3

La hilera verde oscuro de árboles y arbustos que habían tenido como referencia desde que salieran de Butcher’s Crossing describió una suave curva hacia el sur. Al llegar a esa curva a media mañana del sexto día de viaje, los cuatro hombres se detuvieron y contemplaron brevemente el curso del río Smoky Hill. A partir de aquel punto, el terreno descendía, lo cual les permitió ver a lo lejos, entre los arbustos y árboles de la ribera, el lento discurrir del agua. Vista desde allí, no tenía ya aquel tono verde lodoso; la luz del sol daba a su superficie una pátina plateada, y les pareció transparente y fresca. Los tres que iban montados juntaron sus caballos; los bueyes volvieron la cabeza hacia el río y mugieron un poco, Charley Hoge gritó para detenerlos y echó el freno al carromato; se levantó con celeridad del asiento de muelles, se apeó del carro y caminó con brío hacia donde los otros esperaban. Miró a Miller.

—El camino se desvía aquí —dijo Miller— y sigue paralelo al río hasta Arkansas. Podríamos continuar por él y así disponer de toda el agua que queramos, pero eso supondría casi una semana de retraso para llegar a nuestro destino.

Schneider miró a Miller con una sonrisa; sus dientes brillaron en la cara incrustada de polvo.

—Deduzco que no piensas seguir la senda.

—Nos retrasaría una semana por lo menos —dijo Miller—. Conozco esta región. —Señaló hacia la parte del oeste más allá de la senda de Smoky Hill—. Allí hay agua, para aquel que sepa dónde está.

Sin dejar de sonreír, Schneider se volvió hacia Andrews.

—Señor Andrews, no creo que haya pasado usted sed en toda su vida; quiero decir sed de verdad. Imagino, pues, que no hace falta preguntarle cuál es su opinión.

Andrews dudó un momento y luego negó con la cabeza.

—Yo no puedo hablar. No conozco la región.

—Pero Miller sí —dijo Schneider—, o al menos eso dice. O sea que le haremos caso a él.

Miller sonrió.

—Bueno, Fred, parece que quieres ganarte la paga de una semana extra. No te da miedo pasar unos días sin agua, ¿verdad?

—No sería la primera vez —respondió Schneider—. Pero siempre me siento defraudado cuando veo que los caballos y los bueyes beben y yo tengo el gaznate seco.

La sonrisa de Miller se ensanchó.

—Sí, hacen falta agallas —dijo—. A mí me ha pasado, pero a menos de un día de aquí hay agua. No creo que tengamos que sufrir tanto.

—Solo una cosa —dijo Schneider—. ¿Cuánto tiempo dices que hace que pasaste por aquí?

—Unos cuantos años —respondió Miller—. Pero hay cosas que nunca cambian. —Aunque la sonrisa permaneció, su voz adoptó un tono seco—. De momento no tienes ninguna queja, ¿verdad, Fred?

—No. Solo pensaba que debía plantear ciertos aspectos. En Butcher’s Crossing dije que haría lo que creyeras más conveniente, y lo mantengo. Me da igual ir por un lado que por otro.

Miller asintió con la cabeza y se volvió hacia Charley Hoge.

—Creo que antes de continuar será mejor dejar descansar a los animales y que beban. Deberíamos cargar toda el agua que podamos, por si acaso. Tú ocúpate de los bueyes y nosotros llevaremos agua hasta el carro.

Mientras Charley Hoge conducía a los bueyes hacia el río, los otros fueron al carro y buscaron recipientes para acarrear el agua. Con la lona cuadrada que protegía las provisiones y unas varas verdes que cortó en la orilla, Miller improvisó un tosco barril que podía mantener abierto y en vertical. Ató dos de las varas más delgadas y las dobló formando una circunferencia y luego las volvió a unir; sujetó ese aro cerca de las cuatro esquinas de la lona mediante unas tiras de cuero. Las varas más cortas y más gruesas las cortó a la medida, hizo unas muescas y las sujetó a las que formaban el aro, consiguiendo así un receptáculo de unos cinco pies de diámetro por cuatro de alto. Con baldes y cazos que Charley Hoge utilizaba para cocinar y con un barrilete de madera, los hombres llenaron unas tres cuartas partes del recipiente de lona, tarea que les llevó casi una hora.

—Es suficiente —dijo Miller—. Si metemos más agua, se nos desbordará por el camino.

Descansaron a la sombra junto al Smoky Hill mientras los bueyes, maneados, se movían por la orilla y comían de la suculenta hierba que crecía con la humedad. Miller les dijo que a causa del intenso calor y de que viajarían por una zona seca, empezarían la segunda etapa del viaje un poco más tarde; así pues, Charley Hoge tuvo tiempo de preparar unas alubias que tenía en remojo, tocino y café. Hasta que el sol de la tarde empujó la sombra más allá de donde estaban, permanecieron tumbados en la herbosa ribera oyendo el perezoso murmullo del agua que fluía saltarina hacia la pradera por la que ellos habían llegado y continuaba más allá de Butcher’s Crossing, rumbo al este. Andrews se incorporó cuando el sol le dio en la cara.

—Será mejor que nos pongamos en marcha —dijo Miller.

Charley Hoge fue a buscar los bueyes, los enyuntó por parejas y los enganchó al carro. El grupo enfiló hacia un terreno llano en el que no se veía un solo árbol ni un solo camino que pudiera guiarlos. Al poco rato la línea verde que señalaba el cauce del río Smoky Hill se perdió de vista; y en la infinita e ininterrumpida llanura Andrews tuvo que fijar la vista en la espalda de Miller para saber en qué dirección cabalgaban.

Llegó el crepúsculo. De no ser por la fatiga que sentía y por el paso cansino y raro de los caballos bajo la carga que transportaban, Andrews podría haber pensado que la noche los había sorprendido en el punto de partida, allá donde se hallaba el recodo del río. En toda la tarde no habían visto absolutamente nada que destacara en el llano, ni árbol ni barranco ni elevación de terreno que sirviera de señal para indicarle a Miller el camino. Aquella noche acamparon sin agua.

Apenas hablaron entre ellos mientras bajaban los petates y todo lo necesario para montar el campamento en la pradera. Charley Hoge llevó a los bueyes de uno en uno a la trasera del carro; Miller sujetó el enorme recipiente de lona mientras los animales bebían. A la luz de un farol vigilaba el nivel del agua; cuando un buey había bebido ya su parte, Miller decía: «Basta», daba un puntapié al animal y Charley Hoge le apartaba la cabeza. Después de que bueyes y caballos hubieron bebido, el nivel del agua quedó en un cuarto del total.

Mucho más tarde, alrededor de la fogata que Charley Hoge había preparado con leña recogida previamente, los hombres bebieron café en cuclillas. Schneider, cuyo hermético e impasible rostro parecía palpitar a la luz de la lumbre, dijo de manera impersonal:

—Nunca me ha gustado acampar en seco.

Nadie dijo una palabra.

—Me figuro —continuó Schneider— que quedarán un par de gotas en esa cisterna.

—Todavía queda un cuarto de su capacidad —dijo Miller.

Schneider asintió.

—Con eso calculo que podemos seguir un día más. Pasaremos un poco de sed, pero debería llegarnos para otro día de viaje.

—Yo calculo un día más, sí —dijo Miller.

—Si es que no encontramos agua —dijo Schneider.

—Si es que no encontramos agua —concedió Miller.

Schneider se llevó el tazón a los labios y apuró los posos del café. A la luz de la lumbre, el mentón y la garganta se erizaron y temblaron.

—Pues nos convendría encontrar algo de agua mañana —dijo con voz calmosa y fresca.

—Nos convendría —dijo Miller. Y añadió—: Agua, hay mucha; solo hace falta dar con ella. —Ninguno pronunció una palabra. Miller continuó—: Habré pasado por alto alguna señal. Debería haber agua por estos andurriales. Seguro que mañana encontraremos.

Los tres hombres le miraban fijamente. En la menguante luz de la fogata, Miller les devolvió la mirada uno por uno, demorándose en especial en Schneider. Un momento después suspiró y dejó el tazón con cuidado en el suelo, delante de Charley Hoge.

—Vamos a dormir —dijo—. Mañana quiero salir muy temprano, antes de que empiece el calor.

Andrews intentó conciliar el sueño, pero pese a la fatiga no consiguió descansar bien. Le despertaban los mugidos de los bueyes, que pateaban la tierra detrás del carro y daban golpes con las ancas al portón cerrado que protegía la pequeña provisión de agua en su improvisada cisterna sin tapar.

