Acamparon cerca de un pequeño manantial. Un fino reguero de agua resplandecía a la última luz sobre unas rocas lisas, yendo a parar a una poza en la base de la montaña, de donde nacía un estrecho arroyo semioculto en la espesa hierba del valle.
—Unas millas más al sur hay una laguna —dijo Miller—. Los bisontes van allí a beber.
Charley Hoge desenganchó a los bueyes y los dejó paciendo en la hierba. Con ayuda de Andrews, sacó del carro la lona grande; luego cortó unas ramas delgadas de un pino joven y entre los dos construyeron un armazón sobre el cual tensaron la lona, sujetándola con cuidado y tirando de ella de forma que los bordes hicieran un suelo encima de la hierba. Luego acarrearon las cajas de pólvora que llevaban en el carro y las colocaron dentro de la pequeña tienda cuadrada.
—Si se me mojara esta pólvora —dijo Charley Hoge, riendo—, Miller me mataría.
Tras ayudar a Charley Hoge, Andrews cogió un hacha y subió con Schneider por la ladera para cortar leña. Dejaron los troncos grandes donde habían caído y empezaron a cortar las ramas pequeñas y a apilarlas junto a los árboles.
—Después iremos a por los caballos y arrastraremos todo esto —dijo Schneider.
Derribaron media docena de pinos de tamaño mediano; era ya de noche. Regresaron al campamento cada cual con una buena brazada de ramas, y luego entre los dos arrastraron el tronco de un árbol pequeño.
Charley Hoge había encendido una fogata junto a una roca grande, un canto rodado que era dos veces más alto que cualquiera de los hombres; en uno de sus lados tenía una grieta muy honda, a modo de chimenea natural para el humo. Aunque las llamas eran altas, Charley Hoge había colocado ya la cafetera en un costado del fuego, y en el otro la cazuela para cocer unas alubias.
—Es la última noche que comemos esto —dijo—. Mañana cenaremos carne de bisonte; a lo mejor consigo cazar alguna pieza pequeña y puedo hacer un estofado.
De través sobre los troncos de dos pinos puestos muy juntos, había clavado una rama gruesa y recta; encima, perfectamente colgados, sus utensilios de cocina: una sartén grande, dos cacerolas, un cucharón, varios cuchillos cuyos mangos estaban descoloridos y rasguñados pero cuyas hojas resplandecían a la luz de la fogata, una hachuela y un hacha. En el suelo descansaba una cazuela grande de hierro, negra por fuera pero plateada y bruñida por dentro. Al lado, junto al tronco de un árbol, se encontraba la caja con el resto de las provisiones.
Una vez terminaron de comer, los hombres practicaron largos hoyos rectangulares en el lecho de agujas de pino; dentro colocaron pequeñas ramas entrecruzadas, y encima de ellas una capa de las agujas de pino que habían recogido, a fin de poner sus petates sobre un colchón mullido, blando y confortable. Colocaron los petates cerca de la lumbre, junto a la roca grande; de este modo, quedaban en parte a resguardo del viento o la lluvia que pudieran llegar del valle desde el norte o el oeste; de la parte oriental, el bosque se encargaría de protegerlos.
Cuando tuvieron listas las camas, el fuego se había reducido a unas ascuas coronadas de gris. Miller las contempló fijamente, su rostro de un rojo oscuro al resplandor que producían. Charley Hoge encendió el farol que colgaba de la rama al lado de sus utensilios de cocina; la tenue luz se perdió en la oscuridad reinante. Llevó el farol hasta donde los hombres estaban sentados. Miller se levantó, cogió la cazuela de hierro del suelo y la encajó sobre los rescoldos. Luego agarró el farol, se lo pasó a Charley Hoge y fueron los dos hasta la caja grande de las provisiones. Miller sacó dos largas barras de plomo y las llevó al fuego; las introdujo en la cazuela, cruzadas, de modo que no volcaran el recipiente. Luego fue hasta la pequeña tienda que habían montado Charley Hoge y Will Andrews y sacó de dentro una caja de pólvora y otra, más pequeña, de fulminantes; por último, volvió a colocar la lona para tapar el resto de la pólvora.
