.
—Maldita sea —dijo Miller.
—No le has dado —dijo Andrews, confundido.
Miller rió un poco.
—Claro que le he dado. Es lo malo de dispararles al corazón. A veces recorren cientos de yardas antes de caer.
Los otros bisontes empezaron a reaccionar al movimiento de su jefe. Primero despacio, unos cuantos se levantaron sobre sus gruesas patas delanteras; y de repente la manada era una sola masa oscura de pelo corriendo en la dirección que había tomado el líder. En el grupo ahora compacto, las gibas de los animales saltaban rítmicamente, con un movimiento casi líquido. El estruendo de sus pezuñas llegó hasta los dos hombres. Miller gritó algo que Andrews no alcanzó a entender en medio del ruido.
Los bisontes adelantaron a su jefe y siguieron corriendo unas trescientas yardas más allá, hasta agotarse poco a poco, y luego quedaron en pie, moviéndose inquietos de un lado para otro. El macho viejo se había rezagado; su imponente cabeza casi rozaba el suelo; le vieron agitar el rabo una vez, dos veces. Después sacudió la cabeza, giró sobre sí mismo como haría otro animal antes de echarse a dormir y al final encaró a los dos hombres que se encontraban a más de doscientas yardas de él. Dio tres pasos en esa dirección, se detuvo de nuevo. Luego, rígido, cayó sobre un costado, las patas estiradas por completo, hasta que dieron una sacudida y quedó inmóvil.
Miller se puso en pie y se quitó de la pechera unas briznas de hierba.
—Bueno, ya tenemos al jefe. La próxima vez no correrán tanto. —Cogió la escopeta, el improvisado soporte y un parche de limpieza provisto de varilla que había puesto a su lado en el suelo—. ¿Quieres ir a echar un vistazo?
—¿No asustaremos a los demás? —le preguntó Andrews.
—Ya se han llevado un buen susto. Ahora no serán tan miedicas.
Caminaron por la hierba hasta donde yacía el bisonte muerto. Miller lo miró con indiferencia y le removió un poco el pelo con la puntera de una bota.
—Despellejarlo sería una pérdida de tiempo —dijo—. Pero es importante quitar de en medio al líder si quieres sacarle partido a la manada.
Andrews contempló el bisonte caído con una mezcla de sensaciones. Allí en el suelo, yerto, el animal carecía de la dignidad y la fuerza salvajes que él le había atribuido unos minutos atrás. Y aunque su cuerpo era como una gran roca peluda en el suelo, parecía que hubiera menguado un poco de tamaño. La greñuda cabeza negra estaba torcida hacia un lado; había quedado así porque el cuerno correspondiente se había hincado en una irregularidad del terreno; el otro cuerno tenía la punta partida. Los ojos, pequeños y semicerrados pero brillantes todavía al sol, miraban al frente. Andrews se fijó en las pezuñas: eran sorprendentemente pequeñas, casi delicadas, hendidas como las de un ternero; parecía imposible que unos tobillos tan finos pudieran sostener el peso de un animal tan grande. El voluminoso flanco del bisonte estaba sembrado de cicatrices; unas eran tan antiguas que el pelo casi las había cubierto, mientras que otras eran recientes y destacaban sobre la carne con un brillo azul oscuro apagado. Una gota de sangre le salió del hocico, se ensanchó al sol y cayó a la hierba.
—De todos modos, ya no iba a aguantar mucho —dijo Miller—. Dentro de un año se habría debilitado y los lobos habrían dado cuenta de él. —Escupió en la hierba—. Ningún bisonte muere de viejo; lo mata un hombre o lo remata un lobo.
Andrews miró más allá del cadáver y se fijó en que la manada se había tranquilizado bastante; unos cuantos animales seguían rondando, pero la mayor parte pacía o descansaba.
—Les daremos unos minutos —dijo Miller—. Los veo un poquito asustados todavía.
Rodearon el bisonte que Miller había abatido y se encaminaron hacia el grupo. Caminaban despacio, pero con menos precaución que al abordarlos por primera vez. Cuando estuvieron a unas doscientas cincuenta yardas, Miller se detuvo y arrancó unas briznas de hierba; levantó el brazo y las dejó caer. Lo hicieron con lentitud, bailando hacia un lado y el otro. Miller asintió satisfecho.
—Ya no hay viento —dijo—. Podemos situarnos al otro lado y hacerlos correr hacia el campamento; después tendremos menos trabajo para acarrear las pieles.
Dieron un amplio rodeo y luego se acercaron hasta detenerse a unas cien yardas de la compacta manada. Andrews se tumbó boca abajo al lado de Miller mientras este ajustaba su rifle Sharps en la curva del soporte.
—Esta vez habría que tumbar a dos o tres antes de que huyan —dijo Miller.
Estudió la disposición de la manada durante varios minutos. Más bisontes se estaban echando en la hierba. Miller concentró su atención en los que rondaban en la parte exterior del grupo. Apuntó a un macho grande que parecía más activo que el resto, y apretó con suavidad el gatillo. La detonación hizo que varios animales se pusieran en pie; la manada volvió la cabeza al unísono en la dirección del disparo; parecía que todos miraban la nubecilla de humo que ya se desvanecía en el aire. El macho arrancó a correr, apenas unos pasos, se detuvo y miró hacia los dos hombres que estaban echados. Le salía sangre por ambos orificios del hocico, primero unas gotas y después más, hasta convertirse en dos pequeños chorros escarlata. Los bisontes que habían empezado a moverse al oír el tiro, viendo que su nuevo líder parecía indeciso, aguardaron.
—Observa —dijo Miller. Cargó de nuevo el rifle, y lo desplazó sobre el soporte en busca del siguiente blanco.
Entretanto, el macho herido se tambaleó, dio un traspié y con un fuerte espasmo cayó de lado. Tres bisontes más pequeños se acercaron curiosos a él, se lo quedaron mirando y olisquearon la sangre caliente. Luego uno de ellos alzó la testa y mugió, echando a trotar al instante. A renglón seguido, un nuevo disparo sonó al lado de Andrews; el macho joven, sobresaltado, dio un brinco, corrió una corta distancia y se detuvo, sangrando por el hocico.