La mano de Miller sacudiéndole el hombro sacó a Andrews de su duermevela. Vio la voluminosa forma de Miller de pie junto a él; era aún de noche. Oyó maldecir y moverse a los otros en la oscuridad de la madrugada.

—Si logramos ponerlos en marcha cuanto antes, no echarán de menos ir a abrevar —dijo Miller.

Apenas empezó a despuntar el día, los bueyes estaban ya enyuntados, y el grupo se puso en camino hacia el oeste.

—Llevad las riendas flojas —les aconsejó Miller—. Que los caballos marquen el paso que les convenga. Más vale no forzarlos hasta que consigamos agua.

Los animales avanzaban con lentitud. Cuando el sol empezó a calentar, Miller se adelantó al grupo; iba erguido en la silla y movía constantemente la cabeza de un lado a otro. De vez en cuando se apeaba para examinar el terreno, como si pudiera contener algún secreto que Miller hubiera pasado por alto a lomos del caballo. Siguieron adelante hasta entrada la tarde. Uno de los bueyes tropezó y en el momento de levantarse hirió a su compañero de yugo con un asta roma; fue entonces cuando Miller dio la voz de parar.

—Llenad las cantimploras —dijo—. Tenemos que dar de beber a las bestias y ya no quedará nada.

Los hombres obedecieron en silencio. Schneider fue el último en acercarse a la cisterna de lona; llenó su cantimplora, bebió a largos y ruidosos tragos, y la volvió a llenar.

Schneider ayudó a Charley Hoge en la tarea de llevar uno por uno a los bueyes a la trasera del carro, donde estaba la cisterna. Una vez abrevados los bueyes y atados a cierta distancia del carro, dejaron que los caballos terminaran el agua. Después de que hubieron bebido todo lo que podían, Miller retiró los palos que servían de armazón al recipiente y con ayuda de Charlie Hoge vertió la poca agua que quedaba entre los pliegues de la lona en el barrilete de madera.

Charley Hoge desató a los bueyes y los dejó pacer en la corta hierba amarillenta; luego volvió al carro y sacó un paquete de galletas secas.

—No comáis demasiadas —dijo Miller—, porque os darán mucha sed.

Estaban acuclillados en la escueta sombra que arrojaba el carro. Con gran delicadeza y lentitud, Schneider comió una galleta y luego tomó un sorbito de agua. Al final, suspiró y miró a Miller, diciendo:

—Bueno, Miller, ¿sabes dónde hay agua?

—Creo recordar que un poco más atrás había un montoncito de piedras —respondió Miller—. Calculo que deberíamos encontrar un arroyo a medio día de viaje.

Schneider se lo quedó mirando inquisitivamente. Luego se enderezó, inspiró hondo y en un tono suave, preguntó:

—¿Dónde estamos, Miller?

—Tú no te preocupes —respondió el otro—. Algunas señales del camino han cambiado desde la última vez que estuve aquí. Pero con medio día más de viaje, todo arreglado.

Schneider esbozó una sonrisita y meneó la cabeza. Luego se rió por lo bajo y se sentó en el suelo, sacudiendo la cabeza.

—Vaya por Dios —dijo—. Nos hemos perdido.

—Si seguimos avanzando en esa dirección —Miller señaló hacia poniente, en dirección contraria a las sombras que ellos mismos arrojaban—, no nos hemos perdido. Seguro que encontramos agua esta misma noche, o mañana por la mañana.

—Esta región es muy grande. Aquí no hay nada seguro, Miller.

—No te preocupes.

Schneider miró entonces a Andrews, sin dejar de sonreír.

—¿Qué le parece, señor Andrews? —dijo—. Solo de pensarlo le entra a uno sed, ¿verdad?

Andrews apartó enseguida la vista y frunció el entrecejo; pero lo que Schneider decía era verdad. El pedazo de galleta que tenía en la boca le pareció de repente seco, como arena batida por el sol; había tragado saliva para contrarrestar la sequedad. Vio que Charley Hoge se guardaba su galleta a medio comer en el bolsillo de la camisa.

—Todavía podemos desviarnos hacia el sur —dijo Schneider—. En un día, o día y medio, llegaremos a Arkansas. Creo que las bestias aguantarían un día y medio más.

—Pero eso nos retrasaría una semana —dijo Miller—. Además, no hay motivo para desviarse. Pasaremos un poco de sed, pero saldremos adelante. Conozco esta región.

—No tanto como para no perderte en ella —dijo Schneider—. Opino que hay que ir hacia Arkansas. Allí habrá agua. —Arrancó unas briznas de la seca hierba amarilla que los rodeaba—. Fíjate en esto. Aquí ha habido sequía. ¿Cómo podemos estar seguros de que los arroyos no se han secado? ¿Y si las pozas están vacías?

—En esta región hay agua —insistió Miller.

—¿Habéis visto señales de bisontes? —Schneider los miró a todos, por turnos—. Ni una sola. Y no habrá bisontes donde no haya agua. Creo que hay que ir hacia Arkansas.

Miller suspiró.

—No lo conseguiríamos, Fred —dijo, con una sonrisa distante.

—¿Qué?

—Que no lo conseguiríamos. Hemos estado viajando en ángulo desde que dejamos atrás la senda. Con las bestias abrevadas nos llevaría dos días y medio; eso es igual o peor que regresar al punto de partida. Sin agua, estas bestias no llegarían vivas.

—Maldita sea —dijo Schneider por lo bajo—, ¿por qué no nos lo habías dicho?

—No hay por qué preocuparse —dijo Miller—. Os llevaré a donde hay agua, aunque tenga que cavar un pozo.

—Maldita sea —dijo Schneider—. Eres un hijo de perra, Miller. Casi estoy pensando en largarme por mi cuenta. Podría conseguirlo.

—O tal vez no. ¿Conoces esta región, Fred?

—Sabes muy bien que no —dijo Schneider.

—Entonces, más vale que sigas en el grupo.

Schneider los miró a todos.

—¿Estás convencido de que el grupo te va a seguir?

La tensión en la cara de Miller desapareció, y los leves surcos alrededor de su boca aparecieron de nuevo.

—Yo pienso seguir adelante. Solo necesito familiarizarme otra vez con el terreno. Estaba demasiado pendiente de recordar cosas. En cuanto le coja de nuevo el tranquillo, no habrá problema. Y lo digo tanto por mí como por vosotros.

Schneider asintió con la cabeza.

—Supongo que Hoge te seguirá. ¿No es cierto, Charley?

Charley Hoge levantó bruscamente la cabeza, como si hubiera tenido un sobresalto. Antes de responder se frotó el muñón.

—Yo cumplo la voluntad de Dios —dijo—. Él nos guiará a donde haya agua cuando estemos sedientos.

—Ya —dijo Schneider. Miró a Andrews—. Bien, quedamos nosotros dos, señor Andrews. ¿Usted qué dice? El carro y los bueyes son suyos. Si decide que hay que ir al sur, Miller lo tendrá difícil para contradecirle.

Andrews bajó la vista; entre las finas briznas de hierba seca, la tierra era como polvo. Sin alzar la cabeza, pudo sentir cómo los otros le miraban.

—Si hemos llegado hasta aquí —dijo—, creo que podemos seguir con Miller.

—Muy bien —dijo Schneider—. Estáis todos locos, pero parece que no tengo alternativa. Haced lo que os dé la gana.

Los finos labios de Miller se estiraron al esbozar una sonrisa.

—Te preocupas demasiado, Fred —dijo—. Si la cosa se pone muy fea, podemos echar mano del whisky de Charley. Creo que quedarán nueve o diez galones todavía.

—A los caballos les encantará saberlo —replicó Schneider—. Ya me imagino saliendo de aquí a pie con diez galones de whisky encima.

—Te preocupas demasiado —repitió Miller—. Seguro que vives más de cien años.

—He dicho lo que tenía que decir. Continuaré con vosotros. Ahora dejadme descansar un rato. —Se tumbó de costado, arrimándose a la sombra del carro, y les dio la espalda a los otros.

—Sí, más vale que intentemos dormir todos un poco —dijo Miller—. Con este calor es mejor no moverse. Descansaremos un rato y reanudaremos la marcha cuando se haya puesto el sol.