Fueron hasta la fogata y Miller se arrodilló al lado de su silla de montar, que estaba junto a su petate, y sacó del talego un saco cerrado mediante una correa de cuero; la desató y extendió la tela en el suelo; cientos de vainas de cartucho, metálicas y de un brillo opaco, formaron un montón irregular. Andrews se acercó a los dos hombres.
El plomo que había en la cazuela se movía por efecto del calor. Miller fue a mirar y movió la cazuela de manera que el calor se repartiera mejor. Luego, con una hachuela, abrió la caja de la pólvora y rasgó el grueso papel que protegía los gránulos negros. Con el pulgar y el índice cogió un pellizco y lo tiró al fuego, donde llameó brevemente con un resplandor azulino. Miller asintió satisfecho con la cabeza; metió la mano otra vez en el talego de su silla y extrajo una especie de caja gruesa provista de bisagra en uno de los lados; dentro había una serie de pequeñas depresiones a intervalos regulares y conectadas entre sí mediante minúsculos surcos. Limpió este molde con un paño engrasado; cuando lo hubo cerrado, Andrews vio en su parte superior lo que parecía una taza en miniatura vista desde arriba.
Miller volvió a hurgar en su talego y sacó un cucharón. Lo introdujo en la cazuela, donde el plomo burbujeaba ya, y con mucha delicadeza vertió el plomo fundido en la boca del molde para balas. El plomo al rojo crepitó al contacto con el frío metal; una gota salpicó a Miller en la mano con que sujetaba el molde, pero él ni siquiera se inmutó. Una vez llenado el molde, Miller lo introdujo en un balde con agua fría que Charley Hoge había dejado junto a él; el molde siseó al sumergirse en el agua, produciendo una espuma blanca. Luego lo retiró y derramó las balas en el paño colocado junto a las vainas de cartucho.
Cuando el montón de balas alcanzó un tamaño similar al de cartuchos de latón, Miller dejó el molde a un lado para que se enfriara e hizo un rápido pero cuidadoso examen de las balas recién moldeadas. De vez en cuando alisaba la base de una de ellas con una lima pequeña, y a veces —las menos— arrojaba una defectuosa a la caldera, que él mismo había puesto al fuego otra vez. Antes de hacer una nueva pila de balas junto a las vainas vacías, Miller frotó la base de cada proyectil con un poco de cera de abeja. Del recipiente cuadrado que había al lado de la pólvora, fue sacando los diminutos fulminantes e introduciéndolos sin esfuerzo en las vainas vacías, apretándolos luego con una pequeña herramienta negra.
De nuevo echó mano al talego y extrajo una cuchara alargada y una pelota de papel de periódico. Con la cuchara tomó una medida de pólvora; luego, sobre la caja abierta, sostuvo un cartucho y llenó tres cuartas partes con la pólvora negra. Golpeó el cartucho contra el borde de la caja para que la pólvora se asentara, y con la mano libre arrancó un poco de papel de periódico y lo remetió en el cartucho. Por último, cogió una de las balas de plomo y la introdujo en el cartucho ya cargado, presionando con el canto de la mano; luego, con sus fuertes y blancos dientes, formó un reborde alrededor del cartucho, a la altura de la base de la bala, y la arrojó sin más a una tercera pila.
Los otros tres hombres observaron la operación durante varios minutos. Charley Hoge parecía contento, sonreía sin parar y asentía en señal de elogio a la destreza de Miller; Schneider miraba con cara de sueño, indiferente, bostezando de vez en cuando; por su parte, Andrews observaba con gran interés, como si quisiera grabar en su memoria todos y cada uno de los movimientos de Miller.
Al cabo de un rato, Schneider se incorporó y le dijo a Andrews:
—Tenemos trabajo que hacer, señor Andrews. Coja sus cuchillos y afilémoslos.