En rápida sucesión, Miller abatió a otros tres. Al matar al tercero, la manada estaba ya en pie, inquieta, pero ningún animal echó a correr. Mugían, deambulaban más o menos en círculo, buscando un jefe que se los llevara de allí.
—Los tengo —susurró Miller con ferocidad—. ¡Están asustados! —Volcó el saco de las municiones para tener enseguida a mano varias docenas de cartuchos. Cuando pudo alcanzarlas, Andrews fue recogiendo las vainas vacías. Miller abrió la recámara del rifle después de abatir al sexto bisonte y procedió a limpiar el cañón con el parche que llevaba atado al extremo de la varilla.
—Ve corriendo al campamento y tráeme otro rifle y algunos cartuchos más —le dijo a Andrews—. Y un balde con agua.
Andrews se alejó reptando en línea recta. Unos minutos después miró hacia atrás, se puso en pie y echó a correr dando un amplio rodeo para evitar la manada. Al doblar el recodo del valle, vio a Schneider sentado con la espalda apoyada en una roca y el sombrero caído sobre los ojos; al oír pasos, Schneider se lo echó hacia atrás y miró a Andrews.
—Miller los tiene asustados —dijo sofocado—. Están allí quietos y se dejan cazar. Ni siquiera corren.
—Maldición —dijo Schneider sin alterarse—. Eso significa que los tiene parados. Me lo imaginaba. Los disparos sonaban demasiado parejos y seguidos.
Oyeron el estampido de un disparo en la lejanía; sonó débil, casi inofensivo.
—Se quedan allí parados —volvió a decir Andrews.
Schneider se bajó el sombrero, acomodándose de nuevo contra la roca.
—Pues más vale que empiecen a correr pronto. De lo contrario nos tocará trabajar toda la noche.
Andrews fue hacia donde estaban los caballos, que permanecían muy juntos, con la cabeza levantada y las orejas apuntando en la dirección en que sonaban los disparos. Montó en el suyo y lo hizo galopar hacia el campamento.
Charley Hoge levantó la vista hacia el que se acercaba; había empleado la mañana en cortar unos cuantos álamos temblones y arrastrarlos hasta las proximidades del campamento.
—Échame una mano con estas varas —le dijo a Andrews mientras desmontaba—. Intento construir un corral para los animales.
—Miller los tiene parados —dijo Andrews—. Necesita otro rifle y unos cartuchos. Y un poco de agua.
—Santo cielo —dijo Charley Hoge—. Dios sea loado. —Soltó la vara de álamo que con el hueco del brazo malo sostenía horizontal contra el tronco de un pino y se apresuró hacia las provisiones, que seguían bajo la lona protectora cerca de la chimenea natural de roca—. ¿Cuántos hay?
—Doscientos cincuenta, trescientos. Puede que más.
—Santo cielo —dijo Charley Hoge—. Si no se desperdigan, será la vez que haya matado a más. —De la cubierta improvisada con ramas de pino, sacó un rifle viejo cuya culata estaba rasguñada, manchada y partida en un punto, remendado con alambre fuertemente apretado—. No es más que un viejo Ballard, nada que ver con los Sharps, pero es un calibre cincuenta, le servirá mientras se le enfría la escopeta buena. Toma, aquí tienes dos cajas de cartuchos: no hay más. Con los que Miller rellenó anoche, creo que será suficiente.
Andrews cogió el arma y la munición; las prisas y el nerviosismo hicieron que se le cayera una de las cajas.
—Y un balde con agua —dijo, deteniéndose para recoger los cartuchos caídos.
Charley Hoge asintió, fue hasta el manantial y llenó un pequeño balde de madera.
—Procura calentar un poco el agua antes de utilizarla —dijo, al pasárselo a Andrews—; o no dejes que el cañón se caliente demasiado. El agua fría puede echar a perder un cañón, cuando ha disparado mucho.
Montado ya en el caballo, Andrews asintió. Con un brazo sujetó el balde contra el pecho y con la otra mano tiró de las riendas alejándose del campamento. Guió al caballo hacia el sonido de los disparos, que llegaban tenues todavía desde el fondo del valle, y dejó que el animal eligiera el rumbo; con los brazos alrededor del balde y del rifle de repuesto, sostenía las riendas flojas en una mano. Cerca del recodo, donde Schneider seguía dormitando, hizo parar al caballo; al desmontar, casi se le escapó el balde de las manos. Arrolló las riendas en torno a un árbol pequeño y echó a andar describiendo una amplia semicircunferencia hacia donde Miller estaba tumbado en el suelo, envuelto ahora en una bruma de humo gris; cada dos o tres minutos disparaba sobre la manada en lento movimiento. Andrews se agachó a su lado, sujetando el agua con un brazo y deslizando el viejo rifle por la hierba con la otra mano, que le servía de punto de apoyo.
—¿Cuántos has matado? —preguntó.
Miller no dijo una palabra, solo se volvió hacia Andrews unos ojos muy abiertos, orlados de negro, que traspasaron al joven como si no estuviera allí. Luego cogió el rifle de repuesto y le pasó a Andrews el Sharps. Andrews lo agarró por la culata y el cañón e inmediatamente lo soltó. El cañón ardía.
—Límpialo bien —dijo Miller con una voz como un chirrido, y le lanzó la varilla—. Se está incrustando por dentro.
Con cuidado de no tocar el metal, Andrews abrió el arma e introdujo el parche por la boca del cañón.
—Así no —le dijo Miller con sequedad—. Ensuciarás el percutor. Moja el parche en agua y mételo por la recámara.
Andrews destapó el recipiente del agua y humedeció el extremo peludo de la varilla. Al introducirlo en la recámara, el metal al rojo siseó y las gotas de agua que salpicaron el exterior del cañón danzaron sobre el metal azulado para desaparecer un instante después. Una vez hubo limpiado el rifle, Andrews se sacó un pañuelo del bolsillo, lo humedeció en el agua todavía fresca de la fuente y lo pasó por el exterior del cañón hasta que el rifle se enfrió. Luego le pasó el arma a Miller.