De costado, la cabeza apoyada en un brazo doblado, Andrews miró más allá de la sombra hacia la extensa pradera. Hasta donde le alcanzaba la vista, el terreno era llano e impersonal. Las briznas de hierba que se erguían tiesas a pocos dedos de su nariz se volvían borrosas y compactas en la lejanía, y la distancia se le echó encima de golpe. Cerró los ojos y sus dedos empujaron a tientas la hierba hasta separarla; entonces notó la tierra reseca en las yemas de los dedos. Pegó el cuerpo al suelo y no miró nada hasta que el pánico que se había apoderado de él con la vertiginosa contemplación de la pradera regresó, como por mediación de sus dedos, a la tierra de donde había surgido. Sentía la boca seca. Hizo ademán de coger la cantimplora pero se detuvo. Tuvo que esforzarse para alejar de sí el pensamiento de la sed. Al poco rato, tenso en contacto con la tierra, su cuerpo se relajó; y antes de que terminara la tarde, se había quedado dormido.

Cuando el borde del sol tocó el horizonte a lo lejos, reanudaron la marcha.

La noche cayó enseguida. A la luz de la luna, Miller, siempre en cabeza, era una frenética silueta encorvada, su cuerpo bamboleándose sobre la silla de montar. Aunque Andrews y Schneider dejaban que sus respectivos caballos fueran a su aire, Miller avanzaba en errático zigzag por el terreno que parecía refulgir en la noche. Sin motivo aparente, se desviaba con brusquedad del camino que habían tomado y seguía ese rumbo durante una media hora, para luego abandonarlo y cambiar de dirección otra vez. Durante las primeras horas, Andrews intentó mantener mentalmente el rumbo de la marcha, pero el cansancio le embotaba los sentidos; las estrellas en el cielo despejado y la delgada luna giraban en torno a su cabeza; cerró los ojos y se echó hacia delante en la silla, dejando que su caballo siguiera los pasos de Schneider y Miller. Pese al fresco de la noche, la sed lo atormentaba, y de vez en cuando tenía que echar un trago de la cantimplora. En una ocasión hicieron una pausa para que los bueyes pacieran; Andrews permaneció en la silla, adormilado, sin enterarse mucho de lo que pasaba.

Viajaron toda la mañana siguiente y hasta primera hora de la tarde. Los bueyes avanzaban despacio; mugían casi todo el rato y el aliento les salía seco y áspero. Incluso Andrews se percató de que su manto perdía lustre y de que se les notaban los huesos en el costillar y en los flancos.

Schneider se puso a su lado e hizo un gesto con la cabeza señalando a los bueyes que llevaban detrás.

—Tienen mala pinta. Pronto se les hinchará la lengua y no podrán respirar y tirar del carro al mismo tiempo. Tendríamos que haber ido hacia el sur. Con un poco de suerte, lo habríamos conseguido.

Andrews guardó silencio. La sequedad en la garganta era insufrible. A su pesar, agarró la cantimplora de detrás de la silla y tomó dos largos tragos de agua. Schneider sonrió con malicia y se apartó con su caballo. Con gran esfuerzo de voluntad, Andrews tapó la cantimplora y volvió a dejarla detrás de la silla.

Al mediodía Miller se detuvo, echó pie a tierra y regresó andando hacia el carro. Hizo señas a Charley Hoge para que parase.

—Esperaremos aquí a que pase el calor —dijo de manera escueta, poniéndose a la sombra del carro.

Schneider y Andrews se aproximaron.

—Tienen mala pinta, Miller —dijo Schneider. Y volviéndose hacia Charley Hoge—: ¿Qué tal van?

Charley Hoge meneó la cabeza.

—Se les empieza a hinchar la lengua. No creo que aguanten hasta la noche. Y fijaos en los caballos.

—Déjate de historias —dijo Miller, en un tono de voz grave y carente de entonación, casi un gruñido. Las negras pupilas de sus ojos brillaron inexpresivas; las tenía fijas en los hombres, pero era como si no los viera—. ¿Cuánta agua os queda en las cantimploras?

—No mucha —respondió Schneider—. Quizá lo justo para pasar la noche.

—Ve a buscarlas —dijo Miller.

—Eh, oye —dijo Schneider—. Si crees que voy a emplear el agua para otra cosa que no sea apagar mi sed, estás…

—Que vayas a buscarlas —dijo Miller, desviando la vista hacia Schneider.

Schneider maldijo en voz baja, se levantó y volvió con su cantimplora y la de Andrews. Miller las juntó, puso la suya al lado y le dijo a Charley Hoge:

—Charley, trae el barrilete y tu cantimplora.

—Oye, Miller —intervino Schneider—, esos bueyes no van a aguantar. Es inútil malgastar la poca agua que nos queda. No puedes…

—Cállate —le cortó Miller—. Ponernos a discutir solo nos dará más sed. Como ya dije, todavía nos queda el whisky de Charley.

—¡Santo Dios! —exclamó Schneider—. Y hablaba en serio…

Charley Hoge volvió a la sombra del carro y le pasó a Miller su cantimplora y el barrilete. Miller lo colocó en el suelo, haciéndolo girar sobre sí mismo entre las palmas de las manos hasta que quedó a ras de la corta hierba. Luego desenroscó los tapones de las cantimploras, uno por uno, y vertió el agua con cuidado dentro del barrilete, dejando las cantimploras suspendidas unos minutos sobre este hasta que las últimas gotitas de agua asomaron por la abertura y al final cayeron. Una vez vaciada la última cantimplora, dentro del barrilete había unas cuatro pulgadas de agua.

Schneider cogió la suya vacía, la miró con detenimiento y lanzó una mirada a Miller. Luego arrojó la cantimplora con todas sus fuerzas contra el costado del carro, de donde rebotó hacia él, sin tocarlo, cayendo un poco más allá.

—¡Maldita sea! —En la quietud de la pradera, su exclamación sonó discordante—. ¿Qué partido piensas sacarle a esa ridiculez de agua? ¡Vaya manera de malgastarla!

Miller ni siquiera le miró.

—Charley —dijo—, desengancha los bueyes y tráelos aquí de uno en uno.

Mientras esperaban —Miller y Andrews quietos, Schneider temblando y rebulléndose de impotente rabia—, Charley Hoge desenyuntó a las bestias y las llevó una por una hasta Miller, que se sacó un trapo del bolsillo, lo humedeció en el agua y lo estrujó con suavidad, sosteniéndolo encima del barrilete para no perder ni una gota.

—Fred, tú y Will agarradlo cada uno de un cuerno; procurad que no se mueva.

Mientras Schneider y Andrews sujetaban cada cual un asta del buey, Charley Hoge rodeó con su brazo bueno el nudoso pescuezo del animal, apuntalándose en el suelo y tirando hacia atrás para contrarrestar el empuje del buey hacia delante. Con el trapo mojado, Miller humedeció los secos labios del buey; luego mojó otra vez el trapo y lo estrujó para no malgastar agua.

—Levantad bien los cuernos —les dijo a Schneider y Andrews.

Cuando el buey tuvo la cabeza en alto, Miller le cogió el labio superior y tiró hacia arriba. La lengua del animal, oscura e hinchada, tembló dentro de su boca. De nuevo con cuidado, Miller bañó la áspera carne distendida; su mano desapareció de la vista hasta la muñeca en la garganta del animal. Luego retiró la mano, estrujó con fuerza el trapo mojado y unas cuantas gotas cayeron sobre la lengua, que las absorbió como una esponja oscura y seca.

Repitieron la operación con cada uno de los bueyes. Sudorosos y acalorados, los tres hombres sujetaban a las bestias hincando los pies en el suelo; Schneider no paraba de maldecir; Andrews respiraba con la boca abierta el aire áspero como un abrojo, mientras procuraba que sus temblorosos brazos no soltaran las lisas y calientes astas de los bueyes. Después del tratamiento, Charley Hoge se llevaba al animal y volvía con otro. Incluso trabajando deprisa como lo hacían, tardaron casi una hora en refrescarlos a todos.

Miller apoyó la espalda en el costado del carro; entre la barba negra, su piel reseca y apergaminada mostraba un ligero tono amarillento.

—No están tan mal —dijo, respirando por la boca—. Durarán hasta la noche; y todavía nos queda un poco de agua. —Señaló el dedo o dos de agua lodosa que quedaba en el barrilete.

Schneider se echó a reír, y su carcajada sonó seca como una tos.

—Una pinta de agua para ocho bueyes y tres caballos.

—Alcanzará para que no se les hinche la lengua —dijo Miller.

Charley Hoge volvió de la parte delantera del carro.

—¿Los desenganchamos ahora y nos tomamos un respiro? —preguntó.

—No —dijo Miller—. La lengua se les hinchará tanto estando sueltos por aquí como yendo de camino. Y si nos movemos será más fácil evitar que coman hierba.

—Movernos ¿hacia dónde? —dijo Schneider—. ¿Cuánto tiempo crees que esos animales podrán tirar del carro?