Andrews miró de reojo a Miller, el cual hizo un gesto con la cabeza hacia la caja de las provisiones. A la tenue luz del farol Andrews rebuscó en la caja hasta dar con el estuche de cuero que Miller le había conseguido en Butcher’s Crossing. Fue con el estuche hasta la fogata, donde ahora bailaban las llamas gracias al leño que Charley Hoge acababa de tirar, y cuando abrió el estuche los cuchillos resplandecieron a la lumbre. Sus mangos de hueso estaban limpios y sin un solo rasguño.
Schneider había sacado los suyos del talego de su silla; extrajo uno de la funda y probó el filo en la callosa yema de su dedo pulgar. Meneó la cabeza y escupió con ganas sobre una piedra de afilar grisácea y alargada, cuya parte central era cóncava debido al desgaste; con la parte plana del cuchillo repartió la saliva sobre la superficie. Luego empezó a pasar la hoja por la piedra, ligeramente en diagonal y dibujando un óvalo alargado de manera que la piedra afilara por igual ambas partes del filo. Andrews lo observó un rato y luego eligió un cuchillo y probó la hoja en la yema de su pulgar. El filo se hundió un poco en el hollejo del dedo, pero sin clavarse.
—Tendrá que afilarlos todos —le dijo Schneider—; los cuchillos nuevos nunca cortan bien.
Andrews asintió con la cabeza y sacó de su estuche una piedra de afilar nueva; escupió en ella como había visto hacer a Schneider y luego distribuyó la saliva a lo largo de la superficie.
—Antes de utilizarla, hay que tenerla sumergida en aceite un día o dos —dijo Schneider—. Pero supongo que por esta vez no pasa nada.
Andrews empezó a mover la hoja sobre la piedra con una ligera rotación; le faltaba práctica y no conseguía encontrar el ritmo ni la posición correctos para que la hoja quedara bien afilada por todas partes.
—Deme —dijo Schneider, soltando el cuchillo y la piedra que tenía en las manos—. Lo inclina demasiado hacia arriba. El cuchillo quedaría muy afilado, pero no le duraría más de un par de pieles. Le enseñaré cómo hacerlo.
Con mano experta Schneider pasó la hoja del cuchillo por la piedra; sus movimientos eran tan rápidos que Andrews apenas podía ver la hoja. Después Schneider le mostró en qué ángulo debía sujetar el cuchillo con respecto a la piedra.
—Haciéndolo así tenemos un filo que corta bien a todo lo largo —dijo—. Puedes tirarte un día entero despellejando sin necesidad de afilarlo otra vez. Si la parte que corta es demasiado estrecha, el cuchillo se echa a perder. —Se lo pasó a Andrews con el mango por delante—. Pruebe.
Andrews se tocó la yema del pulgar con la hoja y sintió una punzada. Momentos después una fina línea roja le cruzaba el pulpejo en diagonal; se la quedó mirando embobado y vio cómo la sangre recorría a su antojo los remolinos de la yema del dedo.
—Así es como debe cortar un cuchillo —dijo Schneider con una sonrisa—. Veo que tiene una buena colección.
Bajo la supervisión de Schneider, Andrews afiló el resto de sus cuchillos. A medida que iba sacándolos del estuche, Schneider le explicaba para qué servía cada uno y el motivo de sus diferentes tamaños. «Este es para cortes largos. Puedes rajar a un macho desde la garganta hasta la polla sin sacarlo de la piel.» O: «Este es para detalles, como alrededor de las pezuñas. Este de aquí es bueno para faenar, una vez tienes al animal despellejado. Y este otro es para raspar la piel, una vez arrancada».
Cuando Schneider se quedó por fin satisfecho, Andrews volvió a guardar los cuchillos. Notaba el brazo cansado, después de haber repetido un movimiento que le era nuevo; la mano derecha se le había dormido a causa de la tirantez con que había sujetado los cuchillos al afilarlos. Un viento helado soplaba del desfiladero; Andrews tiritó un momento y se acercó a la lumbre.
La voz de Miller sonó en la oscuridad, detrás de los tres que estaban sentados en silencio junto a la fogata.