Miller disparó, volvió a cargar, disparó y cargó otra vez. La neblina de humo acre se hizo más densa alrededor de ambos hombres; Andrews tosió, respiró boqueando y pegó la cara al suelo, donde el humo era menos denso. Al levantar la cabeza pudo ver ante sus ojos un sinfín de cadáveres de bisonte, y el resto de la manada —que, en apariencia, apenas había menguado— pululando en círculo de un modo casi mecánico, como si obedeciera al oscuro ritmo marcado por los disparos que Miller efectuaba a intervalos precisos. Las detonaciones lo dejaron sordo; entre un disparo y otro, sentía vibrar sus oídos y esperaba —tenso en aquel bombeante silencio—, temiendo casi que el siguiente disparo hiciera trizas su momentánea sordera con una explosión casi dolorosa de ruido.
En su deambular, la manada fue alejándose de ellos; a medida que lo hacía, los dos hombres avanzaban unas yardas arrastrándose, manteniendo siempre la misma distancia con respecto a los bisontes en perpetuo movimiento circular. Durante unos minutos, al dejar atrás la espesa nube de humo, podían respirar a placer, pero al poco rato se formaba otra niebla y volvían a toser y a respirar por la boca.
Al cabo de un rato Andrews empezó a percibir un ritmo en la matanza. Primero, con un movimiento deliberadamente lento para tensar los músculos del brazo, estabilizar la cabeza y apretar despacio con el dedo, Miller efectuaba un disparo; luego, con celeridad, sacaba el cartucho todavía caliente y volvía a cargar; si veía que había alcanzado de lleno al bisonte en cuestión, buscaba con la vista otro que pareciera inquieto; segundos después, el animal herido se tambaleaba y caía al suelo; solo entonces, Miller disparaba de nuevo. Todo el proceso era, a ojos de Andrews, como una coreografía, un estruendoso minuet creado por el entorno salvaje.
En un momento dado, varias horas después de que Miller hubiera abatido el primer bisonte, Schneider se les acercó por detrás y llamó al cazador. Miller no dio señales de haberle oído. Schneider pronunció otra vez su nombre, en voz más alta, y Miller movió un poco la cabeza hacia atrás. Pero no contestó.
—Déjalo ya —le dijo Schneider—. Te has cargado por lo menos a setenta. Con eso el señor Andrews y yo tenemos trabajo de sobra para media noche.
—No —dijo Miller.
—Has hecho una buena escabechina —replicó Schneider—. Muy bien. No hace falta que…
La mano de Miller se tensó, y el estampido del disparo ahogó las palabras de Schneider.
—Sabes perfectamente que el señor Andrews no podrá ayudarme mucho —dijo Schneider, una vez que se hubo extinguido el eco de la detonación—. ¿Para qué seguir tirando si no vamos a dar abasto con las pieles?
—Despellejaremos todo lo que yo cace, Fred —dijo Miller—. Aunque esté aquí disparando hasta mañana.
—¡Maldita sea! —exclamó Schneider—. Yo no pienso despellejar ningún bisonte tieso.
Miller volvió a cargar el rifle y barrió con él la manada, apoyado en el soporte.
—Si hace falta, os ayudaré yo. Pero, Fred, con ayuda o sin ella los despellejarás, tanto si están fríos como si están calientes, duros o blandos. Los despellejarás si están hinchados, lo mismo que si están congelados. Los despellejarás aunque tengas que usar tenazas para arrancar la piel. Y ahora cierra la boca y lárgate; me has hecho errar un tiro.
—¡Maldita sea! —volvió a exclamar Schneider, dando un puñetazo en el suelo—. Está bien —dijo, incorporándose hasta quedar medio agachado—. Sigue disparando todo el rato que quieras, pero yo no pienso…
—Fred —dijo Miller sin alzar la voz—, cuando te vayas, hazlo con sigilo. Si esos bisontes se espantan, te pego un tiro a ti.
Schneider se quedó un momento como estaba; luego meneó la cabeza, se arrodilló y empezó a alejarse en línea recta, mascullando en voz baja. Miller se dispuso a disparar otra vez, apretó el gatillo, y el sonido del disparo rompió la vibrante quietud.
Los bisontes no se marcharon hasta media tarde.
De la manada original quedaban unas dos terceras partes, o poco más. En un trecho largo e irregular que se extendía casi una milla, el suelo estaba sembrado de montículos oscuros. Andrews tenía las rodillas en carne viva de arrastrarse al lado de Miller, pues habían seguido avanzando en dirección sur conforme la manada se desplazaba hacia allí en su perpetuo girar. Le ardían los ojos de tanta humareda y los pulmones le dolían de respirarla; el ruido de los disparos le había dado dolor de cabeza; en la palma de una mano empezaban a salirle ampollas de sujetar los cañones calientes. Había pasado la última hora apretando los dientes para reprimir cualquier posible expresión de dolor.
Pero, a medida que aumentaba el dolor en distintas partes de su cuerpo, su mente pareció distanciarse de él, sobrevolarlo de alguna forma, y fue capaz de verse a sí mismo, y a Miller, con mayor claridad que antes. Durante la última hora acabó viendo a Miller como una suerte de autómata, un mecanismo puesto en marcha por el discurrir de la manada; y la matanza de bisontes, no como un ansia de sangre, de pieles o de lo que pudieran reportar, y ni siquiera al final como una descarga de la furia que anidaba en el interior de Miller; acabó viendo la matanza como una fría y ciega respuesta a la vida en la que Miller se había metido de lleno. Se miraba a sí mismo, arrastrándose entumecido detrás de Miller por el lecho del valle, recogiendo las vainas vacías, tirando del barrilete, ocupándose del rifle, limpiándolo, pasándoselo a Miller cuando lo precisaba…, se miraba y no era capaz de reconocerse ni de entender qué hacía allí.
El rifle vomitó fuego; una hembra joven, poco más que un ternero, trastabilló, se puso en pie y se alejó de la manada corriendo de manera errática.
—Maldición —dijo Miller, desapasionadamente—. Le he dado en la pata. Se acabó.
No había terminado aún de hablar y ya estaba cargando otra vez; disparó de nuevo contra el bisonte herido, pero era demasiado tarde. Al recibir el segundo impacto, la ternera viró en redondo y embistió hacia la manada en movimiento. El círculo se rompió, la manada se detuvo y quedó casi inmóvil durante un segundo. Luego un macho joven se separó del grupo y los otros fueron detrás de él, toda aquella masa de rumiantes saliendo de su propio círculo como agua de una espita, hasta que Miller y Andrews ya solo pudieron ver una delgada línea de oscuras jorobas en movimiento alejándose de ellos por el sinuoso lecho del valle.