—Lo suficiente —respondió Miller—. Encontraremos agua.

Schneider se volvió de repente hacia Miller.

—Se me acaba de ocurrir —dijo—: ¿Cuánta pólvora y plomo hay en ese carro?

—Tonelada y media, quizá dos —dijo Miller sin mirarle.

—Con razón están medio muertas de sed, pobres bestias —dijo Schneider—. Si tiráramos la carga, podríamos ir el doble de rápido.

—No —dijo Miller.

—Lo principal es encontrar agua, luego podemos volver a recoger la pólvora. No se trata de dejarla aquí tirada.

—No —repitió Miller—. O vamos allí tal como salimos, o no vamos. Creo que no hay por qué alarmarse tanto.

—Estás loco —dijo Schneider, dando una patada a uno de los gruesos radios de nogal de una rueda—. Maldita sea. Qué hijo de perra. —Pateó otra vez el radio y descargó un puño contra el aro de la rueda.

—Además —dijo Miller, sin alterarse—, tampoco serviría de gran cosa. En un terreno así, una vez que las bestias empiezan a tirar, poco importa que el carro vaya lleno o vacío.

—Es inútil hablar con él —se desesperó Schneider—. Es inútil. —Salió a grandes zancadas de la sombra y se acercó a su caballo, que estaba atado al extremo del carro, la cabeza sujeta hacia arriba de forma que no pudiera pacer. Andrews y Miller le siguieron, pero más despacio.

—A Fred le sienta bien estallar de vez en cuando —le comentó Miller a Andrews—. Él sabe que si dejamos aquí la carga, quizá tardaremos una semana en encontrarla, suponiendo que la encontremos. Ponernos a buscar supondría acabar tan mal como estamos ahora. No dejamos un rastro lo bastante claro para seguirlo después, y en un terreno como este no es fácil señalar un camino.

Andrews miró hacia atrás. Era verdad. Las ruedas del carro apenas dejaban marca en la corta hierba tiesa, y sobre una tierra cuarteada; de hecho, la hierba que habían pisado antes estaba ya erguida otra vez, ocultando a la vista toda prueba de su tránsito. Intentó tragar saliva, pero la sequedad impidió que los músculos de su garganta se contrajeran.

Los caballos marchaban despacio; y azuzados por el látigo de Charley Hoge y por su voz fina y seca, los bueyes se afanaban por tirar del carromato. Avanzaban a su aire, tambaleantes, no todos a la vez sino cada cual forcejeando por su cuenta contra el restallar del látigo y el sonido de la voz que los azuzaba. A media tarde llegaron a una pequeña depresión, en cuyo fondo el barro agrietado dibujaba intrincadas formas. Contemplaron con hosca mirada la poza seca y nadie dijo una palabra.

Poco rato después Miller obligó a cada uno de ellos a tomar un trago del whisky de Charley Hoge.

—Bebed poco —les advirtió—. Solo para humedecer la garganta. Si bebéis más os sentará mal.

Andrews sintió náuseas al beber. El alcohol le abrasó la lengua y el gaznate como si le hubieran metido una tea encendida en la boca; los labios, cuarteados de tan secos, le ardieron cuando se pasó la lengua, y sintió dolor durante largo rato. Cerró los ojos y juntó las manos sobre el borrén de la silla dejando al caballo a su aire; pero alfilerazos de una luz que giraba vertiginosamente atravesaron la oscuridad de sus párpados cerrados, viéndose obligado a abrir los ojos de nuevo y llenarlos con el vacío paisaje uniforme por el que transitaban.

A punto de ponerse el sol, los bueyes empezaron a respirar otra vez con ruidosos gemidos; tenían la lengua tan hinchada que se movían con la boca medio abierta; movían la cabeza, gacha, de un lado para otro. Miller hizo la señal de parar. Una vez más Schneider y Andrews sujetaron los cuernos de las bestias; pero aunque estaban los dos mucho más débiles que la primera vez, la tarea fue más llevadera. Los bueyes se dejaron conducir sin ofrecer resistencia, aturdidos, y mostraron escaso interés por el agua con que Miller les refrescó la boca.

—No nos detendremos —dijo Miller, y su voz sonó como un graznido siniestro—. Es mejor que sigan en movimiento mientras se tengan en pie.

Inclinó el balde y metió el trapo para recoger la poca agua que quedaba. Refrescó la boca de los caballos; cuando terminó, el trapo estaba casi seco.

Puesto ya el sol detrás del chato horizonte, se hizo de noche enseguida. Andrews iba con las manos pegadas al borrén delantero; las tenía tan débiles que a cada momento le resbalaban, y casi no le quedaban fuerzas para agarrarse de nuevo. Respirar era un doloroso tormento; derrumbado como un peso muerto sobre la silla, aprendió a inhalar una pequeña cantidad de aire por la nariz y expulsarla enseguida, y esperar luego unos segundos antes de repetir la operación. En algún momento de la noche descubrió que tenía la boca abierta y no podía cerrarla. Intentó juntar los dientes, pero la lengua estaba en medio y sintió un dolor sordo que se extendió por toda la boca. Le vino a la memoria la lengua de los bueyes, negra, hinchada y seca, y se esforzó por apartar esa imagen de su cabeza, intentando centrar la mente en algo tan oscuro e ilimitado como la noche por la que viajaban. En un momento dado, un buey tropezó y ya no quiso enderezarse; los tres que iban a caballo desmontaron y, con las pocas fuerzas que les quedaban, tiraron de la bestia hasta ponerla derecha. Después los bueyes no pudieron, o no quisieron, hacer fuerza suficiente para poner el carro en movimiento, y los tres hombres tuvieron que empujar las ruedas por los radios mientras Charley Hoge hacía restallar el látigo sobre las cabezas de los bueyes, hasta que por fin las ruedas empezaron a girar y las bestias se pusieron en marcha con un paso lento y cansino. Andrews intentó humedecerse la lengua con un poco del whisky de Charley Hoge, pero la mayor parte del líquido le resbaló hacia las comisuras de la boca. Siguió cabalgando en un estado que alternaba entre un leve delirio y un dolor intenso. En una ocasión volvió en sí y se encontró a solas en la negra noche, sin la menor sensación de espacio ni conciencia del rumbo. Aterrado, giró con brusquedad sobre su silla mirando a un lado y al otro; alzó la vista hacia la inmensa cúpula del cielo, la bajó para mirar la tierra por la que cabalgaba, y ambas acciones le parecieron igual de distantes. Luego oyó vagamente el crujir del carro y espoleó a su montura hacia aquella dirección. Al poco rato volvía a estar con los otros, que no se habían percatado de que Andrews se había rezagado. Con todo, estuvo temblando un buen rato, afectado aún por el miedo que había sentido al pensar que lo habían dejado solo; por suerte, el pánico lo mantuvo alerta y pudo seguir los borrosos movimientos de Miller, no como si pudieran conducirlo a donde él deseaba ir, sino como si pudieran salvarlo de extraviarse a solas en un vacío inmenso.

Al despuntar el día, encontraron agua.

Tiempo después, Andrews recordaría ese primer indicio de agua como si lo hubiera soñado. En la primera claridad del día Miller se irguió sobre su silla y alzó la cabeza como un animal percibiendo peligro. Luego, de manera casi imperceptible, hizo que su caballo se desviara un poco hacia el norte, siempre con la cabeza alta y alerta. Momentos después tiraba de las riendas para guiar a su caballo decididamente hacia el norte, y Charley Hoge tuvo que apearse del carro y empujar a los bueyes hacia el rumbo que Miller había tomado. Cuando el primer atisbo del sol asomó a la línea recta del horizonte oriental, Andrews notó que su caballo empezaba a temblar entre sus piernas. Vio que también el de Miller parecía impacientarse; sus orejas apuntaban hacia el frente y tenía que llevar las riendas muy tirantes. Miller giró el torso y encaró a los que iban detrás. Su rostro se iluminó por la suave luz amarilla y Andrews le vio los labios, en carne viva y sangrando un poco donde más hinchadas estaban las grietas, separados en una sonrisa grotesca.

—Dios —exclamó; su voz apenas era un resuello, pero había en ella un dejo de victoria—. Dios, la hemos encontrado. Refrenad a los caballos y… —Girando todavía más, alzó la voz—: Charley, contén a esos bueyes todo lo que puedas. Dentro de nada olerán el agua y se volverán locos.

De repente, el caballo de Andrews salió disparado; asustado, el muchacho tiró con todas sus fuerzas de las riendas y el caballo se encabritó, pateando el aire. Andrews se inclinó como pudo hacia el frente, pegando la cara a la crin del caballo para que no lo descabalgara.