—¿Todo listo para mañana?
Los hombres se volvieron. La luz del fuego se reflejó en los botones de la camisa de Miller y en los flecos de la chaqueta de gamuza que llevaba abierta, y sacó también brillo de su gruesa nariz y frente; la oscura barba le quedaba medio en sombras, y Andrews creyó estar viendo una cabeza que flotaba desconectada de un cuerpo apenas insinuado. Miller se acercó al fuego y se sentó.
—Todo listo —dijo Schneider.
—Bien. —Miller sacó una bala de uno de los abultados bolsillos de su chaqueta. Con la punta de plomo dibujó en una piedra plana un óvalo irregular que formaba casi un semicírculo—. Si la memoria no me falla —continuó—, este es el perfil del valle. Unas millas más adentro, al llegar a este recodo, se ensancha; tendrá entre cuatro y cinco millas de anchura, y eso durante veinte o veinticinco millas. No parece una gran extensión, pero la hierba es buena y abundante y vuelve a crecer casi tan rápido como desaparece, puede alimentar a un sinfín de bisontes.
Un leño recién consumido se vino abajo lanzando al aire una lluvia de chispas que brillaron fugazmente en la oscuridad.
—La tarea es sencilla —prosiguió Miller—. Empezaremos con la pequeña manada que hemos visto este mediodía, y luego seguiremos valle adentro. No hay de qué preocuparse; este cañón no tiene salida. Bueno, no la tiene para los bisontes. Las montañas son más empinadas, pasado el primer recodo; en muchos sitios hay roca y nada más.
—¿Este va a ser el campamento principal? —preguntó Schneider.
—Según nos adentremos en el valle —dijo Miller—, Charley nos seguirá con el carro para ir recogiendo las pieles; una vez de vuelta las empacaremos. Puede que tengamos que montar el campamento lejos de aquí, pero no será muchas veces. Cuando lleguemos al final del valle, si quedan bisontes los haremos venir hacia aquí. A la larga, eso nos ahorrará tiempo.
—Solo una cosa —dijo Schneider—. No nos fuerces mucho, al principio. Aquí el señor Andrews necesitará unos días de práctica. Y no me gustaría despellejar bisontes tiesos.
—Tal como lo he planeado —le tranquilizó Miller—, no hay prisa alguna. Si fuera necesario, podríamos pasar aquí todo el invierno cazando.
Charley Hoge arrojó otro leño al fuego, que ardía ya con fuerza. El tronco, envuelto en el intenso calor, prendió al instante. Los rostros de los cuatro hombres en torno a la lumbre quedaron en ese momento completamente iluminados, y pudieron mirarse los unos a los otros como si fuera de día. Luego la corteza exterior del leño se consumió y el resplandor de la fogata se redujo de manera considerable. Tras esperar unos minutos, Charley Hoge cogió una pala y peraltó las llamas con pavesas apagadas; a la luz amarillenta del farol, los hombres solo pudieron ver el humo sucio que pugnaba por elevarse entre las cenizas. Sin intercambiar más palabras, los cuatro se dispusieron a dormir.
Metido ya en su petate, Will Andrews permaneció un buen rato despierto escuchando el silencio. Al principio le llegaba el olor acre de la leña de pino a medio apagar, pero luego el viento cambió de dirección y ya no pudo oler el humo ni oír tampoco la sonora respiración de los que dormían cerca de él. Se puso de cara a la ladera por donde habían descendido. Desde la oscuridad que amortajaba la tierra, alzó la vista para seguir el borroso contorno de unos árboles que parecían surgir de la tiniebla para, poco a poco, ir perfilándose contra el azul oscuro de un cielo sin nubes donde titilaban cientos de estrellas. A pesar de la manta extra, Andrews estaba aterido; veía la nubecilla gris de su propio aliento al exhalar el cortante aire nocturno. Sus ojos se cerraron mientras contemplaba la imagen de un gran pino de forma cónica, negra silueta en contraste con el luminoso cielo; a pesar del frío, durmió profundamente hasta la mañana.