Los dos hombres se pusieron en pie. Andrews estiró sus acalambrados músculos y casi lanzó un grito de dolor al enderezar la espalda.
—Lo había pensado —dijo Miller, dirigiéndose a Andrews pero hablando hacia los bisontes que se perdían en la distancia—. Había pensado en qué pasaría si no le daba de lleno. Por eso no le he dado de lleno, sino en una pata. Si no lo hubiera pensado, podría haber tumbado a la manada entera. —Se volvió hacia Andrews; sus ojos estaban muy abiertos pero inexpresivos, las pupilas desenfocadas bailando en el blanco de la córnea. Tenía la cara gris, casi negra, por la ceniza de la pólvora, y la barba incrustada de ella—. La manada entera —volvió a decir; sus ojos enfocaron a Andrews y las comisuras de la boca se movieron en un amago de sonrisa.
—¿Ha sido un buen día? —le preguntó Andrews.
—El mejor que he tenido en la vida —respondió Miller—. Vamos a contarlos.
Desandaron el camino por el valle, siguiendo el rastro desigual de bisontes abatidos. Andrews consiguió retener las cifras hasta que llegó casi a la treintena; a partir de ahí su atención se dispersó debido a la mera cantidad de cadáveres, de modo que los números que repetía para su adentros se solaparon y empezaron a girar como un remolino. Al final renunció a continuar contando. Medio aturdido, siguió a Miller entre los bisontes, algunos de los cuales habían caído tan juntos que sus cuerpos se tocaban. La enorme cabeza de un macho había quedado apoyada en el flanco de otro ejemplar; pareció mirarlos cuando se acercaron; los ojos, negros y sin vida, fijaron en ellos una mirada imparcial y una vez pasaron de largo miraron al tendido. El sol, inclemente, les daba de lleno mientras se afanaban por la esponjosa hierba. El calor extraía de los cadáveres un pestilente olor a moho y a cosa salvaje; el muelle sonido que los hombres producían con sus botas al pasar entre la hierba intensificaba el silencio reinante; Andrews notó que amainaba la fuerza de los latidos en su cabeza, y después del acre tufo de la pólvora, el potente olor de los bisontes fue casi un alivio para él. Se echó el barrilete al hombro para mayor comodidad y procuró andar erguido y alargando la zancada.
Schneider les esperaba allí donde terminaba el rastro de bisontes muertos. Se había sentado encima de un macho grande y los pies apenas le llegaban al suelo. A su espalda, los caballos pacían tranquilamente, las riendas sueltas anudadas unas con las otras, arrastrando por el suelo.
—¿Cuántos? —preguntó Schneider, compungido.
—Ciento treinta y cinco —dijo Miller.
Schneider asintió con gesto abatido.
—Más o menos lo que yo pensaba. —Se bajó del bisonte y cogió su estuche de cuchillos, que había dejado en el suelo al lado del cadáver—. Más vale que empecemos cuanto antes —le dijo a Andrews—; nos espera una larga tarde y una noche igual de larga. —Miró a Miller—. ¿Vas a echar una mano?
Miller no respondió enseguida. Tenía los brazos sueltos a los costados y los hombros caídos, y una expresión de vacío en el rostro; la boca estaba entreabierta y movía ligeramente la cabeza a un lado y a otro mientras contemplaba el valle sembrado de bisontes muertos. Se volvió hacia Schneider.
—¿Qué? —dijo, como atontado.
—Digo que si vas a echar una mano.
Miller levantó las manos a la altura del pecho y extendió los dedos. El índice de su mano derecha estaba muy hinchado y curvado hacia la palma; lo enderezó poco a poco. La palma izquierda mostraba una ampolla alargada; pálida en medio de la granulada negrura del resto de la carne, dibujaba una diagonal desde la base del índice hasta casi la muñeca. Miller se irguió, flexionó las manos y sonrió.
—Empecemos —dijo.
Schneider le hizo una seña a Andrews.
—Coja sus cuchillos y venga conmigo.
Andrews le siguió hasta un bisonte joven y los dos hombres se arrodillaron junto al cadáver.
—Fíjese en cómo lo hago —dijo Schneider.
Eligió un cuchillo largo y curvo y lo empuñó con su mano derecha. Apartó con la izquierda el grueso collar de piel en torno al pescuezo del bisonte y con el cuchillo practicó una pequeña hendidura; a continuación hizo un tajo rápido desde la garganta hasta el vientre del animal. La piel se abrió limpiamente con un leve sonido de desgarro. Utilizando ahora un cuchillo más corto, Schneider hizo un corte alrededor del escroto y hendió los cordones testiculares; luego separó los testículos, que eran del tamaño de una manzana silvestre, del resto del escroto y los lanzó a un lado. Finalmente alargó el primer corte hasta alcanzar la abertura anal.
—Siempre guardo los testículos —dijo—. Son buenos para comer y hacen que se te ponga dura la polla. Excepto si es un macho viejo; en ese caso, olvídese de ellos.
Con un tercer cuchillo, Schneider practicó un corte en el pescuezo del animal, empezando en el punto donde había iniciado el corte hasta el vientre y apoyando la cabeza del animal en una de sus rodillas a fin de completarlo. Luego pasó a los tobillos; hizo un corte alrededor de cada uno de ellos y siguió pata arriba hasta llegar al primer corte en el vientre. A continuación aflojó la piel de cada tobillo hasta que pudo sujetar el pelo con una mano, y fue arrancando el pelaje y amontonando los pliegues sobre el flanco del animal. Una vez hubo retirado la piel de cada una de las patas, aflojó el pelaje en la parte de la cerviz hasta poder agarrarlo con la mano. Alrededor del mismo ató una cuerda fina que sacó de su talego y ató el otro extremo al pomo de la silla de montar. Se subió al caballo y lo hizo retroceder poco a poco. La piel se fue soltando del bisonte, al tiempo que los gruesos músculos del animal muerto temblaban y saltaban.
—Eso es todo —dijo Schneider, desmontando. Fue a deshacer el nudo de la cuerda—. Después se extiende la piel en el suelo para que se seque. Con el pelo hacia arriba; hay que impedir que se seque demasiado rápido.