Al llegar al arroyo —que discurría por un barranco sin árboles abierto en la tierra llana—, los hombres apenas tenían ya fuerzas para contener las masas de carne en que se habían convertido los animales. Cuando el rumor del agua llegó a sus oídos, Miller les gritó:

—¡Pie a tierra y dejadlos sueltos!

Al oírlo, Andrews levantó un pie del estribo; el caballo, aliviado de la presión de las riendas, se lanzó hacia delante, tirándolo al suelo. Cuando Andrews se puso en pie, los caballos estaban ya en el arroyo, con el agua por las rótulas y la cabeza metida en el escaso cauce.

—¡Que venga alguien a echarme una mano con este freno! —gritó Charley Hoge desde el carro—. Con la mano y el pliegue del codo del otro brazo, tiraba del enorme freno manual en un costado del carro; las ruedas trabadas machacaban la corta hierba y levantaban polvo. Andrews se acercó tambaleante y subió al carro apoyando el pie en los radios quietos de una rueda. Agarró el freno de mano que Charley Hoge sujetaba.

—Tengo que desengancharlos —dijo Charley Hoge—. Si continúan así, se matarán.

El freno daba fuertes sacudidas y temblaba entre las manos de Andrews, y percibió el olor a madera y cuero chamuscados. Charley Hoge se apeó de un salto y corrió hacia la yunta de cabeza. Con gran destreza, hizo saltar a golpes los pernos de una collera y se apartó antes de que el buey saliese disparado hacia el arroyo. Miller y Schneider se situaron uno a cada lado intentando tranquilizar a los bueyes mientras Charley Hoge los desenyuntaba. Tras quedar libre el último de ellos, los tres hombres corrieron a trompicones hasta un punto algo más arriba de donde los animales estaban bebiendo.

—No os apresuréis —dijo Miller, una vez estuvieron tumbados boca abajo en la orilla del lodoso riachuelo—. Primero refrescaos la boca y nada más. Si intentáis beber demasiado, el agua os sentará mal.

Se humedecieron la boca dejando que algunas gotas resbalaran hacia la garganta y luego se tumbaron un rato de espaldas, con las manos juntas bajo la nuca, gozando del frescor del agua que goteaba sobre ellos. Después volvieron a beber, esta vez más cantidad, y descansaron de nuevo.

Pasaron aquel día junto al arroyo, dejando que los animales saciaran su sed y llevándolos a pacer en la corta hierba seca.

—Han perdido muchas fuerzas —dijo Miller—. Tardarán un día entero en recuperar siquiera una parte.

Poco antes del mediodía, Charley Hoge amontonó un poco de leña que había encontrado en la orilla y encendió un fuego. Puso unas alubias a cocer y frió unas tiras de carne, que se zamparon al momento acompañadas con las últimas galletas secas y grandes tragos de café. Durmieron toda la tarde; mientras tanto, el fuego se extinguió bajo las alubias y Charley Hoge tuvo que encenderlo otra vez. Más tarde, ya de noche, se comieron las alubias, que no estaban bien cocidas, y bebieron más café. Oían los lentos pero satisfechos movimientos de los animales; satisfechos también los hombres, se acomodaron en sus petates alrededor de los rescoldos, y el discreto arrullo del agua en el arroyo los acompañó en sus sueños.

Se pusieron en marcha al día siguiente antes del amanecer, un tanto débiles por la sed que habían sufrido los días anteriores. Ahora que habían encontrado agua, Miller parecía más seguro de sí mismo. Habló del agua como de un ser vivo que hubiera intentado eludirlo.

—Por fin la encontré —había dicho en el campamento—. Ya no se me escapará otra vez.

Y así fue. Avanzaron rumbo al oeste en un errático trayecto por la monótona llanura, y siempre había agua al final de la jornada; por regla general daban con ella ya de noche, cuando tanto Schneider como Andrews lo creían imposible.

Divisaron las montañas en el decimocuarto día de viaje.

Buena parte de la tarde anterior se habían dirigido hacia un banco de nubes bajas que tapaba el horizonte de poniente, y ya había anochecido cuando encontraron agua; eso hizo que al día siguiente se levantaran más tarde que de costumbre.

Al despertarse vieron un cielo de un azul metálico y el sol ardiendo con furia por el este. Andrews se incorporó sobresaltado; en todo el viaje nunca se habían demorado tanto. Los demás estaban todavía en sus petates. Andrews empezó a llamarlos, pero tenía los ojos hechizados por la refulgente transparencia del cielo. Dejó que su vista vagara desenfocada por la cúpula celeste, y al mirar, como siempre hacía, hacia el oeste, se puso rígido y forzó un poco la vista. En los confines de la llanura se divisaba una pequeña loma de un oscuro rosa azulado. Se levantó de un salto y caminó unos pasos, como si así pudiera ver mejor. Luego se volvió hacia los que dormían; se acercó a Miller y lo sacudió nervioso por el hombro.

—¡Miller! —exclamó—. Miller, despierta.

Miller abrió los ojos y al momento se incorporó en su petate, completamente despierto.

—¿Qué pasa, Will?

—Mira —dijo Andrews señalando hacia el oeste—. Mira eso.

Sin dirigir la vista hacia donde Andrews señalaba, Miller sonrió.

—Las montañas. Calculaba que hoy las veríamos.

Los otros ya se habían despertado. Schneider miró una sola vez hacia la distante sierra, se encogió de hombros, recogió el petate y lo ató detrás de su silla. Charley Hoge dedicó una mirada rápida a las montañas y se dispuso a preparar el desayuno.

A media mañana reanudaron una vez más el periplo hacia el oeste. Ahora que la meta estaba al alcance de la vista, Andrews advirtió que el terreno por el que viajaban adoptaba rasgos que hasta entonces no había sido capaz de ver. Aquí el llano descendía hacia un pequeño barranco; allá un pequeño afloramiento de roca surgía de la tierra; en otros puntos un grupito de árboles turbaba el amarillo verdoso del paisaje. Hasta entonces, Andrews había tenido la vista fija en la espalda de Miller; ahora en cambio se esforzaba por mirar a lo lejos, hacia aquella joroba de tierra en el lejano horizonte, unas veces definida, otras borrosa. Y notó que deseaba llegar allí con la misma intensidad con que había deseado encontrar agua; pero veía que las montañas estaban allí, que eran visibles, e ignoraba qué clase de hambre o de sed podían mitigar.

Tardaron cuatro días en llegar a las estribaciones. De manera paulatina, a medida que avanzaban, las montañas se extendían y alzaban sobre el terreno. Cuanto más se aproximaban a ellas, más nervioso estaba Miller. Un día se detuvieron junto a un arroyo (cada vez encontraban más), y Miller apenas pudo esperar a que los animales bebieran y pacieran. Empezó a meterles prisa, los hacía apretar el paso, hasta que el restallar del látigo de Charley Hoge se convirtió en algo constante y los labios de los bueyes se volvieron jaspeados, reluciendo de espuma blanquecina. Las etapas duraban hasta bien entrada la noche, y antes de salir el sol estaban de nuevo en marcha.

Andrews sentía que las montañas tiraban de ellos y que el tirón era más fuerte cuanto más cerca estaban, como si fuesen un gigantesco imán cuyo magnetismo aumentara conforme uno se aproximaba a él. Tuvo otra vez la sensación de ser absorbido, incluido en algo con lo que nunca había tenido relación; pero, a diferencia de la sensación de absorción que había experimentado en la monótona pradera, aquí se trataba de algo que prometía, siquiera de forma muy vaga, una plenitud y una culminación que no sabía cómo definir.

Al llegar a un sendero que iba de norte a sur, Miller decidió parar; se apeó del caballo y examinó el camino abierto en la hierba.

—Parece una vereda. Seguramente están conduciendo ganado desde Texas. —Meneó la cabeza—. Esto no estaba la última vez que pasé por aquí.

Justo antes de que se pusiera el sol, Andrews divisó a lo lejos las líneas paralelas de una vía férrea que buscaba terreno llano serpenteando entre los altozanos cada vez más frecuentes; pero Miller ya la había visto.

—¡Santo cielo! —exclamó Miller—. ¡Vías de tren!

Los hombres espolearon a sus monturas y pocos minutos después hacían un alto junto a los acaballados cimientos de la vía férrea. Los raíles despedían un brillo opaco al último sol. Miller desmontó y se quedó de pie, inmóvil. Luego meneó la cabeza, hincó una rodilla en la tierra y pasó los dedos por el liso metal de la vía. Con la mano todavía sobre el hierro, levantó la vista hacia las montañas, que se cernían melladas e inmensas bajo el cielo azul teñido de naranja.