Andrews calculó que Schneider había tardado algo más de cinco minutos en completar la tarea. Miró al bisonte. Sin el cuero parecía mucho menos imponente; los lisos músculos azulados aparecían cubiertos de finas capas de grasa amarillenta; aquí y allá, donde la carne se había desgarrado con la piel, cuajarones de sangre estaban pegados a la carne. La cabeza, con su collar de pelo y su larga barba bajo el mentón, se veía monstruosamente grande. Andrews apartó la vista.
—¿Cree que podrá? —le preguntó Schneider.
Andrews asintió.
—Intente no apresurarse —dijo Schneider—. Y no escoja un macho viejo; empiece por los jóvenes y livianos.
Andrews eligió un macho de tamaño similar al que Schneider había despellejado. Al acercarse, tuvo la sensación de que todo él se encogía dentro de la ropa, que ahora notaba rígida sobre la piel. Sacó de su estuche un cuchillo parecido al que Schneider había usado primero y trató de emular los movimientos que le había visto hacer. La piel, en apariencia tan blanda en la zona del vientre, opuso mucha resistencia; al apretar, Andrews notó cómo la hoja del cuchillo se hundía hasta la carne del animal. Incapaz de sacar el cuchillo con la facilidad y fluidez con que había visto hacerlo a Schneider, practicó un corte irregular en el vientre del bisonte. No se atrevió a tocarle los testículos; lo que hizo fue cortar alrededor del escroto por ambos lados.
Tras cortar alrededor de las patas y hacer otro corte en torno al pescuezo, ya estaba sudando. Tiró del cuero de una pata, pero le patinaron las manos; con el cuchillo separó un poco la carne y volvió a tirar. La piel salió con grandes pedazos de carne colgando. Consiguió atar suficiente pelo en la parte de la cerviz, pero cuando montó en su caballo y lo hizo retroceder, el nudo de la cuerda se escurrió y el caballo estuvo a punto de caer sobre sus ancas. Andrews cortó un poco más de piel e hizo un nudo más fuerte alrededor. El caballo volvió a tirar. La piel se desgajó de la carne al tiempo que el bisonte giraba un poco sobre sí mismo; Andrews hizo retroceder al caballo y el cuero se partió, desprendiéndose del flanco del bisonte y llevándose consigo grandes cachos de carne.
Andrews se quedó mirando la piel mal arrancada. Buscó a Schneider con la mirada y lo vio a unos cien pies, ocupado en abrir el vientre de un macho de gran tamaño. Andrews se percató de que había despellejado ya seis cadáveres. Schneider le miró entonces pero sin dejar lo que tenía entre manos. Hizo un nudo con su cuerda alrededor del cuero, retrocedió en su caballo y extendió la piel sobre la hierba. Luego se acercó a donde estaba Andrews y contempló aquel desastre de piel, todavía atada por un extremo a la giba del bisonte.
—No lo ha hecho bien —dijo—. Y ni siquiera ha cortado alrededor del pescuezo. Si hinca demasiado el cuchillo, llega hasta la carne, y entonces sale con demasiada facilidad. Es mejor que se olvide de este.
Andrews asintió con la cabeza, aflojó el nudo y se acercó a otro bisonte. Esta vez hizo los cortes con más cuidado, pero al tratar de arrancar la piel, se partió como le había ocurrido antes. Notó que afloraban lágrimas de rabia a sus ojos.
Schneider se le acercó de nuevo.
—Mire —dijo, no sin cierta amabilidad—. Hoy no tengo tiempo para entretenerme. Si Miller y yo no arrancamos esos cueros a tiempo, dentro de unas horas estos bisontes estarán más tiesos que una tabla. ¿Por qué no arrastra un ternero hasta el campamento y empieza a despiezarlo? Al fin y al cabo, necesitamos carne para comer; así se familiariza, le va cogiendo el tranquillo. Vamos, le ayudaré a hacer un aparejo.
Inseguro de sí mismo, Andrews asintió. Un odio irracional hacia Schneider le subía a la garganta.
Schneider eligió una hembra joven, poco más que una becerra, y le pasó una cuerda alrededor del pescuezo; ató el otro extremo a la silla de Andrews, de forma que la cabeza del bisonte no arrastrara por el suelo cuando el caballo empezase a tirar.
—Tendrá que volver usted a pie —dijo Schneider—. El caballo necesitará fuerzas para tirar del animal.
Andrews asintió de nuevo, sin mirar a Schneider. Cogió las riendas y empezó a tirar; el caballo se inclinó hacia el frente, sus pezuñas resbalando en la hierba, pero el cadáver del bisonte se deslizó un poco y al final el caballo echó a andar con esfuerzo por el valle. Andrews se situó delante, tirando de manera cansina de las riendas.
Al llegar a las cercanías del campamento, el sol se había puesto ya tras las montañas de poniente; el aire frío le traspasó la ropa y tocó su piel sudorosa. Charley Hoge acudió con celeridad al verlo llegar.
—¿Cuántos? —le preguntó desde lejos.
—Miller ha contado ciento treinta y cinco —dijo Andrews.
—Santo cielo —exclamó Charley Hoge—. Buena matanza.
Andrews detuvo al caballo y soltó la cuerda atada a la silla de montar.
—Esa becerra tiene muy buena pinta —dijo Charley Hoge—. La carne será tierna. ¿Quieres que la despiece yo, o lo haces tú?
—Ya lo hago yo —respondió Andrews. Pero se quedó quieto mirando al bisonte joven, cuyos transparentes ojos aparecían cubiertos por una fina película de polvo.
Al cabo de un momento Charley Hoge dijo:
—Te ayudaré a montar un andamio.
Fueron ambos hacia el lugar donde Charley Hoge estaba construyendo el corral. De hecho, estaba ya terminado; tenía una forma más o menos hexagonal, pero quedaban por el suelo unas cuantas varas largas de álamo. Charley Hoge indicó tres de longitud similar y entre los dos las llevaron a donde habían dejado el bisonte. Hincaron las varas en el suelo y las colocaron formando un trípode. Andrews montó en su caballo para poder atarlas juntas por la parte de arriba. Charley Hoge le lanzó el extremo suelto de la soga que el bisonte llevaba todavía alrededor de la cabeza y Andrews lo ató al cuerno de su silla. Retrocedió luego con el caballo hasta que el bisonte quedó en vilo, rozando apenas la hierba con sus pezuñas. Charley Hoge sujetó la cuerda hasta que Andrews volvió al otro lado del trípode y agarró con fuerza la cuerda a la parte superior, a fin de que el bisonte no cayera.
El animal quedó colgando del trípode; lo contemplaron un momento en silencio. Charley Hoge volvió a la fogata; Andrews permaneció delante del ternero. A lo lejos, en el valle, percibió un movimiento; eran Schneider y Miller que volvían. Sus caballos cruzaban a paso rápido el lecho del valle. Andrews inspiró hondo y aplicó el cuchillo al vientre expuesto del animal.
Esta vez lo hizo más despacio. Practicados los necesarios cortes en el vientre y en torno a la garganta y los tobillos, fue retirando la piel con mucho cuidado hasta dejarla colgando floja de los costados del animal. Luego estiró el brazo hasta la joroba y empezó a tirar de la piel. Salió limpiamente, con apenas unos fragmentos de carne adheridos a ella. Con el cuchillo separó los pedazos más grandes y luego extendió la piel sobre la hierba con el pelo mirando hacia arriba, como había visto hacer a Schneider. Mientras estaba apartándose para contemplar su obra, Miller y Schneider se acercaron a caballo y echaron pie a tierra.
Miller, con la cara sucia del hollín de la pólvora y manchada de sangre de un rojo marronáceo, le miró un momento sin expresión y luego contempló la piel extendida en el suelo; dio media vuelta y se dirigió tambaleante hacia el campamento.
—Lo ha hecho bien, señor Andrews —dijo Schneider, echando una ojeada—. No tendrá problema. Claro que es más fácil con al animal colgado…
—¿Cómo os ha ido a vosotros? —preguntó Andrews.
—Ni siquiera hemos hecho la mitad. Nos tocará trabajar casi toda la noche.
—Ojalá pudiera ayudar —dijo Andrews.
Schneider se acercó al ternero despellejado y dio una palmada a la grupa desnuda.
—Me gusta esta ternerita. Seguro que tendrá una carne muy sabrosa.
Andrews se arrodilló ante el juego de cuchillos. Alzó la cabeza hacia Schneider, pero él no le miró.
—¿Qué hago? —preguntó Andrews.
—¿Qué?
—No sé cómo empezar. Nunca he despiezado un animal.
—Vaya por Dios —dijo Schneider, sin alterarse—. Y yo sin acordarme. Bueno, pues lo primero es retirar las tripas. Después le enseñaré a hacer el despiece.
Charley Hoge y Miller aparecieron por detrás de la chimenea de roca y se recostaron en ella, dispuestos a mirar. Andrews dudó un instante y luego se incorporó. Hincando la punta del cuchillo en el esternón del ternero, hurgó un poco hasta localizar la parte blanda correspondiente al estómago. Apretó los dientes, hundió el cuchillo en la carne y luego tiró hacia abajo. Las blanquiazules tripas, más gruesas que su brazo, salieron arrolladas por el borde limpio del tajo. Andrews cerró los ojos y retiró el cuchillo lo más rápido que pudo. Al enderezarse sintió una cosa caliente en la pechera de la camisa; un chorro de sangre oscura, a medio coagular, había caído de la cavidad, salpicándole la camisa, y le chorreaba ya por la parte delantera del pantalón. Retrocedió de un salto, y ese rápido movimiento hizo que el ternero se balanceara un poco, de tal forma que las entrañas empezaron a desbordarse del tajo cada vez más ancho. Con un ruido sordo, líquido, se deslizaron hasta el suelo; y el borde de aquel amasijo, como si estuviera dotado de vida, resbaló hacia Andrews y cubrió la puntera de sus botas.
Soltando una carcajada, Schneider se palmeó las piernas y gritó:
—¡Corte eso! ¡Córtelo antes de que se lo coma entero!
Andrews tragó la saliva que se había acumulado en la boca. Con la mano izquierda resiguió el grueso y viscoso intestino principal hasta el interior del cadáver; vio cómo su brazo desaparecía en la húmeda y caliente oquedad. Cuando tocó el extremo del intestino, metió la otra mano con el cuchillo y dio unos tajos a ciegas para cercenar el conducto. El cadáver desprendía un hediondo olor a alimento a medio digerir; Andrews, conteniendo la respiración, se dio prisa en cortar. Finalmente el tubo se desprendió y las entrañas se derramaron, congregándose en la parte inferior del cuerpo del ternero. Con los brazos, extrajo las tripas de la cavidad hasta que pudo dar con la otra sujeción; la cortó y fue arrancando las vísceras con movimientos desesperados hasta que toda aquella masa quedó esparcida por el suelo en torno a sus pies. Andrews se echó hacia atrás, lívido, respirando por la boca con dificultad; los brazos y las manos, que mantenía separados del cuerpo, chorreaban sangre y temblaban.
Recostado todavía en la chimenea natural, Miller le gritó a Schneider:
—Tráete un pedazo de ese hígado, Fred.
Schneider asintió con la cabeza y se aproximó al cadáver, que se balanceaba. Evitando con una mano que se moviera, introdujo la otra en la cavidad. Dio un tirón seco con el brazo y su mano reapareció con una cosa de un color morado marronáceo. La partió en dos con unos tajos rápidos de su cuchillo y le lanzó el pedazo grande a Miller, que lo atrapó al vuelo con las dos manos, se lo llevó al pecho para que no se le escurriera y luego lo levantó hasta la boca y dio un gran mordisco; la sangre oscura rezumó de la carne, resbalándole por el mentón y cayendo en regueros al suelo. Schneider sonrió antes de hacer lo mismo con su pedazo. Sin dejar de sonreír mientras masticaba despacio, los labios teñidos de un rojo oscuro, le tendió el pedazo de hígado a Andrews.
—¿Quiere probar? —dijo, y se rió.
Andrews notó un regusto de bilis en la garganta, seguido de un violento espasmo al contraerse su estómago, y los músculos de la garganta se le trabaron, dejándolo sin respiración. Dio media vuelta, se alejó corriendo de los dos hombres, se apoyó en un árbol cercano y, doblado por la cintura, vomitó. Poco después, se volvió hacia los otros hombres.
—Terminad vosotros —les dijo—. Yo ya he tenido bastante.