—¡Santo cielo! —dijo otra vez—. Nunca pensé que por esta región pasaría un ferrocarril.

—Bisontes —dijo Schneider. Sin desmontar, escupió a la vía—. Manada grande. No he visto ni una sola manada grande donde hace años que pasa el ferrocarril.

Miller no le miró; simplemente meneó de nuevo la cabeza, se puso en pie y montó en su caballo.

—Vamos —dijo con sequedad—. Tenemos mucho camino por delante antes de acampar.

Aunque pasaron cerca de varios arroyos de agua cristalina, Miller los obligó a seguir el camino durante casi tres horas desde que se hizo de noche. Avanzaban despacio, pues a medida que se acercaban a las montañas, el terreno era más irregular; con frecuencia tenían que rodear grandes arboledas ribereñas y esquivar empinadas colinas que surgían borrosas en la negrura. En una ocasión, a lo lejos, vieron el rielar de una luz que podría haber sido la de una casa. Siguieron adelante hasta quedar lo bastante apartados de ella, y todavía un buen rato más.

Llegaron a las estribaciones a primera hora de la mañana. Las colinas que les tapaban la vista de la cordillera estaban salpicadas de pinos. Miller, que iba en cabeza, guió el carro por el terreno en suave ascensión; señaló hacia una estrecha franja de pinos que descendía por una ladera y fueron todos en aquella dirección. Las colinas, por la otra vertiente, caían sobre un valle; una vez abajo, el terreno se nivelaba a ambas orillas de un riachuelo. Lo siguieron hasta llegar a un valle más ancho, que se extendía llano hasta la base misma de las montañas.

—Calculo que llegaremos al río a mediodía —dijo Miller—. A partir de ahí es todo subida.

Pero era ya la tarde cuando por fin lo encontraron. Del lado en que ellos se acercaban, el terreno era despejado; algunos zumaques, teñidos de amarillo, y grupitos de sauces achaparrados salpicaban la ribera. Era un río ancho; el cauce debía de medir unas doscientas yardas desde la loma donde se detuvieron hasta un saliente de roca al otro lado. Pero más allá de ambas riberas, y en el lecho mismo del río, crecía hierba e incluso algunos arbustos y árboles pequeños. Durante cientos de años, el río había abierto camino en la tierra y la roca; ahora discurría delgado y poco profundo por el centro de su propio cauce, un tajo de no más de treinta pies de anchura. Corría alegre y claro entre grandes piedras, unas planas y otras alzándose con brusquedad, lo que hacía que se formaran remolinos y pequeñas olas de blanca cresta.

Descansaron en el punto donde habían visto el río por primera vez. Mientras los otros animales pacían, Miller montó en su caballo y se alejó hacia el nordeste, siguiendo el curso del río. Andrews se sentó en la orilla, un poco aparte de Charley Hoge y Schneider, que descansaban junto al carro. La montaña era un pinar compacto. En la orilla opuesta los gruesos troncos marrones se elevaban unos treinta o cuarenta pies antes de extender sus ramas, de las que colgaban verdes racimos de agujas de pino. En los huecos entre un tronco y otro solo se veían cada vez más troncos; los pocos árboles que él podía ver se fundían en una imagen de impenetrable y oscura densidad, compuesta de árboles, sombras y tierra sin luz, donde ningún humano había estado. Siguió con la vista la empinada ladera, hacia lo alto. La imagen de los pinos se perdía, así como la imagen de densidad, por no decir la de la propia montaña. Solo se veía como un tapete verde oscuro de ramaje, que acabó pareciéndole falto de identidad y de magnitud, como un mar seco, congelado en un instante de calma, las olas parejas, eternamente quietas; olas sobre las que quizá podría caminar unos segundos para hundirse después, con lentitud, en aquella verde masa hasta llegar al corazón mismo del bosque, de una parte de él, solo en la oscuridad sin aire. Permaneció largo rato sentado en la ribera, hechizado por completo ante aquella visión.

Allí estaba todavía cuando Miller regresó de su excursión río abajo.

Los hombres se aproximaron a él cuando lo vieron acercarse y desmontar en silencio.

—Has estado fuera un buen rato —dijo Schneider—. ¿Has encontrado lo que buscabas?

Miller soltó un gruñido. Mirando más allá de Schneider, dirigió la vista a un lado y a otro de la parte del río que veía desde donde estaba.

—No lo sé —dijo—. Es como si la región hubiera cambiado. —Su voz denotaba un sereno desconcierto—. Todo está diferente de como yo lo recordaba.

Schneider escupió al suelo.

—O sea que todavía no sabemos dónde estamos…

—Yo no he dicho eso. —Los ojos de Miller seguían explorando la línea del río—. He estado aquí antes. Conozco esta región, lo que pasa es que algo no me acaba de cuadrar.

—Es la cosa más insensata que he hecho en mi vida —dijo Schneider—. Parece que estemos buscando una maldita aguja en un pajar. —Se apartó del grupo, enfurruñado, y se sentó junto al carro con la espalda apoyada en los radios de una rueda trasera, mientras contemplaba con mirada hosca el valle por el cual habían llegado.

Miller caminó hasta la ribera, en el punto donde Andrews había estado sentado durante su ausencia. Se quedó un rato mirando los pinos que cubrían la ladera de la montaña. Tenía las piernas ligeramente separadas y los anchos hombros echados hacia delante; la cabeza gacha, los brazos colgando inertes a los costados. De vez en cuando un dedo se le movía solo, y ese ligero tic hacía que se le movieran las manos hacia fuera o hacia dentro. Pasado un rato suspiró y se enderezó.

—Será mejor que continuemos —dijo, volviéndose—. Aquí sentados no vamos a encontrar nada.

Schneider objetó que no tenía sentido que le acompañaran todos, puesto que solo Miller conocería el lugar que andaba buscando (suponiendo que el propio Miller lo reconociera).

Miller hizo oídos sordos. Le dijo a Charley Hoge que enyuntara a los bueyes, y al poco rato el grupo avanzaba rumbo al sudoeste, esto es, en dirección contraria al camino que había tomado Miller en solitario.

Viajaron río arriba toda la tarde. Miller iba pegado a la ribera; a veces, cuando había demasiados arbustos, se metía en el agua y el caballo tropezaba con las piedras que sembraban el lecho del río casi hasta las márgenes de ambos lados. En una ocasión el carro tuvo que desviarse a causa de unos pinos que crecían apretujados en la misma orilla; los hombres dieron un rodeo, salvo Miller, que continuó pegado al río. Andrews, Schneider y Charley Hoge no le vieron el pelo durante más de una hora, hasta que el pinar en forma de cuña quedó atrás y Andrews divisó a Miller aguas arriba, erguido sobre los estribos para inspeccionar la orilla opuesta.

Acamparon temprano, apenas una hora o dos después de que el sol se pusiera tras las montañas. La oscuridad refrescó mucho el aire; Charley Hoge echó más ramas al fuego y colocó sobre ellas un leño de considerable tamaño; en un exceso de furiosa energía, Schneider lo había cortado de un pino cuya copa debía de haber sucumbido al viento y al peso de la nieve del invierno anterior. Las llamas rugieron con fuerza en la quietud del entorno, obligando a los hombres a alejarse un poco e iluminando sus rostros de un rojo subido. Pero en cuanto la lumbre quedó reducida a unas ascuas grandes, el frío volvió; Andrews fue a buscar otra manta al carro y la añadió a su delgado petate.

Por la mañana levantaron el campamento en silencio. Andrews y Charley Hoge trabajaron juntos; Schneider y Miller, cada cual por su lado, se mantenían aparte de los otros dos. Schneider, acuclillado en el suelo, le sacaba punta con furia salvaje a una rama fina de pino, y las virutas se amontonaban a sus pies. Miller, una vez más en la orilla de espaldas a los otros, contemplaba el somero caudal de agua cristalina en la dirección hacia la que se disponían a viajar.

La jornada empezó a paso muy lento. Schneider iba derrumbado sobre su silla; cuando levantaba la vista del suelo lo hacía para posar una huraña mirada en la espalda de Miller. Charley Hoge hacía restallar de manera mecánica su látigo sobre las orejas de los bueyes de cabeza, y de vez en cuando echaba un trago de una de las botellas que guardaba bajo el asiento. Solo Miller, a quien Andrews veía cada vez más como un elemento aparte del grupo, seguía incansable hacia delante, ya fuera por la margen del río, ya por el cauce mismo, el agua arrebujándose espumosa en torno a los espolones de su montura. La inquietud de Miller estaba afectando a Andrews, quien cada vez más se sorprendía a sí mismo contemplando con creciente fijeza el bosque que bordeaba el río y definía el curso de su avance.

En mitad de la mañana, siempre en cabeza, Miller detuvo a su caballo. El animal estaba casi en el centro del lecho del río; mientras se acercaban los demás, Andrews reparó en que Miller miraba fijamente, pero sin verdadero interés, hacia un punto de la orilla opuesta. Una vez que el carro se hubo detenido, Miller se volvió hacia el grupo.

—Es aquí —dijo, sin alzar la voz—. Charley: da la vuelta con el carro y cruza por aquí.

Al principio, nadie se movió. El sitio hacia donde Miller señalaba era idéntico a cualquiera de los que habían dejado atrás en la ladera a lo largo de la mañana, o de la tarde anterior.

—Vamos —dijo otra vez Miller—. Gira el carro y atraviesa.

Charley Hoge se encogió de hombros. Hizo restallar el látigo junto a la oreja izquierda del buey de su lado y accionó el freno manual para descender por la muy empinada ribera. Schneider y Andrews fueron delante, siguiendo de cerca a Miller, que guió a su montura hacia el espeso pinar.

Por un momento, mientras se adentraban en el bosque, Andrews tuvo la sensación de estar hundiéndose, como si una blandura sin márgenes ni señales de ninguna clase lo estuviera absorbiendo desde abajo. El sonido de los caballos al respirar, el de los cascos sobre el borrajo, e incluso las pocas palabras que intercambiaban los jinetes, quedaba amortiguado por la quietud de la foresta, todo sonaba distante y calmo, parejo y uniforme, ya fuera el resoplar de un caballo o la voz de uno de los hombres; parecía que aquellos sonidos amortiguados procedieran no del grupo en movimiento, sino del bosque, como si en su interior hubiera un corazón gigante empeñado en hacerse oír.

La voz de Schneider, que sonaba extrañamente opaca, suave y despreocupada, llegó a oídos de Andrews:

—¿Se puede saber adónde vamos? Yo no veo señales de bisontes por ningún lado.

Miller señaló hacia abajo.

—Fíjate por dónde pisamos.

Los cascos de los caballos, según pudo ver Andrews, resbalaban de manera casi imperceptible por lo que él había tomado por el lecho verde grisáceo del bosque; al mirar mejor se dio cuenta de que cabalgaban por una serie de lajas alargadas que crecían de la base misma de la montaña y serpenteaban entre los pinos.

—Aquí no dejan huella que ningún hombre sea capaz de ver —dijo Miller. Se inclinó hacia delante en su silla—. Pero mirad ahí al frente.

El sendero de piedra terminaba de repente un poco más allá en un calvero entre los árboles, que luego se encaramaba montaña arriba. En el lecho de este calvero se apreciaba una franja de tierra, amplia y regular, desprovista de hierba. Miller espoleó a su caballo y una vez en el punto donde empezaba el claro, desmontó, se puso en cuclillas e inspeccionó detenidamente el sendero.

—Pasan por aquí. —Acarició con la mano los duros contornos de la tierra pisoteada—. No hace mucho que ha pasado una manada. Y parece de las grandes.

—¡Santo Dios! —exclamó Schneider—. ¡Santo Dios!

Miller se incorporó y dijo:

—A partir de ahora será una ascensión difícil. Más vale que atéis los caballos a la trasera del carro; Charley nos necesitará.

La vereda describía un ángulo extraño ladera arriba. El carro coronó la cuesta a duras penas, para descender luego con brusquedad hacia una hondonada y subir otro repecho después. Andrews enganchó las riendas de su caballo al portón trasero y se puso a caminar con brío al lado del carro. Notaba en sus pulmones el aire fresco de la montaña, y se sentía imbuido de una fortaleza física desconocida. Se volvió hacia los dos hombres que seguían el carro a cierta distancia.

—Daos prisa —les gritó, con un exceso de euforia; luego se rió, nervioso—. Os vamos a dejar atrás.

Miller meneó la cabeza; Schneider amagó una sonrisa. Ninguno de los dos dijo una palabra. Avanzaban penosamente por la escabrosa senda; sus movimientos eran lentos, resignados y tranquilos, como de viejos sin una meta y mucha reticencia.

Andrews se encogió de hombros y volvió a mirar hacia el frente; le parecía que cualquier recodo de la vereda podía depararle una nueva sorpresa. Se puso delante del carro, andando a rápidas y seguras zancadas; bajaba medio corriendo a las hondonadas y subía las cuestas con brío renovado. Al coronar una loma se detuvo; por un momento, el carro quedó fuera de su vista; él estaba sobre una piedra grande que sobresalía entre dos pinos. Miró hacia abajo; la ladera caía casi a pico, y eso le permitió ver a gran distancia el río que habían vadeado apenas unos minutos antes, así como el terreno extendiéndose llano hasta las estribaciones que habían dejado atrás. El paisaje era de una gran quietud y pureza. Le sorprendió haber sentido aquel miedo soterrado durante el trayecto hasta las montañas. Vista desde arriba, parecía una tierra amable, una vieja amiga; ofrecía una sensación de seguridad, de comodidad, de que se podía volver a ella y sentirse otra vez seguro y cómodo. Andrews giró sobre sus talones. Ante él, más arriba, el terreno se aparecía amortajado, ignoto; era imposible saber hacia dónde se dirigían. A pesar de ello, su visión de la otra parte, de la región llana por donde habían transitado, hizo que experimentara paz.

Alguien pronunció su nombre. El sonido le llegó débil desde el otro lado, por donde los otros estaban aún subiendo. Andrews bajó de la roca y se apresuró hacia el carro, que se había detenido frente a un trecho muy empinado. Miller y Schneider estaban junto a las ruedas traseras, y Charley Hoge encaramado al pescante, sujetando el freno manual para que el carro no se fuera hacia atrás.

—Échanos una mano —dijo Miller—. El desnivel es demasiado fuerte para los bueyes.

—Voy —dijo Andrews. Notó que ahora respiraba más rápido y que le zumbaban un poco los oídos. Apoyó un hombro en la rueda que estaba más baja, igual que Schneider hacía en la otra, la que estaba más subida en el lado opuesto de la vereda. Miller se puso de cara a él y empezó a tirar de uno de los gruesos radios de nogal mientras Andrews empujaba la rueda. El látigo de Charley Hoge silbó un momento detrás de ellos y luego restalló delante, sobre las cabezas de los bueyes, al tiempo que su voz se imponía en un largo y sonoro «¡Arre!». Los bueyes avanzaron unas pulgadas; Charley Hoge soltó el freno, y por momentos los tres de atrás notaron la inercia irresistible que tiraba del carro hacia abajo, pero el peso de los bueyes pudo contrarrestarla; y mientras los hombres se esforzaban por empujar las ruedas, el carro empezó a moverse con lentitud cuesta arriba.

Andrews notaba cómo le latía la sangre en la cabeza. Medio aturdido, vio los músculos como sogas en torno a los brazos de Miller, las venas sobresaliendo en su frente. Al girar la rueda, buscó otro radio donde apoyar el hombro; ahora jadeaba, y cuando tomaba aire sentía una punzada en la garganta y otra en el pecho. Empezó a ver puntitos de luz, que giraban sobre sí mismos; cerró los ojos. De repente notó un vacío, aire, delante de sus manos, y momentos después las puntiagudas piedras del camino se le clavaban en la espalda.

Oyó voces muy lejanas.

—Se ha puesto medio azul, ¿no? —dijo Schneider.

Abrió los ojos; la claridad bailaba ante él y las verdes agujas de los pinos estaban primero muy cerca y luego muy lejos, y más arriba apareció un trecho de cielo azul. Pudo oír el resuello de su propia respiración; tenía los brazos inertes a los costados; y cuando su pecho se hinchaba para respirar, la nuca parecía querer hundirse en una roca; aparte de eso, yacía inmóvil.

—Se le pasará. —La voz de Miller le llegó pausada, comedida, tranquila.

Andrews movió la cabeza hacia un lado. Schneider y Miller estaban en cuclillas a su izquierda; el carro se había detenido en lo alto de la cuesta que antes no había podido salvar.

—¿Qué ha pasado? —Andrews oyó su voz, débil y fina.

—Te has desmayado —le dijo Miller. Schneider reprimió una carcajada—. En las montañas hay que tomárselo con calma —prosiguió Miller—. El cuerpo no está acostumbrado a la altitud.