Sin esperar respuesta, se dirigió hacia el manantial que brotaba a unas setenta y cinco yardas del campamento. Una vez allí se quitó la camisa; la sangre del bisonte empezaba a apelmazarse en su camiseta. Se despojó del resto de la ropa lo más rápido que pudo, y se quedó allí de pie, en la sombra fresca de la tarde, tiritando. Desde el pecho hasta más abajo del ombligo tenía la piel marronácea debido a la sangre del animal; al quitarse la ropa, se había rozado sin querer otras partes del cuerpo, de forma que tenía manchas por doquier, que iban de un bermellón claro a un granate parduzco. Metió las manos en la helada charca que formaba el manantial; el agua coaguló la sangre y por un momento Andrews temió no poder limpiársela, pero luego se le fue desprendiendo como en zarcillos duros. Se mojó los brazos, el pecho y el abdomen, boqueando de frío y haciendo esfuerzos por llenar de aire los pulmones con cada sobresalto.
Tras lavar su cuerpo desnudo de toda la sangre que alcanzó a ver, se arrodilló en el suelo y se agarró los brazos con las manos; temblaba con violencia y la piel se le había puesto de un tono ligeramente azulado. Cogió la ropa, prenda por prenda, y la sumergió en la charca; frotó lo más fuerte que pudo, estrujando cada pieza a conciencia para volver a mojarla repetidas veces, hasta que el agua se tornó lodosa y adquirió un matiz rojo sucio. Por último, con un poco de gravilla y tierra cogidas del borde de la charca, frotó las botas manchadas, pero la sangre y las viscosidades del bisonte habían penetrado en los poros del cuero y no pudo limpiarlas bien. Se puso la ropa, húmeda y arrugada, y regresó al campamento. Era casi de noche; y cuando llegó hasta la fogata, tenía ya la ropa tiesa debido al frío.
El bisonte estaba despiezado; entrañas, cabeza, pezuñas y los huesudos flancos habían sido esparcidos lejos del campamento. En un espetón encima del fuego, que humeaba y llameaba más de lo debido, habían empalado un gran pedazo de la carne de la giba; junto al fuego, sobre un cuadrado de lona sucia y amontonado de cualquier manera, estaba el resto de la carne. Andrews se acercó al fuego todo lo que pudo; de las arrugas de su ropa brotaron jirones de vapor. Los otros hombres no le dirigieron la palabra; él no les miró a la cara.
Al cabo de un rato Charley Hoge cogió una pequeña caja del alijo de las provisiones y la examinó a la luz del fuego; Andrews vio que dentro había un polvillo blanco. Charley Hoge rodeó la chimenea de roca y se alejó hacia los restos esparcidos del bisonte, murmurando en voz baja.
—Charley ha ido de lobos —dijo Miller a nadie en particular—. Cree que el lobo es el diablo en persona, hablo en serio.
—¿Ha ido de lobos? —Andrews no se volvió al decirlo.
—Rocías de estricnina unos pedazos de carne cruda —explicó Miller—, los dejas unas cuantos días alrededor del campamento, y no tienes que preocuparte por los lobos.
Andrews se volvió para calentarse la espalda; al hacerlo, la parte delantera de su ropa se enfrió al instante y la notó helada y todavía húmeda contra la piel.
—Pero no es esa la razón de que Charley lo haga —dijo Miller—. Él ve al lobo muerto como si fuera el propio diablo, asesinado.
Schneider, que estaba en cuclillas, se incorporó y se colocó junto a Andrews; olisqueó ávidamente la carne, que empezaba a ennegrecerse en los bordes.
—El pedazo es demasiado grande —dijo Schneider—. Esto va a tardar una hora todavía. A uno le entra hambre, después de todo el día despellejando bisontes; y si tiene que seguir por la noche, necesita comer.
—No exageres, Fred —dijo Miller—. Hay luna, y hasta que la carne esté lista habremos descansado un rato.
—Como haga más frío que ahora —dijo Schneider—, las pieles estarán tiesas.
Charley Hoge reapareció junto a la chimenea de roca, que ahora era una masa oscura contra el cielo todavía iluminado. Volvió a meter en su sitio la cajita de la estricnina, se sacudió las manos en el pantalón y echó un vistazo a la carne espetada. Hizo un gesto de aprobación con la cabeza y colocó la cafetera sobre el borde de la fogata, donde unos rescoldos despedían ya un resplandor opaco. Poco después el café rompía a hervir; el aroma del café y el intenso olor de la carne, cuyos jugos caían al fuego, llegaron a los hombres que esperaban el momento de comer. Miller sonrió, Schneider maldijo mecánicamente y Charley Hoge rió con sorna para sus adentros.
De manera instintiva, al acordarse de la repugnancia provocada por la vista y el olor del bisonte muerto, Andrews apartó la cabeza; sin embargo, un momento después descubrió que los olores le resultaban agradables. Estaba hambriento. Y por primera vez desde que había vuelto del baño frío en el manantial, miró a los otros tres hombres.
—Creo que he hecho fatal el despiece —dijo con timidez.
Schneider se echó a reír.
—Ha arrojado hasta la primera papilla, señor Andrews —dijo.
—No es la primera vez que a alguien le pasa —dijo Miller—. Los he visto mucho peores.
La luna, casi llena, se movía sobre la sierra oriental; al irse extinguiendo el fuego, su luz azulada atravesó la arboleda y tocó la superficie de las prendas de los hombres, de forma que en sus cuerpos se encontraron los dos colores, el intenso rojo de las ascuas y el claro de la luna. Permanecieron sentados en silencio hasta que se pudo ver entera a través de los árboles. Miller contempló el ángulo de la luna y le dijo a Charley Hoge que retirara la carne del espetón, tanto si estaba hecha como si no. Charley Hoge cortó pedazos grandes de la carne a medio hacer y los repartió. Miller y Schneider cogieron cada cual el suyo con las manos y atacaron a mordiscos, sujetándolo a veces entre los dientes para sacudir los dedos, quemados. Andrews cortó un pedazo con uno de los cuchillos de despellejar; la carne estaba dura pero jugosa y tenía el sabor fuerte del buey poco hecho. Los hombres acompañaron la carne con tragos de amargo café hirviendo.