Schneider meneó la cabeza, todavía medio riendo, y dijo:

—Muchacho, hay que ver la prisa que te dabas, subiendo la montaña. Yo ya creía que nos dejabas solos.

Andrews sonrió sin fuerzas. Al incorporarse sobre un codo, notó que su respiración volvía a acelerarse.

—¿Por qué no me decíais que aflojara?

Miller se encogió de hombros antes de responder.

—Eso tiene que descubrirlo uno mismo. No sirve de nada que alguien te lo diga.

Andrews se puso en pie, y durante unos instantes se bamboleó mareado. Tuvo que agarrarse del hombro de Miller hasta que se sintió con fuerzas; luego se irguió cuan alto era.

—Estoy bien —dijo—. Vamos.

Subieron la cuesta hasta el carro. Cuando llegaron arriba, Andrews respiraba otra vez por la boca y las manos le temblaban.

—Te diría que montes en tu caballo hasta que recuperes las fuerzas, pero no sería buena idea —dijo Miller—. Cuando a uno empieza a faltarle el resuello, lo mejor es continuar a pie. Si montaras ahora, tendrías que volver a pasar por esto.

—Me encuentro bien —dijo Andrews.

Se pusieron de nuevo en marcha. Esta vez, Andrews se mantuvo detrás de Miller y Schneider e intentó emular sus torpes andares. Pasado un rato descubrió que el secreto consistía en dejar las extremidades sueltas y que el cuerpo venciera hacia delante, y utilizar las piernas solo para mantener la debida distancia respecto al suelo. Aunque continuaba jadeando, y aunque tras un corto repecho volvió a ver luces girando frente a sus ojos, comprobó que el desgalichado y peculiar ritmo de la ascensión impedía que se cansara mucho. Cada tres cuartos de hora Miller los hacía parar y los hombres descansaban. Andrews se fijó en que ni Miller ni Schneider se sentaban. Estaban de pie, erguidos, y respiraban sin aparente dificultad; una vez que el ritmo de la respiración aflojaba, se ponían de nuevo en marcha. Al comprobar la tortura que suponía levantarse tras estar sentado o tumbado, Andrews empezó a descansar de pie como ellos; era más llevadero y mucho menos fatigoso reanudar la ascensión si uno había descansado de pie, no sentado.

Los hombres caminaron al lado del carro durante buena parte de la tarde; cuando el sendero se estrechaba se situaban detrás, empujando las ruedas con el hombro cuando venía una subida y las pezuñas de los bueyes resbalaban en la tierra compacta del camino.

Al atardecer, habían conseguido llegar a la mitad de la ascensión. Andrews notaba las piernas entumecidas, y el hombro le quemaba de tanto empujar la rueda del carro. Incluso cuando descansaba, el aire penetrante, frío y seco, le escocía en la garganta y le producía punzadas en el pecho. Ansiaba descansar y sentarse en el suelo, o tumbarse sobre el borrajo que flanqueaba el camino, pero sabía cuánto sufriría al levantarse. Así pues, descansó de pie como los otros, mirando hacia la espesura de los pinos.

En un momento dado el sendero torcía de manera tan brusca que Charley Hoge hubo de dar marcha atrás en el carro varias veces para alinearlo mejor, hasta que al final pudo embocar la curva; las ruedas del lado derecho rozaron los pinos, mientras las del lado izquierdo se acercaron peligrosamente al borde de un despeñadero de trescientos o cuatrocientos pies de profundidad. Pasada la curva, el grupo hizo un alto. El sendero se empinaba hacia un punto entre dos picos oscuros y mellados que se recortaban contra el luminoso cielo.

—Es ahí —dijo Miller—. Pasados esos picos.

Charley Hoge hizo restallar su látigo y azuzó a los bueyes. Estos, sobresaltados, arrancaron de golpe y empezaron a subir; las pezuñas se les hundían en la tierra, cuando no patinaban, y los hombres tuvieron que empujar las ruedas una vez más.

—No los fuerces demasiado —le gritó Miller a Charley Hoge—. Queda mucho para llegar arriba.

Poco a poco, el carro fue salvando el último repecho. Todos sudaban, y el aire fresco de la montaña les secaba el sudor al instante. Andrews podía oír el gruñido que hacía el aire al entrar en los pulmones y se dio cuenta de que el sonido lo producía él mismo, tan fuerte era que tapaba casi la respiración de los otros, el crujir del carro en su esfuerzo por seguir subiendo, y el cúmulo de sonidos que producían los bueyes al respirar, y avanzar y resbalar por el sendero. Andrews boqueaba como si se estuviera ahogando; sus brazos, sueltos a los costados mientras hincaba el hombro en los radios, querían moverse como si con eso pudiera tragar más aire. Ya casi no sentía las piernas, pero de repente el entumecimiento desapareció para dejar paso a un sinfín de agujas que le taladraron la carne, agujas que fueron calentándose hasta ponerse al rojo vivo, un ardor de dentro afuera, del hueso a la epidermis. Notaba las articulaciones de sus tobillos, rodillas y caderas aplastadas por el peso que impelían. La sangre le latía en la cabeza, le machacaba los oídos hasta ahogar el propio sonido de su respiración, y una película roja se interpuso en su visión. No veía nada delante de él; empujaba a ciegas, su fuerza suplantada por su voluntad, convirtiéndose en su cuerpo, hasta que el dolor lo enmascaró todo. Luego cayó hacia delante; las puntiagudas piedras del camino se le clavaron en las manos, pero no se movió. A gatas como había quedado al caer, vio con distante curiosidad cómo la sangre que manaba de sus manos oscurecía la tierra sobre la que estaban apoyadas.

Instantes después tomó conciencia de que el carro se había detenido justo cuando él se apartaba y que ahora estaba plano, no ya mirando hacia lo alto. A su derecha, el costado de una roca apuntaba hacia arriba; a su izquierda, otra muy parecida, a menos de treinta pies, más allá del carro. Intentó levantarse, pero volvió a caer de rodillas y se quedó así un momento más. Todavía a gatas, vio a Charley Hoge sentado muy erguido en el pescante, mirando hacia el frente, sin moverse; Miller y Schneider estaban enganchados a las ruedas que habían estado empujando; también ellos miraban al frente, callados. Andrews avanzó a rastras y al final consiguió enderezarse, al tiempo que se limpiaba las manos ensangrentadas en la camisa.

Miller se volvió para mirarle.

—Ahí está —dijo en voz baja—. Echa un vistazo.

Andrews subió hasta donde estaba Miller y miró en la dirección que le señalaba. La senda se abría paso entre pinos a lo largo de unas trescientas yardas, pero justo después, de manera brusca, el terreno se nivelaba. Un valle largo y estrecho, llano como una mesa, serpenteaba entre las montañas. La exuberante hierba que allí crecía ondeaba ligeramente en la brisa hasta donde alcanzaba la vista. Una gran quietud parecía emanar del valle; era la quietud, la inmovilidad, la calma absoluta de una tierra no hollada por pies humanos. Andrews se percató de que, pese al agotamiento, contenía la respiración; expulsó el aire con suavidad, como si no quisiera enturbiar el silencio reinante.

Miller se puso tenso, tocó el brazo de Andrews y exclamó, apuntando con un dedo hacia el sudoeste:

—¡Mira!

Una masa negra se movía en el valle al pie de los oscuros pinos que crecían en la montaña del otro lado. Andrews forzó la vista; en los límites de aquella masa oscura se apreciaba una especie de ola; y entonces el trecho palpitó cual enorme masa de agua movida por ignotas corrientes. Aunque vista de lejos la masa parecía pequeña, Andrews calculó que debía de medir más de una milla de largo por casi media de ancho.

—Bisontes —susurró Miller.

—¡Dios mío! —dijo Andrews—. ¿Cuántos hay?

—Dos o tres mil, creo yo. Puede que más. Este valle continúa hasta más allá de esas colinas; desde aquí solo podemos ver una parte. No hay manera de saber lo que habrá más adelante.

Andrews se quedó un momento al lado de Miller, inmóvil, contemplando la manada. A tanta distancia no podía distinguir un animal de otro, era una forma compacta. Un viento fresco empezó a soplar del norte, colándose por el desfiladero, y Andrews tiritó. El sol se había hundido tras la montaña que había al otro lado, dejando en sombras el lugar donde se encontraban.

—Tenemos que acampar —dijo Miller—. Pronto se hará de noche.

Lentamente, como en procesión, el grupo inició el descenso. Llegaron a terreno llano poco antes de que la oscuridad se cerniera sobre ellos.