Andrews comió solo una parte de lo que Charley Hoge le había dado. Dejó el plato y el tazón al lado del fuego y se tumbó en su petate después de arrimarlo a la lumbre; observó en silencio cómo los otros devoraban la carne y se tomaban el café. Se terminaron lo que Charley Hoge les había dado y pidieron más. Por su parte, Charley Hoge comía pedazos cortados muy pequeños de una loncha fina. A cada momento ayudaba a bajar la carne con sorbitos de café, al que había añadido una buena cantidad de whisky. Una vez que Miller y Schneider hubieron dado cuenta del asado, el primero de ellos alcanzó la jarra de Charley Hoge, echó un buen trago y se lo pasó a Schneider, el cual empinó largamente el codo; después de tragar repetidas veces, le pasó la jarra a Andrews, que se llevó a los labios el recipiente, indeciso, y luego tomó un pequeño y cauteloso sorbo.
Schneider suspiró, estiró los brazos y se tumbó de espaldas mirando al fuego. Con un tono de voz hondo y suave, arrastrando las palabras, dijo:
—La tripa llena de carne de bisonte y un buen trago de whisky; ahora lo único que faltaría es una mujer.
—No es pecaminosa la carne de bisonte y no lo es el whisky —dijo Charley Hoge—, pero una mujer… Eso es la tentación de la lujuria.
Schneider bostezó y volvió a estirar los brazos.
—¿Os acordáis de esa putilla de Butcher’s Crossing? —Miró a Andrews—. ¿Cómo se llamaba?
—Francine —respondió Andrews.
—Ah, sí, Francine. Que me aspen si no era guapa. ¿A usted no le pareció cachonda, señor Andrews?
Andrews tragó saliva y miró hacia la lumbre.
—No me fijé en eso.
Schneider se echó a reír.
—No me diga que no se enteró de nada. Santo Dios, por el modo en que ella le miraba, podría habérsela beneficiado casi por nada; bueno, por no decir gratis; ella dijo que no estaba trabajando… ¿Qué tal le fue, señor Andrews? ¿Merecía la pena o no?
—Déjalo ya, Fred —intervino Miller sin alzar la voz.
—Quiero saber cómo fue la cosa —dijo Schneider. Se acodó en el petate y escrutó a Andrews; en su cara, colorada al tenue resplandor de las ascuas, había un rictus de sonrisa—. Tan tierna y la piel tan blanca… —añadió con voz ronca, y se relamió—. ¿Qué le hizo, eh? Cuénteme lo que…
—Basta, Fred —le cortó Miller.
Schneider se volvió hacia él, furioso.
—¿Qué pasa?, ¿es que no tengo derecho a hablar?
—Ya sabes que aquí no conviene pensar en mujeres —dijo Miller—. Pensar en algo que no puedes tener acabará desquiciándote.
—Malas pécoras. Todas como Jezabel —terció Charley Hoge, sirviéndose más whisky, que calentó con un poco de café—. Obra del diablo.
—Aquello en lo que uno no piensa —dijo Miller—, no se echa de menos. Venga, vamos a buscar esas pieles ahora que hay buena luz.
Schneider se puso en pie y se sacudió como hace un animal recién salido del agua. Luego carraspeó, riendo, y dijo:
—Qué demonios, solo me estaba divirtiendo un poco con el señor Andrews. Yo ya sé cuidarme.
—Pues claro —dijo Miller—. Venga, vamos.
Ambos se alejaron del campamento hacia los árboles donde habían dejado atados los caballos. Un momento antes de rebasar el círculo de claridad proporcionado por la fogata, Schneider se volvió a Andrews y dijo, sonriendo:
—Pero lo primero que haré cuando volvamos a Butcher’s Crossing será alquilar a una chica alemana para un par de días. Y si le entran muchas prisas, señor Andrews, puede que tenga usted que arrancarme de allí.
Andrews esperó hasta oír que se alejaban y los vio perderse por el pálido lecho del valle hasta que sus figuras en movimiento se fundieron con la densa oscuridad de las montañas de poniente. Después se metió en el petate y cerró los ojos; estuvo un buen rato escuchando los sonidos que producía Charley Hoge al limpiar sus utensilios de cocina y poner orden en el campamento. En el silencio que siguió, a oscuras, Andrews se pasó la mano por la cara y la notó áspera y extraña al tacto; la barba, una sorpresa cada vez que se la tocaba, despistaba a sus manos y ponía un toque de extrañeza en sus facciones. Le dio por pensar qué aspecto tendría, y si Francine le reconocería si pudiera verle en aquel momento.
Desde la noche en que había subido a su habitación en Butcher’s Crossing, no se había permitido pensar en ella. Pero al oír su nombre en labios de Schneider un rato antes, los pensamientos se le habían desbordado y ahora no podía quitarse de la cabeza la imagen de Francine en su habitación, momentos antes de que él diera media vuelta y saliera corriendo; mientras la veía mentalmente, se rebulló inquieto en el petate.
¿Por qué había huido? ¿De dónde surgió aquella falta de vida que le impulsó a salir corriendo? Recordaba la sensación de náusea, la repugnancia que había seguido al aflujo vital de la sangre al verla allí desnuda, contoneándose frente a él, como flotando.
Un momento antes de que el sueño le venciera, estableció una tenue relación entre el rechazo a Francine aquella noche en Butcher’s Crossing, y el rechazo que le había provocado destripar al bisonte unas horas antes en las montañas Rocosas de Colorado: si había dado la espalda al ternero no era por sentir náuseas provocadas por la sangre, el hedor y las tripas a la vista; la razón de haber sentido ganas de vomitar no era otra que el haber visto al bisonte, antes tan noble y orgulloso y lleno de dignidad, completamente descarnado e indefenso, mera carne inerte, despojado de sí mismo (o de la idea que él tenía del animal) y colgando de manera grotesca, casi una burla, ante sus ojos. Ya no era el yo del bisonte que él imaginaba; ese yo había sido asesinado; aquella muerte había acabado destruyendo algo en su interior, y no había sido capaz de enfrentarse a ello. Por eso había huido.
De nuevo, en la casi completa oscuridad, sacó una mano del petate y se la pasó por la cara; buscó la fría, áspera protuberancia de su frente, bajó hacia la nariz, vadeó los agrietados labios y frotó las gruesas cerdas de la barba, buscando sus facciones. Cuando el sueño le sobrevino por fin, tenía aún la mano encima de la cara.